lunes, 27 de junio de 2011

M* y el perro.-



M* es una mujer extraña. Próxima a la cincuentena, retraída y asustadiza, es una de esas personas que rehuyen el trato con los demás con el miedo enfermizo de quien teme ser maltratado sin razón aparente. Su cara no refleja emociones, como tampoco las reflejaría un muro.

Vive en una calle próxima a la mía, en una finca de vecinos que comparte con la nuestra el patio posterior. Nos conocimos hace varios años, cuando yo fui presidente de mi comunidad y tuve relación con ella que, a su vez, presidía la suya. Subía a su casa, hablábamos de asuntos de interés común a nuestras repectivas comunidades y me trataba con amabilidad. Pero, cuando nos veíamos por la calle e intentaba saludarla, sistemáticamente me evitaba. Como si yo fuera un extraño del que hay que desconfiar. A mí, su actitud me descolocaba y no sabía a qué atenerme con ella. En su casa me trataba con deferencia, pero en la calle me ignoraba.

Algún tiempo después, por otros vecinos que la conocían de toda la vida, supe lo peculiar de su carácter y no volví a preocuparme. A partir de entonces, cuando me cruzaba con ella, yo también hacía como si no la viese. Aun así, al pasar a su lado, la miraba de reojo a ver cuál era su reacción. Pero ella no movía ni un músculo de su cara inexpresiva al verme; puede decirse que mostraba la misma apatía que un semáforo ante un coche de bomberos. Pero algún rescoldo de emociones debía haber tras sus ojos inexpresivos.

Lo digo porque hace un par de años que se compró un perro. Un perro de pelo blanco y mirada inteligente, y, por lo que he podido observar, caprichoso y testarudo como un niño consentido. Con frecuencia, veo a ambos pasear por la acera de nuestra calle o por el parque. Él va delante o detrás de su ama, a su antojo, pero siempre marca el ritmo y decide dónde pararse y hacia dónde ir. Ella obedece.

Hay veces, en mis noches de insomnio, que, a eso de las cinco de la madrugada, me asomo a la ventana de la cocina y los veo caminar por la acera de enfrente: primero, el perro blanco marcando el ritmo, luego, ella. Lo peculiar del caso es que la cuerda que los une no sirve para sujetar al perro, sino para que éste tire de su dueña y la guíe. A veces, el perro decide correr y M* emprende un trotecillo torpe a su zaga, como con miedo a que el otro la riña si no logra mantener el ritmo que él marca. Otras, el perro va detrás del ama, relajado y casi con el aire filosófico de quien rumia sus perrunos pensamientos. Ella, delante y a pasitos, va fumando su pitillo y se nota que su cabeza no rumia ningún pensamiento de interés.

Cuando el perro blanco decide no caminar, M* lo saca a paserar en un cochecito como de niños, pero para perros, que le regalaron un cumpleaños.El cochecito tiene un armazón de aluminio y el capazo es de color rojo. El perro, tan telendo, se sienta en él mirando al frente con interés, y M* detrás, lo va empujando ajena a las miradas divertidas de los viandantes. Indiferente, estólida el ama, el perro tiene un aire más despierto.

A eso de las tres de la tarde, la hemos visto en la parada del autobús. M* despide al marido, que va al trabajo. Un hombre de complexión gruesa, con un chaleco de explorador y su permamente cachimba entre los dientes. No hablan. Cuando el bus llega, el hombre, como de cumplido, da un beso en la mejilla a M*, y otro beso, en los morrros, al perro, y sube al transporte. M*, con su inexpresividad apática, mira al perro y éste decide por dónde darán el paseo. Tomada la decisión, echa a caminar con su ama detrás. Nunca he visto bípedo más obediente.

miércoles, 22 de junio de 2011

Compro oro.-











"Como ave precursora de primavera, en Madrid aparece la violetera, que pregonando, parece golondrina que va piando..." No sé si el improbable lector conocerá esa canción tan madriles. Tampoco sé si, en su ciudad, con eso de la crisis económica, las aceras se han cubierto no de golondrinas volanderas anunciando una primareva de abundancia y birra para todos, sino de un crudo invierno de recesión, con bandadas de gurriatos en paro a los que la necesidad empuja a enfundarse los cartelones de hombre-anuncio y repartir papeletas de un amarillo purpurina (penoso remedo del noble metal) con la consigna "Compro oro".
No estoy muy seguro de si el batacazo de la economía financiera fue precursor, o sus barruntos fueron el previo origen de la proliferación de esta bandada de pardales que pía su falta de trabajo digno por las calles de nuestra ciudad. Lo cierto es que hay una relación de causa a efecto: cuanto mayor la iniestabilidad laboral, cuanto mayor dificultad para encontrar trabajo, mayor el número de humiles pájaros desempleandos dándole al pío-pío de "compro oro, ofrezco la mejor tasación".


Uno, que vive en esta babel capitalina, casi acaba por acostumbrarse a todo y a todos: a los jóvenes que se plantan en la Puerta del Sol y deciden reinventar una democracia, sin burocracias partidistas y sin corrupcción. Incluso se acostumbra a los que, de repente, han sacado sus credenciales de demócratas de toda la vida -que recuerdan a aquellos duros de calamita sobredorada de Alfonso XIII- y, a través del TDT Party, se desgañitan "¡¡Kaleborroca, kaleborroca!!" y exigen del Ministro de la Porra mano dura contra la jauría perroflauta. También se acostumbra (qué remedio) a los incívicos que arrancan papeleras de madrugada, tras el botellón finde; y al jubilata que juega plácidamente a la petanca en el parque del Calero; y al inmigrante africano que se saca unas moneditas ofreciendo La Farola delante de la puerta del DIA...


Como la adaptación al medio es condición indispensable para vivir en esta barahúnda de Tócame-Roque, quien esto escribe también se ha acostumbrado a tropezarse con ese tropel de anunciadores del "compro oro". Va por la calle Alcalá, en el cruce de Conde Peñalver con Goya, y se da de bruces con una bandada de infra-trabajadores que, por un puñadito de euros diarios (sin cotrato ni seguro), reparte papelinas con la consigna que invita a hacerse con dinero rápido cuando la necesidad aprieta.


Y si pasea por Sol, ahora que los Indignados la han dejado expedita, la bandada de hombres-anuncio le acosa a cada paso. Uno le pone la papela en la mano y, antes de llegar a una papelera donde echarla, otro más vuelve a ofrecerle otra nueva papela; dos pasos más allá, un tercero, y hasta un cuarto se las ofrecen de nuevo. De tal forma que, si uno quisiera venderles oro a cada uno de los patrones que les comisionan, necesitaría ser dueño de un Potosí para atender el requerimiento de todos ellos.


Ya sé que es inútil decirlo, pero no dejaré de hacerlo: Este jubilata, oro, lo que se dice oro, no tiene, aparte un Dupont que le regaló la santa cuando ambos éramos jóvenes y el amor se demostraba con regalos caros. A estas alturas de la vida el oro no significa gran cosa; basta con caminar de la mano, que los regalos caros ya son innecesarios. Aun así, el Dupont no pienso vendérselo a los merecaderes de oro, buitres de la necesidad ajena.


Sé tambíén que, por algún armario, anda rodando un trozo de puente dental con fundas de oro, de cuando aún no se habían inventado los implantes. Pero tampoco eso quiero vendérselo a esos carroñeros que le roen las tripas a quienes no puede llegar a fin de mes, o les vence el alquiler de un cuarto en una mala pensión, o han de solventar cualquier penuria económica por la vía rápida.


Estos mercaderes del oro a pequeña escala, predadores de economías domésticas anémicas, son carroñeros en lo más bajo de la escala trófica que engullen aquellas pequeñas joyas familiares, con más valor emocional que crematística. Pero, gramo a gramo, van drenando el metal hacia los enormes sumideros donde el oro se acuña en barras y se guarda en cajas de seguridad de quienes nos aseguran que la recesión económica exige sacrificios sociales, renuncias a derechos consolidados y mayor productividad, según la mágica fórmula de más horas de trabajo por menor sueldo.


De repente, el jubilata se da cuenta de que vive en una sociedad dominada por una escala bien organizada de depredadores: Desde el gran predador que devora economías de países en riesgo, pasando por el político depredador de votos cautivos, hasta el avechucho de uña retorcida que malpaga a los hombres-reclamo del "compro oro" y araña hasta las últimas hilachas del metal con que da lustre al gran becerro de oro de la economía de mercado.


Este jubilata, harto de la vulgaridad crematística que todo lo enseñorea, abre de nuevo el Cántico de Salomón y lee, saboreando cada palabra: Venter tuus sicut acervus tritici, vallatus liliis. Duo ubera tua sicut duo hinnuli gemelli caprae: Tu vientre es como montón de trigo, rodeado de lirios; tus dos pechos como dos cabritillos gemelos.


Esto sí es oro fino, oiga.

miércoles, 15 de junio de 2011

Donde los pies te lleven.-




Ya sé que acabo de fusilar malamente el título de una novela de Susana Tamaro, pero lo hago en la confianza de que el improbable lector se lo perdorne a este jubilata de pies cansados.


Como ya dije en mi entrada anterior, pensaba echarme unos días al Camino con el fin de disfrutar de la soledad (relativa) por esos campos y montes que atraviesa la ruta jacobea. Era un deseo que permanecía latente desde que, en 2005, fui caminando desde Saint-Jean Pied de Port, en tierras francesas, hasta Santo Domingo de la Calzada, en La Rioja fértil en vinos.
De regreso a casa, asaz molido y con los pies encallecidos, y más contento que unas pascuas, me apresuro a dar noticias de mis andanzas, no sea que el improbable lector crea que he abandonado esta bitácora y él abandone la lectura de estas notas que cuelgo semanalmente. Sería una pena porque a vér qué va a hacer un servidor, falto de lectores que sigan con curiosidad sus historias y experiencias.


Como no disponía de muchos días, decidí terminar el recorrido por tierras riojanas y recorrer la provincia de Burgos.


Para quien se haya metido en estas andanzas, bien como peregrino o como tourperegrino (que así llaman a los comodones que van con coche de apoyo y duermen en hoteles o casas rurales), hacer caminos por tierras castellanas es una experiencia que difícilmente puede olvidarse.
Ya se sabe cómo es esta Castilla nuestra, con sus tierras llanas donde se pierde la vista, con sus campos cerealistas y sus caminos que parecen no tener fin. Afortunadamente, en esta época del año los trigales aún verdean mientras van granando y, vistos en la distancia, semejan enormes alfombras que se mecen suavemente al impulso de la brisa mañanera. Los campos de colza, que también los hay, dan al paisaje una tonalidad amarillenta que sirve de contrapunto y complementa esos verdes intensos de los trigales. Incluso, cosa que antes nunca había visto, hay extensas plantaciones de adormidera de un rosa pálido que llaman la atención por lo exótico de su presencia en estas tierras de monocultivo. Cuando el paisaje se quiebra en pequeñas lomas, en lo alto de las colinas pueden verse, a veces, pequeñas matas de árboles que son como islas boscosas. Todo ello agradable a la vista y reconfortante para el caminante madrugador, que disfruta del frescor de la mañana.


Según se camina por aquellas soledades, puede verse a la alondra cantando mientras aletea a gran altura sin moverse del sitio. Es el macho que vigila el nido a sus pies, mientras la hembra, entre los cultivos, empolla los huevos. También puede el caminante oír el característico reclamo de la perdiz entre los trigales. Y al jilguero o al verderón que se columpian, casi ingrávidos, sobre un brote de trigo y trinan. Uno se para a oírlos y olvida por unos minutos que le quedan veinte kilómetros, o los que sea, hasta llegar al próximo refugio.


Pero, eso sí, uno debe ponerse en marcha a las siete de la mañana, como muy tarde, si quiere soportar las fatigas del camino sin que el sol le castigue durante las horas centrales del día. Cosa, esa de madrugar, que no puede evitarse, ya que en los refugios la grey peregrinil empieza a rebullir antes de las seis de la mañana y no hay forma de hacer pereza dentro del saco de dormir.
Una de las cosas más agradables del Camino es cuando uno pasa por los pueblos, se encuentra con algún paisano, y éste le saluda ¡Buen camino, peregrino!, o cuando, reventado de tanto machacar las suelas de las botas, llega a un refugio y le reciben con un abrazo y le dan un camastro o una colchoneta en el suelo para que se acomode. Es como sentirse en casa -con comodidades elementales, claro- y saber que durante unas horas estará en familia. Una familia variopinta, donde se oye todo tipo de lenguas y se ven gentes de cualquier lugar del mundo. Además, en algunos refugios le ofrecen al caminante una cena comunal donde se reúne esa babel peregrinesca en torno a una mesa improvisada y se come del puchero que, con más o menos arte, ha preparado el hospitalero, siempre con mejor voluntad que ciencia culinaria.



Recuerdo la cena en Grañon, donde enseñoreaba una hospitalera de origen norteamericano, que nos dio de cenar un caldero de lentejas apelmazadas que se negaban a despegarse del cazo para caer en el plato, y un puding con manzana, muy americano. Allí, sentado a mi lado, un peregrino francés se comió tres platos de aquel engrudo con el mismo apetito que si estuviese degustando el más suculento de los manjares; y una peregrina holandesa se las comió con cuchillo y tenedor, mezclando puding y lentejas. Todo un refinamiento gastronómico, nacido de la pura necesidad de supervivencia.


Que conste: no lo digo por burla, sino como anécdota; que donde se da lo que hay no se está obligado a más, y el peregrino nunca exige, toma lo que le dan y queda agradecido. Lo cuento para que se vea que en el Camino todo aprovecha y la risa bienhumorada es un ingrediente imprescindible para aguantar fatigas.


Coincidí con un calagurritano reidor y un tanto achispado, con quien compartí cervezas y bromas; con un médico francés, con quien caminé un par de días y resultó ser una de las personas más interesante que haya podido conocer en los últimos tiempos; y con unas peregrinitas mejicanas que andaban por los caminos con sus faldamentos largos y vistosos, sus sombreros de ala ancha y sus pañuelos vaporosos, como salidas de una estampa antigua. De ellas me despedí con un beso en Burgos (se quedaban un día más), y ellas me dieron un abrazo porque, según me dijeron, en Méjco se abrazan para juntar corazón con corazón. Fue emocionante y hermoso.


Gente toda que queda en el Camino y de la que no volveré a saber más. Tampoco importa; uno no puede traerse todo a casa, aunque regresa con la mochila llena de vida vivida en libertad.



De un viejo libro de poesía que tengo por casa, copio estas estrofas de La alondra del barbecho, de Miguel de Castro, que vienen muy al caso:



La musa que en mi alma anida,


no es princesa que amor llora,


sino recia labradora


que canta al son de la vida.


La veréis por el barbecho


cruzar con el ceño adusto
bravo y tentador, el busto,
grave y maternal, el pecho.


Ruda y arisca villana
sólo mi amor la alboroza
moza tempranera... ¡moza


de cantiga serrana!

martes, 7 de junio de 2011

De nuevo, una caminata por la Sierra.-










Ya se sabe cómo somos los jubilatas. Con eso de la edad provecta, las neuronas se nos van fundiendo y las que nos quedan se limitar a repetir pautas y comportamientos, evitando salirse del camino trillado, no sea que el jubilata tropiece en una piedra fuera de sus circuitos habituales y termine descrismándose.

Y eso de repetir pautas y comportamientos adquiridos con el paso del tiempo me ha llevado, una vez más, a hacer una marcha de senderismo por la Sierra de Guadarrama, por su cara norte. Esta vez por el llamado "Camino del Ingeniero", que transcurre entre San Rafael y El Espinar, por tierras segovianas.


Entre ambos pueblos hay una carreterita semi abandonada que los une. El camino del ingeniero nace allí, cosa de un kilómetro carretera adelante, para adentrarse en el monte, por detrás de la fuente de la Yedra. Trepa un rato ladera arriba y luego gana la horizontal, para transcurrir plácidamente por en medio del bosque de pinos, cruzando algún arroyo rumoroso, para bajar de nuevo hacia el piedemonte. Cosa de poco esfuerzo, con un recorrido de unos 15 kilómetros.
Como transcurre por la cara norte de la sierra, el bosque es húmedo, umbrío y muy tupido, con esos airosos pinos de Valsaín que tienen un tronco de color asalmonado, recto como el astil de una lanza, y que parecen querer alcanzar el cielo con sus copas. El sotobosque lo forman helechales de un vede jugoso en esta época del año, que alfombran el suelo a ratos; cuando no, la hierba, tachonada de flores silvestes, cubre las praderías.


Aquí y allá pueden verse algunos robles melojos que pugnan por abrirse paso hacia la luz. Son ejemplares relictos del bosque autóctono que debió existir antes de que se repoblase el pinar por razones económicas, ya que el pino es una especie de más rápido crecimiento, por lo que, tradicionalmente, su explotación ha proporcionado riqueza a los pueblos de alrededor.


Además, la madera de pino fue materia prima utilísima para la construcción naval en aquellos tiempos en que la Flota de Indias drenaba las riquezas de las Américas hacia estas Españas con el fin de alimentar las continuas guerras con ingleses, franceses, holandeses y berberiscos, que la monarquía de los Austria mantenía para defensa del patrimonio de la casa Ausburgo y en nombre de la santa religión.
Ya idos por esos cerros del recuerdo histórico, viene a cuento lo que puso en versos de arte mayor don Francisco de Quevedo a propósito del oro americano, que poco aprovechó por estas tierras castellanas: Nace en las Indias honrado, donde el mundo lo acompaña, viene a morir a España, y en Génova es enterrado. Ya se sabe, los banqueros genoveses cobraban en oro americano los préstamos realizados a la Corona; hoy, otros banqueros saquean el patrimonio del estado en nombre de las sacrocantas leyes neoliberales y nos empobrecen igual. Pero, improbable lector, ese es otro asunto del que no toca hablar hoy.
El caso es que, monte arriba, llegamos a descubrir hasta tres hermosos ejemplares de tejo, ese árbol cargado de simbolismo, que apenas se encuentra por nuestros bosques. Un árbol negro rojizo, según la época del año, de hojas aciculares como en las coníferas, cuya madera se usó en la Edad Media para construir arcos, y que en las culturas celtas simboliza la muerte y la vida eterna. No en vano puede sobrepasar los mil quinientos años de edad, como el que descubrimos en Barondillo hace algunos años.
Y ya puesto en eso de las caminatas, este jubilata, que ve la vida como un camino, de aquí a un par de días carga la mochila, la venera y el bórdón y se va a gastar suela por el Camino de Santiago durante siete días. Piensa estar a solas con sus pensamientos, si las manadas de jacobípetas de todo pelaje se lo permiten. Que eso del turismo de masas todo lo arrasa, coño.


miércoles, 1 de junio de 2011

A propósito de antiguas envidias y modernas preocupaciones.-









No me sorprenderá que el improbable lector, si tiene la paciencia de leer esta modesta y un poco larga entrada, llegará a la consecuencia de que este jubilata habla, con poco conocimiento, de cosas que tienen nada que ver con los tiempos inquietos que vivimos y se va por los cerros de Úbeda de sus lecturas, porque apenas alcanza a entender del mundo que le rodea.


Pero qué le vamos a hacer. Es lo que tiene ser jubilata de mediocre pensión y con una erudición de medios pelos: saturado de hechos actuales que le sobrepasan, y sin capacidad para un análisis y comprensión medianamente razonables de esta sociedad desbocada, gasta su tiempo en actividades radicalmente inútiles e improductivas, como ponerse a leer la versión que hizo Fran Luis de León de El Cantar de los Cantares.


Por si acaso, y de antemano, este jubilata reconoce su condición de ser ucrónico y da la razón al improbable lector, pero se empecina en hablar de sus inútiles actividades. Y, como esta bitácora se alimenta de sus elucubraciones, y, lamentablemente, de su pensión no puede pagarse asesores culturales o políticos, habla -un poco o un mucho- por boca de ganso sin otra pretensión que la de no verse molido a palos por los raros comunicantes que, de tarde en tarde, le envían sus impresiones. Que sí lo hacen - lo de molerle a palos, siquiera ideológicos- con más frecuencia de lo que a él le gustaría.


A lo que importa. Estas últimas semanas ha caído en mis manos (los medios tortuosos no los confesaré) un librito que lleva por título: Traducción literal y declaración del Libro de los Cantares de Salomón hecha por el Mro. Fr. Luis de León... Editado: En Salamanca: en la oficina de Francisco de Toxar. Año de M.DCC.XC.VIII.


Es un libro en cuarto (21x15 cm.), 150, XVIII páginas, impreso en papel de tina verjurado, con su buena marca de aguas consistente en un óvalo coronado y con cenefa de hojas y una flor de lis en la parte inferior; en el óvalo va inscrita una R (ROMANI, puede leerse al trasluz). La encuadrnación es actual, en holandesa, con lomo y puntas de piel, adornados con una cenefa gofrada de rueda.


Doy estos datos del libro porque éste es una pequeña joya bibliográfica por la que un bibliómano estaría dispuesto a dar todas las empresas del IBEX 35, y aún a Emilio Botín de regalo, si se lo pidieran. Y saldría ganando.


Quien se haya esforzado un poco en los lejanos años del bachillerato, habrá aprendido que hacer la versión castellana del Cantar de los Cantares, al bueno de Fray Luis de león le costó un largo proceso de cinco años y ser pupilo forzoso de las mazmorras de la Santa (?) Inquisición. Proceso en el que no se logró demostrar su culpabilidad, de forma que se reintegró a su cátedra salmantina de Teología (tras los cinco susodichos años en un calabozo del Tribunal del Santo (?) Oficio y, en su primera clase, dijo aquella frase tan célebre de: "Decíamos ayer..." Con un par.


¿Por qué le denunciaron a la Inquisición, siendo como era un fraile agustino? Se preguntará el improbable lector, ya metido en harina. Pues nada, cuestión de celos entre las distintas órdenes religiosas, que podían costarle al denunciado el verse convertido en chicharrón en una hoguera, aunque fuese más santo que el santo Job. ¿La razón, o escusa, para la denuncia? Pues por el atrevimiento de traducir, directamente del hebreo al castellano, este célebre cántico de Salomón, recogido en la Biblia. Ya se sabe -esos viejos recuerdos del bachiller franquista que uno estudió- que el Concilio de Trento, origen de la Contrarreforma, prohibió que los libros de la Biblia se vertieran en lengua vulgar. Además, pecado sobre pecado, lo hizo precisamente desde la lengua hebrea (de aquí a ser sospechoso de judaizante, un paso), siendo la Vulgata Latina la versión oficial de las sagradas escrituras. Ya se sabe, el vulgo no sabía latín, con lo que la interpretación de los libros sagrados estaba en manos del clero, quien controlaba así almas, vidas y voluntades.


En el libro de marras, Fray Luis presenta una columna a la izquerda con el texto latino según la Vulgata, mietras que a la derecha va el texto castellano que él tradujo del hebreo. A cada capítulo se le acompaña de una glosa donde da una interpretación poética y mística de los coloquios amorosos entre el esposo y la amada. Un lenguaje de tanta belleza y de tan sutiles conceptos que a este jubilata (habituado a la pobreza léxica actual: "joder", "colega", "qué passada, tío"... y otras) se le emocionan esos ojitos que ha de comerse la tierra.


¿Alguien puede imaginarse que, en pleno deliquio amoroso, la novia le diga al novio: oleum effusum nomen tuum: ideo adolescentulae dilexerunt te ? Osease: Es ungüento derramado tu nombre: por eso las docellas te amaron. O que el enamorado, prendado de la hermosura de su amada, le diga: Equitatui meo in curribus Pharaonis assimilavi te amica mea. Que es tal como así: A la yegua mía en el carro de Faraón te comparé amiga mía. Lo de llamar "yegua" a la amada, aunque sea apasionadamente, hoy en día suena a ofensa de género (que dicen); pero tampoco jamás le dirá el enamorado de hoy: Ecce tu pulchra es amica mea, ecce tu pulchra es, oculi tui columbarum. Lo que, según el fray: Ay¡ quán hermosa amiga mía, quán hermosa ¡ tus ojos (son) de paloma. Bello a que sí?


Pero si es hermoso el propio cantar salomónico, leer los comentarios del texto que hace el frayle está al alcance solamente de improductivos y ociosos como este jubilata, que puede dedicar horas de lectura, saboreando con paladar de gourmet y minucia de taxidermista cada una de las frases en las que va explicitado el significado.


Como pequeño ejemplo, va éste. "Béseme de los besos de su boca". Ya dixe que todo este libro es una Egloga pastoril, en que dos enamorados Esposo y Esposa á manera de pastores se hablan y responden á veces. Pues entenderémos que en este primer capítulo comienza á hablar la Esposa que hemos de fingir que tenía á su amado ausente, y estaba de ello tan penada...


Francamente, no sé qué espera el improbable lector para hacerse con un ejemplar actual de la obra y zambullirse en ella. Pero sin prisas ¿eh?, con deleite, como regodeándose en el más sutil de los pecados de cultismo trasnochado. Peores cosas hacen los cabrones del G-8 y se las aguantamos.


Para terminar, lo del título de la entrada iba por esas míseras envidias entre eclesiásticos que llevaron a Fran Luis de León al calabozo, por el delito de escribir esta joya literaria en lengua vulgar, y por los tiempos revueltos que vivimos, que son un sobresalto tras otro y nos privan del reposo y del dulce placer de la lectura.


Por cierto, la dueña del libro ya se ha dado cuenta de que me lo llevé prestado (sin su consentimiento) y me lo ha reclamado, así que dispongo de pocos días para terminar su lectura.