domingo, 27 de octubre de 2013

"Llueve mucho".-

Eso dijo don Mariano cuando los periodistas le preguntaron por la sentencia del Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo. La gente, poco habituada a sutilezas, se lo ha tomado como una salida de pata de banco, o como un despropósito de los muchos a que nos tiene acostumbrados. Pero no hay tal. Lo que ocurre es que nuestro ínclito Presidente tiene una visión surrealista de la cosa pública que va más allá de la vulgar percepción del ciudadano común; esa “mayoría silenciosa” tan socorrida, de la que suele echar mano para zurcir descosidos en caso de mareas blancas, verdes,arco iris o rojas.

Casi nadie ignora que el Surrealismo es un automatismo psíquico mediante el cual se intenta expresar el funcionamiento real del pensamiento, fundiendo lo cotidiano con lo inconcebible, y dando origen a imágenes, textos o verbalizaciones aparentemente inconexas de la realidad, pero subyacentes a ella y no sometidas a las reglas de la lógica común. 

Así, desde esa perspectiva, hay que entender el “Llueve mucho” como extrapolación a un mundo por encima de la realidad política. Al coincidir ocasionalmente el comentario del Presidente sobre la lluvia con un mental “¡A ver si se lo tragan!”, bajo un paraguas, se produjo uno de los más bellos momentos del surrealismo político, donde la supuesta incongruencia tiene su ilación lógica en un mundo que trasciende la realidad para convertirse en libre expresión de una mente en perpetua descontextualización de todo sometimiento al pensamiento racional. 

Bueno, eso más o menos, porque este jubilata no logra desentrañar los sinuosos meandros por donde discurren las discurrideras presidenciales. 
  
Y si el improbable lector no está convencido de lo que digo, no tiene más que pararse a pensar en la cantidad de aparentes incongruencias nacidas del vuelo voluntariamente errático de la gaviota genovesa. ¿Acaso el improbable lector se cree que lo del “finiquito diferido” era un barullo mental que se hizo doña Cospedal? Pues no, fue la más bella expresión surrealista de una realidad contradictoria y de difícil explicación si se recurriese al pobre auxilio de elementales herramientas mentales, siempre sujetas a la confrontación con los hechos.

Entresaco aquí algunos de los más bellos hallazgos poéticos de aquel texto:

“… como fue una indemnización en difi…
en forma de simulación…
Simulación…
…o de lo que hubiera sido en diferido,
en partes de una lo que antes era una retribución…
¿Verdad? Pues aquí se quiso hacer”.

No me diga el improbable lector que no hay belleza en la aparente incongruencia de este texto. Es como una visión onírica de la vulgar realidad del pelotazo crematístico, donde se confunden  justificaciones de difícil justificación, trabalenguas y mareos de perdiz, sazonados con un mental “a mí siempre me toca el muerto”. Ni siquiera André Breton, cocido en absenta, hubiese sido capaz de crear un cadavre exquis tan hermosamente absurdo.

Y no digamos si, en un encuentro fortuito, se hubiesen fundido en un abrazo amoroso el “Llueve mucho” de Mariano y la “Indemnización en diferido” de María Dolores sobre la pantalla de un televisor de plasma. Sería, como dijo Isidore Ducasse, comte de Lautrémont, en Les chants de Maldoror: “Bello como el encuentro fortuito de una máquina de coser y un paraguas sobre una mesa de disección”.

En esas meditaciones andaba este jubilata cuando, visitando en la Fundación Juan March la exposición  Surrealistas antes del surrealismo, se paró a contemplar la fotografía “Una patata germinada con sus tentáculos flotando en el espacio gris” (literal). Fue una revelación de lo más surreal encontrar la relación entre aquella patata de tentáculos fantasmagóricos y la alusión meteorológica a una sentencia que ha dejado en un ¡Ay! al país.

Mientras que la humanidad sigue sin encontrar respuesta a la gran cuestión de si hay Vida después de la vida, los españoles sabemos con certeza que hay surrealismo después del Surrealismo, y así nos lo demuestran nuestros políticos cada día.


Lo que pasa es que no les comprendemos.

viernes, 18 de octubre de 2013

Esas ideas que llegan con la lectura.-

Un servidor ya sabe que disculparse reiteradamente por errores que no está dispuesto a dejar de cometer puede ser, a ojos del lector, una tomadura de pelo. Y aunque éste considere que insistir en la capacidad pensante del gremio jubilata, como se ha insistido otras veces en esta bitácora, es un error, no dejaré de hacerlo una vez más. Aunque tanta insistencia traiga la sospecha de que esto se dice para que el improbable lector acabe creyéndoselo; creyéndose que los jubilatas somos, de verdad, capaces de pensar.

Los jubilatas somos unos ociosos necesitados de llenar nuestras horas de inactividad con asuntos que, si bien no son importantes, al menos sirvan de coartada y justificación de nuestro estar en el mundo. Y aunque un servidor no haya leído a Martín Heidegger, sabe que su ser-en-el-mundo, cuando se llega a estas edades, es apenas una forma de ser terminal cuya identidad le viene dada por la pensión mensual que le sustenta.

Eso de momento y provisionalmente, porque la sustancia que nos sustenta (la pensión de jubilación) se está convirtiendo en algo tan evanescente como la sanidad y la educación públicas. Ya llevan un tiempo amenazándonos con que nuestra longevidad es un cáncer que va devorando los recursos públicos, de forma que los pensionistas, además de una pasión inútil – que dirían los existencialistas – terminaremos convirtiéndonos en una carga social inasumible.  Pero carga y todo, no hacemos lo que, en el memorial de los claustrales de la universidad de Cervera a Fernando VII, se decía: lejos de nosotros la peligrosa novedad de discurrir. Leemos, discurrimos sobre lo leído y, a veces, hasta pensamos.

Porque es el caso que un servidor ha leído estos días atrás un artículo en Le Monde diplomatique sobre la posesión de los bienes materiales y su uso; sobre el tener, el usar y el compartir. Tan afanados estamos en poseer objetos que se nos olvida hasta qué punto nos son útiles o, si bien se piensa, un lastre que acumulamos porque identificamos la posesión con la existencia.

Dice el articulista que la propiedad tiene una dimensión simbólica y una dimensión funcional. En su dimensión simbólica, los objetos hablan de nuestro estatus, de nuestro prestigio social. Un coche último modelo, el apartamento en la playa, están diciendo a quienes nos rodean que estamos bien instalados en la sociedad, que hemos triunfado en esta sociedad donde poseer es un valor en sí. Tenemos bienes materiales más por su valor simbólico que por su utilidad real. A ver quién coños va al apartamento en la playa, aparte los quince días de vacaciones; el resto del año son gastos.

Si pensamos en nuestras propiedades como simples objetos de uso, no en su valor simbólico de representación, podemos llegar a la lamentable convicción de que acumulamos bienes materiales cuya utilidad es escasa y su utilización, mínima. Un ejemplo sencillo servirá: una taladradora en casa, una vez colgados los cuadros, es un trasto inútil por el que hemos gastado un dinero y ocupa un espacio junto con otros mil cachivaches de escasa utilidad. Si bien se piensa, lo que realmente necesitábamos eran varios agujeros en la pared.

De ahí la tendencia de algunos grupos minoritarios a compartir. Un trayecto en coche se puede compartir entre varios, sosteniendo  los costes entre todos. Un apartamento en la playa se puede ceder a quienes, a cambio, te prestarán otros servicios. La taladradora se puede prestar a cambio de la batidora del vecino. Y así… Se intercambian herramientas y servicios, uno se ahorra la compra de objetos y, de paso, se van poniendo frenos a la obsesión consumista.

Nos contaba un sobrino, que ha estado haciendo un Erasmus en Dinamarca (“Turismus”, decía su padre), que en la casa donde vivía había una sola lavadora en el sótano que compartían todos los vecinos del inmueble. Imagínese el improbable lector si ese principio ecológico lo aplicásemos a nuestra vida diaria, la cantidad de máquinas de las que podríamos prescindir, la energía y la contaminación que ahorraríamos.

Y ya puestos, a este jubilata, cuyas discurrideras nunca están ociosas, se le ha ocurrido lo ecológico y económico que resultaría a este país si compartiésemos, por ejemplo, los políticos autonómicos. Con que tuviéramos un equipo que nos lo fuéramos prestando según nos hicieran falta en tal o cual Autonomía, nos saldrían más baratos. Y no digamos de la caterva de asesores; con media docena bien aprovechada y llevada de la Ceca a la Meca, según las necesidades de asesoramiento, nos bastaba. En cuanto a las ventajas ecológicas de ese compartir, serían evidentes: ahorraríamos horas y horas de promesas incumplidas que envenenan el ambiente.

Pero esas cosas se piensan porque - ya se ha dicho al principio - los jubilatas disponemos de demasiado tiempo para darle a las discurrideras. Eso, claro está, mientas la pensión nos dé para estar ociosos; porque cuando los poderes públicos decidan por fin que sí, que somos una carga insoportable y nos condenen a la extinción por la hambruna, ya tendremos bastante ocupación con irnos muriendo por los rincones. 

Pero, mientras tanto, discurrimos, y a ratos, pensamos. 

domingo, 13 de octubre de 2013

Confidencias sin fundamento (fragmento).-

Encontradas en el fondo de un cajón, al menos, que alguien se entere de que una vez se escribieron para que alguien las leyese.


"Siempre he admirado a los grandes hombres que, conscientes del  decisivo papel jugado por sus personas en el fragmento de historia que les correspondió vivir,  decidieron dejar constancia escrita de su influencia en la sociedad que los hubo de soportar. Y aunque ningún plebiscito refrendara la bondad de sus actos o la conveniencia de su mera existencia como hombre públicos,  tuvieron tan alta estima de sí mismos que ésta era suficiente justificación.

"Hubo una época de mi vida - los largos aunque efímeros años de la juventud - en la que devoraba libros de memorias que, a modo de guías espirituales para un espíritu iluso y crédulo como el mío,  eran la fuente de la que bebía con ansiosos tragos. Fuentes inagotables que manaban a grandes borbotones, cual surgencias geométricas de papel impreso, de los anaqueles de las expurgadas bibliotecas públicas del franquismo. Chorros incontenibles de ideas, vivencias y actos transcendentales – a juicio de sus autores – que, ahora ya lo sé, sólo enmascaraban esa enfermiza obsesión que los humanos tienen por perdurar.

"Ese gusto por sumergirme en las vidas ajenas nacía no del afán de emularlas, sino de la insatisfacción de la mía propia, cuyos horizontes eran de una mediocre y previsible linealidad existencial tal que el resto de mi vida, hasta el momento presente, se ha encargado de confirmar.  Y no quisiera transmitir al improbable lector la falsa sensación de ser un individuo amargado, resentido o depresivo obsesionado por la nimiedad de su propia existencia, sino que la vulgar realidad me empuja a ser sincero, ya que no en las memorias, siquiera en esto.

"No. En absoluto. No piense el feliz humano, que ojea estas desmemorias fraudulentas , encontrarse ante un individuo dispuesto a amargarle el escaso tiempo que puede dedicar a la lectura; ni, mucho menos, desarraigarle con sus lamentos tan encomiable  hábito.

"Que, quien esto escribe, también detesta tropezarse con un libro cuyo contenido enfada porque su autor confundió la benevolencia de los lectores con las confidencias en el diván del siquiatra, obligado – éste sí - a la paciente escucha a causa de sus sustanciosos emolumentos.

"Hay gentes que con menos motivos han abandonado la afición por la lectura, la cual, si bien se mira, es un acto mecánico falto del más elemental incentivo, una vez aprendido su manejo: repetición hasta la saciedad de las infinitas combinaciones de los signos del alfabeto los cuales, agrupados de forma aparentemente aleatoria, significan objetos materiales o conceptos intelectuales de efímera existencia, en cuanto son pensados.

"Y no tendría el acto de la lectura mayor interés si no fuera porque, al discurrir de nuestra vista sobre los signos gráficos, éstos se encaraman en nuestro intelecto donde un demiurgo diligente les da forma inteligible y los preña de sentido. Y no otra es la coartada de  que se sirve la lectura para interesarnos, sino que nos hace sentir pequeños dioses que ponen orden  en un caos de trazos esquemáticos.

"Y esa es una de las razones ocultas de mi atrevimiento a poner en solfa alfabética el cúmulo de mezquinas experiencias que conforman mi transcurrir vital: la posibilidad, que generosamente ofrezco a la humanidad, de transformar los signos alfabéticos en significados cuya percepción intelectiva llevará a los improbables - aunque deseados - lectores míos al convencimiento de que este fraudulento confidente no es más que un usurpador del idioma..."

Y así durante catorce páginas. Menos mal que se quedó en eso, en proyecto. 


sábado, 5 de octubre de 2013

San Fermín Txikito.-.

Pues resulta que la santa y un servidor hemos ido unos días a Pamplona, a visitar a la familia y ver qué colores les sacaba el otoño a los parques iruñeses y a las arboledas que orillan el Arga. Pero no contábamos con que en estos pasados días, finales de septiembre, se celebraba el San Fermín Chiquito en la Navarrería.
Es poco probable – a menos que conozca bien la ciudad y sus costumbres – que el improbable lector haya oído hablar de unos sanfermines chiquitos a principios de otoño. Como se trata de una curiosidad que da para hablar de ella en esta bitácora, pondré en antecedentes al lector ocasional, casual o improbable, pero siempre paciente.

Sepa, pues, el lector que en el barrio pamplonés de la Navarrería existe una iglesia bajo la advocación de San Fermín de Aldapa. Dicen que el templo se levantó en la misma casa donde nació el santo, vaya usted a saber. Lo que sí dice la arqueología es que en este lugar han aparecido los más antiguos vestigios romanos; el descubrimiento de un mosaico y los restos de unas termas así lo acreditan. También hay restos medievales en el subsuelo, de finales del S. XII, correspondientes a un palacio real construido por Sancho VI el Sabio sobre terrenos que le cedieron los vecinos a cambio de privilegios para la repoblación del lugar. A principios del S. XVIII se construyó el actual templo en estilo barroco y la fachada, historicista, es del XIX.

A este jubilata estas fachadas medio neorrománicas, medio neogóticas, con su mezcolanza de elementos ornamentales que lucen algunas iglesias pamplonesas le desbaratan el gusto estético. Pero a ver quién se atreve a decir nada cuando llega ante la catedral y ve ese monumental escenario, sólidamente neoclásico, que Ventura Rodríguez le adosó a la vieja fachada románica. De repente, todo el viejo barrio de la Navarrería pasa del medioevo al Siglo de las Luces y el visitante queda anonadado al ver aquellas columnas colosales soportando un frontón neoclásico tan sólido, macizo y sin fisuras como pretende serlo el dogma trinitario.

Pues eso, que San Fermín Chiquito es ocasión para que la chavalería disfrute de unas fiestas hechas a su medida. Por las calles desfilan gigantes, acompañados de dulzaineros y chistularis, y cabezudos (Kilikis, los llaman) armados de vejigas atadas a un palo, con las que dan zurriagazos a los críos que corretean por allí. También se hacen encierros, solo que los toros son máscaras de cornúpetas, montadas sobre una rueda de bicicleta y un manillar. Lo que divierte a los mayores es que la chavalería corre delante del torico con el mismo afán y la misma cara de susto que si estuviera en un encierro de verdad.

Tiene la Navarrería no sólo su sanfermín txiqui y su célebre fuente desde la que se tiran los extranjeros cocidos en vino en los sanfermines grandes; tiene, sobre todo, la solera que le da el ser el barrio medieval más antiguo de Pamplona, nacido en  torno a la catedral, bajo la protección de Sancho III el Mayor. Cuando uno recorre el casco viejo, en realidad se está moviendo por tres antiguos poblamientos: Navarrería, burgo de San Cernin y población de San Nicolás. Desde el Privilegio de la Unión, dado por Carlos III el Noble en 1423, son un mismo municipio.

Lo que ocurre es que, actualmente, con el chiquiteo y los pinchos de diseño de los bares, resulta difícil distinguir dónde empieza un burgo y terminan los otros. Todo ello forma el Casco Viejo y lo mismo da tomarse un vino en La Mandarra de la Ramos que en el Txoco o en el bodegón Sarriá. En todos se rinde culto a Baco y se practica la alquimia culinaria. A la santa y a un servidor nos gustaba mucho, en tiempos, Casa el Marrano, en San Nicolás, donde ponían unas sardinas de San Sebastián que levantaban la boina. El plato – si había prisas – no lo lavaban de uno a otro comensal, pero las sardinas eran de pistón. Hace años, con esa manía de la higiene, despersonalizaron el lugar; ya no limpian el plato con un migote de pan, así que ahora preferimos el Gaucho, donde cada pincho es una gourmandise, y a ese precio lo cobran.

Un local curioso y no demasiado conocido es el Churrero de Lerín, al comienzo de la Estafeta. Es una churrería que solo abre los domingos por la mañana pero es lugar frecuentado por los peregrinos jacobípetas que se toman allí un chocolate con churros y dejan escritas sus impresiones en las paredes, a veces en un spainglish tipo alcaldesa Botella: Churros with chocolate is very very delicious. Allí te hacen los churros a la medida y, mientras esperas, puedes ojear el diario o echar un trago del porrón con vino dulce que tienen allí encima del
mostrador. Los pamploneses más tradicionales prefieren la churrería de la Mañueta, cerca de la catedral, que abre en sanfermines y otras fiestas de guardar.


Pero no crea el improbable lector que este jubilata va a aquellas tierras solo a tripear, que también ha visitado lugares tan llenos de historia y arte como el monasterio de Irantzu, en Tierra Estella, Olite, con su castillo y callejero medieval, y Ujué, con su impresionante iglesia fortaleza. Todo ello daría para más bitácora, pero uno teme cansar al lector, que ya hace bastante con perder su tiempo ojeando esto que queda escrito.