lunes, 22 de septiembre de 2014

El estrafalario peso de la púrpura.-

A veces, en esta bitácora se escapa algún texto burlesco cuando se habla de personajes públicos y este jubilata no siente la necesidad de excusarse por ello. Todo el mundo entiende que la burla que un quídam hace de los poderosos no es más que el peaje que éstos han de pagar por estar en el candelero y disponer de parcelas de poder que ejercen no siempre (o muy pocas veces)  a favor de quienes le pusieron allí con sus votos. Y no digamos si se trata de la casta que llegó a lo más alto de su escala jerárquica sin el concurso de sus feligreses o adeptos, sino encumbrados por especial favor del dedo divino.

Claro que, por si las moscas, un servidor, antes de meter el dedo en el ojo a un personaje, se ha parado a mirar si en el suyo propio hay una paja o una viga evangélica, o una simple catarata. Y descubre que puesto a reírse de estos estrafalarios personajes con los que se topa de vez en cuando, también cuenta con una buena dosis de rarezas en sus propias alforjas. Esas pueden ser cosa de la edad, de la esclerosis neuronal tras tantos quinquenios de actividad, o del simple capricho por ser original frente a tanta mansedumbre mass media como uno observa por ahí cuando se finiquita un banquero o cualquier personaje conspicuo y forrado de pasta.

Pues eso, antes de hablar de ese purpurado obispo de Valencia de la foto, que quiere pasar por ser un cardenal renacentista con su corte y no es más que un anacronismo, un vejete ridículo embuchado en metros y metros de capa roja como un chorizo sobrado de pimentón, un servidor quiere confesar que también es un tanto estrafalario, o friki, en sus gustos. 

Ya hace algún tiempo confesé mi gusto por el latín, lengua que estudio desde hace algunos años, y mi lamentable desconocimiento de la angliparla. Pero, puestos a ser originales, piénsese que el inglés lo habla hasta la alcaldesa de Madrid; o sea, una vulgaridad de aeropuerto y carta menú de chiringuito playero. Aparte que Xavier de Bradomín ya se lo dijo a la Niña Chole cuando navegaba hacia Tierras Calientes, que el inglés era lengua de mercaderes, piratas y herejes.

El caso es que el amigo Chus, también jubilata, también aspirante a chamullar la lengua de Cicerón, me envía las fotos de marras y trae a colación un texto de Erasmo que viene al caso. Se trata de Abbatis et eruditae colloquium (Coloquio entre el abad y la mujer culta). En la pelea dialéctica que mantienen, el abad dice a Magdalia que las Letras son tarea impropia de la mujer, de la misma forma que las alforjas lo son para un buey. Ella, con ironía, le responde: Atqui negare non potes, quin magis quadrent cliteliae bovi, quam mitra asino aut sui: “Pero no puedes negar que le cuadran mejor las alforjas al buey que la mitra al asno o al cerdo”.

No querría un servidor comparar a un mitrado con una acémila o un gorrín, cosa que sí hace Erasmo, pero lo de este obispo tan sobrado de capa roja como escaso de modestia es para tomárselo a coña. A estas alturas del telediario, no parece que la dignidad de un cargo haya que medirla por la longitud de la capa magna que exhibe, sino por la honradez con que se ejerce ese cargo. Si de púrpuras se trata, seguro que te la venden por docenas de varas en cualquier corteinglés. La cantidad es cuestión de potencia en la tarjeta de crédito, y no una muestra de dignidad.


A propósito de tantos metros de púrpura, he echado un vistazo al evangelio de Mateo en la Vulgata – uno, entre otras, tiene esa rareza de ver qué dicen los libros sagrados de los cristianos –,  allí donde Jesús dice a su gente (en latín, ya que estamos en ello): Et qui voluerit inter vos primus esse, erit vester servus: “Y el que entre vosotros quiera ser primero, sea vuestro siervo”. A ver quién es el guapo que se pone a servir a los prójimos liado en tantos metros de oropeles y vestiduras, aparte que una cosa es predicar y otra dar trigo.

Pero ya vale de dar la coña con los príncipes de la Iglesia, sus ropajes y sus teologías. Nuestra sociedad tiene cosas de más urgencia de qué preocuparse y pasa de armiños. Además, en cuestión de coña anticlerical, Erasmo de Rotterdam lo hacía con más ingenio. Pero siquiera en eso este jubilata es erasmiano, en que prefiere una mujer inteligente a un asno purpurado.

sábado, 13 de septiembre de 2014

El teatro del mundo.-

El improbable lector perdonará por este título tan barroco que me ha salido, pero a uno le viene a las mientes la carreta de las Cortes de la muerte, guiada por un diablo, con la que se tropezó don Quijote. Iban en ella un ángel, un emperador, un cupido, una dama y un caballero, entre otros personajes, y todos ellos – ya nos lo dejó advertido don Pedro Calderón de la Barca – representaban el gran teatro del mundo. Figurantes que, terminada la función, dejan de interpretar sus papeles. Se despojan de sus ropajes, de forma que ya no hay distinción entre el príncipe de la Iglesia y el criado, el diablo y el rey, quedando todos ellos en simples mortales. El simbolismo quedaba claro: la muerte a todos nos iguala una vez acabada la comedia de la vida.

Durante esta última semana, en la comedia de la vida que nos hacen vivir de figurantes, este jubilata se ha encontrado con dos personajes de quienes no sospechaba que tuviesen corazón: el gran banquero (con nombre de pillaje) de este país que podemos llamar Expaña, que sí lo tenía – corazón, digo – porque un infarto le fundió los plomos, y el emperador Calígula. Del primero no hay más que hablar, ya se ha encargado de su panegírico la Prensa sumisa; y en cuanto al segundo, aquí se habla del que nos legó Albert Camus.

Del programa de la obra.
Ese Calígula, no atrabiliario, como nos cuenta Suetonio en su Vida de los doce Césares, sino cuerdo hasta la crueldad como método. Un Calígula que quiere llevar la lógica hasta sus últimas consecuencias, por encima de la vida y del sufrimiento humano. 

Si, según le exigen sus consejeros aúlicos, el erario público, la buena marcha del sistema económico, están por encima de los propios sentimientos de un emperador, entonces, incluso la vida ha de quedar supeditada a este supremo fin. Así lo entendió Calígula. El ser humano tiene una importancia secundaria; sus sentimientos, sus emociones, su vida toda, tienen un valor escaso y pueden sacrificarse en interés de un sistema que exige todo tipo de sacrificio para su perfecto funcionamiento.

Conocida la premisa – la economía es el supremo bien – no hay límites morales, políticos, de justicia, de humanidad, que impidan sacar la conclusión que la vida, la compasión, el sufrimiento, se pueden violentar hasta la aniquilación.

Pero el banquero nuestro y el emperador romano no se parecen tanto como podría pensarse. El primero tenía una víscera cordial que se le fundió de tanto acumular pasta y poder; el segundo – al menos, el personaje de Camus – tenía un corazón atormentado, era de una sensibilidad enfermiza, y no estaba interesado en el vulgar dinero, sino en ejercer el poder hasta sus últimas consecuencias: su propia muerte, al comprender lo inalcanzable de sus sueños. El primero se conformaba con ser el Master number One de las finanzas y no contaba con morirse; el segundo buscaba una muerte desmesurada y pasar a la Historia. Calígula muere gritando ¡A la Historia, Calígula, a la Historia!, mientras que de nuestro gran banquero sólo nos queda la libreta de ahorros que cada cual tiene en un cajón de la mesilla de noche.

Vulgar destino el de estos tiempos en los que la mezquindad de los poderosos sacrifica la humanidad al logro económico, faltos de un Calígula desmesurado y clarividente, sacrificado por sus propias víctimas, que sólo aspiraba a un imposible.

Aunque no se trata más que de un juego en el escenario de la vida, por esta vez, este jubilata se ha puesto trascendente. Es que leer a Camus o ver su teatro te hace preguntar por el sentido de la vida y de la sociedad que vivimos, aunque solo sea un ratito. Metafísico estás, le decía Babieca a Rocinante; Es que no como, le contestaba éste en aquel soneto de Cervantes. Y es verdad, tampoco nosotros no comemos más que ideología elaborada, digerida y envasada en las cocinas del pensamiento único, y estamos ayunos de ideas que tengan sustancia.

Claro que siempre nos quedará la venganza poética, y podremos acabar como Calígula, gritando (en francés, que queda más patético): Je suis encore vivant!

Pero, coño, qué se habrán creído.

sábado, 6 de septiembre de 2014

El jubilata como activo tóxico.-

Estos días pasados andaba un servidor leyendo un artículo de Le Monde diplomatique  (nº 725, Agosto 2014) que lleva por título Devenez actionnaire… d´un individu (Conviértase en accionista… de un individuo). La idea que se propone es utilizar al ser humano como inversión capitalista. Y, según parece, la cosa funciona.

Dicho de forma elemental por quien ignora the technical economist´s angliparla, además de no tener muy claro el funcionamiento de la mentalidad neocapitalista, se trata de lo siguiente: Un individuo se contrata como si fuese una inversión en capital humano y pone a la venta acciones sobre sus ganancias futuras entre varios inversores. Éstos le adelantan una determinada cantidad de dinero (varios miles de euros, o dólares) con los que el tipo hace estudios en una universidad de prestigio, o bien se coloca como directivo en una gran empresa, o monta su propio negocio lucrativo. Durante los siguientes 10 años, o los que se acuerde en el contrato de inversión, el tipo entregará el dinero equivalente al 7% (o lo que se estipule) de sus ingresos líquidos como dividendos a los accionistas.

Con ese fin, existen en América compañías como Upstat, Pave o Lumni, donde se pueden firmar estos contratos de capital humano.  Por supuesto, de partida se exige disponer de un buen currículo o presentar unos proyectos atractivos que ofrezcan la suficiente garantía a juicio de los expertos financieros. Así, la fuerza de trabajo pasa de ser una mercancía (caso de un contrato laboral corrientito) a ser producto financiero, transformable en múltiples títulos de propiedad con los que se puede especular.

Según parece, es un negocio bastante corriente en el mundo del fútbol. Un club hace un contrato millonario a una lumbrera del balompié y, para no arriesgar todo su capital, vende acciones de ese fichaje a un fondo buitre. Cuando el futbolista sea revendido a un nuevo club, los especuladores que hicieron la inversión ganarán una plusvalía con la reventa del contrato. Tiene la ventaja de que, siendo una e indivisa la gallina de los goles de oro, su valor de mercado puede dividirse en títulos y éstos ser dispersados entre distintos fondos especulativos.

Dándole vueltas al asunto, este jubilata había pensado en convertirse en capital humano fraccionable en títulos financieros, de forma que, con el capital inicial entregado por los inversores, pudiese mejorar su mediocre nivel de vida. A cambio, aceptaría el compromiso de pagarles el 3% de la pensión hasta el finiquito por defunción. Pero para lograrlo, es fundamental algo de ingeniería financiera que escapa a mis conocimientos de vulgar jubilado.

Lo ideal sería fraccionar estos títulos y mezclarlos, pongamos por caso, con los de un futbolista de postín; tal como hicieron con las hedge funds los especuladores de Wall Street al mezclar hipotecas incobrables con productos financieros sólidos.  Así disfrazados, sería suficiente con que agencias de calificación tipo Standard and Poor’s o Moodys le diesen una valoración AAA+. Seguro que los especuladores a corto me los quitarían de las manos. 

El riesgo que se corre es que, con tanto jubilata a dos velas como hay por el mundo, muchos decidiesen hacer lo mismo que yo tengo pensado. Entonces nos encontraríamos ante un caso – bien conocido tras la última crisis financiera – de productos financieros tóxicos; o, como se les ha dado en llamar, bonos basura. La falta de liquidez llevaría a una nueva crisis económica en la que los bancos de inversión quedarían descapitalizados, ahogándose en el albañal de sus mefíticas subprimes.

Aunque, bien pensado, tampoco es tanto riesgo, y, el negocio, sustancioso. Un jubilata espabilado puede hacerse una pasta con eso de la titulización si coloca, digamos, diez mil títulos a quince euros la unidad. Si, como consecuencia, los activos tóxicos jubilatas ponen en riesgo los fondos especulativos bancarios, no importa. Siempre habrá gobernantes majaderos que saldrán al rescate, inyectando unos miles de milloncejos de euros para que el sistema bancario no pete. 

De verdad, me lo estoy pensando…