domingo, 20 de noviembre de 2016

Nuestro mundo, un cristal que se hace añicos.-


Quién iba a decirnos que una conjunción astral, fatalidad cósmica provocada por los humanos, nos traería a un mismo tiempo a Trump y a los cristales rotos (metafóricamente) del Palacio de Cristal del Retiro, pero así ha sido: No por casualidad forjamos nuestro destino y luego decimos que es cosa del azar. 

Dicho lo dicho, seguro que el improbable lector quedará perplejo si ve que en el mismo saco de esta bitácora se meten cataclismos cósmicos, azares, cachiza de cristales rotos y políticos reaccionarios recién estrenados. Debe perdonar el desvarío. Poner en orden las ideas es cosa difícil.

Hágase cargo el lector, que aunque improbable, paciente: llega el cronista, entra en el Palacio de Cristal y se lo encuentra deshabitado de objetos que tengan intencionalidad artística; sólo la escueta estructura de metal y cristal que hace de recipiente. Un vacío por dentro donde el espacio está ocupado por sonidos como de cristales rotos que despuntan entre las voces. Una intención de que la propia estructura del edificio sea parte de la escultura sonora que ha ideado un señor de nombre… (A ver, un momento, que lo vea en el folleto...) Un tal Lotahr Baumgarten que este jubilata no tiene el gusto de conocer, pero de quien espera que le sorprenda con una visión original del mundo confuso que vivimos.

¿Qué se puede hacer en una bombonera decimonónica acristalada y vacía? ¿Qué opinión formarse respecto al título de la muestra: El barco se hunde, el hielo se resquebraja? El visitante, ante la nada material con que han vestido el lugar, opta por sentarse en una silla a ver de qué va. Observa con la vista y con el oído – no sabe nada del artista y su obra, pero tiene mucha veteranía en estos avatares y sabe esperar –, recorre el lugar con la mirada y aguza el oído para discriminar sonidos porque, según sospecha, ahí está el busilis. Sabe que el sonido ocupa un espacio y es cuestión de localizarlo mientras sus ojos hacen un paseo sonoro por el recinto.

Hay gente que charla y niños que corretean y chillan. Hay ruidos aleatorios, espontáneos, de origen humano y otros – algo así como chasquidos – hechos con intencionalidad. Hay montones de selfis autocomplacidos, hay un deambular sin objeto y una aparente despreocupación respecto a esa “escultura sonora” que es la intención  última de esta instalación artística.

Entre el barullo de los visitantes, si uno presta atención, empieza a discriminar, cada vez con más nitidez, esos chasquidos como de cristales rotos; mira al acristalamiento del techo, y nada, éste sigue en su lugar. El título de la exposición da la pista: …el hielo se resquebraja. No es ruido de vidrios hechos añicos, estamos ante una escultura sonora inspirada en el deshielo del río Hudson, grabado en audio entre 2001 y 2005. ¿Con qué intención? Hacer que ese romperse de los hielos, en una trasposición de imágenes acústicas, sea un romperse del edificio acristalado. Provocar la sensación de que ese desmoronamiento simbolice la destrucción del propio mundo que hemos construido. Descubrir que nuestro mundo es frágil y que bastan unos bonos basura y un quebrar de Lheman Bhothers para que nuestro barco se hunda; ese Titanic de la economía mundial que choca contra un glaciar de la ambición a la deriva y naufraga entre hielos que se resquebrajan.

¡Ah! El autor se ha puesto trascendente y nos da un toque de atención respecto a nuestra fragilidad como sociedad. Pero los niños siguen correteando y los visitantes adultos “autoselfiseándose” para dejar constancia de que la instalación sonora de Lothar Baumgarten ha existido alguna vez porque ellos estuvieron allí y se autorretrataron sonrientes y olvidadizos de que, de entre los hielos resquebrajados y sobre el barco que hace agua, ha aparecido un Donald Trump, especie de Moisés bíblico con mucha pasta, que llevará a las clases medias americanas, y a nosotros tras ellas, al cruce del Mar Rojo que se abrirá a su paso gracias al cambio climático debidamente negado. Esta es una fatalidad cósmica – como se decía al principio – de nuestra propia cosecha.

Pero no todos los paisajes sonoros de este cronista transcurren entre cristales rotos. También existe el optimismo de la técnica aplicada al sonido. Basta visitar la Fundación Telefónica y oír/ver su 1, 2, 3… ¡Grabando! Desde el fonoautógrafo hasta el mundo digital hay todo un camino de progreso que nos habla del ingenio humano para registrar, cada vez con más perfección, el sonido. Un encuentro amoroso entre la música y la tecnología que ha producido vástagos cada vez más perfectos, pasando por los fonógrafos, los gramófonos, los discos, los magnetofones, hasta los CDs y los MP3.

Pero no es sólo cuestión de perfección técnica, sino de percepción, porque nuestra relación con la música ha cambiado. Hasta la invención de estos aparatos, el sonido era algo efímero, pura fugacidad que se agotaba en su propia ejecución. Estas máquinas lo que hicieron fue aprisionar lo fugaz y obligarlo a un eterno retorno de reproducciones, como en la Invención de Morel, esa novela de Bioy Casares. El Fugitivo enamorado de Faustine, hace que su amor perdure indefinidamente más allá de la muerte, gracias a la máquina que reproduce sus vivencias que una vez fueron grabadas. Nosotros nunca pudimos asistir a la grabación de Así habló Zaratustra por Von Karajan (hecho irrepetible), pero su reproducción por Decca nos permitió oírlo las veces que quisimos en Una odisea del espacio, de Kubric.

Parece, amigo lector (improbable o no) que a este jubilata los paseos sonoros de este otoño le llevan por mundos extraños. Pero no hay por qué alarmarse por el temor a los extravíos: estos paseos son, sobre todo, dentro de su cabeza y absolutamente inofensivos.


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