sábado, 24 de diciembre de 2016

Divagaciones de ocioso.-


En esta misma bitácora, un sobrino de mi santa (y, por lo tanto, mío en usufructo) me dejó hace años un comentario que recuperé el otro día por azar. Contaba él, a propósito de la gente que se siente defraudada leyendo cosas como la presente, lo que sigue: Un tipo me reclamó los 38 segundos de su vida que había perdido viendo un dibujo animado mío que colgué en mi página Web. De haber podido, se los habría devuelto, pero, eso sí, convertido en rana. A mí, francamente, me parece excesivo convertir en rana a todos los lectores a quienes la lectura de esta bitácora haya defraudado y lleguen a exigirme resarcimiento. La algarabía de croares iba a ser ensordecedora.

Más bien, si es que no tenían bastante castigo con leer las cosas de aquí, les pondría a desentrañar frases culteranistas del tipo:

De este, pues, formidable de la tierra
bostezo, el melancólico vacío
a Polifemo, horror de aquella sierra,
bárbara choza es, albergue umbrío…

Se iban a enterar de lo que es leerse la fábula de Polifemo y Galatea de un tirón y quedarse ayuno de comprensión y con las entendederas en estado de shock. Seguro que sería un alivio para ellos descubrir que, aquí - dicho a la pata la llana - don Luis de Góngora y Argote nos está diciendo que Polifemo vivía en una gruta. Lo de llamar formidable bostezo de la tierra a la espelunca aquella es un hallazgo que ni el galardonado con el premio de oratoria parlamentaria de este año hubiese  caído en ello.

Y, puesto que, de una forma u otra, siempre salen a relucir las ocurrencias de los políticos en ejercicio del poder, he descubierto que también ellos guardan una cierta relación con otro ilustre barroco: don Francisco de Quevedo y Villegas. Me explico: Don Mariano (hombre de notables ocurrencias) se fue a Nueva York para poder escribir un twit de esos hablándonos del “universo visual de José Luis Borges”, a propósito de una exposición en el Instituto Cervantes. Desliz del que no queda libre nadie que viaje a Nueva York dispuesto a poner twitters. Cosa que es, si bien se mira, una nonada.

El flamante nuevo ministro de Asuntos Exteriores, señor Dastis, fue un poco más allá en respuesta a una interpelación parlamentaria sobre el exilio económico de nuestros jóvenes. Para el gobierno, por lo visto, eso de irse a buscarse la vida por esos mundos es una muestra de inquietud y amplitud de miras, aparte que “irse fuera enriquece”.  Que el país se gaste millones en la preparación de sus jóvenes y que éstos sean explotados en sus conocimientos por países que no gastaron un céntimo en su formación es, por lo visto, amplitud de miras. Siempre pueden volver a casa por Navidad, con una tableta de turrón bajo el brazo. La cosa del ministro ya no sabemos si fue necedad o pura desconexión de la realidad social.

Allá por el S. XII, don Chrétien de Troyes escribió Perceval o la historia del Grial hablando de un caballero galés de nobles sentimientos y gran corazón. Por estos pagos, ese caballero de nobles sentimientos es concejal del PP en el ayuntamiento de Madrid. Con toda su buena intención, en plan cuñado generalmente bien informado, nos advierte de que “el autor del atentado terrorista en Berlín fue un refugiado paquistaní”. Premisa mayor de la que se concluye que todos los refugiados pueden ser terroristas, seguida de la admonición “no hay peores ciegos que los que no quieren ver”. Por lo cual, ACNUR le da una colleja en buen plan recordándole la conveniencia de que los cargos públicos sean prudentes en sus mensajes. Y aquí ya no estamos ante una necedad venial, sino ante pura y dura ideología de cerrojo y alambrada con concertinas.

Es esa contumacia en los despropósitos la que recuerda a este jubilata – aunque sea traído por los pelos – lo que dijo el señor de La Torre de Juan Abad, o sea, Quevedo, en su Origen y definición de la necedad: “El repetir uno en un mismo día y en una misma conversación una misma cosa, por la primera vez se le atribuye a falta de memoria, y a la segunda se declara por necedad venial, y a la tercera reincidencia se confirma por necedad entera con bordón y esclavina y notoria falta de caudal”. No se sabe bien si tanta insistencia en la necedad es por falta de caudal de sentido común o por desbordamiento de torpezas, pero cada día tenemos una perla, sea tuitera, sea parlamentaria, y siempre por exceso de palabras y falta de reflexión.

Pero no crea el improbable lector que esto de los despropósitos es atributo exclusivo de los hombres públicos, también entre los de a pie suele darse. Estuvimos la otra mañana en la Fundación Juan March visitando Escuchar con los ojos. Arte sonoro en España 1961-2016. Y por especial deferencia, nos acompañaba don José Iges, comisario de la exposición, quien iba desentrañándonos el sentido de la muestra. Visualizar las obras sonoras en una exposición y hacernos comprender sus cualidades más allá de lo puramente sonoro, en relación con las tecnologías, con el medio expositivo, con la memoria colectiva y con el silencio…, era cuestión que nos tenía pendientes de sus explicaciones.

Una señora del grupo se acercó para decirle que acababa de ver dos fotos de mujeres desnudas en la muestra y que a ver qué pintaban allí. Nuestro guía, como discreto, improvisó una disculpa ocasional y siguió con sus explicaciones. Algunos fuimos a ver aquello y resultó ser un desnudo de mujer en pie, que despertaba tanto interés como si estuviera en hábitos de ursulina. ¡Es una indecencia!, dijo la señora. Una compañera y yo nos miramos sorprendidos y los ojos nos hacían chirivitas de perplejidad. Si aquella dama escandalizada – pensé yo – hubiese llegado a ver El origen del mundo, de Coubert, seguro que se cae espatarrada de la impresión. En fin, estoy seguro de que el comisario de la exposición debió anotar este incidente en su anecdotario particular.

Y, por no alargarme más, sepa el improbable lector que no le odiaré si siente que pierde un tiempo precioso leyendo las cosas de este jubilata y me pide resarcimiento. No le desearé que se convierta en rana por tantos minutos cuantos dedicó a la lectura; ni siquiera le desearé que se convierta en sapo de esos que son besados por princesas de cuento y se transforman en príncipes azules. Ya hay demasiados ociosos de sangre azul con cargo al presupuesto.

martes, 13 de diciembre de 2016

Navidades por oficio.-


Si tuviera que elegir una imagen que resumiera esta navidad madrileña que se nos avecina, me quedaría con ésta (manipulada, por supuesto) donde aparece doña Espe retratada en la Gran Vía horra de coches particulares. O sea, un nuevo chou de la inefable señora condesa consorte de Bornos, esta vez en plan: ¡Esto no te lo perdonaré jamás, Manuela, jamás! 

El florón de estas navidades (las pasadas fue lo de los trajes sicodélicos de los Reyes Magos), es una discusión entre ancianas bien bregadas en la vida política – la una, vieja dama destronada que se resiste a caer en el olvido; la otra, con esquinada sonrisa de cordera correosa, disfrazada con piel de lobo soviético – que ha servido para darle vidilla a estas fiestas, siempre semejantes a sí mismas año tras año.

Como la condición de jubilata es tal que el calendario no discrimina entre festivos y laborables (todos son días de ocio), a estas fiestas le quitas las colonias que anuncian por la tele y los rimeros de turrones en el súper, y no sabes si estás en pascua florida o en el black friday ese. Por eso, si se piensa sin pasión política, el hecho de cerrar la Gran Vía al tráfico rodado privado estos días ha sido un acierto. El folclore municipal en forma de lideresa enrabietada está servido para disfrute del público y, lo que es más importante, gracias a ese indignez vous de buena familia, los jubilados de barrio nos acabamos enterando de que esto es navidad.

¡Coño! la Gran Vía sin coches, eso hay que verlo – me dije. 

Ni corto ni perezoso, el otro día cogí mi cámara de fotos y  me fui a inmortalizar el momento. La verdad, no era para tanto; doña Espe se ha alborotado por cosa de poco fuste. Había autobuses y taxis como siempre; había gente por todas partes, como siempre; había comercios triturando tarjetas de crédito como siempre; había indigentes sobreviviendo en territorio hostil, como siempre; había subempleados tipo “Compro oro” o repartidores de propaganda, y vendedores de la ONCE, como siempre. En algo se echaba de ver que sí, que estábamos ya en estas fechas entrañables: en que había, por la Puerta del Sol, muchas loteras en plan de “auténtica lotería de Doña Manolita” y  centenares y más centenares de ilusos haciendo cola ante el establecimiento propiamente dicho de la ya dicha Doña Manolita.

A este jubilata siempre le ha sorprendido la fe que el buen pueblo madrileño le pone a eso del gordo de la lotería. Una fe casi religiosa que les lleva a creer en el misterio de la transustanciación de contratado precario en millonario con cuenta numerada en Islas Caimán. Al final, si bien se mira, todo se reduce a un nuevo episodio de multiplicación de los panes y los peces, en el que algunas centenas de devotos reciben un bocata de pedrea y reintegros, y salen por la tele agitando botellas de champán de oferta.

La fe que el público pone en ese invento de Carlos III viene a ser, mejorando lo presente, como la que se nos quiere despertar con esas promesas de reforma de la Constitución: la Carta Magna ampara a todo quisque, dicen, pero terminan por colarte un artículo 135 para que pagues los gastos de lo que otros dilapidaron de los recursos nacionales. Y es que, en los bombos de la lotería nacional, los números van lastrados para que todos se hagan ilusión, algunos saquen provecho y  Hacienda seamos los de siempre. Eso sí, con luminarias por las calles, árboles navideños ecológicos, hechos de alambre y bombillas de bajo consumo, mucho espumillón y ese espíritu sentimentaloide de a casa vuelve, vuelve por navidad.

Pero no se vaya a creer el improbable lector que este jubilata es un descreído y cascarrabias con ganas de reporculearle las fiestas. Es que la senectud trae aparejadas esas cosas del escepticismo, sea en asuntos de la cosa pública, sea en los sentimientos de paz y amor a piñón fijo. Lo que no obsta para que, en un acto de desagravio a los dioses del libre mercado y tengamos la fiesta en paz, no tenga pensado comprar una lubina salvaje, los tradicionales langostinos congelados, la botella de sidra el gaitero y un surtido de turrones.

Aparte que, dicho todo lo anterior, del Niño ese nacido en Belén nadie se acuerda. Al fin y al cabo sus padres eran unos desplazados como los sirios, pero sin patera, okupas en una propiedad privada de alguien que pagaba el IBI municipal religiosamente. Claro que eso de que naciera en un establo no es relevante, sino fruto del puro azar. Eso, por lo menos, es lo que dijo don José Mª Carulla en su Biblia en verso:

El Hijo de Dios nació en un pesebre,

Donde menos se espera salta la liebre.

sábado, 3 de diciembre de 2016

Andanzas por Fuerteventura.-


Fuerteventura es una isla de origen volcánico, árida, ventosa, llena de cabras en el interior y de turistas alemanes en la costa. Todo lo cual, exceptuando la baraúnda de guiris en torno al ambigú con barra libre de la piscina del hotel, la hace muy digna de una visita reposada. Y no debe olvidarse, además, que tuvo un vecino ilustre, aunque forzado: don Miguel de Unamuno, al que el dictador Primo de Rivera desterró  a aquella isla, en 1924, porque don Miguel (el de Bilbao, no el del Directorio) no se callaba ni debajo del agua, y ya se sabe que los dictadores tienen poco aguante para con las críticas de los intelectuales.

En Puerto de Cabras, actualmente Puerto del Rosario, vivió varios meses en una pensión que hoy es su casa-museo. Este jubilata, que dedicó muchas horas de su juventud a la lectura de sus obras, no podía por menos que acudir como peregrino añorante por ver si aquella casa aún estaba impregnada del espíritu atormentado de Unamuno, experto en desentrañar las complejidades del fatum hispano y en la ciencia de la cocotología. El lugar (un dormitorio, un despacho, un pasillo en ángulo, un cuarto de baño, una cocina…) tenía ese aire un poco rancio de los espacios que se han enquistado en el tiempo a la espera del regreso de sus viejos inquilinos. Por las paredes, fotos de época y textos con esa característica dureza como de pedernal que ponía don Miguel en sus reflexiones poéticas: ¡Dime qué dices, mar, qué dices, dime!

Lo primero que observa el viajero curioso que recorre aquellos parajes isleños es el contraste entre la costa, abundante en hoteles y urbanizaciones, y el interior, semidesértico, abrupto, montuoso, con pequeños núcleos de población y hábitat disperso. No puede por menos que detenerse en Betancuria, la primera capital canaria fundada por los castellanos a principios del S. XVI. Es un pueblo de casas construidas en buena piedra volcánica y encaladas, con esas balconadas en madera  labrada que suelen verse en otras islas del archipiélago y cuyo modelo saltó la mar océana para aparecer en las viejas ciudades coloniales de Perú. Sorprende al visitante la escasa visión estratégica y comercial de sus fundadores, ya que está tierra adentro y lejos de los puertos de mar, aunque parece estar enclavada en uno de los lugares más fértiles de la isla.

Si viajar es una forma de conocer, el viajero ha de atravesar el istmo de Jandía, de Costa Calma hacia el pueblo de La Pared, de la costa de sotavento a la de barlovento. Observará que aquellos parajes están cubiertos de unas arenas volcánicas que por allí llaman jable y que dan nombre a la punta más al sur de la isla, Morro Jable. Si viaja en sentido norte, de La Pared hacia Pájara por la FV 605, podrá pararse en el Mirador de Sicasumbre, enclavado en un paraje que es reserva de la biosfera – un hábitat mínimamente modificado por el hombre – donde hay un observatorio astronómico natural con una representación esquemática del sistema solar y un reloj de sol analemático (última aportación  al elenco de este jubilata) con su escala horaria, solsticios y equinoccios, y fechas inscritas en elipses. Es lugar de observación astronómica para los aficionados y, para el viajero que ha subido hasta allí, muy apropiado para sentir la pequeñez del individuo ante una naturaleza inhóspita, bronca e indiferente, donde los vientos recios justifican el nombre de la isla: Fuerte-ventura, tierra de fuertes vientos.

Ya, – se preguntará el improbable lector – ¿pero es que este tipo no ha pisado una playa en ocho días? Pues, hombre, sí; arena sí hemos pisado un par de veces. Si uno baja hacia Morro Jable puede caminar por la playa del Matorral, inconfundible por su faro/falo que crece enhiesto en medio de la planicie. 


Todo este lugar es un parque natural que se llama el Saladar de Jandía, cubierto de vegetación halófila adaptada a la alta salinidad producida por las mareas vivas que la cubren en equinoccios y solsticios…, Y, vale, sí, había muchos turistas por allí, por la zona comercial junto a la carretera. En el paseo marítimo, un esqueleto de cachalote que varó allí, elevado sobre un pedestal. A modo de escultura de Gargallo, todo él hueso esquemático, hecho de costillas que peinan el viento con su forma geométrica.

Y también estuvimos una tarde paseando por la orillita del mar – los pies dentro del agua - por Bahía Calma, en uno de cuyos extremos se practica el nudismo. Francamente, ver a aquellos adoradores del sol luciendo flaccideces, carnes macilentas que no han soportado el paso del tiempo, era una invitación perentoria a girarse, darles la espalda y mirar hacia el mar, allí donde las nubes formaban sus celajes y tamizaban la luz a la caída de la tarde. 

Y para que el improbable lector acabe de creerse que sí anduvimos por lugares typical turísticos sin que nos diese corte ni nada, atravesamos las instalaciones de un gran hotel de apartamentos, por cuyos paseos se contoneaban unos gatos capones, cuyas adiposidades casi ocultaban su original condición de felinos. Con aires displicentes de eunuco en el serrallo, se prestaban a las caricias de las turistas, quienes les pasaban las manos por los lomos adiposos y los barbilleaban.

Bajando por la vía rápida – especie de autopista de la isla, a veces de dos carriles – del aeropuerto hacia Morro Jable, pueden visitarse las Salinas del Carmen, de fines del S. XVIII, actualmente museo y explotación salinera. Sus balsas agrupadas geométricamente, como en planta ortogonal, tienen el color rojizo de  su lecho como de tierra arcillosa. Por allí corretean unas ardillas terrestres, especie invasora procedente de Marruecos y sin predador conocido, que son muy del gusto de los turistas. Las fotografían y dan de comer, fomentando su reproducción, perniciosa para la vegetación escasa de la isla. De nada sirven los carteles que lo advierten; el turista es también una especie alóctona, depredadora, masificada y caprichosa, que engorda el producto interior bruto del país y eso es lo que importa. 

Por no cansar al improbable lector, en nuestras andanzas subimos hasta La Oliva, que fue sede de la comandancia militar de la isla del S. XVIII y parte del XIX. Allí la casa-palacio con torres almenadas en los extremos, llamada de los Coroneles. Fue propiedad de la familia Cabrera Bhetancourt que ejerció el poder militar y político (en plan rancio caciquismo Antiguo Régimen) en la isla durante siglo y medio. En el pueblo, una bonita iglesia bajo la advocación de Ntrª Srª de la Candelaria, con tres naves separadas por arcos de medio punto y soportados por columnas toscanas.


Un mercadillo artesanal, un museo privado, Casa Mané, y poco más. Los paisajes dignos de observación, con altos cerros cónicos y otros erosionados, que parece van a asaltar la planicie sobre la que se extiende el pueblo. En el bar de la casa de cultura sirven un pulpo frito y un queso majorero de chuparse los dedos, más si se acompaña con una copa de vino tinerfeño de Tacoronte.

Más lugares de interés visitamos, entre ellos el ecomuseo de la Alcogida y el molino de Tiscamanita, donde en tiempos se hacía buen gofio, pero esto ya se alarga demasiado y para información están las agencias de turismo. Vaya, vaya el improbable lector y vea la isla fortiventosa, pero si viaja en Iberia Express sepa que lo hará como piojo en costura.