domingo, 25 de febrero de 2018

22F. Manifa de jubilatas.-

Yay@flautas camino de la mani.


En estos días que Marta Sánchez ha querido tocarnos la fibra patriótica poniéndole letra al himno nacional, no estaría de más recordar que el patriotismo es un sentimiento primario que comienza con los garbanzos que hay en el puchero. Cuanto más escaso el puchero, mayor el despego por las cosas patrias. Es, por poner un ejemplo, el paralelismo entre el pupilaje del domine Cabra y la política social de don Mariano: subir un 0,25 % equivale a pasar la sombra de una sardina arenque por la rebanada de pan. Terminas alimentándote de lo que no comes. Y más cuando la ministra Báñez, después de largarnos el cuartillo porcentual, nos dice, al igual que el clérigo cerbatana quevedesco decía a sus pupilos Coman, coman, que son mozos y me huelgo de verlos comer.

Nosotros, los jubilatas, mozos no somos sino mayorones, pero nos gusta comer todos los días, y no por capricho, sino por necesidad. Y como el gobierno del PP cada vez más reduce los garbanzos del puchero, pues hemos decidido salir a la calle a protestar. Hemos salido a protestar porque en el hondón de la olla de las pensiones están empezando a aparecer telarañas.  Y no es solo  porque en el sopicaldo que el gobierno echa en la escudilla del pensionista actual no haya ya más de cuatro garbanzos viudos; es que, a los que están por llegar, ni el aguaducho les alcanzará. Por eso las cabezas eminentes aconsejan  a los jóvenes de hoy y viejos de mañana que se vayan haciendo un fondo personal de pensiones: los dos célebres eurillos mensuales de la Celia Villalobos, ese dechado de laboriosidad.


Lo cierto es que, el pasado jueves 22 de febrero, unos miles de pensionistas nos hemos echado a la calle, en Madrid y en otras ciudades españolas. Y este jubilata, que tenía ganas de marcha desde aquellas manifas cuando lo de la guerra de Irak y el señor importante y bajito del bigote cabreado, se ha ido a la puerta del Congreso de los Diputados. Con fervor, si no patriótico, sí reivindicativo, ha unido su voz a la de miles de gargantas para gritar: ¡Ladrooones! ¡Ladrooones! Los leones, petrificados en bronce heroico de cuando la guerra de África, seguían impasibles guardando el acceso. Los pensionistas, indiferentes a la indiferencia de los leones y de los diputados que se guardaban dentro del Congreso, hemos coreado: Fuera ladrones de las instituciones.

"Manos arriba, esto es un atraco"
Si bien el entusiasmo era colectivo, siempre hay alguien a quien el escepticismo le impide participar de la alegre gritería. Al general grito de ¡Ladrooones!, coreado a miles, un individuo que estaba a mi lado, replicaba como para su coleto: A esos, les suda los c… Pero también había optimistas – incluso en la adversidad los hay – que gritaban: Rajoy, dimisión, como si a éste se le pasara por la cabeza tan peregrina idea; como si él no supiese que su presencia en la presidencia del país es fundamental para que éste siga el proceso de recuperación económica y defensa de las libertades cívicas. Y no faltó una escena que me hizo recordar aquellos tiempos felices – por ya pasados – de cuando el Cojo Manteca y las protestas estudiantiles de los años ochenta. Solo que esta vez era un jubilata rengo quien blandía su muleta por encima de las cabezas, como pregonando: tullido y todo, aquí estoy, dando caña.

Sobran comentarios
No sé si el improbable lector ha ido alguna vez de manifa. Un servidor se lo aconseja vivamente. No hay lifting que rejuvenezca más, y es más efectivo: sube la adrenalina, se olvida la rutina diaria, la sangre circula con más energía, tu voz se deja oír en la calle – el único Parlamento al que tenemos acceso –  y te sientes solidario y partícipe en un proyecto común. Y si quieres incordiar a los poderosos y ponerles de los nervios, grita, como lo hacíamos allí: ¡Sí se puede! Luego, a la hora de la verdad, votarás a quien mejor te peta, pero el Sí se puede jode mucho al poder y es un desahogo. Luego, o, además, puedes gritar, como hacía el respetable: El 0,25 es una mierda. Y hasta puedes llevar un lazo marrón, el color del 0,25 mierdoso. Pero, si no se quiere ser escatológico, Gobierne quien gobierne, las pensiones se defienden, parece una reivindicación por demás sensata. Y no ya por quienes las estamos disfrutando, sino por las generaciones que nos siguen.

Cosa sorprendente, los pensionistas nos hemos convertido, siquiera estos días, en punta de lanza de las reivindicaciones sociales. No se podía sospechar tal de gente viejuna, más preocupada por hacer a diario la ruta del colesterol que por implicarse en las mareas ciudadanas. Pero necesidad obliga. Y la dignidad de ciudadano, también. Aunque éste camine renqueante, como el susodicho de la muleta en alto junto a la escalinata del Congreso.

Ahora todos esperamos una respuesta, y no de la Virgen del Rocío, doña Báñez. Y si esto no se apaña, señora mía, la marea jubilata seguirá dando kaña.

martes, 20 de febrero de 2018

Para viajar basta con existir.-


(Lo del título es cosa de Bernardo Soares, un otro yo de Fernando Pessoa).

Según nos cuenta Saramago, Ricardo Reis sobrevivió nueve meses a Pessoa. Lo cual, para un heterónimo, es mucho vivir. Quiere poco y tendrás todo, quiere nada y serás libre, eso dice Reis en una de sus odas. Incluso los que no somos poetas ni literatos, sabemos que, tras el médico Reis (según Saramago), o el poeta Reis (según Pessoa), hay un juego de espejos que hace de algunas vidas una forma de literatura. Y la de Fernando Pessoa fue una vida hecha de heterónimos que le servía de yos, a través de los cuales vivía distintas vidas literarias como si fuesen la suya propia.

Tenía este jubilata una espina clavada en su amor propio desde que, hace ya años, se echó a la cara el Libro del desasosiego, de Fernando Pessoa, y descubrió que era incapaz de leerlo. Lo intentó leyéndolo como si se tratase de una novela, pero no era eso. Lo intentó como si fuera un poemario en prosa, y se atascó en el epígrafe 80: Todo me cansa, incluso lo que no me cansa. Lo intentó leyéndolo a saltos, como Cortázar aconsejaba que se leyera su Rayuela, y le faltó poco para descalabrarse. Así que cogió el tocho de 597 páginas, lo catalogó, le puso en el lomo un tejuelo y lo colocó en la estantería después de un Pérez-Reverte y por delante de un Puértolas, Soledad. Y allí se quedó, hibernando, varios años.

Hasta que en el Reina Sofía se ha inaugurado la exposición: Pessoa. Todo arte es una forma de literatura. Ahora sí que sí, pensó el jubilata que me sirve de alter ego en esta bitácora. Ahora es el momento de hincarle el diente. Y no importó que el desasosiego fuese de Pessoa o de su semi-heterónimo Bernardo Soares. Seguro que una visita reposada a la exposición ayudaría a comprender al Pessoa disperso en cien heterónimos o concentrado en un libro desasosegante por lo disperso de sus textos; y, por fin, ayudaría a leer con algún provecho su Libro del desasosiego.  Con esa ilusión, y armado de un cuaderno de notas y un boli, el jubilata se plantó en el edificio Sabatini a ver qué veía y qué entendía de lo visto.

Resulta que las vanguardias pictóricas portuguesas son como las vanguardias del resto de países europeos en el primer tercio del siglo XX: un totum revolutum donde se entrecruzan, se dispersan, se mimetizan o se contradicen. Al final, si el espectador cae en la cuenta, resulta que tanto ismo es el resultado de la desazón de aquellos artistas que transitaban del siglo XIX al XX en plena crisis de identidad. Y, si alguien sabía de identidades en crisis, ese era Pessoa. Por eso, según confiesa él mismo, el origen de sus heterónimos estaba en el profundo rasgo de histeria que había en él. Sentía vivir vidas ajenas en él de forma incompleta, como una forma de no-yos sintetizados en un yo postizo, en una búsqueda de identidad en la alteridad.  

Te cuento todo lo anterior, improbable y paciente lector, para que te hagas cargo de la perplejidad de este jubilata. Pues mientras caminaba por las salas, leía los complejos textos de Pessoa y veía los cuadros de Amadeu de Souza-Cardoso, de Guilherme de Santa-Rita y otros pintores, y trataba de compaginar los pensamientos de uno con las pinturas de los otros. No sabía un servidor cómo resolver la ecuación de los ismos “pessoianos” (Paulismo, Interseccionismo, Sensacionismo), así que fui a consultarlo con mi alter ego, el jubilata que sale mucho en esta bitácora. Porque los escribidores aficionados también nos desdoblamos en heterónimos, pseudónimos y alter-egos; forma sutil de culpar a los otros yo de los propios defectos y atrevimientos en eso de la escritura.

Y decidimos que, con discreción, deberíamos salir de este berenjenal poético-artístico-filosófico en que don Fernando Pessoa, con sus textos, y el Reina Sofía, con su exposición, – a lo mejor, sin proponérselo – nos había metido. Pero como el prurito cultureta nos puede, hemos dejado aquí un texto contradictorio que el señor Pessoa dejó escrito en la revista Orpheu, en 1916: Existir no es necesario. Sentir es lo necesario. Date cuenta de que esta frase es totalmente absurda. Dedícate a no comprender con toda tu alma.

En eso le hemos hecho caso el jubilata y mi ortónimo. Dos veces hemos visitado la exposición y en ninguna de ellas hemos llegado a comprender. Y no es que sea absurda la cosa, es que nos falta un hervor poético.

jueves, 1 de febrero de 2018

Quijorna: caminos, caleras y más.-

Ruta trazada por Juan F. Romero

No piense el improbable lector que estas notas camineras le llevarán por la exótica ruta de la seda o por la red viaria que los incas llamaban de Tanhuantinsuyo. Aquí se propone, más modestamente, una caminata por caminos en torno a la vieja cañada de ganados segoviana, la que pasa por Quijorna, población próxima a Brunete y Villanueva de la Cañada.


Quijorna, pequeña población al S.O de la provincia de Madrid, es de nueva planta. Quedó arrasada en la guerra civil por los bombardeos de  la artillería en 1937, cuando la célebre batalla de Brunete. De aquella desolación solo quedó en pie la cabecera de la iglesia parroquial, en gótico del S. XVI, y los cuerpos inferiores de la torre. Merece la pena una visita a la plaza, empedrada con buen granito, donde se ubican el ayuntamiento y la iglesia parroquial. Y se si presta atención a la zona ajardinada, se verá un cartel donde se advierte a los dueños de los perros: Si el perro es tuyo, ¿por qué la caca es de todos?

La propuesta y planificación de esta caminata fue cosa de Juan F. Romero, uno de los integrantes del veterano Trío de los Tejos, que aún andamos a la caza y disfrute de caminos, parajes y paisajes. La presentación y descripción técnica de la marcha es cosa suya. Este jubilata, a su modo, cuenta lo que vio y cómo lo vio, ya que el paisaje no es solo la suma de los parajes,  su relieve y orografía, su red de caminos y arroyos, su flora y su fauna, sino la percepción que el caminante tiene del conjunto, su goce estético y el aprendizaje y disfrute de la naturaleza.

A la salida del pueblo, junto al arroyo que le da nombre, pasa la Cañada Real Segoviana. Camino amplio y llano, con junqueras que crecen junto al arroyo y, a poco que observe el caminante, una gran cantidad de conejeras excavadas en la tierra arcillosa, a uno y otro lado. Estos parajes de monte bajo, de carrascas y matorral son paraíso de cazadores. De hecho, aquí, en el S. XVIII, hubo un coto real y todavía queda un vestigio en forma de mojón en una bifurcación de caminos, en el que se dice: BEDADO DE CAZA 1793. Se ve que por aquí entretenía sus ocios de gobierno don Carlos IV.

Estas son tierras pobres, donde la agricultura se reduce al cultivo de cereal de secano. Campos que, en tiempos, eran esquilmados por las bandadas de perdices que abundaban en los cazaderos. 
Si el caminante observa los parajes en torno al camino, verá algunas sementeras que ya empiezan a pujar en estos días de invierno. El verdear brillante de los brotes de cereal destaca sobre los colores pardo-arcillosos de las tierras alomadas, y, si extiende la vista, diseminadas en el paisaje, verá las chaparras formando matas de un verde oscuro que se recortan contra el horizonte. A lo lejos, las cadenas montañosas del Sistema Central perfilándose bajo un cielo de un azul crudo, al que el sol invernal, bajo en el horizonte, todavía no ha dado esa luminosidad matizada de los días de primavera.

Agricultura de subsistencia, pasados los días gloriosos de la Mesta y su riqueza ganadera – no olvide el caminante que está sobre la Cañada Real Segoviana – las caleras han sido la industria que trajo algo de riqueza a estas tierras. Por aquí abundan las canteras de calizas, de donde se extraía la materia prima para los hornos. Según lo leído en algún artículo, en el Archivo de Protocolos, hay documentos que acreditan que, ya en 1566, las obras del Escorial se abastecían de cal de las canteras de Vétago. Y en 1718, se compraron 2000 fanegas  de cal para la construcción del puente de Toledo en Madrid.

A unos 3,5 k del pueblo, tomando un desvío hacia la izquierda de la cañada, el caminante curioso podrá conocer el horno en mejores condiciones de todos los que se conservan por la zona y, al lado, una cantera para la extracción. Se trata de un horno cilíndrico, construido en mampostería, sobre el que descansa otro cuerpo troncocónico abombado hecho en ladrillo. El conjunto, en la distancia, recuerda una botella puesta en pie. Recubierto de arcilla refractaria al interior, tiene una techumbre de ladrillo abovedada y con un gran hueco para la salida de humos. Aparte de su boca de acceso, por donde se cargaba el combustible, hay varios respiraderos para el control de la combustión. 


Respecto a su utilidad, un folleto que editó el ayuntamiento lo designa como el horno de cal mejor conservado. Pero según el artículo Procesos comerciales e industriales. Hornos de cal de Quijorna, (que puede leerse en Internet) sería un horno cerámico, propiedad del ceramista Antonio Salvador de Orodea. Los expertos tienen la última palabra, y el caminante puede ir, verlo, y sacar sus propias conclusiones, si tiene elementos de juicio.

Pero no es éste el único horno de aquellos contornos, aunque sí el mejor conservado. Por aquellos parajes, si el caminante observa, verá restos de viejos hornos arruinados, escombreras donde se vertía los restos quemados de las hornadas, y trazas de canteras de pequeño tamaño a pie de horno, como quien dice. Verá la curiosidad de una higuera que ha nacido dentro de un horno. Y, casi sin darse cuenta, se pondrá a los pies de la cuesta de Vétago. Aquí el bosque de encinas se aprieta y vuelve más tupido. Todavía alcanzamos a coger algunas bellotas del suelo – aquellas que no han querido los jabalíes –  y probar su sabor dulce-astringente.

El caminante, mientras holla con sus botas camineras los antiguos caminos y avizora los paisajes con mirada golosa, también viaja con la imaginación. Con el puñadito de bellotas en la mano, mientras las va escamondando a pequeñas dentelladas, tiene un recuerdo para el caballero de la Triste Figura cuando su cena frugal con los cabreros: 

Después que don Quijote hubo bien satisfecho su estómago, tomó un puño de bellotas en la mano y, mirándolas atentamente, soltó la voz a semejantes razones:
—Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes: a nadie le era necesario para alcanzar su ordinario sustento tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas…

Y así, subimos la cuesta del Vétago hasta enlazar con el camino de Los Llanos. Allí cerca, el rebosadero del canal de Picadas, que lleva el agua desde el embalse del mismo nombre hasta una estación de tratamiento en Majadahonda. Construcción cilíndrica de cemento, antiestética, pero, sin lugar a dudas, útil. Aquí nuestra marcha cambia de sentido, orientándose hacia Qujorna, que puede verse en la distancia. Fuente Villanos se llama el arroyo que nos muestra el camino de vuelta, que nos llevará hasta un lugar digno de ser visitado: una mina de caolín o de feldespato. El caminante es lego en la materia y no puede afirmar si es lo uno o lo otro.

En un punto de nuestra ruta, a la izquierda según sentido de la marcha, sale un camino que lleva directo a la boca de la mina. Al comienzo del mismo, a la izquierda, un solitario olivo o acebuche bastante deteriorado, con algunas ramas secas y horadado su tronco por pequeños agujeros, como nidos de pájaros carpinteros. 


La mina tiene un acceso incómodo, irregularmente escalonado, pero no peligroso. Su interior está excavado a pico en la roca viva, con galerías laterales. ¿Mina? ¿Depósito de municiones en la línea de fortificaciones durante la guerra civil? Las opiniones son distintas según dónde encuentres información. Un servidor, acostumbrado a ver las muestras de ingeniería militar a lo largo del frente del Guadarrama, no imagina que la bocamina quedase tan toscamente trabajada, sin un arranque en obra abovedada, para darle consistencia, y con un acceso tan irreguar. Casi hay que trepar para alcanzar la boca.

Tendremos ocasión de ver unos kilómetros más abajo una galería fortificada. Junto a una casamata alargada, de la que quedan en pie las paredes, puede verse una entrada a una galería horadada en el terraplén próximo. Un túnel de unos 10 metros, en zigzag (posiblemente para amortiguar las ondas explosivas en caso de sufrir un ataque de artillería), con salida por el otro extremo.

Allí comemos, junto al arroyo al pie de la fortificación. Sentados sobre la hierba húmeda, vamos dando cuenta de los bocatas y algún pequeño trago de vino para enjuagar el pasapán. Por el entorno, retamas, lentisco, pequeñas matas de tomillo salsero, juagarzo (una variedad de estepa o jara que un servidor no conocía), zarzas…, y tantas especies herbáceas que pueden ser un paraíso botánico, pero que el caminante (más bien yacente ya, porque se ha dejado deslizar sobre el suelo, usando la mochila como respaldo) ignora, aunque agradece. Mientras los compañeros charlan, este jubilata, acomodado en decúbito supino – o sea, panza arriba –, mira el cielo y observa las nubes lenticulares que parecen haberse quedado colgadas, como sin prisas, a merced de alguna corriente de aire que las moldea como nubes de azúcar.


Regresamos a Quijorna, tomamos café en un bar del pueblo, charlamos un rato, tomamos el coche y regresamos a la capital. Quedan en el recuerdo los olores húmedos del monte, la visión de la montaña con nieve allá a lo lejos, el camino entre encinas y el sabor (aún) dulce y acerbo de las bellotas cogidas al paso. 
Y de las hilachas de estos recuerdos y sensaciones iremos tirando, mientras nos atufamos en la gran ciudad, hasta que volvamos a calzar las botas camineras.