viernes, 23 de julio de 2021

El verano en el valle, 2. - Puertas al campo.


Hace ya varios años, abrí un archivo fotográfico para coleccionar imágenes de puertas y ventanas. Normalmente, correspondían a viejos edificios, a veces abandonados o semi ruinosos, que tenían el encanto de las cosas caducas, olvidadas y como detenidas en el tiempo. Son imágenes que he ido captando un poco al azar y a capricho, sin un plan preconcebido, y no importa dónde: en viajes por el extranjero, o por todos los lugares de España que hemos visitado o pasado de camino.


Aquí, en el valle de Lozoya, también he encontrado lugares olvidados donde me ha llamado la atención alguna ventana desdentada, cerrada con una reja rústica y adornada con un tiesto desportillado. O algún pajar, tan abundantes por estos pueblos, con su gran portón cerrado con un cerrojo hecho a golpes de forja, o claveteadas sus tablas con esos clavos gruesos que se hacían en la herrería.


Dentro de esa curiosidad, algo me ha llamado la atención últimamente en mis paseos por los caminos del valle: son esas puertas de acceso a los prados. Puertas que no se ajustan a una modalidad definida, a un estilo propio y común de la zona, sino cuyos elementos se basan en la pura improvisación y en la utilización de recursos de desecho: objetos que tuvieron, en general, un uso doméstico y fueron sustituidos por nuevo mobiliario más confortable. Lo que me recuerda ver en muchos prados carcasas de frigoríficos usadas como pesebres, o viejas bañeras que sirven como abrevaderos.

Pero, es de las puertas puestas al campo de las que quiero hablar hoy. Si el caminante tiene la curiosidad de observarlas, no tiene más que pasear por el camino natural que recorre los pueblos del alto valle de Lozoya, que nace cerca del monasterio del Paular. 

Si está sobrado de tiempo y gusta de la naturaleza, podrá pasar por Rascafría, Oteruelo, Alameda, Pinilla, Lozoya… Y si se ha equipado de un bocadillo, fruta y agua suficiente – y ha madrugado –, puede llegar al Cuadrón, a 34 k. 

V


Verá, a derecha e izquierda del camino, gran cantidad de prados con la hierba recién segada y observará, si siente curiosidad, que los accesos no hay dos iguales, aunque los elementos de cierre suelen ser los mismos: viejos somieres, cabeceros de camas, alambres, tubos, restos de puertas de cuadras, trozos de carteles anunciadores… Pero, sobre todo, somieres de camas que fueron lecho de las gentes de esta zona durante generaciones y que terminaron reutilizados como cierres del prado familiar.


Es lo que mi amigo Juan llama “la civilización del apaño”. Objetos que dejaron de ser útiles y, no implantada aún la sociedad de consumo con ese afán posmoderno por comprar, usar y tirar, comenzaron una nueva vida útil fuera de su primigenia utilidad. Todo es aprovechable mientras cumpla una funcionalidad. Así, con un viejo somier se puede apañar una puerta, con un frigorífico sin puertas y tumbado, se puede hacer un pesebre para el ganado, con una bañera desportillada, un abrevadero para las vacas. Con una cuerda de las de atar las alpacas de hierba, un cierre para sujetar la portilla, de forma que el ganado no se cambie de finca.


La escasez de recursos, la necesidad de reutilizar lo aprovechable y la propia inventiva de las gentes del campo, hicieron que las fincas donde se guardaba el ganado tuvieran su buena (buena por útil y económica, no por su valor estético) puerta atando un somier a un poste clavado junto a la tapia de piedra. Y aun siendo el material tan común, es un entretenimiento para el viandante observar la variedad de cierres de fincas que, utilizados los mismos materiales y cumplido el mismo objetivo, difieren con una estética de la chapuza bien apañada, digámoslo así, que le da cierto toque personal a cada una de ellas.

Por eso, esta vez, quedan aquí unas muestras fotográficas. Para que se vea que nuestros objetos domésticos pueden tener una nueva vida útil, y que éstos dejan su impronta de tosca estética por los campos.

lunes, 12 de julio de 2021

El verano en el vale, 1.- El silencio por los caminos.



No le extrañe al improbable lector, lo que este jubilata ama con amor de enamorado callado es el silencio de la naturaleza. Silencio que, por otro lado, según nos enseñó John Cage, es inexistente. De ahí su 4.33, donde el silencio musical se llena de sonidos ambientales que conforman una sinfonía siempre irrepetible, tantas veces cuantas el intérprete se siente ante el piano mudo a interpretar esa melodía de pentagrama plano.

Pensando en estas cosas, la imaginación en vuelo libre, va un servidor andando por entre el robledal, camino de la pasarela sobre el Aguilón, con el arroyo rumoreando aguas abajo. Tan feliz, rodeado de soledad y silencio, que hasta me vienen a las mientes los dos primeros versos de aquella égloga de Virgilio:  Tityre, tu patulae recubans sub tegmine fagi silvestrem tenui musam meditaris avena.

Le envío el primer verso virgiliano al amigo Chus, junto con una foto junto al Aguilón, con el agua corriendo al pie de un frondoso fresno. Es el simple y delicioso placer de hoy, caminar por prados y robledal en solitario y envuelto en el murmullo silencioso de la naturaleza.

Tras sufrir el zarpazo del Covid esta primavera pasada, sigo poco seguro de hasta dónde llegan mis energías de viejo montañero, así que planeo una caminata por caminos llanos del valle. Como objetivo, llegar hasta el puente del Aguilón donde confluyen los dos caminos que van, ya en uno, hasta las cascadas del Purgatorio. Al final, he hecho 14 k, lo que asegura, según parece, mi aún buena forma de jubilata marchoso.

Rebasado el manantial de las Suertes y subida la pequeña cuesta hasta donde las huertas, sigo, distraído, por el camino principal en lugar de por el callejón donde está el cercado de los caballos, hasta que me doy cuenta de mi equivocación y de que terminaré cerca de las Presillas. Por curiosidad, ya que estoy allí, tomo un camino abandonado desde hace años, cubierto de maleza, que me lleva, tras recorrer unos centenares de metros, a un prado recién segado. Si la máquina ha entrado aquí, debe haber una salida practicable, me digo. Recorro el perímetro sin hallarla, así que voy de prado en prado en dirección hacia las vaquerías que están junto al camino que yo pretendo. Llego, pero he de arrastrarme por debajo de una alambrada entre zarzas y pasar una acequia. Estas edades ya no son para esos menesteres…

Sigo el camino que discurre por la orilla derecha del Aguilón. El robledal tiene el frescor de la noche (me he puesto en camino a las 08:30 h) y el suelo, que conserva aún la humedad de las pasadas lluvias primaverales, está cubierto de hierba verde. Una vacada dispersa va pastando apaciblemente, se oye el esquilón de la vaca maestra, los terneros observan temerosos al caminante, y éste se esfuerza en un caminar liviano mientras se desplaza silencioso, como queriendo ser parte integrante del entorno.

Parada obligatoria bajo el fresno, frente a la pasarela. El murmullo del agua a los pies del árbol tan frondoso, forma parte del paisaje sonoro que se percibe en el silencio ambiental. Ese silencio está lleno de leves sonidos que producen las criaturas vivas: la brisa que mueve las hojas, el olor a vida vegetal, la esquila desacompasada en mitad del robledal, el reclamo de algún ave, e incluso la respiración pausada de sosiego de quien, por un breve tiempo, quisiera ser parte del bosque, fluir como el arroyo y deslizarse ligero como brisa. Pero no pasará de ser caña pensante agitada por sus pensamientos, y con eso se conforma.

Desde aquí, por un terraplén, a un tramo de pista abandonada que enlaza con la que sube hasta el puerto de la Morcuera. Pista abajo, la abandono en la primera curva para ahorrarme un par de kilómetros de bajada, y corto hacia el fondo del valle. Empiezo a encontrarme con pequeños grupos de humanos domingueros que enfilan hacia las cascadas del Purgatorio, así que me echo hacia la orilla del río. Sentado sobre una roca que sobresale en el cauce, junto a la desembocadura del Aguilón, tomo una fruta mientras contemplo el entorno y oigo el agua discurrir con esas prisas de río de montaña que se remansará en el embalse de Pinilla, unos kilómetros más abajo. De aquí, por las Presillas y la finca de los Batanes, a casa.

En el aparcamiento municipal, una pareja, ya pasadas las doce y media del día, me pregunta cómo subir hasta el Carro del Diablo. A esas horas, cayendo ya el sol sobre nuestras cabezas, y yendo en dirección contraria como iban… Les informo señalando hacia los Carpetanos y les disuado. Al monte hay que venir temprano y bien madrugado. Lo pienso, pero no lo digo.

Y, a ser posible, con la melodía 4.33 de Cage rondándote la cabeza mientras tus botas camineras te llevan por los caminos.