sábado, 30 de octubre de 2010

Orweliana: La Habitación 101.-


Los amigos se lo decían. La familia también. Los conocidos, los compañeros de trabajo, todos. Todo el mundo se lo venía diciendo desde hacía ya tiempo. Incluso en la junta de vecinos, el administrador le advirtió:
– Mire usted, Fulano, esas cosas que escribe no están bien.
Pero Fulano no hacía caso a nadie. Era un crítico del sistema. Según decían, tenía una pluma brillante y mordaz, y, además, una columna diaria en un periódico de prestigio. Allí, con ironía e ingenio, ponía en evidencia a los poderes públicos. Ridiculizaba sus discursos, era mordiente con sus corruptelas e incongruencias y no había Ministerio donde, de Subdirector General para arriba, no se echaran a temblar cada vez que Fulano les sacaba en su columna.
Se sentía tan seguro que ni siquiera se mordía la lengua a la hora de criticar al Ministerio de la Verdad. El Ministerio de la Verdad había nacido en la última remodelación ministerial, cuando un escándalo político-financiero de magnitudes hasta entonces nunca conocidas, había hecho caer al gobierno.
Con el pragmatismo que caracteriza a la clase política, el nuevo gobierno, al adjudicar las nuevas Carteras, decidió crear el Ministerio de la Verdad. Dado que la corrupción es una característica inherente a todo tipo de Poder (democrático, oligárquico, autocrático), este ministerio tendría por misión velar por el buen nombre del Poder. Cualquier escándalo: tráfico de influencias, negocio de armas, transfuguismo por imperativo crematístico, licitaciones amañadas, etc., etc., serían filtrados a través suyo.
La noticia, siguiendo los cauces de la veracidad informativa oficial, debería darse de forma que no alterase el normal transcurrir de la ciudadanía. La paz social debía quedar garantizada ante cualquier escándalo, desde el simple cohecho de un concejal pueblerino hasta el braguetazo extramatrimonial del Subsecretario del Ministerio de la Familia y Asuntos Religiosos. Y el Ministerio de la Verdad tenía esa alta responsabilidad.
– Don Fulano –, le decía cada noche el becario que repartía la correspondencia en la redacción –, aquí le dejo los papeles del ministerio. Y soltaba en la cesta de la correspondencia varios sobres con membrete ministerial.
Y es que en la mesa de Fulano se acumulaban las citaciones, oficios admonitorios, amistosas notas extra oficiales, requerimientos y todo tipo de comunicaciones administrativas producidas por las oficinas del Ministerio de la Verdad. Se decía, incluso, que en las dependencias ministeriales existía un Negociado especializado en la interpretación y exégesis de los textos que Fulano publicaba a diario. Dichos textos eran cotejados con el manual de estilo redactado por el ministerio. Cuando a la verdad oficial no se le correspondía la interpretación periodística de Fulano, se cursaba el correspondiente documento oficial, siguiendo el trámite que marca el procedimiento administrativo.
– Oye, Fulano – le aconsejaba un colega bienintencionado – ándate con ojo, no vayas a terminar en la Habitación 101.
Y es que en los medios periodísticos existía la creencia en la Habitación 101. Nadie, a ciencia cierta, sabía de su existencia. Eran rumores que se propagaban por las redacciones de los periódicos, por las cátedras de las universidades, por los platós de las televisiones, por las empresas editoriales y, en general, por cualquier lugar donde se pudiera generar y difundir una opinión que disintiese de la del Ministerio de la Verdad.
Por si acaso, todo el mundo consultaba el manual de estilo, que el Ministerio de la Verdad repartía con profusión, siempre acompañado con un “Saluda” del Director Gral. de la Recta Opinión. También Fulano tenía uno en un cajón de su mesa de despacho, encuadernado en piel y con cantos dorados, regalo especial del propio Ministro. Era un privilegio exclusivo. Su verba ácida y la incisiva mordacidad de sus artículos le habían hecho acreedor a esta atención tan personal. Incluso, en ocasión memorable, recibió la llamada personal del Sr. Ministro:
– Fulano – le dijo entre otras cosas – con lo bien que usted escribe, se iba a aburrir mucho en la Habitación 101. Pero el Sr. Ministro era un político campechano y todos sabían que nadie le ganaba a bromista en el Hemiciclo, así que Fulano no se sintió amenazado.
Y Fulano seguía escribiendo sus crónicas de la corrupción urbanística, política, financiera. Por su culpa, un día tenía que cesar el alcalde que había adjudicado a dedo una obra a su yerno. Otro día, una inmobiliaria del Gerente de Urbanismo se declaraba en quiebra. Fulano había averiguado que no existía el terreno donde, supuestamente, se iban a construir tres mil viviendas, cuyos adjudicatarios llevaban ya dos años pagando letras.
El día que destapó el asunto de los coches de lujo, se organizó una trifulca monumental en el Congreso de los Diputados. El cuñado de un primo de la mujer del Jefe de la Oposición llevaba años vendiendo coches oficiales -robados en los emiratos árabes- a los presidentes autonómicos, a los alcaldes de las capitales y a los delegados del gobierno. Además la fina nariz periodística de Fulano había descubierto que un sobrino de la ex mujer del Presidente del Supremo Tribunal para el Control de la Pureza en la Aplicación de las Leyes, tenía una empresa donde se blindaban todos los coches que aquel cuñado de un primo de la mujer del Jefe de la Oposición vendía a la clase política.
Nada más salir la crónica de Fulano, el Ministro de la Verdad tuvo que sufrir la interpelación parlamentaria más dura de su vida. Con razón, el Portavoz de la Oposición se preguntaba desde la tribuna del Congreso qué utilidad tenía despilfarrar el dinero del contribuyente en tal Ministerio de la Verdad, si el sufrido contribuyente, encima, se veía obligado a soportar en toda su crudeza la realidad de la corrupción política.
Aquella misma noche, Fulano no apareció por la redacción. De su casa había salido, a la redacción no había llegado. Según decían, se había encontrado con dos amigos y se lo habían llevado de copas…
Cuando a Fulano le introdujeron en la Habitación 101, vio ante sí un encerado de cinco metros de largo por uno y medio de alto. Al lado, un palet con paquetes llenos de barritas de tiza. En el ángulo superior izquierdo de la pizarra, esta frase: Nunca diré la verdad sin permiso, que ya lleva escrita un millón cuatrocientas ochenta y tres mil doscientas veintiocho veces. Cada vez que completa el encerado, éste se borra automáticamente y él empieza a escribir por el ángulo superior izquierdo: Nunca diré la verdad….
Según parece, todavía tiene para siete años más.

miércoles, 20 de octubre de 2010

DNI

Qué pesado es el señor del blog este, pensarán los improbables lectores que lean esta entrada. Verán en ella que vuelvo a hablar de asuntos jubilatas. Conste que no es por obsesión enfermiza, que uno lleva con mucha sandunga lo de las artrosis repartidas por su aparato locomotor y no acostumbra a quejarse; es porque la realidad – en este caso la realidad burocrática – se empeña en mostrarme, a veces como por casualidad, que algunas formas de vida que uno conoció han terminado en el baúl del olvido. Incluso para la Administración, cuyo tempo es más lento que el de la propia sociedad.
El asunto es que este lunes pasado he ido a la comisaría de Ventas a renovar el carné de identidad. El que he tenido durante los últimos 10 años mostraba a un hombre con pelo negro (todo el pelo en su sitio) y barba negra y bien poblada. Cada vez que lo sacaba para identificarme, siempre tenía el temor de que me lo rechazaran porque aquel retrato mantenía una lozanía que no se correspondía con mi fisonomía actual. Venía a ser como la obra de Oscar Wilde, El retrato de Dorian Gray, pero con la trama invertida. Al paso de los años yo acumulaba arrugas, perdía pelo y ganaba canas, mientras que la foto del DNI seguía mostrando la tersura de la piel y las pilosidades cabelludas y barbadas negras y al completo. Un drama.
Es lo que tienen las fotos, que son un espejo de efecto retroactivo: te muestran como eras la primera vez que fuiste a Grecia, o cuando viajaste en un falucho por el Nilo el año de la tos… Y de todas las fotos, la peor la del carné. Porque las otras las guardas en un cajón y te olvidas de ellas. Si un mal día tienes un acceso de añoranza por les beaux vieux temps (siento debilidad por los decires gabachos), vas, las sacas, las miras como quien desempolva reliquias venerables. Luego, y por este orden, sueltas una lágrima emocionada por la lozanía perdida, a continuación te cabreas y las vuelves a guardar en la caja de zapatos de donde nunca debieron salir. Pero la del carné, de verdad, es una jodienda permanente: llevas en la cartera la cara de alguien que fue pero ya es otro.
Bueeeno… Lo de la foto de carné ha sido una salida por la tangente. Cuando te das cuenta que hasta la administración territorial ha cambiado, y que el municipio donde te inscribieron recién nacido no consta como tal en la base de datos de la policía, entonces sabes que formas parte de la historia. Y formar parte de la historia – la que se escribe con minúsculas – significa que llevas mucho tiempo vivido.
Nací en una aldea de labradores, en Navarra, que no tenía entidad suficiente para ser ayuntamiento y dependía del de Galar. Galar (que también es uno de mis apellidos) era la cabecera municipal de la cendea del mismo nombre, en la Cuenca de Pamplona, que agrupaba a una docena de aldeas. Me inscribieron en su registro y siempre ha constado en mi documento de identidad que yo era nacido en “Beriáin-Galar”. Al informatizar el Ministerio del Interior los datos de filiación, como Beriáin ya tiene su propio ayuntamiento desde hace muchos años, no consta en la base de datos policial un municipio “Beriáin-Galar” y va y resulta que no me pueden expedir el DNI.
Porque, a efectos de la Administración, no existe un municipio con tal denominación y el DNI (que es un documento muy serio) no puede expedirse incompleto. Como, de acuerdo con la base de datos de Interior, he nacido en un municipio inexistente, me temo que mi nacimiento hay que ubicarlo en el limbo de los lugares sin entidad. Así que, de momento, y mientras la autoridad competente no decida sobre si he nacido o no en un ayuntamiento que aún no existía – Beriáin – cuando vine al mundo, soy un apátrida de patria chica.
Como quien dice, la reforma provincial llevada a cabo por el ministro de Fomento Javier de Burgos, en 1833, me pilla muy a trasmano; la reforma territorial en Comunidades Autónomas de la Constitución de 1978, me pilló ya talludito. Entre medias, mi aldea ha pasado de pedanía a municipio y en mi carné seguía constando una entelequia territorial inexistente a efectos de identificación de mi persona.
Total que, de momento y hasta que la autoridad decida si he nacido en un municipio que se constituyó años después de venir yo al mundo, ando técnicamente indocumentado; o, si se prefiere, con un documento de identificación donde consta un lugar sin existencia legal. Nacido en un no-lugar, estos días llevo una no-existencia legal que me tiene en un ¡ay!
¿Quién ha dicho que la vida del jubilata carece de emociones…?

jueves, 14 de octubre de 2010

Teoría de la tercera edad.-


Pensaba estos días que vivimos unos tiempos en los que nos movemos en categorías prefijadas por pura convención social; encasillamientos en los que nos instalamos y que actúan como certezas que nos liberan de la molestia de pensar. Esa sensación, al menos, es la que he sentido ante algo tan trivial como es haber recibido estos días la tarjetita del abono de transportes de la tercera edad, ésa que certifica – de hecho – que uno ha llegado a los 65 años y es irremisiblemente un jubilado teórico y práctico y a todos los efectos.
Condición de jubilado que lleva aparejadas algunas ventajas sociales (transporte casi gratuitos, viajes del INSERSO, entradas libres a los museos…– Todo eso mientras el programa de festejos neocom no vaya metiendo la tijera –) y un montón de achaques que van tomando posesión de la persona humana (como dicen por ahí) de cada cual; molestos okupas que un día se te instalan en los entresijos del cuerpo y del alma como si fueses una casa en lento proceso de ruina, y no los desalojas por muchas visitas que hagas a la farmacia o al gerontólogo de guardia.
Cuando llegué el otro día al estanco y me dieron el documento de marras, respiré tranquilo, como si, por fin, abandonase ese limbo de imprecisión en el que me he movido estos tres últimos años. Porque un individuo como un servidor, que se jubiló anticipadamente, es un elemento social que aún estaba en edad laboral pero al que la legislación vigente le había permitido esa vía de escape. Vía que uno aprovechó no porque el trabajo le resultara una actividad insufrible – más bien lo contrario: resultaba hasta gratificante y razonablemente bien pagada –, sino por el íntimo convencimiento de que el trabajo asalariado es, simple y llanamente, una maldición bíblica. Un dios justiciero – o rencoroso – según la perspectiva de cada cual, condenó a la humanidad a dedicar gran parte de su vida al trabajo del que otros, menos alcanzados por la maldición bíblica, sacan provecho.
“ In sudore vultus tui vesceris pane, donec reverteris in terram” (Comerás el pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la tierra), eso, al menos, es lo que – según la Vulgata Latina – dice el Génesis que dijo ese dios bíblico al que – en ese mismo Libro – se dice fue el primer hombre sobre la tierra. Un pesimismo antropológico que siempre he tenido muy presente, con independencia de las connotaciones religiosas en las que se sustentaba. Claro que, en mi descargo, puedo decir que la razón de ver en el trabajo una maldición divina y no una oportunidad de progreso no es del todo mía. A los de mi generación nos educaron dentro de una rancia cultura católica que impregnaba todos los aspectos de nuestras vidas. Si en lugar de haber vivido una infancia y juventud nacional-católicas hubiese nacido en una sociedad calvinista ginebrina, ahora no sería un jubilata que arrastra el lastre del pesimismo social, sino que sería un broker, un banquero intoxicador de economías domésticas mediante subprimes, un acaparador de stock-options o un traficante de armas.
Ya se sabe cuál es la justificación moral del capitalismo: el éxito en los negocios es un signo cierto de predestinación divina. Si triunfas en la vida, si acumulas riquezas, es que Dios te ha señalado con su dedo como a uno de sus elegidos; si eres un asalariado de medios pelos, ese mismo dios te da la espalda. Y no te digo si eres un parado de larga duración: esta vida no es más que un anticipo del infierno por venir.
Si Calvino hubiese tenido sentido del humor, hubiese dicho a los suyos: Al que nace pa´ martillo, del cielo le caen los clavos. Pero el humor les está vedado a los fanáticos religiosos.
Tercera edad, a lo que íbamos. En el juego de la Oca de la vida, la ficha acaba de caer en esa casilla y la etiqueta correspondiente ya es para el resto de lo por vivir. Para huir de ese encasillamiento hay subterfugios muy cotizados: "por dentro me siento joven, estoy lleno de proyectos, mi reloj biológico marca 15 años menos…" Y todas esas técnicas de libro para el refuerzo de la autoestima y negación de la evidencia. Pero la técnica más socorrida en nuestra sociedad es la de la hiperactividad. El abuelo de boina y charla pausada al sol ha dejado paso al jubilata dinámico; el que se monta un blog, el que va al gimnasio, viaja, estudia idiomas, devora actividades culturales.
Cualquier cosa menos una vida sin objetivos. Una huída hacia delante en busca de una juventud que se quedó atrás. Cualquier cosa vale, menos pararse, hacer introspección y pensarse a sí mismo como un ser que algo debe a la sociedad y que ésta le reclama: Puesto que ya no produce, al menos que consuma.
Mira por dónde, uno, de repente, se ve a sí mismo bajo una perspectiva heideggeriana: el jubilado no es más que un ser-para-el-consumo. ¿Para qué sirve un individuo improductivo y con una asignación mensual? La respuesta es evidente: para consumir. En la medida que consume, compra, gasta, justifica su existencia como ser social. De cualquier otra forma, la sociedad no podría soportar el coste de su mantenimiento. Porque la esencia social del jubilata no es ser (improductivo) sino tener (objetos de consumo) en la medida que su jubilación se lo permite.
Eso sí, es fundamental que no piense demasiado. “No piense usted, que la caga”, es lo que le dijo el teniente, según nos contaba Mariano, cuando hacía las milicias universitarias. De ahí lo recomendable de la hiperactividad; quien se dispersa en mil proyectos no tiene tiempo para la reflexión y, falto de mirarse por dentro, no descubre el truco: es utilizado como engranaje de la gran máquina que va triturando lo que el sistema productivo elabora y la publicidad nos incita a consumir.
Pero basta de filosofías de bolsillo. De cualquier forma que uno se sienta, con estas edades u otras, lo que sí es recomendable, para sentirse despreocupadamente feliz, es tener presente el lema de la vetusta universidad de Cervera: “Lejos de nosotros la funesta manía de pensar”.
Ignarus sum, ergo felix! (Libro de Los Proverbios, apócrifo).

sábado, 9 de octubre de 2010

En torno al Abantos.-



La sierra madrileña no sólo tiene parajes de gran belleza, es que además está cargada de historia. Para caminar por ella no bastan un par de buenas botas y un bocadillo de buen tamaño; es necesario, además, pararse a observar vestigios de antiguas construcciones que siguen en pie y apreciar la existencia de actividades que modificaron el entorno natural. Por eso, el montañero, para disfrutar plenamente de sus andanzas, debe aunar en su caminata el gusto por la naturaleza y el interés cultural. Este es un aspecto que la Agrupación Aire Libre suele cuidar en sus salidas cada vez que hay ocasión para ello.
Esta vez nos hemos movido por parajes que rodean al Abantos. Salimos de la Fuente de las Negras, en los pinares próximos a Peguerinos, siguiendo la antigua cañada real leonesa (creo, que en mis notas no queda claro), para seguir la pista que sube suavemente hasta dar con la cerca del monasterio del Escorial. Esta cerca, construida en piedra en seco (ajustada sin argamasa) la mandó levantar Felipe II, en 1580, para delimitar el bosque real como lugar de caza. Tiene unos 52 kilómetros de perímetro en torno al monasterio, y su interior estaba vedado a los lugareños que habitaban en los alrededores. Dos siglos después, Carlos III ordenó a su arquitecto Juan de Villanueva que reforzara la cerca, elevándose ésta de 1,20 m a 2,5.
Imposibilitados de cualquier actividad económica en el interior del recinto, el paisanaje se dedicó a la explotación del bosque no reservado para el ocio real, ni a las grandes fincas que pasaron a manos privadas tras la Desamortización de Mendizábal. La diferencia entre la vegetación de las fincas preservadas (bosque autóctono; fresno, encina y roble especialmente) y las de libre explotación (convertidas posteriormente en pinares de repoblación) es una muestra de su distinto uso, ya que el bosque autóctono se fue talando para el carboneo: encinares y robledos terminaron convertidos en carbón vegetal, repoblándose posteriormente con el pino común o de Valsaín y otras especies. Según parece, existe una fotografía de primeros del S. XX, antes de su repoblación como pinar, donde se ve toda la ladera del Abantos pelada. Más o menos como la dejaron con el incendio – la voracidad especulativa, ya se sabe – hace unos cuantos años.
Ya cerca del Abantos, saltando un portillo de la cerca, uno puede acercarse a ver el pozo de las nieves de Cuelgamuros, que está a 1670 m de altitud. Fue construido en 1609, tiene 14 m de profundidad y 8 de diámetro, protegido por una sólida construcción en piedra con tejado a dos vertientes. Allí se podían almacenar hasta 230 toneladas de nieve, que luego se bajaba a lomos de acémilas hasta el monasterio o para la venta. Parece que este pozo estuvo en uso hasta 1934. El abandono de su explotación supuso la ruina del edifico que, hace unos años, fue restaurado.
El Abantos (“los” abantos, puntualiza Juan) es un mogote de 1753 m. a plomo sobre El Escorial. El nombre le viene del término “abanto”, que designa a los buitres. Aunque por el lado escurialense tiene aspecto de un pico abrupto, tomado desde Cuelgamuro es un paseo cuesta arriba, sin mayores esfuerzos, siguiendo la cerca de piedra.
Del Abantos al puerto de Malagón no hay más que dejarse llevar por la suave pendiente descendente de la pista. Allí, en el puerto, volvemos a encontrarnos con otro pozo de nieve. Solo que éste está prácticamente cegado y, del edificio que lo protegía, se aprecian apenas los arranques de los muros. Muy próximo y en tierras de Ávila, el pequeño embalse del Tobar. Bajando por la pista asfaltada, llegamos a Los Llanillos, área recreativa sombreada por unos airosos fresnos y cubierta de pinos laricios y silvestres. Buen lugar para dar buena cuenta del bocata y charlar sin prisas.
Y, ya puestos, antes de bajar al pueblo, visitamos el Arboreto Ceballos, junto a la pista forestal asfaltada. Este arboreto recoge una muestra de la vegetación autóctona española y recorrer sus senderos con un guía del parque resulta muy didáctico. Aparte los ejemplares de árboles, arbustos, matorral, uno puede ver reconstruida una antigua carbonera, o el clásico sistema de sangrado de los pinos laricios para recoger su resina. Incluso uno puede conocer cuáles son las plagas más habituales del pinar (procesionaria, escolítidos) y la forma de control de ambas.
Pues, eso, que terminamos nuestra jornada andariega a la entrada del pueblo, nos recoge el bus y nos pone en el tráfago madrileño en un rato. Con la mente puesta en la próxima salida, que será a la Sierra de San Vicente, uno guarda las botas y los arreos del monte y se va a la ducha.

domingo, 3 de octubre de 2010

29 de septiembre, 2010

La otra semana leí un artículo muy interesante en Le Nouvel Observateur, núm. 2393: Les affranchis de Wall Street, donde se ponía en evidencia que los responsables de la última crisis financiera (la que estamos pagando nosotros, no se olvide nunca, por interposición de políticos mediocres y cobardes) están en libertad y más soberbios que nunca. Tras dos años de desatar la crisis, ningún responsable de la crisis de las subprime (créditos inmobiliarios de alto riesgo) ha ido a juicio. Dick Fuld, presidente de Lehman Brothers, cuya quiebra fue el desencadenante del pánico mundial, está libre. Lloyd Blankfein, el patrón de Goldman Sachs, que mezcló productos financieros con las famosas subprime para hacerlos más apetecibles a los inversores, está libre.
Aquellos responsables de las grandes empresas financieras que pasaron por los tribunales norteamericanos, en su mayoría, han quedado libres porque los jurados populares se sentían sobrepasados por la complejidad de los procesos. Pero no bastaba con eso, la impunidad les sienta bien. La culpa es de la “mala suerte” (Dick Fuld, ex patrón de L. Brothers, mantiene que la caída fue causada por las fuerzas incontroladas del mercado y la incorrecta percepción, alimentada por rumores, de que la institución no tenía fondos para hacer frente a sus obligaciones financieras), o es culpa del “gobierno”. Ya se sabe, Alan Greenspan, expresidente de la Reserva Federal, era partidario de los valores autocorrectores del mercado. Y así nos fue.
Lo anterior viene a propósito de la huelga general de este 29 de septiembre pasado. ¿Quién paga la crisis? Coño, pues la gente, qué cosas me dices… Descapitalizamos el Estado, o sea, a todos los ciudadanos, para inyectar dinero a los bancos, no sea que se nos hundan y a ver qué hacemos entonces de nuestras tristes vidas sin libreta de ahorros. Y luego, para que no se nos hunda el chiringuito estatal, bajamos sueldos, pensiones, subamos impuestos y, de paso, nos vamos cargando los derechos sociales que queden. Inyectas deporte en grandes dosis, me vas belenestebanizando al personal, y ya tienes un cóctel nutritivo para el funcionamiento neuronal del pueblo soberano.
A propósito de la convocatoria, han corrido muchos comentarios sobre la utilidad de los sindicatos, sobre sus connivencias con el Poder y su escasa efectividad. No olvidemos que viven de dineros públicos, ya que con los aportes de su afiliación no les llegaría ni para el taxi. Son, a juicio de muchos, una herramienta obsoleta y cara. Es como pedalear en una bicicleta de piñón fijo detrás del Ferrari del presidente de la patronal. Pero, aunque los trabajadores no tengan mejor herramienta, es la única de la que disponemos de momento, a menos que los ciudadanos seamos capaces de otras formas de movilización que sustituyan a sindicatos de pacotilla y políticos corruptos e ineptos. Que, de momento, no.
Ya imagino que habrá alguno de mis improbables lectores que tengan ganas de colgarme una notita diciendo: “Háblenos usted de sus lecturas, de sus caminatas montañeras y deje de meterse en camisas de once varas sociales, que no sabe de qué van”. Pues, hombre, no. Me tengo por ciudadano bastante bien informado, y lo que atañe a la sociedad en la que vivo me afecta. Y no es sólo una cuestión social, sino también humana: no se puede mirar para otro lado e instalarse en un limbo de indiferencia y aceptar el enriquecimiento desmedido a costa del empobrecimiento de las clases medias en este apéndice que llamamos Europa y en el que vivimos, y la miseria neta de un tercio de la humanidad en el resto del mundo.
A nadie le gusta ver disminuido su sueldo a causa de un paro y prefiere que la huelga la hagan otros. Es, como poco, cortedad de miras: no es buen negocio, por no perder el pan de hoy, alimentar la injusticia de mañana. Por si acaso, lo dejo dicho: ya cumplí con mi cuota de huelgas generales mientras estaba en activo. Por lo menos, quedó claro que no contaban con mi silencio ni con mi beneplácito.
Si alguno de los improbables lectores no está de acuerdo con lo que digo, que perdone la perorata y siga mi consejo, si le apetece: enchúfese al telecinco que más le plazca y olvide todo lo dicho aquí. Ésta - de momento, y siguiera en su aspecto formal - es una sociedad libre

domingo, 26 de septiembre de 2010

Algo de "cult fiction".-

Lo digo así, entrecomillado, para que nadie imagine que me adorno con plumas ajenas. Soy – cosas de la edad y del devenir histórico – de esos que llegaron demasiado tarde a la educación en angliparla, a pesar de tantos cursos hechos en Adams o CCC con más voluntad que provecho. Lo cual no le impide a uno toparse, a cada paso, con la omnipresente lengua que enseñorea las transacciones capitalistas del imperio neocom. No hablo de la publicidad o la moda (como eso de cambiar “Pasarela Cibeles” por Madrid Fashion Week, que a un servidor le suena a provincianismo acomplejado), hablo de la literatura que cae en las manos de todo lector al que le mueve más la bulimia lectora que el sano criterio selectivo.
Bulimia lectora, creo que la expresión le va bien a la actitud del devorador de literatura de ficción. Un desbarajuste de alimentación libresca, un chute de tinta en vena para que el subidón sea subitáneo. Lo malo, como en todo desarreglo alimentario, es que se devora con prisas y sin comedimiento cualquier cosa que a uno le llegue a las manos y la vista, y luego se encuentra con que está fagocitando algo tan raro como unos relatos de cult fiction. No es que tengan mal sabor, es que, cuando el bulímico del papel impreso empezó a leer-devorar, ni sabía que existiese un género exclusivo, tan anglosajón él, bajo el que se amparaba una determinada forma de narrativa.
Digo mal. Bajo la etiqueta de cult fiction no solamente se acoge una determinada literatura de ficción sino a sus autores, digamos que, de alguna forma, marginales por estar fuera de los grandes circuitos editoriales. Por vía de ejemplo a contrario, el prolífico Vázquez Figueroa nunca será un autor de cult fiction, Paulo Coelho, tampoco; o Ken Follet, o Michel Houellebecq (a éste lo cito para que se me note la culturilla). Si usted, señor autor afamado, tiene una factoría de best sellers en su casa, o sus obras llenan las estanterías de la FNAC, o le llueven los contratos con las editoriales y entrevistas en la tele, se siente. Usted es famoso, rico, o las dos cosas a la vez; pero nada de cult fiction.
Y eso que, según mi diccionario escolar de inglés, la palabreja podría traducirse como “narrativa de culto”. ¿”Narrativa de culto”? Yo también me liaba al principio; los libros de Coelho o de Follet tienen una enorme masa de adeptos que rinde culto a su superproducción libresca; entonces ¿por qué llamar autor de cult fiction a quien es seguido por cuatro lectores raritos? Mira que son complicados en el mundo anglosajón… Pero, sin ayuda del diccionario escolar, fui capaz de entenderlo cuando me di cuenta de la sutileza: El lector-masa no suele tener criterios personales claros a la hora de comprar un libro. Va a la FNAC, al Corte – por un suponer – y se lleva puesta la novela de moda, el autor en candelero, el título de más tirón. El lector adicto a la “narrativa de culto” (pero en inglés), busca una determinada lectura, normalmente de autor poco conocido por el gran público, y así cree cultivar un gusto literario que le da exclusividad. Va por la vida de original, es alguien fuera de lo habitual, o -como dice el propio texto- un snob (otra vez en inglés, que nunca aprendí en CCC).
Por llevar la cuestión al solar hispano, El viaje de Turquía, atribuido por Marcel Bataillon a Andrés Laguna; Don Diego de noche, de Salas Barbadillo, ¿Entran dentro del género cult fiction? Porque, seguro, vas a las estanterías de un centro comercial y no los encuentras.
– Te estás pasando tres pueblos – dirá el improbable lector –, eso es cosa de filólogos, no de lectores en el Metro.
Pero, ¿y Carnivoricios: Devoradores de historias, Humorada futurista o Felicidad de oficio, son relatos clasificables como “narrativa de culto”? Porque estos relatos y algunos más vienen recogidos en la antología Mira qué te cuento, de Fumeke. Y, en mi opinión, este escasamente conocido cuentista, que se oculta bajo un seudónimo que apesta a cajetilla de Ducados, sí que podría entrar en el corralito de marras: Por autor marginal, por fabulador ingenioso y estupendo narrador, muchas de cuyas historias podrían englobarse en ese subgénero de anticipación denominado “futuro distópico”, tan desconocido del gran público. Un autor con todas las cualidades como para que esos cuatro lectores raritos, entre los que me encuentro, andemos por las librerías de barrio o escarbemos en los fondos editoriales arrumbados, a ver si damos con un ejemplar; no como coleccionistas, sino para disfrutar de esos extraños mundos que desarrolla ante los ojos asombrados del lector.
Cuando caí en ello, leyendo a Fumeke, digo, me di cuenta de que me ocurría lo que a aquel personaje de Molière, que hablaba en prosa sin saberlo. Yo, igual: iba de lector de cult fiction (sin tener pajolera idea de inglés) desde hacía algún tiempo, y no lo sabía.
Por cierto, el libro de relatos que ha motivado las reflexiones del texto anterior, lleva por título genérico Aflter hours y ahora mismo lo miro en mi diccionario escolar.

sábado, 18 de septiembre de 2010

Sequía imaginativa.-

Me ocurre a veces: hablo de esos días, o semanas, de sequía imaginativa, cuando los dedos se posan sobre el teclado a la espera de una orden del cerebro para empezar a escribir, pero la orden no llega. Nunca he sabido bien por qué la imaginación es tan caprichosa: a veces, parece incapaz de susurrarte una historia con sentido, y a la vez, está haciendo trastadas absurdas, como poniendo a prueba tu sensatez. Para que se me entienda, pondré el ejemplo de una jugarreta muy reciente:
Iba yo el otro día por la calle y una señora, modelo lavadora, se interpuso en mi camino, ocupando toda la acera. De repente, veo que a mi imaginación le nace la idea de ponerle la zancadilla, de forma que la masa carnosa de aquella señora se desparramaba sobre la acera entre grandes gritos de la interesada. Solo de pensarlo, mi imaginación se partía de risa, mientras que yo estaba todo apurado mirando a un lado y a otro por si alguien se había dado cuenta de sus intenciones. Y esto, digamos, en el ámbito doméstico, donde la cosa no tiene mayor transcendencia.
Peor fue en otra ocasión, estando de vacaciones en Jordania. Volábamos de Akaba a Amán, en un vuelo interior de apenas media hora. Yo miraba interesado por la ventanilla cuando ella, mi imaginación, decidió secuestrar el avión, y yo empecé a asustarme porque la cosa iba en serio. No sé de dónde sacó un par de subfusiles ametralladores, de esos que llamaban naranjeros, y hasta media docena de bombas de mano P.O.2, una antigualla. Eran de esas bombas de baquelita que existían en el ejército franquista cuando yo fui soldado de reemplazo.
Aparte del natural acojone, no salía de mi asombro porque, una vez puestos a secuestrar, podía haber imaginado material bélico más moderno, pero se ve que mi imaginación no está interesada en ese tipo de ferretería de matarile y le bastaban aquellos chismes con 50 años de antigüedad.
La cosa se empezó a complicar porque los piratas aéreos de mi imaginación, cuando se vieron tan pobremente dotados para un trabajo de tanta precisión, empezaron a protestar. Mi imaginación se cabreó con ellos y estaba empeñada en que le obedecieran, pero ellos, alegando que eran profesionales, se declararon en huelga hasta que les proporcionaran una ferretería bélica más en consonancia con un trabajo de tanta responsabilidad.
Lamentablemente, nunca conocí el desenlace del secuestro, ya que nuestro avión aterrizó al poco. Nos empaquetaron a todo el grupo en un autobús y nos llevaron al hotel. Mi imaginación no volvió a dar señales de vida en el resto del viaje. La última vez que la vi aquel día, andaba perdida por el bufé del comedor, metiendo los dedos en todos los platos y relamiéndose de gusto…

domingo, 12 de septiembre de 2010

Pagar impuestos.-


Y uno pensaba que ya no se escandalizaría de nada… Se ve que la edad no cura de la ingenuidad, sólo aísla de la realidad social. Es lo que se me ocurrió pensar cuando, hace unos días, oí en un programa de TVE, a propósito de las fiestas en Valladolid, que se había celebrado un botellón multitudinario en el que se recogieron hasta 15 toneladas de basura.
Preguntaban a algunos participantes de tan cultural evento si les parecía normal lo de llenar de desperdicios las vías públicas. Algunos de ellos se justificaban diciendo que, bueno, era una vez al año y no era para tanto… Lo más sorprendente, para antiguallas como yo, que siguen creyendo en el civismo ciudadano como supremo valor social, fue oír a un niñato afirmar – con todo el aplomo que nace de la ignorancia y el desprecio a las normas de convivencia – que él tenía derecho a ensuciar las calles porque para eso estaban los servicios de limpieza del ayuntamiento. Item más: que tanto él como sus padres pagaban impuestos y, por lo tanto, convertir los espacios públicos en un basurero era un derecho adquirido. El fenómeno aquel no lo dijo con estas palabras, pero lo dijo de forma que quedó claro para todos nosotros: tengo derecho a enmierdar las calles con mis desperdicios y vosotros tenéis la obligación de aguantaros porque para eso pagamos a los servicios de limpieza mis papás y yo.
Pues bueno, pues vale. No hay vuelta de hoja y es mejor mirar para otro lado y que los barrenderos se escuernen limpiando la mierda de ciudadanos tan cumplidores de sus obligaciones fiscales. No sea que se nos cabreen y evadan impuestos y, encima, sigan convirtiendo las calles en un lugar merdulento.
Ya, – dirá el improbable lector – monsergas de jubilata cascarrabias.
Pero este jubilata, al ver al chaval aquel expresarse con tanto desparpajo, lo primero que pensó es que el coleguita, de pagar impuestos, nada. Más bien tenía – lo digo por la edad – aspecto de ser él mismo un impuesto con patas. Un impuesto para sus papás, quienes le pagaban estudios, casa, ropa y comida, caprichos y todas las necesidades, reales o inducidas, que tipos como él generan. En cuanto a los poderes públicos en general (Estado, Comunidad Autónoma, Municipio…), tenían que asumir los gastos que se derivaban de su educación (mala y cara, a lo que se ve, pero educación, al fin y al cabo), de su atención sanitaria y de todos los servicios que la sociedad pone a disposición de cada uno de los ciudadanos, incluida la recogida de basuras.
Este jubilata, que tiene mucho tiempo para darle vueltas al caletre, pensaba si no sería mejor dar una buena educación a los futuros ciudadanos, de forma que, pasados algunos años, necesitásemos menos barrenderos y más profesores. Todos ganábamos: las calles estarían limpias porque ya no habría tanto insolente insolidario enmarranándolas, y a los barrenderos, a falta de darle al escobón, habría que reconvertirlos en educadores. Nuestra sociedad ganaría unos grados en civismo y cultura.
Aprovechando que este año es año de perdonanza y el señor Rajoy ha ido al Señor Santiago a encomendarle los males de la patria mía (tales como el paro y la plaga ZP, que parecen no tener fin) y su milagrosa resolución celestial, no estaría mal que los papás del chaval ese le invitasen a ir en peregrinación a Compostela. Una vez allí, en lugar de abrazar al apóstol, debería acercarse al pórtico de la gloria, ponerse frente al santo d´os croques y darse un buen tozolón contra la columna, a ver si así entraba en su mollera que pagar impuestos es un deber ciudadano, no un derecho de pernada.
De lo visto y oído en aquella entrevista, recuerdo como el más sensato al barrendero, quien dijo que lo que faltaba era educación. Qué buen maestro hubiese hecho, de haberle pagado con nuestros impuestos, no el carrito de la basura y la escoba, sino los estudios.

domingo, 5 de septiembre de 2010

... Y fueron felices.-


La capacidad de ubicuidad imaginaria de los niños es un don del que yo disfruté durante mi infancia franquista, cuando la mesa escasa y la carencia de alimentos se suplían con leche en polvo y queso amarillo de la ayuda americana, a la vez que la voracidad imaginativa se alimentaba de los cuentos maternos. Sin aparente esfuerzo, aquel niño que alguna vez fui, saltaba desde la famélica y muy patriótica reserva espiritual de Occidente hasta el mundo de los sueños donde podía ser indistintamente príncipe, sastrecillo valiente o apuesto caballero.
¡Ah! Aquellas madres de derechas, de escapulario al pecho, novena a Santa Rita y Primeros Viernes de mes que, amorosamente, contaban a sus retoños unas terribles y, a veces, incongruentes historias de niños abandonados en medio de bosques plagados de brujas y ogros; de estúpidas princesitas que se levantaban de la cama ojerosas por culpa de un guisante debajo del colchón; de príncipes hermafroditas que besaban remilgosos a bellas durmientes; de caperucitas irresponsables que cruzaban sombrías florestas habitadas por lobos hambrientos y falaces; de príncipes-sapo que incitaban a puras doncellas a escabrosas relaciones de zoofilia con la excusa de un beso redentor; o, en fin, de enanitos asexuados que jamás se pasaron por la piedra a la ñoña de Blancanieves a pesar de que ocasiones no faltaban para ello... Mundos irreales que hacían olvidar los agujeros en las suelas de los zapatos, las culeras remendadas en los fondillos del pantalón, o los regletazos del maestro en el pulpejo de los dedos...
Jamás me pregunté por qué los cuentos infantiles, oídos una y otra vez, terminaban con la muletilla de “...y fueron felices y comieron perdices” A lo que, con cierta malicia, se añadía a veces aquello de “y a mí no me dieron porque no quisieron”. Y uno, niño sentado a la mesa de manteles pobres, era feliz con la feroz inocencia de quien sabe que al lobo de Caperucita le estaba bien empleado que le rajaran la tripa para sacar a la abuelita incólume - quizás por indigesta a causa de su provecta edad - y se la llenaran de piedras, la tripa, que no la abuelita.
Y no me cuestionaba tampoco el hecho de que príncipes y princesas, felizmente casados y gozosos herederos de fabulosos reinos sin revoluciones bolcheviques, pasasen el resto de su vida comiendo suculentas perdices mientras que el niño hambriento de mundos fantásticos que yo era, saciaba sus hambres infantiles con un tazón de leche ensopada con pan moreno y edulcorada con sacarina.
Y durante las diarreas estivales, que dejaban al niño que yo era en los huesos, y el agua de limón era el remedio más socorrido, y al niño soñador se le marcaban las costillas como tiernos sarmientos y se le agrandaban los ojos brillantes de fiebre y de mundos imaginarios, la madre lo transportaba dulcemente hasta su cuento preferido, allí donde Pulgarcito robó las botas de siete leguas al gigantón y daba enormes saltos que le llevaban hasta la casa de sus papás; ésos que, pasado el tiempo de la niñez, descubrió horrorizado que eran unos desnaturalizados porque abandonaron a su prole en medio del bosque.
Muchas veces me he preguntado a qué dios cruel se le ocurrió inventar la infancia, con ese maravilloso don de la bilocación que me permitía estar en la escuela cantando la tabla del siete – la más difícil, con mucho – y matando dragones, en el mundo de Irás y No Volverás, para salvar de sus garras a aquella vecinita mocosa de las trenzas negras y los lazos rojos, que jugaba a las muñecas en cuclillas, mostrando en su inocente indiferencia unos muslos sonrosados que al niño-paladín le perturbaban con premonitorios deseos.
Cierro los ojos, salgo de mí mismo, abandono este cuerpo de hombre hecho de materia orgánica y de frustraciones y me zambullo en el líquido amniótico de aquella matriz primordial que me aísla de un universo que detesto y que me niego a comprender. Buceo en el claustro materno de la imaginación infantil y me acomodo en un rincón desde el que observo sin ser visto. Soy de nuevo el niño que no sabía de la existencia de horarios laborales, de Agencias Tributarias o de los mil suplicios que los humanos inventan para vivir en sociedad. Soy, de nuevo, el pequeño y tímido niño que construía paraísos en una España muerta de hambre y de glorias guerreras; libre en tierras donde los campesinos sudaban las cosechas y los miedos al glorioso Movimiento; feliz en una familia de derechas que remendaba dignamente su pobreza y educaba a su prole en el temor de Dios y del Satán comunista.
En fin... ese reino de Irás y no Volverás al que, ahora jubilata y escéptico, me asomo estos días porque he visto a un niño en el parque del Calero trotando a caballo sobre el palo de una fregona.

lunes, 30 de agosto de 2010

Una caminata por la sierra del Perdón.-

La sierra del Perdón (o Erreniega) es una pequeña sierra que apenas supera los mil metros de altitud y separa la cuenca de Pamplona de las tierras de Valdizarbe, que tienen en Puente la Reina su población más conocida por ser un hito en el camino de Santiago. Son tierras cerealistas y de buenos vinos, de un perfil alomando, atravesadas por el camino francés y el río Arga.
Ya que estaba pasando unos días en Pamplona, decidí hacer una marcha, siguiendo el camino de peregrinos hasta remontar el perfil de la sierra, para abandonarlo acto seguido, con la idea de seguir todo el cordal del monte, siguiendo el parque eólico, hasta su cota máxima, 1.035 m, y desde allí, bajar de nuevo hacia la cuenca. Una marcha circular que me llevó seis horas y media de caminata con sus preceptivas paradas para disfrutar del paisaje, tomar fotos y comer el bocacillo en el atrio de la iglesia de Arlegui.
El camino francés, por donde transitan los peregrinos, sale de Pamplona por la c/ Fuente del Hierro y se dirige recto hacia Cizur Menor, paralelo a la carretera. Allí, uno toma caminos de tierra que le llevan por entre tierras cerealistas recién cosechadas, que forman enormes manchas amarillentas enmarcadas por los verdes intensos de la vegetación y el macizo verdigrís que forma la barrera del Perdón.
Antes de emprender la subida a Zariquiegui, uno deja a su derecha el antiguo lugar de Guendulain, donde pueden verse, aún en pie, el castillo-palacio, obra del S. XVI, que fue cabo de armería del linaje Ayanz, y la sólida iglesia que también está abandonada.
Zariquiegui es un pueblecito a media ladera del Perdón, con una hermosa iglesia de portada románica, un parquecillo y una fuente muy apropiada para que los peregrinos repongan fuerzas antes de encarar el tramo final de subida. La mañana que pasé por allí la placita junto a la iglesia estaba invadida de una bulliciosa multitud peregrinil, así que me comí una fruta, me refresqué en la fuente y continué mi caminar, que uno no pertenecía al rebaño jacobeo y no le movía ningún fervor religioso o similar, sino el puro disfrute del paisaje y la soledad.
En el alto del Perdón, donde antaño había un hospital de peregrinos y hoy puede verse el llamativo grupo escultórico de concheros medievales cosificados en imágenes de chapa metálica, cuyo perfil, visto en la distancia, asemeja a un grupo de caminantes inmóviles en el tiempo, había, también, gran cantidad de peregrinos. Desde aquí, los modernos peregrinos de calzón corto y mochila abultada, bajan, por un mal camino de cascajo suelto, hacia Legarda y Muruzábal. Yo abandoné aquí la grey jacobípeta para seguir mi camino en solitario, monte arriba. Aquí, uno puede subir por la carreterilla asfaltada, lo que es un coñazo, o elegir el camino GR que transita bajo los eólicos. Aunque las aspas pasan zumbando muy por encima de la cabeza, uno se siente un don quijote liliputiense al que los enormes cilindros metálicos, que parecen gruñir a cada pasada de las aspas, han reducido a la condición de bípedo insignificante y atemorizado.
Cuerda adelante, uno llega a la capilla de Santa Cruz, una ermita horrorosamente fea y de una hechura arquitectónica lamentable. La única piedad que puede despertar – pensaba al pararme en ella a descansar – es por el desaguisado que supone su presencia en lo alto del monte. Monte que, por cierto, no da idea del bosque tan tupido que contiene. Hay gran cantidad de pino laricio, coscoja, carrascas, encinas, formando un boscaje impenetrable.
Antes de emprender la bajada, disponía de dos alternativas: o me iba a Subiza o a Arlegui. Un poste, con la indicación “Arlegui GR 220”, me indicaba el camino. Por Subiza y Beriáin fui hace un par de años, así que esta vez me decidí por Arlegui, al que bajé por un camino que abre su huella entre la vegetación tupida del entorno. El sol aprieta con fuerza y se agradece caminar entre el follaje que forma bóveda sobre la cabeza del caminante.
El atrio de la iglesia me dio refugio durante el rato del bocadillo. A la salida del pueblo, el paisaje se abría en grandes campos segados y resecos, la escombrera de la mina de potasas a un lado, y la carretera como única posibilidad para llegar a Salinas de Pamplona. Desde la salida de Arlegui, hasta llegar a Noáin (que era mi propósito), pasando por Salinas, el sol caía como plomo derretido y no había una triste sombra. Ni un alma por aquellos andurriales. “¿No querías soledad?”- iba yo pensando – “Pues jódete y camina”. Encima, me extravié en un polígono industrial y, en lugar de Noáin, terminé en el poblado de Potasas de Beriáin.
De aquí, al autobús, y del autobús a la ducha. Debajo del chorro de agua fría, ni me acordaba ya de la calorina pasada.
Es lo que nos suele pasar a los andarines recalcitrantes, que no nos enmendamos…

miércoles, 25 de agosto de 2010

intermitencias veraniegas.-

Aunque parezca lo contrario, uno no está en la lista de abonados ausentes, sino que pasa el verano viviendo unas semanas en casa y otras corriendo por esas tierras del solar hispano, allá donde puede aliviarse de los calores madrileños. O, por lo menos, lo intenta. De ahí que la bitácora parezca un tanto abandonada.
Como cada año, pasamos varios días en Navarra, en la patria chica, recuperando las raíces que nos recuerdan de dónde somos. Uno llega allí hablando el madrileño internacional y regresa con acento y expresiones propias de la navarrería original. Una inmersión que a uno le deja el cuerpo y el alma reconfortados para el resto del año.
Cada estancia en Navarra la aprovechamos para recorrer alguna zona que aún no conocemos, a pesar de tratarse de una provincia de tan poca extensión territorial. Lo que me recuerda aquella jota: Un navarrico en la escuela / mirando el mapa lloró / porque pintaron pequeña / la tierra que tanto dio. Ya se sabe cómo somos y cómo nos vemos: tierra pequeña y corazón grande. Pero no se pretende aquí de hacer patriotismo localista, sino contar algo sobre las impresiones que uno saca de estos viajes.
Y a fuer de sincero, debe uno confesar que siempre regresa con la lamentable impresión que produce saber que su pueblo – en tiempos fue aldea de labradores – hoy es un arrabal de Pamplona donde la especulación inmobiliaria ha cometido los mayores desafueros, hasta despersonalizar aquel pueblecito donde uno pasó largas épocas de su infancia en casa del abuelo, a la que llamaban “casa Lecáun”, porque de Lecáun era originaria la familia. El abuelo Francisco, en 1912, compró la casa y las tierras a los herederos del general Oráa, cuya casa palaciega y escudo aún se pueden ver a la entrada del pueblo. En casa Lecáun nací y mi tío José recordaba muchas veces que, cuando mi madre estaba a punto de parirme, el abuelo le envió con la yegua a buscar al médico a Galar, cabecera de la cendea a la que pertenecía Beriáin, mi pueblo. Así que voy presumiendo de aldeano, lo mismo que otros presumen de ser de capital.
Razones no faltan, que este pueblo tiene una larga historia. Ya desde el S. XII hay constancia histórica de su existencia y existe una tradición oral que oí contar a mis mayores: la que en vascuence se llama Astelen iru burugorri (el lunes de las tres cabezas rojas). En 1127 se consagró la catedral de Pamplona. Tres prelados que iban a participar en la consagración, al llegar a Beriáin se encontraron con que un desbordamiento del río Elorz (el río “al revés” lo llaman allí, porque parece ir del llano a la montaña) les impedía continuar camino y fueron alojados en las casas del pueblo y agasajados. Quedaron tan satisfechos por la acogida de los aldeanos, que consagraron la iglesia del pueblo un día antes que la catedral pamplonesa, el 11 de abril de aquel 1127.
También en Beriáin nació don Marcelino Oráa, que luchó durante la francesada a las órdenes del guerrillero Espoz y Mina y, cuando la primera carlistada, luchó como coronel del ejército cristino contra el general Zumalacárregui, y terminó su carrera militar siendo capitán general y gobernador de las Filipinas.
También, siendo yo niño, era famoso el soguero, quien, estando un día en Pamplona con mi tío Braulio, fueron a cruzar una calle y el guardia municipal les mandó cruzar por la raya. Como eran aldeanos y no sabían de pasos de peatones, cruzaron haciendo equilibrios mientras pisaban sin que las alpargatas se les salieran de la raya y uno le comentaba al otro: Jó, si pintarla harían más anchica
También tiene Beriáin la balsa de la Morea, una pequeña laguna endorreica donde hasta hay una escuela de windsurf y sirve de playa sin necesidad de ir a San Sebastián a darse un chapuzón.
Actualmente, todo el término municipal es una zona fuertemente industrializada, que comenzó con la apertura de las minas de potasas en 1958 en el Arre o monte comunal. Antaño dedicado al cultivo del cereal y la vid, el término es un conglomerado de naves industriales y barriadas de chalés adosados a cuál más impersonal y antiestético, convirtiéndose en barrio dormitorio de Pamplona, que está a penas a 10 kilómetros.
En fin… cuando uno se pone a escribir sin método a ver qué sale, pues se le despierta la añoranza y se pone pesado con historias del abuelo Cebolleta. Por eso, de momento, prefiero dejarlo aquí y cuelgo alguna de las fotos, incluida la de casa del abuelo – que aún sigue en pie – donde aún se pueden apreciar vestigios de lo que fue un pueblo típico de la zona media de Navarra.
¡Ah! que no se me olvide. Existe un libro titulado Beriáin. Aspectos de su historia, sociedad y lengua (Siglos XII-XIX), de Pablo Torres Istúriz, editado en 2002. No podía ser de otra forma, hasta un historiador tenemos en nuestro pueblo.

miércoles, 11 de agosto de 2010

Agosto, playa y familia.-


Un servidor, tan poco amigo de tópicos, ha ido a dar con el más habitual en estos días veraniegos. ¿No quieres caldo? Tres tazas: agosto, playa y familia. Aunque tampoco quiere pasar por desagradecido, que la familia le ha tratado bien, la playa era estupenda para los largos paseos, y agosto es inevitable dondequiera que uno lo pase. Lo que fastidia un poco es que los tres a la vez…
Ya que hemos pasado allí ocho días, me he dedicado a hacer sociología parda, de esa que hacemos los jubilatas con total impudinad desde la altura de lo ya vivido; esa que nos permite largar opiniones fundamentadas en el único patrimonio que se incrementa con la edad: la experiencia. Experiencia trufada de cierto escepticismo irónico que es como las antiparras a través de las cuales vemos el mundo que nos rodea.
El paseo tempranero que dábamos la santa y yo mientras los servicios de limpieza peinaban la playa hasta dejarla con la cara limpia, daba para la observación del material humano que encontrábamos a diario. Enseguida me llamó la atención ese espécimen de bañista acaparador, que, a las ocho de la mañana, ya coloca las hamacas y la sombrilla eligiendo el mejor lugar en primera línea de playa. Observé que era el colectivo jubilata el encargado de tal tarea. Unos jubilatas ventripotentes, tostaditos, de calzón olvidadizo de las modas, que acotaban un trocito de arena, justamente donde el agua lamía la orilla. Con la habilidad de un agrimensor, delimitaban su espacio clavando la sombrilla como los exploradores decimonónicos clavaban la bandera en lugares ignotos y tomaban posesión en nombre de su país. Estos, los jubilatas, más modestos, tomaban posesión en nombre de la familia (toda la caterva familiar propia de tales fechas…). A un lado y otro de la sombrilla, sendas hamacas, esterillas sujetas con montoncitos de arena; una porción de playa bien señalizada que defendían con su presencia hasta tanto bajase el resto de la tribu.
Recorriendo el paseo marítimo, lleno de tiendas con artículos playeros mil, me llamó mucho la atención que la mayoría de los anuncios tuviesen textos en cirílico. Enseguida supe la razón: aquello está lleno de rusos procedentes de la madre Rusia. En mi vida había visto tantos desde que, en tiempos de Bresniev, visité la ya extinta URSS, allá por el año 1982 ¡Coño, qué joven era uno entonces, que hasta tenía pelo y todo! Tenía juventud, pelo y unas ganas enormes de ver cómo era el paraíso soviético, donde eran tan avanzados que ya prohibían fumar en los bares. Se ve que el capitalismo le va a la zaga en ese avance social, para que luego digan… Pero, bueno, es otra historia. Dejo aquí una foto de aquella memorable visita.
Ver a las rusas, rubias como ninfas, de piel sonrosada hasta la transparencia, torrándose sobre la arena, me daba un poco de lástima. Pobres criaturas, disfrutando de la sociedad de consumo y ansiosas por llevarse como recuerdo un cáncer de piel o un melanoma. Pero ya se sabe, los rusos actuales son los nuevos ricos de Europa y tienen prisa por disfrutar de las ventajas del turismo de masas.
Los hoteles donde se alojan tienen ese aire un tanto kitsch tan del gusto de los parvenus, con sus enormes arquitrabes pseudo clasicistas, con sus altísimas columnatas dóricas o jónicas y su frontón, al estilo del Partenón griego, con sus estatuas de escayola descabezadas; o esa portada a medio camino entre el arte egipcio y el art déco. Un arte pompìer que es el signo distintivo de las clases medias emergentes, recién instaladas en el sistema capitalista, necesitadas del reconocimiento social de los habitantes de esta vieja Europa pasota.
Me hubiese gustado mucho hacer un estudio sociológico de las mamas que se lucían con tanta generosidad, pero me dio un poco de apuro. Las había grandes, como de matronas o amas de cría, fláccidas como odres vacíos, enhiestas como sólo los cirujanos plásticos saben modelarlas con total desprecio de la ley de la gravedad. Pero ya digo que no quería entretenerme mucho en su contemplación, no fuera que sus propietarias se mosqueasen y me confundieran con un mirón, cuando en realidad a uno le movía el puro interés científico-sociológico. Pero a ver quién es el guapo que lo explica sin que suene a excusa…

viernes, 30 de julio de 2010

Tinto de verano: Un culo 10.-


“Este verano consigue un culo de escándalo y despídete de la celulitis”. Como soy jubilata, y a los jubilatas la edad nos hace animales de costumbres a piñón fijo, cada vez que entro en Internet lo hago a través de la página de Terra, que es una fuente inagotable de vacuidades y conformidad con las tendencias dominantes. En el epígrafe Estilo de vida me doy de narices (tómese en sentido literario, no literal) con un culo esplendoroso, redondito, bien moldeado, turgente, que luce sus sabrosuras apenas veladas por un tanga muy playero. El culo de es hembra placentera, claro, pero al verlo me pregunto: por qué yo no puedo tener un culo de glúteos bien moldeados, de esos que lucen los cachas de gimnasio. Y siento una envidia atroz y una depresión pre-vacacional que me va a amargar la semana de playa.
¿Quieres conseguir un culo con buena nota?, insiste. Total, leo el articulillo y lo que me proponen es una tabla de ejercicios para endurecer los glúteos, cosa que me desanima enormemente. Un servidor, con tal de conseguir un culo prieto que lucir en la playa este verano, estaría dispuesto a lo que sea; incluso a sesiones maratonianas de gimnasio, con total dedicación a la retaguardia anatómica, si fuera preciso. Pero la experiencia - que los jubilatas tenemos mucho de eso -, me dice que el resultado no está garantizado. Yo llevo años yendo al gimnasio, por eso de mantenerme en forma para disfrutar de mi pasión por la montaña, y no parece que haya logrado gran cosa en cuanto a modelar un cuerpo cachas que incluya el buen aspecto culiédrico de mis posterioridades anatómicas.
Y para cerciorarme, he ido al espejo de luna que tenemos en el dormitorio y he intentado verme el nalgatorio, por si tuviese alguna solución. De entrada, verse el trastébere en el espejo, para un tipo que padece artrosis, es un problema considerable, porque la torsión a la que he sometido mis cervicales me ha producido un tirón que me ha dejado el cuello como un sacacorchos. Para más INRI, la realidad es terca y allí no se veía nada interesante ni mínimamente mejorable.
Lo que, en primera instancia, me ha llevado a la conclusión de que estamos ante un caso de publicidad engañosa y, por lo tanto, denunciable ante la Oficina del Consumidor. Si no, no se explica que, tras tantos quinquenios de gimnasio, siga teniendo ese nalgatorio tan triste y fláccido que pende de mi popa anatómica. Pero, como a uno le gusta racionalizar sus frustraciones, me he puesto a pensar que, quizás, el problema no radique tanto en la ineficacia de los ejercicios propuestos, como en la falta de una materia prima de suficiente calidad, apta para el modelado que propone el anuncio.
Sea como fuere, más que conseguir un culo de escándalo este verano, tendré que ir pensando en conformarme con conservar este culo escandalosamente vulgar con que me ha provisto la madre naturaleza. Después de todo, hace juego con el resto de las flaccideces que la edad va sumando a este cuerpo serrano en el que voy pasando la vida. Además, por no tener, no tengo ni un bañador que merezca la pe
na lucirse. El que tengo actualmente y es el de siempre, y pienso llevar a la playa de la Pineda, se parece bastante al calzonazo que lucía Fraga en Palomares. Ya recordará el improbable lector: año 1966, cuando lo de las bombas atómicas que se le cayeron a aquel avión del Amigo Yanqui, que nos protegía de la hidra marxista, y éramos el Centinela de Occidente.
Pero yo, ni siquiera tendré el consuelo de que la foto de mis calzones de la vuelta al mundo (como la de Fraga) o, por lo menos, salga un ratito en el portal de Terra.


Adenda.- Ya digo que lo del portal de Terra es una fuente inagotable de modernidades insulsas y despropósitos graciosos. En su disculpa he de decir que no es más que un reflejo de la vacuidad y los dislates que vive esta sociedad nuestra, asumidos con total normalidad. Viene al caso porque estos días atrás he leído: España: Test para ver si eres español ¿Qué pasó en 1868? ¿Cuándo se edificó Castilla?
Ya estaba al tanto de que un juez, para conceder la nacionalidad a inmigrantes, los sometía a un examen de historia de España. La verdad es que exigir a un peruano, o rumano –pongamos por caso – que sepan que en septiembre de 1868 fue la Revolución Gloriosa, seguida de la expulsión de Isabel II del trono español y la posterior entronización de Amadeo I de Saboya, seguidos, a su vez, de su abdicación y consiguiente proclamación de la I República, es un pelín excesivo. Pregúnteselo a un españolito de pura casta y a ver qué sabe al respecto. Todos suspensos en “españolidad”.
Pero no se trataba del suspenso en historia, sino de la siguiente cuestión, expresada tal cual por el redactor de Terra: ¿Cuándo se edificó Castilla? Inmediatamente, uno se pregunta: Ah ¿Pero Castilla se edificó? Y uno comienza a plantearse preguntas del mismo jaez ¿Y el Reino de Navarra, cuándo se edificó; y el de León y la Corona de Aragón, y el de Portugal, y…, cuándo se edificaron? Se ve que la especulación inmobiliaria ha invadido los terrenos de la Historia, dando como resultado que en Terra confunden las churras del ladrillazo actual con las merinas de los reinos medievales.
Aunque me cueste confesarlo, el portal de Terra me sulibeya un montón. Es que me lo paso tan bien con sus genialidades…

domingo, 25 de julio de 2010

Señor, señor, qué harto me tienen.-


Ya ni sé cómo decirlo. La misma tarde en que regresamos de vacaciones suena el teléfono. El número desde el que llaman es de esos raros, de una cantidad inusual de cifras. Acabamos de posar las maletas y estamos, como desesperados, abriendo las ventanas para que el calor exterior contrarreste el acumulado en el piso durante la semana de ausencia. Suena el teléfono y una voz mercenaria pregunta: ¿Es el señor Juan José? Usted tiene una cuenta de teléfono y conexión a Internet con Telefónica y paga tanto de factura (la voz mercenaria parece saberlo todo de mis intimidades telefonarias). Llamo de… y entonces te dice el nombre de una empresa de telefonía, la que sea. Y empieza a ofrecerte: un montón de megas de velocidad, portabilidad gratuita (tardé mucho en aprender qué coños era el “voquible” ese de la portabilidad, que ni en el diccionario de la RALE, ni en el María Moliner, ni en el Casares encontraba el palabro telefónico ese; ni siquiera a Lázaro Carreter le dio tiempo a fustigarlo en su El Dardo en la Palabra); y la voz mercenaria sigue machacándote con sus ofertas: tantos euritos por la línea, llamadas gratis a fijos, un descuento enorme por ser nuevo cliente… Es inútil decirle que acabas de llegar, ahora mismito, de vacaciones; que aún no has desecho las maletas, que estás cabreado por regresar a la megápolis, sudoroso y cansado del viaje. La voz mercenaria insiste y sólo le falta decirte que eres imbécil por pagar 70 euros a Telefónica cuando ellos te lo dejan casi regalado.
Lo que me recuerda que Telefónica ya no es Telefónica, dicen, sino Movistar. Estas semanas pasadas nos han bombardeado con una campaña publicitaria estúpida: “Telefónica ahora es Movistar, aunque Vd. puede seguir llamándola como quiera”. Lo que, traducido a román paladino, viene a decir: no sea usted necio, hombre, y empiece a llamar a nuestra empresa como le estamos diciendo. O sea, el papanatismo angliparla exige que ahora llames así (estrella móvil, o algo parecido, pero angliparlado) a una empresa que fue - junto con CAMPSA - uno de los florones del patrimonio estatal español, con la que los viejos del lugar nos sentíamos identificados desde aquel entonces en que José Luis López Vázquez anunciaba por la radio las “Matildes” (“Matilde, compra telefónicas, te-le-fó-ni-cas”); o sea, acciones de Telefónica cuando aquellos tiempos en que pretendían, y consiguieron, hacernos creer en lo que se llamó “capitalismo popular”: las emergentes clases medias españolas podían enriquecerse comprando acciones bursátiles de empresas con gran futuro. Un capitalismo optimista que prometía enriquecernos a todos. Recuerdo que mi tía Emilia compró, con las perras que tenía debajo del colchón, un puñado de “matildes” que al cabo de los años no valían ni el papel en que estaban impresas.
Volviendo al principio: no sé cómo decirlo para que me escuchen. Cómo decir que estoy harto de que invadan mi privacidad con continuas llamadas ofreciendo gangas que son mentira; que estoy harto de que me acosen sin sosiego, un día sí y otro también y a cualquier hora; que Telefónica me obligue a pagar una cuota mensual que en cualquier otro país europeo se vería reducida a la mitad; que la supuesta libre competencia entre las empresas de telefonía no es más que un acto de depredación, donde el usurario es la víctima a devorar. En fin, que hace ya mucho tiempo se me han hinchado las gónadas de soportar tanto atropello y desvergüenza. Y que, eso que llamamos “poderes públicos” (ejercido por ineptos políticos acogotados por el dios mercado) calla y otorga, y deja a los ciudadanos indefensos y con el culo al aire.
Todo este asunto siempre me recuerda a aquel célebre corto La Cabina, donde el pobre Pepe Luis López Vázquez, con sus pintas de empleadillo, quedaba encerrado, rodeado de gente que observaba curiosa, mientras él se iba aterrorizando dentro de aquella urna de cristal y aluminio. La sensación es parecida: rodeado de gente indiferente, encerrado en la jaula consumista, tu privacidad no es tal, sino una pecera donde los Jazztel, Orange, Ono, Movistar, Vodafón y demás ralea… meten su zarpa con el afán de atraparte en sus redes telefónicas para exprimirte unos euros mensuales.
De momento, he hecho una reclamación ante la oficina del consumidor de la Comunidad de Madrid contra Jazztel por invasión de mi privacidad y acoso reiterado. ¿Servirá de algo? La solución, vaya usted a saber.
País…, que diría el Blasillo, entrañable personaje de Forges.

lunes, 19 de julio de 2010

Al fresco.-


En estos días que la bitácora ha estado en dique seco, mis improbables lectores han desertado y en el secarral madrileño se torraban, la santa y un servidor, acompañados por nuestro amigo asturiano Josefo, hemos estado en Fuentes Carrionas tan fresquitos. Con la peña del Espingüete (2.450 m) a espaldas de la casa y el embalse de Camporredondo al frente, rodeado de montañas, prados verdes, bosques de hayas y robles, arroyos trucheros y cantarines, vacas perezosas y ciervos pastando por las campas, ni me acordaba del resto del mundo con sus ciudades asfaltadas, sus autopistas, sus financieros voraces y sus políticos vocingleros. Y aunque parezca un topicazo aquello de bosques umbríos, arroyos cantarines y praderías verdecidas, lo cierto es que lugares así existen y se puede vivir en ellos. A condición, claro está, de que a uno no le asusten ni la soledad ni el silencio, sino que éstos sean objeto de disfrute. Si el paraíso existe, seguro que se parece mucho al lugar donde hemos pasado todos estos días.
El lugar donde nos alojábamos se llama Cardaño de Abajo, en la montaña palentina, al que se llega siguiendo la P210 o carretera de los pantanos, desde Velilla del Río Carrión. No hay ni una tienda, ni un bar, aparte La Panera, que vendría a ser el centro social de la aldea, único lugar donde uno puede tomarse una cerveza y hacer un poco de vida social.
Cada mañana, de madrugada, me calzaba las botas y daba buenas paseatas por los caminos que trepan por la montaña y atraviesan zonas umbrías, bajo el ramaje tupido de las hayas y los robles, que me producían esa sensación de soledad y sosiego que tanto echo de menos en la gran ciudad. Reconozco que, a tales horas y en tales andurriales solitarios, a veces me daba un poco de yuyu por aquello de que los folletos turísticos dicen que por allí campa el oso (me acordaba yo mucho de don Fabila, mientras atravesaba el bosque rumoroso) y los lobos. Las vacas en el camino también daban un poco de respeto; me refiero a las que están criando, que se soliviantan mucho si pasas por su lado cuando tienen el ternero amorrado a las ubres. Aunque, la verdad, éstas, rumiando sobre la pradera verde, producen la imagen más bucólica que puede imaginarse ningún asfaltícola. Dejo aquí la foto de una que, cuando yo pasaba por el camino del río Chico, me miraba con ojos soñadores y creo que, entre rumia y rumia, murmuraba palabras amorosas al caminante. A lo mejor son ilusiones mías.
Lo que sí es cierto es esa obsesión que uno tiene por disfrutar de la naturaleza. Iba a decir naturaleza en estado puro, pero no es el caso, que la mano del hombre ha modificado ésta de forma irremediable, aunque sería injusto lamentarse en este caso. El río Carrión, que por aquí discurre en su cauce alto, queda atrapado en dos pantanos escalonados – el de Camporrendondo y el de Compuertos – que vistos desde lo alto del monte producen la sensación de hermosos lagos de montaña. Si el día sale brumoso, las nieblas parecen hervir sobre la superficie azulada, ocultando y desvelando, alternativamente, fragmentos del paisaje y produciendo una sensación de irrealidad que se aferra a la imaginación, como si el mundo circundante no estuviese hecho de roca viva, masas boscosas y aguas profundas, sino de materia maleable.
Las fotos que he hecho no me dejarán mentir respecto a lo que digo. Las he descargado en el ordenador y veo que los temas son recurrentes: las calizas imponentes del Espingüete y montañas circundantes, los bosques, prados y arroyos, y las vacas. En mi vida he fotografiado tantas vacas, lo juro. Al fin y al cabo, éstas son al paisaje como los coches a la ciudad; no se conciben unos sin los otros. Hasta una cría de vencejo retratamos. El animalito cayó del tejado de casa y el guarda del parque, que era vecino nuestro, dijo que tenía mala solución: con un ala rota y a merced de los gatos, le pronosticaba una viva breve. Peor sería que yo me hubiese tropezado con el oso, pensaba para mi capote. Sentimientos idílicos, los justos, que la supervivencia tiene sus exigencias y a nosotros nos exige hacer las maletas y regresar a este Madrid estepario donde el jodido termómetro dice que hay 38 grados. Ya querría yo ver a los rebecos triscando por el parqué de casa con estos calores…