martes, 31 de julio de 2018

Cartas estivales desde el museo; III.- Canícula, más bichos y lecturas.-



Querido aunque improbable lector:

El verano avanza con ese aire cansino de persona fatigada por el calor, como arrastrando las zapatillas puestas en chancleta. La canícula se va instalando en las largas y tediosas tardes que parecen no tener fin. Un gorrión pía, aburrido, en una rama próxima, y su monótono piar es como esa gota de sudor que te corre por la frente, sin encontrar una mano perezosa que la limpie. Desde nuestra casa sobre el museo se ve, a través del balcón, entreabierto por si entrara una brizna de frescor, el nogal, con sus hojas sesteando, meciéndose perezosas, bajo el peso de esos calores que nos golean con la insistencia y la regularidad de las campanadas del reloj municipal: tam, tam, tam, tam…

Al sobresalto, sobrevenido por la rotura del silencio, a causa de esa urgencia en marcar unas horas que, no obstante, se deslizan cansinas, el libro se te desliza de las manos, los párpados se te abren con la sorpresa de lo imprevisto y caes en la cuenta de que don Marcel Proust te estaba contando, despacito, muy despacito, con minuciosa añoranza de viejo que desgrana sus recuerdos de juventud, sus besos y caricias a Albertina: “Je veux prende un bon baiser, Albertine.- Tant que vous voudrez” me dit-elle avec toute sa bonté… “Encore un? – Mais vous  savez que ça me fait un grand, grand plaisir. – Et à moi encore mille fois plus, me répondit-elle.

Sin lugar a dudas, este hedonismo de esteta, desgranándose en pequeños placeres sensuales, tanto más placenteros cuanto más morosa es su satisfacción, leído en horas en que todo cristiano viejo está digiriendo el cocido, no es lo más apropiado ni para disfrutar el placer de una lectura intrascendente, ni para arrancarnos de la vulgaridad de nuestra existencia de veraneantes soñolientos y sudorosos.

Pero, de verdad, querido, paciente y siempre improbable lector, si las horas caniculares pasan lentas, perezosas, torpes, las primeras horas de la mañana son rientes, fresquitas, y hasta yo diría que pizpiretas y gozosas. Nosotros, la santa y yo, a las ocho de la mañana ya estamos dando un paseo por el camino de El Paular, respirando ese sabor a humedad que sube de los prados y se desprende de la arboleda de junto a la carretera.  

En el pequeño jardín de nuestra casa y museo, a veces, cuando vamos a salir, el petirrojo que se ha instalado allí desde hace semanas, viene a darnos los buenos días y se contonea ante nosotros, confianzudo. Da saltitos a nuestros pies, nos muestra su pechera rojiza, juega a esconderse entre los rosales; luego, con menudo aleteo, se posa sobre la verja y comienza a exhibirse - un saltito aquí, otro allá - como diciendo ¿Habéis visto nada más bonito que yo? Es, nos parece a nosotros, como un  niño presumido y un tanto irresponsable, ya que por allí suelen merodear un par de gatos cimarrones, cuyo sustento depende de su habilidad predadora y no de la comida envasada de supermercado.

También hay, entre la vegetación que cubre el paredón que cierra el jardín en su parte posterior, un mirlo con el que yo tengo algunas cuestiones pendientes por derechos de usufructo no bien deslindados. 

Sepas, improbable lector, que dentro del recinto hay unas matas de frambuesas que, estos días pasados, han dado sus frutos como pequeñas moras de gránulos rojizos, y nos las hemos estado disputando en dura competencia. Yo espero a que vayan madurando, día tras día, para irlas picoteando en la mata (aplazado placer proustiano, como los lentos besitos a Albertina, podríamos decir), mientras que él, sin respetar el lento proceso de maduración que marca la madre naturaleza, se comporta como un tragaldabas y come sin discriminación táctil, olfativa o gustativa. 

Si alguna vez le he sorprendido en plena tragadera, emprende el vuelo, lanzando unos graznidos de alarma que no se compadecen con la musicalidad habitual de estas aves, y se pierde por los vericuetos de la maleza. Yo creo que lo hace como diciendo: ¡Que te den!, estúpido bípedo humano y torpe, que como más deprisa que tú y no me pillas.

Me gustaría contarte, amigo lector improbable pero siempre presente en la intención de estas cartas, alguna más de las menudencias veraniegas de este jubilata, pero por hoy basta. Me temo que, si éstas mías te llegasen escritas sobre un folio, éste se te caería de las manos. No sabemos si por el tedio causado por las nonadas que en él puedas leer, o porque los calores veraniegos piden más bien cervecita y piscina, y déjeme usted de rollos…

Como quiera que sea, quedo tuyo afmo.,

viernes, 20 de julio de 2018

Cartas estivales desde el museo, II. Bichos.-



Querido aunque improbable lector:

Esta vez me gustaría hablarte de insectos, cánidos y otras divagaciones. Aunque no estoy seguro de que por ese orden.

Subía la otra mañana, con la fresca, por el camino del robledal que lleva desde las Arreturas hacia la pista que cruza la subida al puerto del Reventón. Apenas eran las ocho de la mañana, el bosque olía a silencio y a los restos del frescor de la noche pasada, cuando sentí espeluznárseme el vello de los brazos y ponérseme carne de gallina. Y no era por el frío, sino por una sensación como de alerta que me sobrevino de forma, digamos, tan imprevista como irracional. 

Antes de ser consciente de ningún peligro, percibí el ruido de un animal deslizándose sigilosamente por entre el matorral del sotobosque por sobre el talud del camino y que me cerraba el paso a mis espaldas, en caso de yo querer retroceder. Pensé: algún perro asilvestrado que me sale al camino, y saqué el artilugio espanta-perros que llevo para las ocasiones. Es un mecanismo que emite ultrasonidos. Los perros son tan sensibles a ellos que se alejan con el rabo entre las patas y no tienes que defenderte de ellos a bastonazos.

El animal, agazapado a mis espaldas, entre las matas, se mantuvo a distancia prudencial. Pero mi sensación de peligro permanecía; la respiración entrecortada, los músculos en tensión, los ojos asustadizos, intentaba localizar de dónde vendría el posible riesgo… ¡Joder!, me dije con la sorpresa previa al pánico: Ante mí, un lobo adulto, el jefe de la manada por su aspecto, me miraba a varios metros de distancia, camino arriba. A un lado, un poco por detrás suyo una loba y dos lobeznos. Una familia lobuna que acababa de tropezarse con el desayuno, se me ocurrió pensar con un resto de humor negro, previo al terror incontrolable que empezó a apoderarse de mí.

Pero, vaya usted a saber por qué me dominé, me acordé del Pobrecito de Asís y su diálogo con el hermano lobo, así que controlé mis ansias de salir corriendo monte abajo, forma segura de convertirme en despensa ambulante de la troupe lobuna. Decidí hablarle, siempre con el artilugio espanta-perros a mano. Con voz pausada, controlando los trémolos de miedo que querían escapárseme de la garganta, le dije: Tengamos la fiesta en paz, amigo lobo. Sepas que, si me coméis, mi carne tendrá sabor a plomo; al plomo que os van a meter en el cuerpo en cuanto mis congéneres descubran vuestra fechoría. Harán batidas con escopetas y fusiles de mira telescópica hasta daros caza y os dejarán la piel como un colador. En el mejor de los casos, apresarán a los lobeznos, que terminarán  en una reserva, convertidos en espectáculo para turistas y en eunucos sobrealimentados. Los adultos habréis perdido la vida y ellos, los pequeñuelos, la libertad y, lo que es peor, la dignidad de animales salvajes. Así que, amigo lobo, cada cual por su camino y este encuentro como que no ha tenido lugar.

Según le hablaba, su mirada, de feroz y calculadora – no olvidemos que yo era su presa y él quería cobrarla sin riesgos – fue adquiriendo una expresión así como reflexiva. Sus colmillos, que hasta el momento asomaban amenazantes, en gesto previo al ataque, se fueron ocultando tras los belfos. Puede notar que el animal se distendía. Avanzó hacia mí con gesto de amo de la situación, me olisqueó la media ortopédica que llevo en la pierna izquierda, y, para no perder la dignidad ante los suyos, al pasar, me golpeó con su flanco en mi pierna, de modo que me hizo perder ligeramente el equilibrio.

A un gesto suyo, se agrupó la pequeña manada: él delante, la hembra con los dos cachorros después, y el lobo joven cerrando la comitiva. La loba, me fijé entonces, tenía las mamas colganderas, como de haber criado a sus retoños, y se le marcaba el costillar bajo la piel. Los lobeznos, por lo que parecía, debían haberle exprimido las ubres sin consideración hasta dejar a la madre en los huesos. Ella volvió la cabeza hacia mí, me miró con ojos golosos y hambres atrasadas. Se le notaba que, gustosa, hubiese arriesgado la vida con tal de llevarse a las fauces unas chuletas de jubilata, aunque la carne estuviese acecinada por la edad y con sabor a plomo futuro de escopetas al acecho.

En nada se parecía a la mirada del chucho abandonado con el que me tropecé el otro día cerca de las piscinas municipales. A las ocho y media de la mañana estaba saliendo de casa para iniciar una marcha desde las Arreturas hacia la presa colmatada del Artiñuelo, por su margen derecho, cuando vi aquel perro abandonado cerca de la piscina municipal. El tercero que veo en los días que llevamos aquí. Era un dálmata, tumbado sobre el asfalto, al calor de los primeros rayos de sol, que se levantó nada más verme – tenía un aspecto bastante perjudicado, el pobrete –, y, con esa mirada de pena perruna que se les pone a los animales de compañía que han perdido al amo, se echó a un lado para que el rey de la creación pasara sin ser molestado, y me miró como si esperara un poco de compasión por mi parte.

Tengo yo una relación ambivalente con los perros. Por un lado, de fobia, consecuencia de cuando me he tropezado con alguno de sus congéneres en medio de algún camino. Animales agresivos que te enseñan los dientes, gruñen, y defienden un territorio que, si fuesen seres racionales, sabrían que es público y de libre tránsito. De otro lado, en cuanto que animales de compañía, les tengo una cierta simpatía. Siempre sin olvidar que no dejan de ser una especie invasora del espacio doméstico, pues casi no hay casa en la ciudad que no tenga alguno; se cagan por las calles y sus sucios dueños (con las excepciones que haya lugar) no recogen las heces. Si en vez de un perro, o a la vez, hubiese un par de niños en cada casa, la pirámide poblacional ensancharía por la base y los viejos seríamos una especie en extinción y no en expansión, como en estos últimos decenios.

Quienes sí me caen simpáticas, son las luciérnagas. Suelen encender sus luces fosforescentes, como minúsculos semáforos entre la hierba y por las tapias, a la caída de la noche. En el jardín de nuestra casa sobre el museo, siempre vemos alguna. Las hembras lucen sus galas luminiscentes a la espera de los machos que sobrevuelan buscando acoplamiento, y nuestro pequeño jardín se ilumina de puntitos de fosforescencia, como una verbena en miniatura. Lástima que la contaminación lumínica del alumbrado público les hace dura competencia y distrae a los machos de su función reproductora. Aunque aún está por saberse si hay algún luciérnago enamorado contra natura de una farola municipal.

¡Ah! No se me olvide decírtelo, improbable aunque imprescindible lector: el encuentro con los lobos de la otra mañana, fue cosa de la imaginación fabuladora, a la que dejé que se desbocara mientras chuzaba camino arriba y así me distrajera de los sudores y afanes camineros. La loca de la casa, la llamaba Teresa de Ávila, y no debía de faltarle razón, ya que sigue sus propios vericuetos mentales sin lógica aparente. En este caso, inventó, porque le vino en gana, la historia que te acabo de contar. Así que, de lo dicho, menos lobos, Caperucita.

Pero, si algún día, lector carísimo, te tropiezas con algún lobo en algún andurrial perdido, recuerda a Francisco de Asís y el lobo de Gobbio, según nos cuenta Rubén Darío:

…Francisco, con su dulce voz, 
alzando la mano al lobo furioso,
dijo: ¡Paz,  hermano lobo! El animal  
contempló al varón de tosco  sayal;
dejó su aire arisco, 
cerró las abiertas fauces 
agresivas, y dijo: 
Está bien, hermano Francisco.

Y si las suaves palabras franciscanas no funcionan con el lobo, tú, por si acaso, invoca al poverello d’Asís para que interceda, porque la cosa es peliaguda. Y si tampoco, date por jodido, hermano.

Por hoy no tengo más qué contarte, lector amigo. En nuestra casa, cada tarde, se instala el calor y, mientras tecleo esta carta, de las axilas, aunque bien lavadas, sale un leve tufo a sobaquina. Perdona la vulgaridad que antecede y el abuso de confianza al sincerarme contigo sobre materia tan poco apta para una confidencia, fruto, sin duda agraz, de la amistad que te profeso. 

Piensa que hubiera sido peor - lo digo en mi descargo - si hubiese hecho una descripción morosa del dicho fenómeno de sudoración al estilo de Marcel Proust, quien invirtió unas 30 páginas para describir, con minuciosidad de entomólogo, el beso en las mejillas sonrosadas que le dio a su amiguita Albertina. Lo digo porque estoy leyendo Du côté de Guermantes, lectura muy veraniega, apta para tiempos de lento discurrir de las horas caniculares.

Quedo tuyo afmo.,

lunes, 9 de julio de 2018

Cartas estivales desde el museo. (I)


Querido aunque improbable lector:

El verano, en el valle, es tiempo de vida pausada, largos paseos por los caminos del robledal y los pinares, y cavilaciones sin objeto definido, sólo para que la mente no esté ociosa. Al menos así transcurre para los septuagenarios andariegos, como este jubilata que suscribe.

Posiblemente, amigo lector (improbable o no) de las cosas de esta bitácora, a ti no te importen demasiado la vida pausada, que puede parecerte tediosa; las caminatas por el monte, tan molesto con sus moscas pegajosas, sus caminos irregulares y sus zarzas traicioneras; y menos todavía, las cavilaciones sin fundamento de un provecto improductivo. Aún y así pienso  dedicarte estas cartas. Aunque tú pienses que soy por un coñazo insoportable, yo, escribirte, pienso hacerlo. Tú podrás leerme o no, según te pete. No me ofenderé si no lo haces.

Si Alphonse Daudet escribió sus Lletres de mon Moulin y ahora es una de las glorias de las letras francesas, a ver por qué puñetas este jubilata no va a poder iniciar correspondencia escrita con sus lectores. Lo de llegar a gloria de las letras es harina de otro costal. No se trata – esa es la pura verdad – de hacerme un hueco en ningún Parnaso literario; un servidor tiene ya ganadas todas las medallas que le correspondían, y bastantes batallas perdidas. Se trata, simplemente, de encontrar una justificación para dar rienda suelta a toda esa molienda de pensamientos difusos, observaciones al paso de las botas camineras y reflexiones sin objeto que vienen a la cabeza mientras el caminante sigue las sendas un poco al azar.

Todo lo cual no dispensa de explicar el porqué de las cartas desde el museo. Es que la santa y yo vivimos en un bonito apartamento, luminoso, soleado, que está sobre el pequeño museo etnográfico de las Hermanas Miñambres. Ellas, nuestras caseras, con tesón, paciencia y mucho esfuerzo, han logrado reunir una colección de trajes, prendas y objetos de uso habitual en generaciones anteriores, y los exhiben en la pequeña sala que sirve de exposición.

Así que ya lo sabes, lector que, a lo mejor, resulta que sí lees estas letras. Si pasas por Rascafría, no sólo visites El Paular o te bañes en las Presillas, o deglutas sabrosos chuletones serranos, acércate hasta el museo (abre sábados por la tarde y domingos por la mañana) que sirve de sustento de nuestro apartamento. Sustento, quiero decir, porque sus paredes sustentan nuestra vivienda, no porque se cobre entrada que nos facilite la manduca, y dedica media hora a visitarlo. Luego, si te apetece, deja una nota en su libro de visitas. Lo del libro se dice, y perdona la vanidad, porque es donación que un servidor hizo cuando se inauguró la sala. Con más afición que habilidad lo encuaderné en el taller de encuadernación al que asisto.

Si lo haces, lo de escribir en el libro de visitas, será como cabalgar sobre ese bucle de lecturas/escrituras en el que tú escribirás porque me has leído lo que antecede, y yo bajaré a leer lo que tú hayas dejado escrito. Así, yo seré tu lector, el mismo que te ha incitado a la lectura/escritura, escribiendo para que me leas y repliques con tu texto manuscrito en el libro de visitas. No sé si me explico. Si te parece demasiado complicado, olvida este capricho, nacido del ocio veraniego de este jubilata, quien va dándole vueltas a las cosas que le cruzan por su bosque neuronal como esos corzos fugaces que, cuando menos lo piensas, se ven cruzar por entre la arboleda.

Como esta primera carta veraniega no parece tener otro objeto que justificar su existencia, me gustaría darle un poco de sustancia; así parecerá que hay alguna razón para enviártela. Pero difícilmente podré hacerlo a menos que muestres algún interés por la naturaleza, porque de ella y de sus aledaños se va a hablar en las próximas. Supongo, a pesar de tu condición de asfaltícola, que eres perfectamente capaz de distinguir entre un roble y un pino. Si es así, vamos por buen camino. Tampoco pienso ser muy exigente contigo, como tú no lo serás con mis textos. Eso espero.

Me hago cargo que, si te pregunto por un mostajo o por un serval, un acebo o un enebro, y no tienes pajolera idea, el mundo seguirá rodando tal cual. Yo tampoco sé distinguir entre el sabor de una cerveza Alambra y una Mahou, y mi ciencia en degustación de bebidas no va más allá de esa marca de aguas del grifo, tan conocida, del CYII. Tampoco te voy a exigir que quedes prendado de los guiños de un semáforo, como yo quedo fascinado ante el rumor de un arroyo. Ni punto de comparación.

Porque sabrás que hace unos días  bajé bordeando el arroyo Aguilón y oía cantar sus aguas saltarinas por entre las piedras. Pensaba: si hubiese tenido un oído sutil para la música, en lugar de esta alpargata que tengo por el órgano auditivo, hubiese compuesto, como Liszt hizo de las fuentes de la Villa d´Este, una obra que recogiese los murmullos y las sutiles vibraciones del agua de un arroyo de montaña con su canción de espuma y frescor montaña abajo.

Pero cada cual tiene sus limitaciones. Además, no conviene olvidar que tú llevas una vida muy ajetreada en la ciudad y no estás para estas sutilezas, mientras que a mí, aunque mi oído no sea fino, me sobra tiempo para observar el aleteo de un abejorro que va libando de una flor de gamón a otra de digital. ¿Que no sabes qué es un gamón, un digital, una cañaheja, un gordolobo? Ni te preocupes. Son plantas bien modestas que estos días estén en plena floración. Y, sépaslo, si te hablo de ellas es por puro postureo, por irme labrando fama de connaiseur de las cosas campestres, que a mí también me llevó su tiempo aprenderlas.

Amigo lector, no quiero robarte más tiempo. Disfruta del verano. Léeme si te apetece, y recuerda que, en mis caminatas, te tengo presente. Lo cual no sé si es bueno para ti.

Quedo tuyo afmo.,

domingo, 1 de julio de 2018

A falta de algún hervor.-



Caminaba la otra mañana, tempranito, hacia el banco para sacar algo de pasta para la supervivencia doméstica, cuando en mi propia calle, en el número 12, vi a un espécimen de apariencia humana con un espray pintarrajeando la fachada. 

No pude por menos de decirle que aquello que estaba haciendo era una guarrería. Resulta que el fulano estaba pintando, aparte lo que parecían unas cifras, unos símbolos nazis. Se lo reproché de buenas maneras, y el quidam aquel me soltó las consignas habituales en los de su especie: que esto era una democracia, que él hacía lo que le daba la gana, y que nadie le decía lo que tenía que hacer. Parece que con estos elaborados razonamientos se acababa su argumentario de manual porque, a mis reproches, no supo contestarme más que con consignas de patriotismo manido.

La verdad sea dicha, lo del pintarrajeo de la fachada se lo reprochaba yo en plan jubilata cívico, no por lo que simbolizaba – que también, una vez que me di cuenta – sino por el incivismo que suponía ensuciar la pared sin más razón que el impulso nacido de su gonadario ideológico. 

Discutimos, controlando no se le disparase la agresividad, porque uno es provecto y no está en edad de enfrentarse a las hordas de la barbarie totalitaria. Más, teniendo en cuenta, como resultó evidente, que me encontraba ante un espécimen de la escala evolutiva al que le faltaban varios hervores, y estaba, por lo tanto, poco dotado para el raciocinio. 

Le pregunté que qué iban a opinar los vecinos del inmueble cuando viesen sus pintadas y tuvieran que limpiar la fachada con el dinero de la comunidad,  a lo que el bípedo me contestó que él vivía allí. Su respuesta me convenció de que, si a un débil mental le fanatizas convenientemente, en caso de llegar a mayores, tienes en tu poder una maquina de cometer estropicios sin sentido de culpa.

La cosa acabó en un soltarme: “Vaya usted a sus cosas” y “arriba España”. Yo repliqué que sí, que iba a mis asuntos pero que aquellas pintadas seguían siendo una guarrería. Aquel espécimen humano se metió en el portal y yo me fui a sacar los euritos para hacer la compra del día.

Se lo contaba yo a mi vecino el depresivo, al cual encontré por el parque del Calero cumpliendo la saludable consigna de “Camina deprisa y piensa poco”. El hombre, que últimamente me rehuye porque soy una mala influencia, según su psicóloga de plantilla, sin aflojar el paso, me contestó: “Hay gente que caga donde tiene el puchero”, en referencia al individuo que había pintarrajeado su propia casa. 

A mi insistencia sobre la conveniencia de educar a estos radicales escasos de entendederas, él, moviendo la cabeza con desánimo, me dijo: furioso cedendum. La cosa me sonó a latines (mi vecino el depre es depre, pero un rato culto), así que le puse cara de “Mí no comprender”. ¡Al loco, puerta!, tradujo con la soltura de quien conoce al dedillo los aforismos erasmistas.

La verdad, después del tropiezo mañanero con el patriota algo falto de hervores, me alegró la firmeza con que mi vecino el depre me contestó. Se ve que estaba en vías de mejora. Vista la buena predisposición, aproveché para preguntarle si su depresión nacía de factores endógenos o exógenos, curiosidad que me corroe desde hace años. 

Creo que metí la pata, ya que se paró en seco, me miró con mirada de cordero que espera la cuchilla del matarife, y dos lagrimones comenzaron a correrle por las mejillas. Se echó mano al bolsillo, sacó un puñado de pastillas que llevó a la boca, metió la cabeza en el vaso de la fuente ornamental del parque y empezó a tragar agua. Trabajo me costó sacarle la cabeza de la fuente, que por poco se ahoga.

Este barrio de la Concepción, donde vivo, tiene gente francamente rara. Lo mismo te tropiezas con un patriota de meninges a medio hervor pintarrajeando la fachada de su propia casa, como que das con un depresivo al que no puedes preguntarle ni por su propia enfermedad sin que parezca que le estás mentando la bicha. Yo creo que las personas normales que vivimos aquí no somos tantas. Y encima, nos estamos haciendo viejos.

sábado, 16 de junio de 2018

Reincidencias.-


Lamento muchísimo verme en la obligación de comunicar a los improbables lectores de esta bitácora que no he sido invitado al selecto Grupo de Bildelberg, cuyas sesiones se han celebrado en Turín entre los días 7 y 10 del mes actual. Lo cual me ha obligado a cambiar, sobre la marcha, mis planes para este fin de semana. Por ello, he devuelto mi billete low cost de Ryanair, he echado al bolsillo mi acreditación de Amigo de los Museos – que, encima, tiene desgravación en la declaración del IRPF – y he reincidido en las visitas a las exposiciones del Reina Sofía: primero a la recién inaugurada exposición Dadá ruso 1914-1924 y luego, en el Palacio de Velázquez, a la muestra de la colombiana Beatriz González.

A este jubilata, desde su lejana juventud, siempre le han atraído las vanguardias artísticas de aquella frustrada Rusia Socialista de todos los soviets, desde los años previos a la revolución hasta que la burocracia soviética las metió en cintura e impuso el realismo socialista. Acabado el jolgorio futurista, dadaista, constructivista, suprematista, fue aquello una especie de academicismo de covachuela ministerial donde el artista es un propagandista del régimen, un funcionario sometido a obediencia y un productor de arte a mayor gloria de la revolución debidamente reglamentada. Dicho sea, por supuesto, salvando las excepciones al caso que el lector, improbable pero curioso de saberes, conoce. Quede como ejemplo Shostakovich, con sus sinfonías Leningrado, o El año 1905 (le valió el Premio Lenin), o esas populares Suites para orquesta de jazz que todo aficionado ha escuchado alguna vez.

Lo primero que llama la atención del visitante es una de las habituales contradicciones de eso que nos empeñamos en llamar Arte: El dadá ruso se niega a sí mismo la condición de arte y rechaza la originalidad y autoría personal, que son, precisamente, condiciones indispensables para que una obra se acredite como artística. Incluso - dicho sea a modo de ejemplo - ese urinario que Duchamp pretendió exponer en la muestra de la Asociación de Artistas Independientes de Nueva York, en 1917, está santificado por la originalidad artística: bastan el título de “Fuente” y la descontextualización de su función como recipiente mingitorio (por decirlo así), para que el objeto haga referencia a una idea original y el hallazgo se considere artístico.  Un urinario o un irónico bigote sobre el labio superior de Monna Lisa pueden hacer de ti un artista. Si sabes epatar al burgués, claro está.

Precisamente, eso es lo que niegan los dadá rusos. Niegan la originalidad individual y adoptan el Todismo como forma de expresión: obras colectivas que dan como resultado construcciones extravagantes, con materiales no utilizados en arte, para lo cual cualquier objeto o material sirven. Es lo que conocemos bajo el nombre de ready made, o mejor, objets trouvés, como nos gusta decir a los que vamos de jubilatas exquisitos y visitamos exposiciones raras solo por labrarnos un prestigio cultureta.  Estos Dadá rusos usan la burla para reírse del arte “serio” y eso, para ellos, es garantía de la seriedad con que practican lo que llaman “antiarte”. Tatlin, el diseñador del monumento a la Tercera Internacional, ya lo decía: Nada de arte… a la mierda el arte.

Y así pasa, claro. Llega el visitante dispuesto a darse un baño de arte de vanguardia y lo primero que le dicen sus protagonistas es que aquella muestra que está viendo, de arte, nada. Que, en realidad, lo que hicieron los dadaístas viene a ser como una broma de niños grandes; un juego de tipos excéntricos dispuestos a burlarse de todas las mayúsculas del ARTE y a negarse como artistas. Ya lo dicen los Nadistas: Si alguien afirma con delicadeza: “el arte está por encima de la vida, el arte nos enseña”, le atizamos con un palo en la cabeza. 

Así que el jubilata, desorientado, no acaba de entender que todos esos objetos curiosos, absurdos, raros, cuyos autores definen como no arte, quepan en un museo tan serio como el Reina Sofía. Pero debe ser por aquello cuya sospecha se va confirmando a lo largo de la exposición; esto es, que el arte de vanguardia es contradictorio y muchas veces se define por aquello que niega: niega ser una forma, (a lo mejor absurda, de un absurdo ex profeso, no lo olvidemos), de expresión artística. Afirma su negativa a reconocerse como una creación original, de forma que su da-da (sí-sí, en ruso) lo convierten en niet-niet, no-no.

Con ese embrollo enfebreciendo las meninges, el visitante se detiene ante las escenas de Asalto al Palacio de Invierno, una peli en plan parodia, en la que un indolente zar se pasea arriba y abajo entre los agasajos cortesanos, mientras burgueses con sombrero de copa corren de aquí para allá llevando enormes sacos cargados de dinero. Viene a ser una versión burlesca de la película heroica de Eisenstein sobre el mismo tema. La revolución es una cosa, la visión que ellos tienen de ella, es otra.

Con el propósito de ir digiriendo los desvaríos dadaístas rusos, y también por descansar de ellos, y como jubilata curioso de novedades que es uno, encaminé mis pasos al parque del Retiro, a echar un vistazo a las obras de la colombiana Beatriz González que se exhiben en el Palacio Velázquez.

Si esperaba el espectador disfrutar de un arte colorista, de una ingenuidad de pintura popular, con colores planos y brillantes, al punto se da cuenta de su error: Lo que esta colombiana nos está enseñando es la muerte, el sufrimiento de un pueblo que traslada a sus muertos arrebujados en sacos de plástico, que llora en silencio y con temor. A través de los duelos de sus personajes, de esas cajas de muertos llevadas a hombros, trata de recordarnos que Colombia es un país sometido a cincuenta años de guerra, corrupción, asesinatos políticos, narcotráfico, expulsión de campesinos de sus tierras… En fin, según dice el folleto, el arte cuenta lo que la historia no puede contar.

Querría este jubilata explicar las reflexiones y sensaciones que tuvo mientras recorría esta exposición, pero no es cuestión de abrumar al lector paciente que ha llegado hasta aquí en su lectura. Si le vale esta recomendación, mejor que deje la lectura y se dé una vuelta, con curiosidad y sin prisas, por el Reina Reina y sus salas satélite. A lo mejor no acaba de enterarse de qué está viendo, como le ocurrió a un servidor, pero tendrá noticia del movimiento dadá ruso y otros artistas de los que nunca hubiéramos tenido noticias si no fuese por este museo tan cercano a nosotros. No es poco.

Un servidor, en vez de ponerse estupendo, como decía don Latino de Hispalis, preferiría hacer lo que dijo el futurista Igor Terentief: Nunca pierdas la ocasión de decir algo estúpido.
A lo mejor lo ha logrado.

sábado, 2 de junio de 2018

... Y fueron felices.-

Fragmentos de una autobiografía que no pudo ser:

La capacidad de ubicuidad imaginaria de los niños es un don del que yo disfruté durante mi infancia franquista, cuando la mesa escasa y la carencia alimenticia se suplían con leche en polvo y queso amarillo de la ayuda americana, a la vez  que la voracidad imaginativa se alimentaba de los cuentos maternos. Sin aparente esfuerzo, aquel niño que alguna vez fui, saltaba desde la famélica y muy patriótica reserva espiritual de Occidente hasta el mundo de los sueños donde podía ser indistintamente príncipe, sastrecillo valiente o apuesto caballero.

 ¡Ah! Aquellas madres de derechas, de escapulario al pecho, novena a Santa Rita y Primeros Viernes de mes que, amorosamente, contaban a sus retoños unas terribles y, a veces, incongruentes  historias de niños abandonados en medio de bosques plagados de brujas y ogros; de estúpidas princesitas que se levantaban de la cama ojerosas por culpa de un guisante debajo del colchón; de príncipes hermafroditas que besaban remilgosos a bellas durmientes; de caperucitas irresponsables que cruzaban sombrías florestas habitadas por lobos hambrientos y falaces; de príncipes-sapo que incitaban a puras doncellas a escabrosas relaciones de zoofilia con la excusa de un beso redentor; o, en fin, de enanitos asexuados que jamás se pasaron por la piedra a la ñoña de Blancanieves a pesar de que ocasiones no faltaban para ello... Mundos irreales que hacían olvidar los agujeros en las suelas de los zapatos, las culeras remendadas en los fondillos del pantalón, o los regletazos del maestro en el pulpejo de los dedos...

Jamás me pregunté por qué los cuentos infantiles, oídos una y otra vez, terminaban con la muletilla de “...y fueron felices y comieron perdices” A lo que, con cierta malicia, se añadía a veces aquello de “y a mí no me dieron porque no quisieron”. Y uno, niño sentado a la mesa de manteles pobres, era feliz con la feroz inocencia de quien sabe que al lobo de Caperucita le estaba bien empleado que le rajaran la tripa para sacar a la abuelita incólume, quizás por indigesta a causa de su provecta edad, y se la llenaran de piedras, la tripa, que no la abuelita.  

Y no me cuestionaba tampoco el hecho de que príncipes y princesas, felizmente casados y gozosos herederos de fabulosos reinos sin revoluciones bolcheviques, pasasen el resto de su vida comiendo suculentas perdices mientras que el niño hambriento de mundos fantásticos que yo era,  saciaba sus hambres infantiles con un tazón de leche ensopada con pan moreno y edulcorada con sacarina.

Y durante las diarreas estivales que dejaban al niño en los huesecillos, y el agua de limón era el remedio más socorrido, y al niño soñador se le marcaban las costillas como tiernos sarmientos y se le agrandaban los ojos brillantes de fiebre y de mundos imaginarios, la madre lo transportaba dulcemente hasta su cuento preferido, allí donde Pulgarcito robó las botas de siete leguas al gigantón y daba enormes saltos que le llevaban hasta la casa de sus papás; ésos que, pasado el tiempo de la niñez, descubrió horrorizado que eran unos desnaturalizados porque abandonaron a su prole en medio del bosque.
Muchas veces me he preguntado a qué dios cruel se le ocurrió inventar la infancia, con ese maravilloso don de la bilocación que me permitía estar en la escuela cantando la tabla del siete – la más difícil, con mucho – y matando dragones, en el mundo de Irás y No Volverás, para salvar de sus garras a aquella vecinita mocosa de las trenzas negras y los lazos rojos, que jugaba a las muñecas en cuclillas, mostrando en su inocente indiferencia unos muslos sonrosados que al niño-paladín le perturbaban con premonitorios deseos.

Cierro los ojos, salgo de mí mismo, abandono este cuerpo de hombre hecho de materia orgánica y de frustraciones y me zambullo en el líquido amniótico de aquella matriz primordial  que me aísla de un universo que detesto y que me niego a comprender. Buceo en el claustro materno de la imaginación infantil y me acomodo en un rincón desde el que observo sin ser visto. Soy de nuevo el niño que no sabía de la existencia de horarios laborales, de Agencias Tributarias o de los mil suplicios que los humanos inventan para vivir en sociedad.  Soy, de nuevo, el pequeño y tímido niño que construía paraísos en una España muerta de hambre y de glorias guerreras; libre en tierras donde los campesinos sudaban las cosechas y los miedos al glorioso Movimiento; feliz en una familia de derechas que remendaba dignamente su pobreza y educaba a su prole en el temor de Dios  y del Satán comunista.

Me agito incómodo en mi rincón de soñar que soy niño que sueña cuentos, tan reales como la imaginación del mocoso que, en una lejana y ya imposible infancia, fui. ¡Dios! Si todavía recuerdo que era tan bonito el cuento de Blanca Nieves, con su madrastra envidiosa y cruel, y esos enanitos encantadores y aquella muchachita tan dulce... ¿Por qué el hombre que ahora soy se niega a creer aquellas fábulas inocentes?

Eso de que, en épocas de carestía, los personajes de los cuentos comiesen perdices mientras que los niños nos asombrábamos de tales dichas culinarias, solo podía sustentarse en la inocencia imaginativa y en la ausencia de toda conciencia distributiva que es patrimonio de niños subdesarrollados, como yo lo fui. Aunque, en cierto modo, también nos alimentábamos de su felicidad y de los volátiles que fagocitaban entre ternezas de enamorados.

Nunca el chavalillo, cuyo régimen alimenticio bordeaba el mínimo de aportes energéticos por vía oral, reforzado por las cucharadas de aceite de hígado de bacalao, se cuestionó la licitud de aquellos banquetes reales – reales por ser propios de mesas de reyes, aunque imaginarios por pertenecer al mundo de la ficción – ni se preguntó por la enorme cantidad de aquellas simpáticas aves sacrificadas para satisfacción de tan egregias personas.

¿Es que  nunca nadie les explicó a aquellos personajes que estaban esquilmando la fauna de sus campos? Si se pasaban la vida siendo felices y comiendo perdices... y faisanes, y conejos, y venados, forzosamente estaban destruyendo el equilibrio ecológico. Así nos pasa, que ya casi no quedan aves rapaces ni carroñeras, si no es en los documentales sobre naturaleza que echan por la tele. Pero no es lo mismo...

Con sus eternos banqueteos e  irresponsable felicidad dejaron a las generaciones venideras en la inopia y a los niños faltos de conciencia ecológica.  Lo cual resulta penosísimo cuando ese dios cruel - del que he hablado antes - nos arrebata la infancia y nos arroja en medio del asfalto y de la sociedad neoliberal que cambia, previo pago, nuestros sueños por infectos juegos de ordenador.

Perdida la fe en los sueños y resentido porque me han arrebatado la ingenuidad, descubro el terrible contubernio de las madres con los poderosos del sistema para cerrarnos los ojos ante la realidad con historias en apariencia incongruentes, pero que cumplían una función adormecedora de la conciencia social.  Y si no, que alguien me explique qué razones había para contarnos el cuento de Caperucita, por ejemplo.

El niño soñador jamás se dio cuenta de que la fábula de esta niña irresponsable estaba perversamente trucada hasta en el nombre: Caperucita “Encarnada”, en vez de “Roja”, sobrenombre que le venía de del capisallo con capucha de aquel color con que se cubría. Y es que no se podía consentir que un niño nacional-católico descubriese que el rojerío, ni siquiera como pigmento textil, fuese capaz de buenas acciones.

Si pudiese retornar hasta la infancia, buscaría al niño crédulo que jugaba al Guerrero del Antifaz por las calles polvorientas y le advertiría del engaño. Le diría que el lobo pasaba hambre porque los humanos habían invadido su hábitat hasta el punto de tener que buscar alimentos fuera de su entorno natural; que su agresividad no era más que la respuesta desesperada de su instinto de supervivencia; que, si realmente había alguien peligroso, era el cazador machote y bigotudo quien, escopeta al hombro, se dedicaba a abatir los animales que eran el natural sustento del hermano lobo.

¿Acaso, el niño que yo había sido, no se daba cuenta de la crueldad que suponía llenarle la barriga de piedras al lobo? Solo a los humanos se les ocurre matar con saña y disfrutar con ello. ¿Cómo se podía dar tan horrible fin a un animal inteligente, que hasta hablaba el lenguaje de los humanos?

Pero... mejor, no. No destruiré la felicidad ficticia de quien, al correr de los años, será, ya es, un hombre que pasa sus días tropezando con las realidades más duras e indigestas que los pedruscos con que lastraron la tripa del pobre animal.

jueves, 17 de mayo de 2018

De un viaje a La Apulia (2).-

En color naranja, nuestro recorrido por La Apulia.


Decía nuestra guía Samanta que el nombre de Apulia derivaba del término latino “a-pluvia”: sin lluvia; aunque no hizo honor al epónimo, ya que nos llovió dos días. Pero si uno observa el paisaje de esta región verá que aquí no hay ríos que merezcan tal nombre, que sus tierras son planas, una elevación de la plataforma marina de origen sedimentario que da suelos calizos y arcilloso en su mayoría. Son tierras que emergieron del antiguo mar de Tetis, y muy ricas en fósiles que se fueron depositando en el lecho marino. Lo que se dice aquí para explicar la razón de una orografía sin grandes relieves, a excepción del promontorio Gargano.

Porque el Gargano es una lengua montañosa de rocas sedimentarias que se introduce en el Adriático, con una altitud máxima de 900 metros sobre el nivel del mar. Para llegar a él desde Bari, nuestro alojamiento, hay que subir por la autopista A 14 hasta Foggia, y desde allí hacia Manfredonia para tomar una carretera de montaña, hacia la izquierda, hasta San Giovanni Rotondo. La diferencia de paisaje con el Tavoliere, la llanura de Foggia, situada entre las estribaciones de los Apeninos y el Gargano, es radical. Sorprende al viajero el contraste entre los campos de cultivo, especialmente olivo y vid, y la vegetación de montaña, donde abunda la encina y se empobrecen los suelos, dando origen a un paisaje abrupto, montañoso, con escarpes donde afloran las calizas.

Si el improbable lector lo permite, este jubilata da todas esas explicaciones porque no se puede entender un viaje sin observar el medio físico, la orografía, sus cultivos, su paisaje, su vegetación y todo aquello que ayude a comprender el país que uno visita. Pero ya lo dejamos aquí, para no cansar.

San Giovanni Rotondo es población a 560 m sobre el nivel del mar. Fue el lugar donde el capuchino padre Pío vivió vida conventual y celebraba misa en la primitiva iglesia, hasta que su fama de santidad y el estigma de las llagas al igual que el Cristo, lo hizo objeto de visitas piadosas. Muerto en 1968 en olor de santidad, el lugar se convirtió en centro de peregrinación, de turismo religioso y, a la postre, en gran negocio piadoso. Una especie de santuario de Lourdes, pero gestionado por capuchinos: peregrinación, devoción y un maná de euros que florece sobre la tumba de un santo humilde.

Dicen que acuden anualmente siete  millones de visitantes al lugar, y eso se nota en las riquezas arquitectónicas de carácter religioso. El devoto o el curioso pueden hacer un recorrido por los lugares donde vivió el padre Pío: la primitiva iglesia, de traza muy modesta; la otra que hizo levantar él, bajo la advocación de Nª Sª de la Gracia, donde estuvo enterrado hasta 2010; y las dependencias, modestas por demás, donde pasó su vida, incluida su celda conventual.

Pero lo que sorprende por su diseño es la visita a la gran iglesia de peregrinación que fue proyectada por el arquitecto Renzo Piano, y levantada entre 1997 y 2004. Es una construcción un tanto chocante para cumplir la función de templo religioso; una exhibición de la capacidad técnica, arquitectónica, de imaginación y diseño sorprendentes. Tiene una cobertura en cobre pre-oxidado que le da el característico color verdoso, soportado al interior por arcos radiales que nacen de un pilar central junto al altar mayor de casi 5 m de diámetro. Vista en la distancia, con ese diseño ultramoderno, el visitante, si es más enófilo que piadoso, creería estar viendo una de esas célebres bodegas riojanas diseñadas por los arquitectos de moda.

Llama la atención su campanario horizontal, que rompe con la tradicional verticalidad de la torre de cualquier iglesia. Aunque su originalidad no es tal, si se piensa que el injustamente olvidado arquitecto brasileiro, Dento Pihneiro, en los años veinte del siglo pasado diseñó su celebrado, por lo atrevido de la solución arquitectónica, rascacielos horizontal. Dio una solución práctica al menos es más de Gropius al evitar los costes de ascensores y escaleras de evacuación anti incendios, con la consiguiente mejora en seguridad, movilidad y funcionalidad.  Algún día se reconocerá su genialidad al dar soluciones sencillas a complejos problemas de habitabilidad.

Pero nosotros seguimos visitando el Gargano. Estas parecen ser tierra de peregrinación y santuarios que perviven desde siglos. Tal es el caso de Monte Sant’Angelo. Este pueblo está coronado por un castillo originario del S. X, Torre dei Giganti, que fue restaurado por Federico II Hohenstaufen para residencia para su esposa. Ladera abajo, el caserío del pueblo, calles empinadas, escaleras irregulares y rampas que van uniendo los distintos niveles de la población, pura irracionalidad urbanística que dibuja rincones de singular belleza. Signo de los tiempos, sobre el castillo, nuestro hotel enseñoreando fortaleza, iglesias, barrios, la costa y todo aquello que pueda ser objeto de atracción turística.

Bajo el nivel del pueblo, una gruta consagrada a San Miguel, arcángel muy dado a habitar lugares abruptos. En realidad, es uno de los santuarios que están en la línea de peregrinación a Jerusalén, pues hay un Saint Michel’s Mount en Cornualles, el Mont-Saint-Michel en Normandía, la Sacra de San Michele en el Piamonte, y éste del Gargano. Y ya puestos, no olvidaremos el Saint Michel de l' Aiguilhe en Le Puy-en-Velay, cabeza del Camino de Santiago, y nuestro navarro San Miguel de Aralar.

En fin, el acceso a este santuario de San Miguel, el de Gargano, se hace a través de una doble portada gótica, una del S. XIV y la otra una reconstrucción del S. XIX, donde arranca una escalinata de 86 peldaños que baja hasta la gruta. Junto a la doble portada, una torre octogonal vigía que hace las veces de campanile.

Pero mire usted, no todo son santuarios y devociones por estas tierras. De las 120 mil Ha que tiene el promontorio del Gargano, 10 mil Ha corresponden a la Foresta Umbra, gran bosque autóctono poblado de hayas y otras especies como robles, tejos, píceas, acebos… Recibe el nombre de umbra por lo oscuro que suele ser el bosque de hayas, aunque en estas fechas aún no había brotado la hoja. Este jubilata, que esa mañana nemorosa andaba con la vena poética en alborozo, al verse en el hayedo umbrío, no pudo por menos que recordar a Garcilaso y las quejas amorosas de Salicio:

… rayaba de los montes al altura el sol,
cuando Salicio, recostado
al pie de un alta haya en la verdura,
por donde un agua clara con sonido
atravesaba el fresco y verde prado,
él, con canto acordado al rumor que sonaba, 
del agua que pasaba… etc.

Pero eso fue un momento de enajenación, con total olvido de la vulgar condición de turista apresurado.

La Foresta Umbra fue declarada parque nacional desde los años 90 y disfruta de una protección medioambiental especial, con lugares donde no está permitido el acceso, y es tan digna de ser visitada como la selva del Irati en nuestra Navarra. Su altitud media es de 700 m sobre el nivel del mar. Donde termina el bosque el paisaje se domestica y comienzan las plantaciones de olivos, así como de cerezos y almendros, y un poco más allá, la costa recortada. 

Y en el litoral, antiguas poblaciones amuralladas para defenderse de las incursiones sarracenas y turcas, tal como Perchici, pueblo costero, agarrado a los escarpes de la costa, que conserva su trazado de viejo lugar fortificado, con un arco de acceso en su muralla. Como otras poblaciones de estas montañas, tiene un trazado muy irregular, con grandes desniveles que se resuelven con escaleras de peldaños imposibles o cuestas empedradas. Lo que origina pequeños recovecos con encanto de casas encaladas modestas, arcos irregulares y pasadizos angostos.

En la calle principal, extramuros, la banda municipal alegra el ambiente, y la gente anda endomingada. Las mujeres, por ser día grande, lucen sus mejores vestidos y caminan con tacones tan altos que es milagro de la coquetería femenina no se rompan la crisma, haciendo equilibrios sobre aquellos empedrados irregulares. Pero esto, a lo peor, no se puede decir porque suena a micromachismo. Delo el improbable lector por no leído. 

Muchos más lugares nos quedan por visitar de la Apulia, pero ya veremos si dan más de sí esta bitácora y la paciencia de los lectores que a ella se asoman. Por si acaso, para no cansar al respetable, este jubilata cierra sus cuadernos de viaje, recoge sus mapas, se embaúla sus recuerdos y  a otra cosa mariposa.