jueves, 27 de agosto de 2020

Viandar (Estival, y 4)


Los poetas tienen esa extraña familiaridad con la lengua que les permite recurrir a palabras no usadas para dar forma a sentimientos que el resto de los mortales expresamos de forma más llana. Es el caso del “Viandar” que encabeza esta última crónica estival.

Yo, amante del viandar en jornadas duras, sobre nieves invernizas y bajo soles de estío…, dice Enrique de Mesa, el poeta de la Sierra, en sus Andanzas Serranas. Este jubilata también es amante del viandar por los robledales (la edad, paso a pasito, le va alejando a uno de las cumbres), siguiendo las viejas sendas semi ocultas que fue abriendo el ganado desde los prados altos donde pasta y rumia hasta los arroyos donde bebe.

No sólo son los caminos que pueden recorrerse con las botas camineras. También son algunas lecturas de quienes anduvieron antes que nosotros por estas sierras, las que alimentan ese afán por adentrarnos en la naturaleza. Así, los que tan solo somos caminantes de lengua pedestre, conocemos los paisajes a través de ojos ajenos, de quienes supieron mejor expresarlo.

Mientras transcurren las horas soleadas de la tarde agosteña, con un libro en las manos, Antaño, en mis viajatas de peón, arboledas, campanarios y cerros esperábanme en lejana quietud desesperante, dice el poeta de sus experiencias En el Camino. Yo, desde el sillón que uso para las lecturas, trato de imaginar su viaje poético hasta el monasterio de El Paular, donde Mesa acostumbraba a alojarse en la celda que fue del monje archivero.

Pino de cumbre, alma sola sobre las multitudes, corazón sin ruindad ni bajezas, mereces que un alto poeta cante tu vida brava. No quisiste ser como todos; ansiaste algo más, y un anhelo noble y puro te empujó de la cañada al canchal, así le hablaba el poeta a ese pino solitario, aferrado a la resquebrajadura de la roca. 

Quizás, pienso, con escarmiento y escaso espíritu poético, en la actualidad, este pino de cumbre lo es no por su espíritu de soledad cartuja. Lo es porque huye de las multitudes domingueras que se desparraman por el fondo del valle y las orillas del sufrido Lozoya con sus coches y arreos de fin de semana: neveras, sillas plegables, toallas, envases, bolsas y botellas, plásticos mil, perros defecadores... Todo, en fin, cuanto facilite la vida del urbanita, necesitado de huir de los calores madrileños y poco acostumbrado a las molestias del monte (“Gocemos de las incomodidades del campo”, solía decir, irónico, nuestro difunto primo Paco).

En la orilla del Lozoya, un necio escribió.
Como en las despedidas – ésta lo es de nuestro verano serrano – vale más ser breve que prolijo, aquí queda lo que Enrique Herreros, montañero de pro, decía en un artículo del 19 de mayo de 1951, recogido en El sábado, a la Sierra: No “civilices” la Naturaleza con cascos de botellas, latas vacías, papeles grasientos, etc… No emborrones piedras ni tiznes con inscripciones absurdas los últimos reductos vírgenes que nos quedan en el mundo… La montaña, con sus silencios, con sus sugerencias, te irá enseñando poco a poco a encontrarse a ti mismo. Y cuando lo consigas la habrás encontrado a ella... Ha llegado el momento de poseer enteramente sus secretos, su poesía y su verdad. Serás un montañero.

Serás mucho más que un montañero. Serás, si te esfuerzas, un caminante que vianda la vida, toda ella transformada en paisaje …

lunes, 10 de agosto de 2020

Varia (Estival, 3).-



Pensaba haber llamado a esta tercera entrada estival “Hierofanías”, pero resultaba ser un derrape cultureta demasiado evidente. Aparte que han surgido otras curiosidades propias para ser registradas en esta bitácora veraniega.
Lo de hierofanías venía a que, entre las lecturas “serias” de las tardes calurosas, por contraposición a las “ociosas”, livianas y novelescas habituales, está la introducción a la versión francesa de Lo sagrado y lo profano, de Milcea Eliade (gracias por el envío, Chus), donde las hierofanías, según el autor, son la manifestación de lo sagrado en la naturaleza. La sacralización de elementos naturales (una piedra, un árbol, un bosque, un arroyo…) por parte del hombre, hace que éstos trasciendan su condición de “cosas” para ser manifestaciones de la divinidad y ejercer de puertas que comunican el mundo terrenal con celestial. La piedra sobre la que se recostó Jacob, mientras veía en sueños a los ángeles subir y bajar por una escalera al cielo, es un ejemplo que el autor pone. Al despertarse el patriarca, la unge con aceite y la declara lugar sagrado.
Pero el señor Eliade no sólo muestra esta condición en el hombre antiguo, no urbanizado y laico – digámoslo así –, en contacto directo con la naturaleza, sino en nuestra sociedad profana, racional y desacralizada. Dice de nosotros que tenemos un comportamiento “cripto-religioso”. Que, al fin, creamos nuestros propios fetiches a los que damos un valor pseudoreligioso (el término lo añado yo), en cierto modo sacralizado. Este jubilata piensa, inmediatamente en tantos objetos de consumo, sin cuya posesión, nos sentimos desnudos y como desamparados del favor divino, en este caso del Dios Mercado. Necesitamos poner nuestra fe en su posesión, uso y exhibición. El coche último modelo, grande, aparatoso y caro es un ejemplo obvio de objeto sagrado.
Pero hay otras formas de sacralización, profana o religiosa, que un servidor encuentra en sus caminatas campestres y que le han llevado al excurso anterior, y que eran la razón (o excusa) para esta entrada en mi bitácora. Hablaré de una que me impactó días atrás.
Próximo a la pasarela sobre el arroyo Aguilón (no daré más detalles, que luego se llena de urbanitas), hay un talud que sube hasta un antiguo camino abandonado que seguí hace un par de semanas. Éste lleva a otro que baja del puerto hasta el valle. Por allí cerca, en un cercado, encontré, junto a una roca que levanta como un metro sobre el suelo, un chozo cilíndrico, de pared en piedra levantada sin argamasa, al pie de un hermosísimo roble que daba al lugar un cierto aspecto numinoso. Sobre la roca, a modo de altar, habían puesto una cruz forjada en hierro (de unos 40 cm de altura), sujeta por un puñado de piedras, y a su lado, anclada a la roca, una placa con la siguiente inscripción:  
“… en la CRUZ,
heridos, nunca
dejamos de amar”
CRUZ DE MAYO 2017.
-….-
Y, debajo, el nombre de una persona que no viene al caso. Quizás es un cenotafio, quizás una conmemoración de otro tipo, pero con un trasfondo religioso evidente. Si aquel hermoso conjunto natural, levemente modificado por mano del hombre, no era una hierofanía, este jubilata tiene una sensibilidad enfermiza que le tiene vagando sin rumbo por los caminos y las trochas vacunas del robledal. Aquí la naturaleza abría una puerta en contacto con la divinidad; al menos, ese era el sentido que parecía transmitir quienquiera que levantó este rústico monumento. Tal como lo vio este jubilata laico, así lo cuenta, que de sacralizaciones no está muy al tanto. 
Y, además, otros asuntos sin relación causal ni afinidad con el anterior. Por eso, al epígrafe lo llamo “Varia”, porque así caben estas dos pequeñas lecciones que he recibido en el mismo día: una, de la crueldad de la naturaleza y la otra, de la estupidez humana. Lo cual está bien, incluso para personas de mi edad (ya 74 años), porque así no me permitiré la vanidad de suponerme de vuelta sobre las cosas de la vida, amparándome en la experiencia que da el paso del tiempo. La experiencia, ese peine que te dan cuando ya estás calvo, se dice con humor acre.
Lo relato tal como lo reflejé en mi diario:
Esta mañana he encontrado acurrucado en el quicio y al pie de la puerta de entrada, un pajarito ya cubierto de pluma (parecía una cría de un chochín común). Se había caído del nido, que está bajo el tejadillo que protege la entrada, entre la pared y una viga de madera. Tras volver del mercadillo con Teresa, encuentro otro también caído del nido, un poquito más grande. Intento darles miguitas de pan mojado con ayuda de unas pinzas de depilar, pero ni abren el pico – según leo, son aves estrictamente insectívoras –. Se lo digo a nuestra casera, por si me dejara una escalera para ponerlos en el nido. Pero, en opinión de María, que es una experta en aves y otros animalillos, puede que la madre los haya echado del nido para que sobreviva el resto de la nidada, puede que los hayan echado sus propios hermanos para disponer de más ración y así sobrevivir. La Naturaleza es cruel con los débiles y da lecciones de supervivencia con absoluta indiferencia. El débil pierde la vida por inanición o depredación, el fuerte sobrevive y se reproduce. El señor Darwin lo sabía.
En cuanto a la estupidez humana, es lección que más cuesta aprender, eso que se ven ejemplos a diario. Me cuenta Teresa que, en la parte trasera del ayuntamiento, donde tienen su habitual parlorio los chavales que allí suelen hozar su libertad y su derecho al ruido y alcohol por las noches, un barrendero municipal ha pasado el soplador para barrer las basuras que dejan éstos. Solo que el individuo ha empujado con el chorro de aire todos los envases y plásticos al lecho del arroyo, a pesar de los gritos de protesta de mi santa, quien se desgañitaba desde el balcón de casa, en frente.  ¡¡Y yo que, semanas atrás, había escrito al ayuntamiento para pedirles que mandasen limpiar el lecho del Artiñuelo, que se estaba convirtiendo en un basurero (como cada verano), y que recordasen que estamos dentro de un Parque Natural, que exige una especial protección…!!! Pues allí se puede ver a los veraneantes, tomando su cervecita en la terraza junto al arroyo, que sirve de basurero a sus pies.
Por último, en la calle Ribera del Artiñuelo, en su parte más alejada, había un viejo parque abandonado y cubierto de hierbajos, con matas de avellanos y endrinos, algunos fresnos y abedules que sobrevivían a la desidia municipal. En estos días han metido las excavadoras y lo han arrasado para, según todas las pintas, hacer un aparcamiento donde estacionar muchos, pero que muchos, muchísimos coches. Parece que dejarán de recuerdo una esquina del parque, donde hay una estatua sedente que representa a un viejo con boina y una vara en la mano, último representante de la Rascafría rural y ganadera. Indiferente al asfalto y el progreso, eso sí.
Por hoy, vale….

miércoles, 22 de julio de 2020

Muescas (Estival, 2)


Cerca de la presa colmatada del arroyo Artiñuelo, en el arranque de una senda semioculta por la vegetación que sólo conocemos las vacas y yo, hay un roble estrangulado por una yedra, al que hace años bauticé como “el árbol negro”. 

Asfixiado por el abrazo de esa yedra, destaca por su color negruzco en el entorno verdigris del bosque y no se deja atravesar por los destellos de luz que se cuela entre el follaje. Parece criatura del Infierno de Dante, condenada a la negritud vegetal por pecados cometidos en su pasada vida. 

Quizás era el roble más hermoso del entorno. Vanidoso, pavoneaba su hermosura en aquel rincón del bosque, entre otros robles de menor porte, algún majuelo achaparrado, las modestas retamas, las zarzas siempre pinchosas y malhumoradas, y las ortigas que escuecen al acariciar. 

Quizás, con su porte soberbio desdeñaba a los helechos a sus pies, hacía sombra a las mejoranas que crecían en las proximidades buscando rodales de luz, y a las modestas matas de orégano que pasan desapercibidas entre el herbazal. Quizás por eso, su vanidad de criatura más hermosa se vio castigada por un amor posesivo y excluyente de la trepadora que surgió a sus pies; la cual, con la excusa de acariciar su tronco, trepó hacia sus ramas hasta sofocarlas en un abrazo de muerte.

En el tronco de la yedra que lo abraza y estrangula, este jubilata ha ido grabando con su navaja campera nueve muescas. Una por cada año que he recorrido esta senda. Nueve muescas profundas en el brazo nervudo de aquella yedra. Muescas que van cicatrizando con el paso del tiempo y que me sirven de calendario para recordarme la fugacidad de los veranos. La yedra, impertérrita, cierra la herida anual con una corteza dura, y persiste indefinidamente en su abrazo asfixiador, siempre resistente al paso del tiempo.

Este verano he vuelto a la presa colmatada del arroyo. Me he parado a escuchar los sonidos cambiantes y siempre iguales del agua que salta de peldaño en peldaño del aliviadero. A pesar del susurro del agua, no he me he resistido a subir por el camino que lleva hasta el comienzo de la senda donde el árbol negro. He sacado mi navaja y he vuelto a marcar una nueva muesca. La yedra, impertérrita, ha soportado, con indiferencia vegetal, el corte horizontal y profundo como labios blanquecinos que dejaban rezumar gotas de su savia. 

Pasaré varias veces por aquí a lo largo de este verano y siempre me pararé un momento bajo el árbol negro. La yedra, sin prisas, irá cicatrizando la herida, oscureciéndola, hasta que no sea más que una nueva muesca borrosa. Y, cada vez que me pare y cuente las incisiones, ella me recordará, en silencio, que un verano más está pasando y que un año más va tomando posesión de mi edad. 

Ella seguirá con su abrazo de muerte, sosteniendo entre sus ramas al pobre roble prisionero, manteniéndolo en pie a la vez que le va quitando la vida, sin prisas. Mientras, yo sabré que el tiempo pasado – esas nueve muescas en el tronco, más las que te marca la vida – es una yedra tenaz que te circunda, parece abrazarte y sostenerte, mientras se alimenta de la savia de tu propia vida.

Por eso, por aliviarme de pensamientos tristes, bajo de nuevo al arroyo y quedo unos minutos eternos oyendo el rumor del agua y sintiendo las vibraciones del paisaje. El bosque es un cuerpo vivo, múltiple, siempre quieto, arraigado, pero siempre en movimiento a través de los millares y millares de hojas de sus árboles. El arroyo es una hendidura irregular en el paisaje. Siempre idéntico a sí mismo, pero en continuo movimiento de sus aguas. Éstas forman pequeñas cascadas, cuya sonoridad se repite en notas idénticas que armonizan con los murmullos de otros pequeños saltos de agua. Es a modo de un órgano hidráulico de registros cambiantes, donde cada piedra de su lecho, cada pequeño remolino, dan forma a su melodía eterna.

Un juego, el del agua, que combina fluidez, transparencias, reflejos luminosos, notas musicales y una canción que sólo escucha quien sabe degustar el silencio. 

Y en ese silencio, lleno de destellos sonoros, recuerda los ecos de La Soledad Sonora de Juan Ramón Jiménez, y paladea:

Agua honda y dormida, que no quieres ninguna
gloria, que has desdeñado ser fiesta y catarata;
que, cuando te acarician los ojos de la luna,
te llenas toda de pensamientos de plata...

lunes, 6 de julio de 2020

Rascarruidos (Estival,1).


De nuevo estamos instalados en Rascafría con ánimo de pasar un verano lejos de los calores madrileños, con días dedicados a largas caminatas y tardes de reposadas lecturas, más el paseo medicinal que damos la santa y un servidor a la fresca de la noche, después de la cena.

Pero ya se sabe el refrán: el hombre propone y el turismo gregario dispone, y descompone cualquier proyecto de disfrutar de algo tan elemental y de bajo coste como son la soledad y el silencio. Soledad, silencio y sosiego, valores que la UNESCO debería declarar patrimonio inmaterial de la Humanidad, y así protegerlos de la desidia de gobernantes y ciudadanos.

Este verano, en un alarde de imaginación para fomentar recursos económicos anti crisis Covid-19, la ilustre corporación municipal ha derrochado ingenio. La fórmula no es ingeniosa por lo original sino por ser acumulativa. La idea, en apariencia elemental, tiene la ventaja de que lleva decenios mostrando su efectividad, desde que este país España puso en marcha la reconversión industrial y la clase obrera fabril se recicló en albañiles a destajo y camareros sin horario laboral que los ampare.

Como lo de las subprime del ladrillo parece que va remontando con vuelo de pavo, aleteando mucho pero quedándose en las ramas bajas; con las esperanzas puestas en la birra y el pinchito en barra libre, el consistorio de Rascafría ha autorizado la proliferación de terrazas. Los espacios públicos más codiciados ya no son de uso común del viandante, sino reservas acotadas con barreras, donde campean sillas y mesas, reposo de asentaderas, vasos y botellas.

El pequeño puente de piedra que salta el Arañuelo, un rincón antañón con su pequeño encanto de viejo pueblo, está cortado al escaso tráfico vecinal para disponer de una terraza escalonada donde disfrutar del rumor del arroyo. Lo cual tiene su encanto gastronómico y crematístico. Los bares de la plaza han visto crecer sus espacios aterrazados, bordeando el callejón del frontón y extendiéndose a la rivera del Artiñuelo. Todo para disfrute del turista, ya tan harto del encierro coronavirus y necesitado de una merecida expansión de cafelito, birra y cazuelita sabrosa.

Aparte la masa veraneante satisfecha con las decisiones municipales, quedamos los raros; raros no sé si por escasos (en vías de extinción) o por rarunos (especímenes inclasificables) en nuestra forma de entender el descanso veraniego. Con lo cual creamos un problema de difícil comprensión para la mayoría, por quedar fuera de los hábitos veraniegos.

Es el problema del silencio en un pueblo bullicioso. Ya se ha dicho el valor que aquél tiene para nosotros; algo tan sencillo como leer por la tarde, con el balcón abierto y oyendo el rumor del arroyo y el piar de los pájaros (incluyendo al mirlo que se nos come las frambuesas y las guindas). Es cierto que no tiene valor económico añadido y no cotiza en la caja registradora, pero sosiega el espíritu. Por eso lo de considerarlo un valor inmaterial a proteger. 

Eso del silencio y la lectura hasta que llega la manada de adolescentes a media tarde, se instala tras el ayuntamiento, al otro lado del arroyo, frente a nuestra casa, y pone en marcha una máquina infernal que escupe músicas de aquellas maneras, con largas ráfagas de rap, reggeaton y otras inclasificables por el oído de este jubilata sobrepasado. Tras el rato de descanso de la hora de la cena, vuelven a ocupar el lugar y siguen por su parloteo y músicas enervantes. La tranquilidad no retorna hasta pasadas las dos de la madrugada. Por supuesto, ni distancia de seguridad, ni mascarilla, que es cosa de viejos. En casa, puertas y ventanas cerradas a cal y canto para que el ruido del parloteo y las músicas no se cuele por los resquicios. Eso y un orfidal de vez en cuando.

Total, al borde de la histeria, y temiendo una reacción irascible por mi parte, e imperdonable en un provecto de carácter apacible como un servidor, he escribo al Ayuntamiento, en la confianza de que me leerán antes de borrar el mensaje y dedicarse a menesteres de más interés.  El mensaje es de este tenor, por si el improbable lector tiene a bien dedicarle una ojeada:

“Asunto: Contaminación acústica. Lugar: entre la trasera del ayuntamiento y la ribera del Artiñuelo. Horas: desde media tarde hasta las dos o las tres de la madrugada.
“Explicación: somos un matrimonio mayor que vivimos los meses de julio y agosto en calle ***. En torno a media tarde, un grupo considerable de adolescentes ocupa ese espacio y ponen músicas (rap y otros de parecido valor melódico) a un volumen que nos impide disfrutar por las tardes de la lectura, de la tranquilidad y del silencia que se supone, al menos algunas personas, buscamos en este pueblo que está en medio del Parque Natural. Y por las noches debemos cerrar balcones y ventanas para que el ruido no llegue al dormitorio.

“Me gustaría recordar a los responsables de este Ayuntamiento que los meses de verano, además de las terrazas y el turismo de masas, hay quienes sentimos aprecio por valores de este municipio que parecen olvidados, tales como la soledad, el sosiego y el silencio; aspectos que son un valor inmaterial pero no menos a tener en cuenta que el sonido de las cajas registradoras de los negocios de sus habitantes, para los que deseamos un próspero verano.”

Lo que me recuerda aquella vez, hace la intemerata de años, que cursé una denuncia en la junta de distrito cerca del Auditorio Nacional, por la invasión de la acera con el material de unas obras de una constructora archiconocida. Hice el escrito, adjunté un croquis y lo pasé por registro. Cumplidos los trámites, pregunté a la funcionaria: “Y ahora, quién lo tira a la papelera; ¿Usted o yo?” Muy indignada me contesto: “Aquí lo tramitamos todo”. Según la Ley de Procedimiento Administrativo de aquel entonces, no valía el silencio administrativo, debían darme respuesta en un plazo de tres meses.  Más de treinta años hace de eso y aún espero.

Tenía que haber sido yo quien tirase los tales documentos a la papelera. Le hubiese ahorrado preocupaciones a la Administración Municipal. A lo mejor lo hago esta vez.
Rasca

sábado, 20 de junio de 2020

La nueva normalidad.-


Vamos a ver qué nuevas mentiras nos cuentan hoy, es lo que suele decir mi santa cada vez que se pone ante el televisor a oír las noticias. Y no es cosa de ahora, que llevo oyéndoselo decir cuarenta y siete años, bajo los dos regímenes políticos que nos ha tocado vivir: el dictatorial-nacionalcatólicismo y el parlamentario-borbonismo. Esa frase ritual de la santa siempre me ha parecido una especie de conjuro lanzado sobre el pesebre mediático. Una especie de vade retro a fin de preservar su propio criterio frente a la realidad cocinada en las redacciones y previamente sugerida en los consejos de administración de la prensa adicta.

Un servidor no es tan refractario como la santa, quizás por despecho, quizás por una radical falta de fe en las bondades del sistema. Es decir, lo que la santa llama “nuevas mentiras”, para este jubilata en ejercicio de supervivencia post/Covid-19, no son tales nuevas, sino el habitual sistema propagandístico adaptado a la realidad del momento presente. No son mentiras novedosas, sino las semi verdades que conviene sean propagadas y creídas en cada momento.

Y si no, improbable y siempre paciente lector, dedique un par de minutos a reflexionar sobre ese invento que se va propagando como una pandemia. Me refiero a ese hallazgo publicitario tan genial que llaman “La nueva normalidad”. La era post/Covid-19 (en caso que sea post y no un ocasional receso) nos la presentan como una forma distinta, novedosa y aún imprevisible en sus efectos sobre normalidad. Esta nueva normalidad tendrá la novedad, sobre la vieja normalidad - la nacida de la crisis económica 2007/8 -, que viviremos otras aún no inventadas manipulaciones de la realidad, pero con mascarilla.

Lo cual sí es novedoso. A la dictadura de la ideología dominante (uno llega a añorar al abuelo Marx, ya extinto) habrá que añadir la dictadura de la salud, de la distancia social, y sus contrarios. A saber: desde las heterodoxias del terraplanismo antivacuna de toda laya, hasta los iluminados profetas negacionistas de cualquier evidencia científica. Sin olvidar las habituales histerias colectivas que achacan los males de la humanidad a un chivo expiatorio cuanto más conspicuo, más odiado, tipo Bill Gates. Pero sirve cualquier otro, como las estatuas de los prohombres históricos. Con eso y la barra libre de las redes sociales desbridadas de todo raciocinio, la “nueva normalidad” será un espectáculo digno de ser vivido.

La lástima es que a este jubilata ya no le pilla en edad. Con los huesos duros, las articulaciones encasquilladas, y las sinapsis neuronales en stand by, no va a disponer de recursos propios para ser un espectador activo de la normalidad que dicen será nueva. 

Una novedad no imaginada, algo así como el descubrimiento de América para quienes se acostaron medievales y se despertaron renacentistas. Pero sin Colón, que ya nos vamos cargando sus estatuas de esclavista sin entrañas (en plan Black Lives Matter cabreados), como si los pueblos pudieran enmendar su propia historia flagelándose ante las cámaras de televisión. La iconoclastia historicista solo consuela a los necios, y algunos nos queremos lúcidos.

Nosotros, algo parecido a los colombinos: nos acostamos ayer saliendo de la crisis del capitalismo de las subprime y el ladrillo, y nos amanecemos hoy con la crisis post-Covid19 a la que llamamos Nueva Normalidad. Solo que no disponemos de estatuas que apear de malas maneras para vengarnos de nuestro pasado reciente. Eso, quizás, porque hemos sido gobernados por mediocres oportunistas que no justificaban el esfuerzo previo de subirlos a una peana. Y en ello seguimos. Por donde quiera que se mire en el ruedo de la política, los morlacos nos salen por las  puertas giratorias ya afeitados y con el agradecimiento a los servicios prestados en forma de sustanciosas sinecuras. 

No vaya a pensar el improbable lector que hay pesimismo en lo susodicho, apenas algo de ironía acibarada. Pero eso está en la naturaleza de los jubilatas provectos y no podemos luchar contra ello.  Paciencia y barajar. El saco de las ilusiones, que llevamos a las espaldas, está agujereado, y por el burato las vamos perdiendo como si fueran miguitas de pan que dejan un rastro, igual que en el cuento de Hansen y Gretel, para volver a casa. 

Solo que, como a ellos, los pájaros del olvido se nos las van comiendo. Al final, en medio del bosque, siempre encontramos la casita de turrón, chocolate y caramelo. Y mientras mordisqueamos el mazapán de sus paredes , la bruja malvada nos encerrará en la jaula de la nueva normalidad, donde nos irá devorando como solía cuando la crisis anterior.

Lo antedicho no es ninguna profecía. Que también  la nueva normalidad pudiera tratarse de un mundo al revés, como decía Juan Goytisolo y cantaba Paco Ibáñez en aquella memorable sesión del Olimpia:

Érase una vez/ un lobito bueno/al que maltrataban/todos los corderos.
Y había también/un príncipe malo/una bruja hermosa/y un pirata honrado.
Todas estas cosas/había a la vez/ cuando yo soñaba/un mundo al revés.

Pero, francamente, no lo creo.

jueves, 11 de junio de 2020

Rescatado de la memoria.-


En estos días finales de confinamiento Covid-19 he estado hurgando en los archivos de la memoria remota, la del ordenador, claro. Que la mía personal tiene el disco duro bastante saturado y no consigo recordar tanto como llevo escrito. 

Lo cual no se dice por queja, ya que uno escribe, aparte de para improbables lectores, para recordar que uno tenía cosas que decir. Si para don Miguel los libros son los hijos que perduran, porque lo son del espíritu y no de la carne, para este jubilata, la memoria externa de su ordenador son el receptáculo de la prole fruto de su imaginación. Esa imaginación a la que Teresa de Ávila, creo que en Las Moradas, llama la loca de la casa.

Pues bien, fruto de esa imaginación que, a veces, se desboca y a veces desfallece sin causa conocida, es este cuentecito, escrito en 2002, que recupero aquí. No tiene nada de especial, aparte de su brevedad y de su protagonista, un piernas, un quídam de vida rutinaria. Es el tipo de personaje por el que siempre he sentido debilidad: anodino, un átomo de masa entre gentes, un superviviente de la mediocridad; alguien a quien nunca le ocurre nada extraordinario. Por eso, precisamente, lo saco a colación del viejo archivo, lo desempolvo y lo expongo a la curiosidad de quien quiera leerlo.

Su título: Vereda tropical. Y dice así:
  
Vinicio Sosa era uno de tantos. Vivía en el barrio de la Concepción y trabajaba en Cuatro Caminos. Todos los días, a las siete y veinte de la mañana, cogía el metro en Pueblo Nuevo e iba a Avenida de América. Allí, recorría los pasillos buscando el enlace con la Línea 6 y, cada mañana, puntualmente, en el cruce de túneles, oía cantar a aquel músico callejero la melodía de la vereda tropical.

Vinicio echaba una moneda de veinte céntimos sobre la funda de la guitarra y se alejaba tarareando la canción. Y cada día, durante los breves minutos que tardaba en recorrer el túnel, recordaba aquel viaje al Caribe; único lujo de asalariado mediocre que se había permitido. Allí, en Santiago de Cuba, una jinetera mulata le fingió pasión caribeña; fue una semana de amor por un precio razonable. Comían en un paladar próximo al parque Céspedes. En el paladar, el cuarteto Causal, arrimado a una pared que añoraba pasadas blancuras, interpretaba canciones a petición de los presentes.

Lucinda, la jinetera mulata, era moza de un sentimentalismo recurrente.  Siempre que comían en aquel lugar de Santiago de Cuba, pedía a los músicos que interpretasen la vereda tropical y se arrimaba a Vinicio, muslo contra muslo, y éste sentía el torrente de aquella sangre abrasadora. Era lo más parecido a la pasión amorosa que nadie le había dado nunca.

Por eso, cuando en el metro oía al músico callejero, los túneles de Avenida de América, con sus fluyentes masas de gente apresurada, adquirían el calor del Caribe. Entonces, Vinicio cantaba bajito: y me juró querernos más y más aquellas noches junto al mar...  Y de los carteles anunciadores salían airosas palmeras que se mecían al son de la brisa, y negras bembonas que meneaban acompasadamente sus enormes culos, y muchachitas con piel de caramelo que le regalaban sonrisas prometedoras.

Diariamente, Vinicio soñaba su ración de ilusiones mañaneras por el módico precio de una moneda dorada.

Un día, el músico ya no estaba en el sitio habitual. Ni en los días sucesivos. En su lugar había un acordeonista que tocaba valses, pero ya no era lo mismo. Ya no nacieron palmerales en los andenes, ni las muchachas tenían la piel de oro tostado, y la gente se empujaba con malos modos para entrar en los vagones.

Desde entonces, Vinicio compraba el periódico y se enfrascaba en las noticias económicas. Las cotizaciones subían o bajaban según la fluctuación de los mercados, pero el pulso de sus ilusiones marcaba un cardiograma plano.

miércoles, 20 de mayo de 2020

Covid-19 enclaustrado.-

Ausculta o fili praecaepta magistri: & inclina aurem cordis tui: & et admonitiones pii patris libenter excipe
& efficaciter comple.

Este jubilata, cual monje laico con su ora et labora agnóstico, está pasando el confinamiento dedicado a actividades varias. De esas que están al alcance de gente en edad provecta. Apenas pequeños ejercicios físicos y mentales para desoxidar articulaciones semi artríticas y conexiones neuronales aún en aceptable rendimiento.

Lo del ejercicio físico es por pura disciplina. Romper la tendencia del propio cuerpo hacia la molicie, más en tan largo periodo de inactividad, es como recurrir a aquellos interminables ejercicios de instrucción militar que hacíamos en el campamento los sorches de reemplazo. Entonces no lo sabíamos, pero el “Un-dos, un-dos, ¡¡March!! hacía de nosotros unos hombres de provecho aptos para servir a la patria. Aunque nosotros, angustiados por la supervivencia en medio hostil, andábamos escasos de conciencia patriótica. Sólo aspirábamos a que, al licenciarnos, en la cartilla militar nos pusieran aquello de “Valor: se le supone”, con un ascenso de grado, que yo salí cabo primero en caso de movilización. Un galón tan útil en caso de futuras guerras que, afortunadamente, nunca fueron.  

A estas alturas, a los jubilatas no se nos supone ya nada, ni ardor guerrero ni aptitud laboral; todo se nos da por hecho, rato y consumado: Vivimos de una pensión y con ella alimentamos el ciclo de la microeconomía doméstica. Siempre y cuando no nos atrape el coronavirus, claro está. En cuyo caso, mejor que nos quitemos de en medio para no saturar los escasos recursos sanitarios públicos, siendo como somos viejos inútiles para cualquier servicio. El darvinismo social es un principio básico del capitalismo de shock al que debemos someternos. …Pero no se trata de eso esta vez. Nos movemos en el plano de la anécdota y de ahí no debemos pasar.

Decía que los ejercicios físicos sirven para mantener la disciplina sobre el propio cuerpo, y lo demás: correr más deprisa que nadie, ser el number one en cualquier prueba física, no son más que zarandajas de adeptos al sistema competitivo. Pues, que eso… Que un servidor, a las siete y media de la mañana, está subiendo y bajando escaleras, hasta sobrepasar los setecientos escalones (de subida, claro); o en su defecto, subiendo pisos (y bajándolos) hasta llegar a los 34. Luego, ducha y desayuno, y todo un día por delante.

Respecto al asunto del entrenamiento de las neuronas, resulta bastante más agobiante, la verdad sea dicha. Tantas actividades como surgen y te proponen a diario, llegan a acogotar un poco. El otro día estuve haciendo un listado de todas las propuestas que recibo para ocupar mi tiempo de confinamiento y por poco caigo en una depresión por sobreabundancia de tareas. Surmenage, decíamos cuando éramos jóvenes y con francés en el bachillerato; ahora que somos todos pseudo angliparlantes, decimos stress.

Vea, vea el improbable lector la relación de tareas:
Aparte las clases de Antropología por videoconferencia, los martes por la mañana, y las partidas de ajedrez rápidas (tres días a la semana), más la del torneo de lentas, están los cursos y conferencias que envían desde la UNED Senior, más los vídeos sobre conferencias o restauración de pinturas del Museo del Prado (muy interesantes), que envían los Amigos del Prado, más las clases de encuadernación videoconferenciadas de los lunes por la tarde… Más los enlaces que envía el amigo Chus, o los artículos de El País o El Mundo, de Guillermo. Más toda la información que intercambiamos (muchas veces inútil, cuando no simple basura) amigos, familiares y conocidos, con que nos bombardeamos mutuamente vía guasap. 

Eso sin contar los tres libros en lectura que llevo al retortero (en estos días: Umbral – La rosa y el látigo -, Harari – Homo Deus -, Cervantes – Don Quijote -), más algunos artículos que leo en un agregado de noticias de Internet, más los números atrasados de Le Monde diplomatique; más los cuadernos de La Aventura de la Historia, a la que estamos suscritos… ¡Un sinvivir! Lo cambiaría todo por una caminata por los robledales de Rascafría con la fresca de la mañana.

A pocas semanas más que dure el confinamiento, acabaremos adquiriendo hábitos de monje de clausura y sintiendo fobia del mundo exterior. Ni las caceroladas nos sacarán de nuestro ensimismamiento, ni la kale borroka de la gente guay y su trapío rojigualdo tan celtibérico. Ni siquiera haremos caso de humoristas perspicaces. 

Como el Cándido de Voltaire, seguiremos cultivando nuestro huerto interior: Tace et siste.