sábado, 29 de mayo de 2021

Cuando el mar llega al Retiro.-


 Frente al palacio de cristal, al otro lado del pequeño lago, tres grandes cubos de hormigón, coronados por una cercha que servía para transportarlos, recuerdan a una escollera del mar Cantábrico. Su procedencia es el puerto de Bilbao y el autor, Agustín de Ibarrola. Es como una añoranza del Cantábrico bravío, anclado en tierra. Una utopía para mesetarios.


Si uno gira la vista, verá al fondo el palacio de Velázquez, con su tejo milenario haciendo guardia en uno de sus extremos. El jubilata, que esta mañana de domingo ha decidido darse una vuelta por el parque del Retiro, viene con la intención de ver una exposición allí: De Norte a Sur, Ritmos, de Anna-Eva Bergman.

No es que un servidor sepa gran cosa de esta pintora noruega – más bien nada en absoluto –, ni siquiera sospecho qué ritmos pueden ser esos que van de norte a sur. Sólo la curiosidad del paseante me empuja a entrar en el palacio de Velázquez y echar un vistazo. Ya se sabe, el ocio lleva a la curiosidad, la curiosidad a la observación, y la observación, en este caso, a esa vieja afición de años por husmear en las exposiciones que presenta el Reina Sofía, a ver de qué va la cosa y escribir, si se tercia, sobre ello. Uno va así alimentado su bitácora, se crea fama cultureta, afianza su autoestima de erudito peripatético, pasea sin prisas, y, de paso, entretiene un rato al improbable lector de esta bitácora.


Siempre llama la atención la blancura impoluta del recinto de este palacio de Velázquez, con su aire impersonal y neutro, apto para recibir cualquier muestra de arte actual que destaca sobre sus paredes. Sus columnas de hierro le dan una simetría geométrica que ayuda a esa sensación de lugar de paso. Sus cristaleras del techo permiten el paso de una luz natural sin matices. Todo ayuda a concentrarse en las obras colgadas en las paredes.

Éstas, visitadas hoy, están formadas con colores planos, con formas geométricas irregulares, limitadas por bordes lineales que son, en opinión de la autora, la transición de un espacio a otro: de la luz a la oscuridad, de un color a otro. Estamos ante una abstracción pictórica y el visitante no sabe encontrar una sensación estética, dentro de aquellos esquemas clásicos que aprendió en la facultad de letras, que le permita disfrutar o identificarse con esas formas de colores planos, irregulares a veces.


Para eso están las cartelas, para cuando uno no tiene idea de qué está viendo. Ya se sabe, uno echa un vistazo al cuadro, lo mira con mirada que pretende ser de entendido, y, discretamente, va a leer la cartela que le sacará de dudas. Y lee, por ejemplo: Planeta de plata sobre fondo azul. ¡Ah, Bueno!, respira aliviado el observador, estaba claro, esa circunferencia plateada es un planeta. No hay más que ver que está sobre un fondo azul cielo. El observador no tiene que averiguar más, ni hacer cábalas estéticas para dar forma mental a una circunferencia plateada sobre fondo azul. 

Y otro más allá: Falaise (lee en otra cartela) Acantilado: en mitad de la Meseta, un acantilado es un no lugar, pero uno acepta la explicación. Si Agustín de Ibarrola nos ha acercado el Cantábrico al Retiro, no hay razón para que la señora Bergman no nos acerque también los acantilados del mar de Barens. Aunque este acantilado esquemático no produce vértigos ni atracción del vacío al observador, sino conformidad con su planitud: pero, si la artista dice que es un acantilado, lo es. Ella tiene la experiencia de los fiordos noruegos.


Y el ocioso sigue su visita pausada, observa otro cuadro cuyas formas esquemáticas le asemejan a otros ya vistos. La abstracción pictórica – de la que se ha hablado – no le permite desentrañar el sentido profundo de lo allí representado y por eso se acerca y lee la cartela: Non titré, sin título. Sacrebleu!! (piensa en francés para no desentonar). El desconcierto del observador, que ya empezaba a comprender que hay un planeta plateado, un acantilado, unas piedras castellanas (de las que aún no se ha hablado), es manifiesto. Se siente frustrado al no poder hacerse una representación mental de aquellos trazos que lo mismo pudiera ser la soledad en una playa boreal que un desierto.  


Y peor aún, cuando la identidad de lo representado consiste en un número. Sirva de ejemplo este que dice: Nº 36 – 1969. La frialdad de los números mata la imaginación y desmoraliza al visitante, quien ya empezaba a creer comprender lo allí expuesto. Si no hay título, si solo hay un número de serie, el pobre visitante queda desvalido. 

Ya sabía, porque lo había leído previamente, que doña Anna-Eva Bergman, a través de sus abstracciones, refleja el paisaje helado de su Noruega natal y, en los años 60, conoció España y el paisaje castellano. De ahí establece un parangón entre el mar del norte y los fiordos con las llanuras mesetarias, un mar de tierras y piedras. De ahí el nombre de la exposición: De Norte a Sur, Ritmos. En la visión de doña Anna-Eva, cree entender el observador, hay un ritmo que une a las negras e irregulares piedras de un campo de Castilla con la negra quilla de una barca varada en una playa de su Noruega natal.

Termina la visita y todo son conjeturas y perplejidad.

Este jubilata ha tomado algunas notas y fotos para recordar qué ha visto, y, satisfecho de lo visto aunque no bien comprendido, flanea por las sendas del parque buscando aquellas menos transitadas. Y va pensando en los artistas que saben traer la soledad de los oscuros mares norteños hasta esta ciudad populosa y mesetaria. Y también piensa en esos jubilados impertinentes que visitan exposiciones de la misma forma que un analfabeto mira las estampas de un libro: sin comprender el texto.

 

jueves, 13 de mayo de 2021

Quinientas palabras.-



He leído que Graham Green escribía cada día, de lunes a viernes, quinientas palabras. Ni una más. A ese ritmo pausado, durante veinte años, le dio tiempo a escribir treinta novelas, cinco antologías de cuentos, cuatro volúmenes de biografías y otras menudencias literarias.

Si un servidor echa la cuenta de las palabras escritas mensualmente en esta bitácora, se queda bastante por debajo de las quinientas diarias: en la entrada anterior, 246 palabras; en torno a las 500/600 palabras en dos entradas mensuales, contadas a ojo de buen cubero. Lo cual, aplicando el principio del menos es más, según dicen que dijo Mies Van der Rohe, con apenas una o dos entradas que cuelgo en el blog cada mes, tengo ya escrito un centón de articulillos. 

Suficiente para crearme un nombre literario, si eso fuera suficiente. En el supuesto, claro está, de que la calidad de lo escrito fuese pareja a la cantidad: 528 entradas, incluida la presente, desde agosto del 2010. Aun así, creo haberme ganado el derecho a un sitial en el parnasillo de los escritores anónimos. Tan anónimos como persistentes en su empeño escribidores, aunque con escasa fortuna. Pero ya se sabe que la fama es veleidosa y el gran público está ávido de escándalos sonados, fake news o trolas. Y en esta bitácora no tenemos de eso.

Pero, en apoyo de mis merecimientos como escribidor constante, debo añadir los diarios personales, iniciados con el siglo presente, donde se recogen las minucias vividas con notas, comentarios e impresiones de la vida corriente. No es que sea lectura – no nacieron para eso – destinada a un público curioso de intimidades ajenas, pero sí que son labor diaria de hormiguita que acarrea briznas de yerba a su despensa literaria.

Leí en tiempos de juventud que Thomas Mann escribió sus diarios durante toda su vida, en los que recogía minuciosamente hasta quehaceres tan íntimos como las veces que se cambiaba de ropa interior. Nada más lejos de las intenciones de este jubilata sacar a la luz las veces que se lava los dientes al día (por ejemplo), y menos todavía querer compararse con tan afamado escritor. Siquiera porque los personajes de sus novelas no tienen parangón con los personajillos de mis cuentos. ¿Cómo podría compararse el bello Tadzio, de Muerte en Venecia, o el atormentado Adrian Levenkühn de Doktor Faustus, con un infeliz como Piojito el Butronero o un ciclotímico como mi vecino el depre?

La belleza estética que hay en los personajes de Mann mira con desdén a mis anodinos personajes que sobreviven a su propia incapacidad para ser personas normales. Pero son hechura de mi imaginación y criaturas por las que siento un cierto cariño y preocupación. Como un padre por hijos de bajo coeficiente, pesaroso de tener que abandonarlos a una suerte incierta cuando él falte.

Sí fueron escritas para lectura restringida a los componentes del grupo, las crónicas de los viajes que los antiguos alumnos y amigos del Grupo de Estella organizaban cada primavera hasta que la maldita pandemia del coronavirus lo ha desbaratado. Viajes a lugares exóticos como Irán, Georgia, Armenia, Egipto, y otros menos exóticos, pero igual de interesantes a Turquía, Rodas y el Peloponeso, el País Cátaro, Sicilia, la Apulia… y algún otro que se queda en el tintero. Relatos de viajes donde este jubilata se ha ganado una cierta fama de cronista ameno entre allegados y amigos. No es poco para un plumífero aficionado. 

En fin, sinceramente, el interés de esta entrada estaba en escribir, al menos, 500 palabras, como hacía Graham Green. Y creo que las he sobrepasado. Al igual que Lope: Contad si son catorce y está hecho.

sábado, 17 de abril de 2021

Al chapuzas que nos reventó la cerradura.-


Hay momento en la vida en que el santo se te pone de culo. Y estos días son de esos en que al perro flaco todo se le vuelven pulgas, así que paciencia y arrascar. Pero no quiero aburrir al improbable lector con lamentos, que los que estamos en edad provecta no podemos perder nuestro tiempo llorando penas de la vida, cuando hemos de aprovechar la que nos queda por delante. Solo le contaré un sucedido y añadiré un cuento que viene al pelo.

Recién salido de tres semanas de Covid, hace ya dos días del final de la cuarentena, mientras estaba dando un paseo para recuperar mis fuerzas, algún profesional, amigo de lo ajeno, descerrajó la puerta de nuestra vivienda. Ya se sabe cuál es el resultado: avisar a la policía, poner una denuncia y llamar al seguro.

El cerrajero desmontó la cerradura, comprobó que los pivotes que anclan la puerta al marco habían resistido, me puso cerradura nueva provisional, y a esperar el arreglo definitivo. Me dijo el cerrajero que quien había intentado violar la cerradura “era un bruto”; esto es un gilipollas con absoluta falta de profesionalidad; que hoy se hacen “trabajos” mucho más finos y limpios, un sistema que llaman bumping. El animal, por lo visto, metió palanqueta y tiró a lo bruto.  

Pues eso, en honor al gilipollas que nos forzó la cerradura dejo aquí este cuento que escribí hace años y que viene al pelo, como si lo hubiera escrito para ese chapuzas anónimo. Cosas de la premonición literaria, por lo que se ve.

El cuento se llama Carnet por puntos, y dice así:

Eran las 04:07 de aquella madrugada de aquel lunes. Al primer golpe, el inmueble se sacudió como por efectos de un bombazo. Los vecinos, a esas horas de la noche, dormían profundamente y no se enteraron. Los golpes, secos, acompasados, hacían retemblar los vidrios de las ventanas: ¡Bum! ¡Bum! Carlitos el Piojo, alias Piojito el Butronero entre los de la profesión a ambos lados de la ley, se afanaba con su mazo. Sudando por el esfuerzo, levantaba la maza por encima de su hombro derecho y golpeaba con fuerza sobre la puerta cristalera.

Era la tercera vez que intentaba robar aquel local: La Cuchara, especialidad en comida casera. Él había comido una vez allí por 7 euros y, la verdad, hacía honor a su nombre. Una cocina honrada, de las de puchero y guiso de toda la vida, donde se podía comer con confianza. Por eso, no había nada personal en aquel robo. Piojito el Butronero era un profesional, modesto, pero responsable en su trabajo. Si se había decidido por aquel bar era a causa de la tragaperras que estaba en el rincón, debajo del televisor y junto a la puerta del retrete de caballeros.

– ...Y por una cuestión de honor –, se dijo Carlitos, hablando en voz alta, sin darse cuenta.

En efecto, Carlitos el Piojo, a pesar de ser un profesional modesto –Categoría C, según su licencia para robar–, era un hombre con pundonor. Las dos veces anteriores había fracasado por razones ajenas a su voluntad, y esta vez iba a por todas.

Cansado del esfuerzo, dejó la maza apoyada en la pared y se secó el sudor de la frente. Esta vez no podía fallar. No, esta vez no; se jugaba demasiado. Encendió un cigarrillo: en su trabajo no había normativa que lo prohibiese, y se recostó contra el coche que estaba frente a la puerta del bar. El maldito cristal blindado se resistía y era cuestión de media docena de mazazos más. Pero él necesitaba un respiro, ya no era tan joven como cuando aprendió el oficio.

– O traes un sueldo a casa, o te abandono por Wenceslao–, le había amenazado la mujer. El tal Wenceslao había sido novio de Carmela cuando chavales y trabajaba en un banco. No es que Carmela, su mujer, fuese mala persona; es que ya estaba harta de pasar necesidades y de tener que comprar fiado. Los tenderos de su barrio la miraban mal y las vecinas murmuraban a su paso. Y ella era una mujer decente, que podía ir con la cabeza bien alta.

Por su parte, él tenía fama de buena persona, pero un poco inútil en el oficio. Y lo que era peor, desde que pusieron el carnet de ladrón por puntos, podían retirarle la licencia para robar. Ya se lo había recordado el señor comisario la última vez que le detuvieron:

– Mal te veo, Piojito, este año es la segunda vez que te pillamos. A la tercera, el juez te retira el carnet, y a ver de qué vives... –, añadió, paternal.

– A ver si espabilas, hombre, que nos das mucho trabajo –, le recriminó el Secretario del Juzgado de Instrucción, cuando le tomaron declaración, después de veinticuatro horas en el calabozo. – Hay que robar con todas las de la ley –, insistió cuando le notificó la libertad provisional.

Piojito el Butronero dio una última calada, aplastó la colilla con la suela del zapato y fue a por la maza. Después de escupirse en las manos, para que no resbalara el mango, descargó con energía el primer golpe. ¡¡Bum!! Sonó como un escopetazo en la calle silenciosa. ¡Bum! golpeó de nuevo con todas sus fuerzas, pero el maldito cristal se astillaba, pero resistía.

Unos golpes más y, en cuanto hiciera el butrón, se colaba por él. Esta vez no iba a ser como la anterior, cuando lo de la tienda de Todo a 100, que se pasó cinco horas a mazazo limpio. Cinco horas para abrir un agujero en un tabique de doble rasillón. En cuanto pasó del otro lado, se encontró en un sótano donde dormían once chinos, le quitaron la maza y la cartera y, encima, llamaron a la policía.

– Jodidos inmigrantes – se indignaba él al recordarlo –, vienen a quitarnos el pan de la boca –. Además de quedarse sin herramientas, sin dinero y sin documentación, el juez mandó retirarle 4 puntos del permiso para robar y le amenazó con mandarle a un curso de reciclaje. Curso que, según la nueva Ley 21/2005 (B.O.E de 3 de marzo), de Regulación de Latrocinios Urbanos, debía pagarse de su bolsillo, si quería recuperar la licencia.

– Inútil, más que inútil – se lamentó Carmela en aquella ocasión. – Así nunca llegarás a capitalista. Mira Wenceslao –, le restregó por la cara –, a los banqueros nunca les pillan.  No se podía comparar, pensó él descargando un tercer golpe con todas sus ganas. Al estruendo, algunas luces empezaron a encenderse por las casas de alrededor. – No se puede comparar, hombre – volvió a hablar en voz alta, mientras se secaba el sudor –, la escuela que tienen ellos, la habilidad, los contactos... ¡Qué sabrán las mujeres lo que es esta profesión!

Todavía recordaba cuando se metió en el oficio. Le inició un tío suyo que había cumplido condena en el penal de Ocaña, el más famoso de aquellos tiempos, donde iban los que se habían labrado un nombre. Cuando decías por ahí que habías cumplido condena en Ocaña, la gente te miraba con un respeto. Entonces, a los buenos profesionales se les respetaba mucho, se les pedía consejo y, encima, no habían inventado esa maldita ley del permiso de ladrón por puntos. 

– Antes era todo más natural –, suspiró Carlitos el Piojo, agarrando de nuevo la maza. – Aprendías el oficio y te ganabas la vida honradamente robando carteras en el tranvía; si eras joven y fuerte como yo entonces, te especializabas en el butrón y hacías una pasta.

– Era todo más natural... – Tomó aliento y dio un mazazo enorme. Saltaron los cristales y se hizo un agujero por donde cabía el puño.

Los vecinos del inmueble empezaron a abrir ventanas y a mirar a la calle. En un momento, no había ventana donde no asomara alguna cabeza desgreñada. Por todas partes se oían voces legañosas de sueño y sobresalto. Él, entusiasmado, sin hacer caso de los gritos, empezó a mazazos como un poseso: en cinco minutos, la recaudación de la tragaperras sería suya. A ver qué iba a decir Carmela entonces, cuando le viese con la pasta. Seguro que ya no le llamaba inútil, ni se acordaba de Wenceslao.

Sí, se jugaba mucho, pero ya se veía toda una semana descansando, sin dar golpe. Cuando se enterasen en su barrio, los conocidos le darían palmaditas amistosas en el hombro y le invitarían al bar. Y lo más importante, empezarían a respetarle. Ahora, es como si ya no le pesase la maza; a cada golpe, ¡Bum! ¡Bum! el cristal blindado saltaba hecho añicos.

– ¡Están tirando bombas!¡ Es Al Qaeda, los moros están tirando bombas–, gritaba el vecino del primero derecha.

– Que no, que no, vecino –, replicaba a gritos un jubilado desde el piso de enfrente. – Que están robando en La Cuchara.

– ¡Ladrones, ladrones! –. La calle era una algarabía de voces. Las sirenas de la policía empezaron a ulular por todo el barrio.

Dos coches patrulla de la policía municipal, con chirridos de frenazos, se abalanzaban contra la fachada del bar; casi se estampan contra la puerta cristalera y atropellan a Carlitos el Piojo.

– Patrulla a Central,  patrulla a Central –, llamaba el madero por la emisora de policía –. Hemos detenido al sospechoso... Sí, sí, Piojito el Butronero ¿Me copias? Es Piojito el Butronero. 

– Pero, alma de cántaro ¿Otra vez tú? – se burlaba el municipal mientras le ponía las esposas. – Esta vez te retiran el permiso para robar, inútil, más que inútil. A ver qué dice tu mujer cuando se entere –, le recriminaba.

Carlitos el Piojo, alias Piojito el Butronero entre los de la profesión a ambos lados de la ley, sabía que de ésta se quedaba en el paro y sin mujer. Pero lo que más le dolía es que ella se fuera con un empleado de banca, alguien que se llevaba el dinero ajeno con las manos limpias.

– Lo que más me duele es la competencia desleal –, dijo al madero que le metía en el coche patrulla.


©Viator, 08/01/06

domingo, 4 de abril de 2021

Para ser feliz en tiempos de pandemia.-

De Internet.

Las que siguen son unas consideraciones, y algunas adveretencias, para ser feliz en tiempos de pandemia.

En el largo encierro que estamos sufriendo este jubilata y su santa a causa de la Covid que nos tiene a mal traer, he echado mano de los consejos de la piscología positiva con fines puramente medicinales.

Brindo estas reflexiones al improbable, y siempre paciente lector, por si le fueran de utilidad:

1) Madrid es una Unidad de Destino en lo Universal. Fuera de Madrid todo es caos y desolación.

2) Ideología política de caja registradora: si al empresario hostelero le va bien, a la sociedad le va bien. Ese es el camino.

3) Lo del Dos de Mayo de 1808 fue un histórico error imperdonable que está en vías de solución.

4) Sarah Palin fue una zapatilla rusa al lado de nuestra Gran Timonel Díaz Ayuso.

5) Libertad o Comunismo. Donde haya un 100 Montaditos que se quite el mejor Gulag podemita, por mal nombre GLASUNOYE UPRAVLÉNIYE ISPRAVÍTEL NO-TRUDOVYJ LAGERÉY I KOLÓNIY ¿Quién coños quiere vivir en un lugar de nombre impronunciable?

6.- En las próximas elecciones del 4 de mayo, el Pueblo Soberano pedirá “caenas”, según todas las encuestas. Procesionará el Carro del Poder cuatro años más, para admiración de propios y extraños.

7.- Si pilla la Covid, algo malo habrá hecho Vd. La autoridad declina toda responsabilidad: no nos vaya a joder las estadísticas por un capricho tonto.

8.- Advertencia a los desafectos: comenzada la nueva Legislatura Triunfal, seremos implacables con los emboscados.

Así que, paciencia y barajar.

sábado, 13 de marzo de 2021

Cuando la tecla se resiste.-


 
Un servidor puede asegurar que nunca, en su larga vida de lector, ha tenido desfallecimientos. Al contrario, ha habido etapas de su vida en que ha sido una trituradora, dispuesto a desmenuzar cualquier letra impresa que se pusiera a su alcance. Sin mayor criterio, evidentemente. La pasión lectora no se paraba ni en valoraciones de género literario, de calidad ni de temática. Cualquier papel en forma de libro, o tebeo en la lejana infancia, eran objeto de aquella bulímica afición a la lectura.

Y en esas estamos aún, con las limitaciones que impone la edad en cuanto a horas de lectura y selección de asuntos. Porque, cuando empiezan a faltar los dientes, uno debe elegir los alimentos, sustituyendo la abundancia por la calidad. No busca tanto banquetearse cuanto saborear a pequeños bocados. Por decirlo con un símil gastronómico, uno no se da un atracón de fabes con todos sus sacramentos, sino que opta por un menú estrecho y largo, donde la profusión de sabores contrarresta la contundencia del producto deglutido. Uno lee menos, por cansancio físico, pero lee mejor.

Cosa distinta es cuando – y es el tema de hoy – uno se pone ante la pantalla con la intención de decirle algo mínimamente interesante al improbable lector, pero tiene estreñido el conducto de las ideas. Y por más esfuerzos que haga no consigue obrar.    

Para que el improbable lector se haga una idea, aquí queda este cuentecito que fue escrito en una ocasión similar, con estos resultados un tanto escatológicos:

""- ¿Qué? ¿Ya te sale...?

- Espera, espera... Hhhmmfff... Parece que ya, casi... Gggmmfff... Pues, no..., parece que todavía no.

- Bueeeno. A ver si haces un poco más de esfuerzo. Mira que llevas quince días sin hacer nada. Pues, hijo, menudo atasco debes de tener –. La mujer, casi de puntillas, se aleja de la puerta del despacho, cerrada a cal y canto. Camino de la cocina, se la nota preocupada por los desarreglos del marido.

El escritor, encerrado con llave en su escritorio, hace esfuerzos enormes intentando que le salga alguna frase, aunque sólo sea una cortita. Está sentado en su silla, y tiene un rimero de papeles al alcance de la mano por si se deshace el atasco y puede empezar a escribir. Pero, por más que aprieta, nada. Fue hace ya casi veinte días cuando empezó a sentir los primeros síntomas de la obstrucción: una sensación de opresión en el estómago, pérdida de apetito y un fuerte dolor de cabeza. Desde entonces, no le sale ni una frase. Nunca había tenido una sensación parecida. Normalmente, nada más levantarse y desayunar, enseguida le venían las ganas. Iba corriendo al escritorio, se encerraba con llave, hacía un pequeño esfuerzo y ¡Plaff! las ideas le salían de golpe: sinécdoques narrativas, metonimias y todo tipo de imágenes literarias que se derramaban sobre el papel con la fluidez de un intestino bien regulado.  Era como exonerar el vientre cada mañana, pero en plan creativo.

Al cabo de un rato, suenan unos golpecitos discretos en la puerta, “toc, toc”, y la hija mayor, que pregunta:

– Papá, papá. ¿Cómo te encuentras? ¿Has podido hacer algo?

– Que no, hija. Que todavía no – El escritor, encerrado y estrujando unas cuartillas, hace esfuerzos para echar fuera la masa literaria que se le ha endurecido. Otra vez, nada. Por más que aprieta, no sale nada y la familia está en vilo.

– Bueno – replica la hija mayor –, tú tranquilo ¿Eh? Mamá te está preparando una manzanilla. Ya verás qué bien te cae.

La hija mayor se va preocupada, y deja al escritor en su encierro y con sus apretones infructuosos.

Estas cosas suelen pasar sin saber bien por qué, piensa el escritor para consolarse. Unas gotitas de sudor frío le corren por la frente y, a cada esfuerzo, nota como si la cabeza le fuera a estallar. Él ya se lo había oído decir a otros compañeros de profesión: de repente, te levantas una mañana lleno a reventar, te pones a escribir y, por más esfuerzos que haces, no te sale ni una frasecita en presente de indicativo. Y, como se te atraviese una adverbial subordinada, para qué contarte; esas sí que son astringentes. Se te forma un tapón que, por más que aprietes, te estriñe el conducto creativo y, en los casos más graves, los esfínteres de la imaginación se irritan hasta ulcerarse.

– Claro, que lo peor son las perifrásticas –. El escritor lo ha pensado en voz alta, sin darse cuenta.

Acaba de recordar a un amigo y compañero de profesión, que tenía una columna de mucho postín intelectual en una revista literaria, al que hace un año se le taponó una oración perifrástica con un verbo en pretérito pluscuamperfecto de subjuntivo, de la que colgaban una subordinada modal y dos complementos de objeto indirecto, y le tuvieron que hospitalizar. Fue muy comentado entre los colegas: de aquella, por poco se muere.

Estuvo de baja durante tres meses hasta que, por fin, expulsó aquella masa petrificada. Y eso, gracias a que asistió a la consulta de un experto estructuralista que logró desmenuzar la maraña de niveles lingüísticos. Desde entonces, por prescripción facultativa, se pasó al periodismo de masas, que es mucho más liviano. Ahora está a dieta de crónicas deportivas y, cada mañana, le fluye como si nada su columna de deportes, y hasta tiene mejor color de cara. Ya no pasa las noches en la redacción, a base de cafés y cigarrillos, ni los días en las bibliotecas devorando masas de letra impresa. Y, encima, el aire libre de los estadios le ha dado un color tostadito muy saludable. Según dice él mismo, desde que escribe “light” y ha abandonado los malos hábitos de la escritura seria, su tracto va como la seda.

– Anda, cariño, abre un momento, que te traigo una manzanilla con miel –. La mujer del escritor está delante de la puerta con una tisana humeante.

Pero el escritor ya no tiene fuerzas ni para levantarse del asiento. Lleva casi tres horas encerrado, haciendo esfuerzos tremendos. “¡Uuummfff!”, “¡Ppfffggg!”, se oye ahogadamente del otro lado de la puerta.

El escritor no sólo está empapado en sudor de tanto apretar, sino que le empiezan a temblar las piernas y se agarra con fuerza al borde de la mesa. A cada apretón que da, le sale una considerable variación de onomatopeyas del tipo: “¡Aummffggg!”, “¡Gggrrrff!”, “¡¡Uffffmmm!!”, que son como flatulencias que no producen el menor alivio.

– Cariño, cariño – se preocupa la mujer – ¿Estás bien? Mira que se te va a enfriar la manzanilla...

– Es que no puedo, mujer. De verdad... – dice el escritor, con la voz estrangulada por el esfuerzo.

Aunque él no quiere reconocerlo, lo cierto es que tiene gran parte de culpa de ese estreñimiento literario. Se pasa el día devorando libros sin parar y es de los que no le hacen ascos a nada. Durante años y años ha seguido una dieta de lo más desequilibrado, leyendo todo lo que le caía en las manos y escribiendo sobre cualquier cosa que se le pusiera por delante. Y, claro, con la edad, los excesos acaban pasando factura.

– Oye, papá –, esta vez es el hijo pequeño – tú aprieta fuerte ¿Eh?

El crío, tras esta muestra de solidaridad con su progenitor, vuelve corriendo al salón, a enchufarse a la consola. La nueva generación tiene otros hábitos y nunca padecerá estos desarreglos.

Ya no es como cuando era joven –piensa el escritor- que, teniendo la edad de su hijo, se leyó todas las novelas de Marcial Lafuente Estefanía; o como cuando le cogía a escondidas las fotonovelas de Corín Tellado a su hermana y se encerraba en el retrete a leer. O como aquella vez que, en una semana, escribió un guion de película tan indigesto que tuvo que tirarlo por la taza del wáter para que nadie se enterara en casa. En fin, muchas veces se lo ha recordado su mujer: que ya iba cumpliendo una edad y no podía digerir tantas lecturas como hacía; que con tantos libros que devoraba llegaría un momento en que no podría asimilar todo lo que iba tragando; que un día te vas a empachar, y verás entonces...

– Oye, cariño, te dejo la manzanilla en el aparador del pasillo – dice la mujer del escritor, cansada de esperar.

La verdad era que sí, que él tenía mucha culpa de estos desarreglos. Sin ir más lejos, hace tres semanas, se pasó una tarde entera buscando sinónimos de “entelequia” para la recensión de un ensayo filosófico; devoró tres diccionarios de sinónimos y el Casares, hincó el diente al María Moliner, sorbió un par de enciclopedias y se relamió con una edición antigua de la Real Academia de la Lengua, que ya estaba un poco rancia. Si su mujer no llega a esconderle los libros, coge una indigestión.

– ¡Ah! – recuerda, además, el escritor – Y la Wikipedia, que casi me olvida…

De repente, el escritor empieza a sentir unos fuertes retorcijones y se le escapan una buena docena de onomatopeyas quejumbrosas, gemebundas, como de parturienta en trance, que resuenan por toda la casa y sobresaltan a toda la familia. Todos corren pasillo adelante y se amontonan ante la puerta cerrada, al oír los ayes del esfuerzo, la retahíla de “¡Auummfffs!”, los “’Ggrrfffs!”  y todas las variaciones onomatopéyicas de un escritor imaginativo, aunque estreñido.

Todos gritan a la vez, la mujer, los hijos: “¡Cariño...! ¡Papá, papá...! Ay Dios mío ¿Pero, qué te pasa? ¡¡Callad, callad, que no se le oye...!!” Desde el escritorio, cerrado con dos vueltas de llave, llega algo así como un “¡¡¡Uuuhhhmmmfff!!!” de alivio. La mujer del escritor, con el alma en vilo, pregunta:

– ¿...qué...? – Y todos pegan el oído a la puerta.

 ¡Uff! Creo que una intransitiva...–, responde el escritor, temblando del esfuerzo – Algo es algo...

Por fin, todos respiran aliviados. – Anda, tómate la manzanilla, que se te va a enfriar – Y cada cual se va a sus quehaceres.

miércoles, 24 de febrero de 2021

De sombras chinescas. -


 En mis largas caminatas de jubilata ocioso y peripatético, acostumbro a caminar por Arturo Soria y paso con frecuencia por delante de la embajada china, oculta, tras su alto muro, liso, sin fisuras, a toda mirada indiscreta. Frente a ella, en una praderita de hierba, bajo unos pinos, suele ponerse un grupo de meditación de nombre Falun Dafa, que protesta silenciosamente por las torturas que el gobierno chino inflige a los adeptos a dicha secta o movimiento religioso, aunque uno ignora todo sobre ella, su filosofía y las vicisitudes de sus adeptos. Puestos a mantener un aséptico escepticismo, ni siquiera puede uno afirmar la certeza de tales atropellos que ellos denuncian. Aunque sí me despiertan cierta conmiseración al ver las fotos de personas con el cuerpo lacerado.

Muchas veces he pasado junto a ellos y nunca me he atrevido a observarles con mirada de curioso paseante, y menos a fotografiarles, hasta hoy que escribo sobre ello. Un servidor siempre siente cierto pudor ante las manifestaciones de tipo religioso, cualesquiera que sean, y evita interferir en sus ritos, ni siquiera con la natural curiosidad de quien gusta de los espectáculos cuanto más exóticos, más entretenidos.


Pero esta vez, sí. Esta vez observo a los meditantes, leo sus carteles, fotografío, cojo un puñado de sus folletos para ver de qué va, y todo ello se lo cuento al improbable lector, por si suscita su interés durante los minutos que dure la lectura de esta entrada en la bitácora. 

Total, para su conocimiento, le contaré al improbable - pero siempre paciente lector - que este movimiento fue fundado por un señor chino de nombre Li Hongzhi en el año 1992, que se hizo muy popular en China, logrando millones de adeptos – según la información que ellos transmiten – y que fue prohibido el 20 de julio de 1999 por no ajustarse a la ideología oficial. Enseña sencillos ejercicios físicos y de meditación tradicional china para lograr un estilo de vida saludable; se rige por los principios de Verdad-Benevolencia-Tolerancia y pretende que sus adeptos sean gente amable, honesta y paciente.


Todo lo cual debe entenderse como información tomada de sus folletos y carteles, sin que este jubilata pueda contrastarla para saber hasta donde llega la certeza. Viendo su actitud pacífica y de meditación interior, no parece un enemigo de talla frente al poderoso Estado chino. Aunque sus proclamas del tipo: ¡El Cielo protege al pueblo chino y acabará con el Partido Comunista Chino! ¡Renuncie al PCCh para su seguridad y paz!, no son como para que la burocracia del partido no le preste atención y actúe de forma expeditiva, como acostumbra.

Es el problema de estas sobras chinescas, porque el ocioso paseante no sabe delimitar sus perfiles y ha de optar entre lo emocional y lo racional, sin saber a ciencia cierta si las fotos de torturados son testimonios ciertos o un apoyo gráfico para evidenciar la bondad de Falun Dafa frente a la dureza del sistema comunista (comunista en lo ideológico, neoliberal en lo económico – doble dictadura –) chino.

Con esas dudas, el paseante continúa su camino y deja vagar su pensamiento porque sabe que la mente, en proceso libre, suele elaborar ensoñaciones, no está obligada a un pensamiento riguroso y ayuda a dar un paso tras otro, calle adelante. En sus rutinas, no es consciente de que siempre pasa por los mismos lugares y es, después de todo, como ese hámster aprisionado en su jaula que se afana trepando por la rueda que le lleva a ninguna parte, pensando alcanzar la libertad, pero dándole vueltas sin fin a la noria de su infortunio. 

Infortunio del buey atado al pesebre, eso sí, con los bienes materiales satisfaciendo sus necesidades más elementales de alimento, alojamiento y seguridad... Y con el espíritu en vuelo libre mientras callejea por los lugares donde suele.

lunes, 1 de febrero de 2021

Al hilo del mural morado.-


Este barrio nuestro de la Concepción ha estado un par de semanas en el candelero, no porque su parque del Calero haya sido arrasado por la borrasca Filomena y así siga a finales de enero, o por sus habituales basuras amontonadas junto a los contenedores haciendo paisaje. Lo ha sido por un mural feminista, en gama de morados para hacer juego, que querían borrar nuestros políticos dextrógiros del distrito de Ciudad Lineal. 

Al final, la cosa ha quedado en agua de borrajas. En el barrio no ha gustado la broma del borrón y cuenta nueva. Habiendo tanta tapia donde pintar lo que tuvieran a bien, ¿Qué necesidad había de emborronar lo ya pintado? Total, que no han tenido la suficiente habilidad ni redaños para sacar adelante el asunto, así que mejor lo dejamos, han debido pensar. Y hacen bien, porque ocasiones de malgastar su tiempo de políticos municipales y el dinero del contribuyente no faltarán. 

Y no es por nada, que bien está el mural donde está y no pide pan. Es porque así nuestro barrio ha ganado cierta notoriedad y, a lo mejor, las autoridades competentes le dedican un poco más de atención, nos arreglan las aceras, sanean el parque, recogen las basuras, y otros pequeños detalles por el estilo. Pero nos conformaremos con haber sido noticia de escándalo durante quince días, día más o menos. Han sido nuestros quince minutos de gloria, que a todos alcanza, según me comentaba mi vecino el depre, quien, aparte sus neuras habituales, últimamente cultiva con esmero la de la pandemia y apenas se deja ver.

Prácticamente a diario paso por delante del polideportivo y veo esos iconos feministas. La verdad, pocos rostros soy capaz de reconocer, que yo de santorales no ando muy allá. Sean laicos o religiosos. Lo que sí me ha llamado la atención – y no debiera – es que una torpeza política haya convertido este mural en campo de batalla ideológico y en templo de laicidad, patrimonio de la humanidad si nos ponemos trascendentes. Lo que se dice ir a por lana y volver trasquilado.

De todas esas damas retratadas, a la que sí reconozco es a doña Rigoberta Menchú, por quien mi profesor/tutor de Historia de América (cuando yo hacía Geografía e Historia en la UNED) no tenía ninguna simpatía. Él había hecho durante varios años trabajos de campo en la América hispana y conocía el paño. Lo menos que le reprochaba, y el sabría por qué, era que había inflado su currículum de mujer progresista en beneficio de una carrera prometedora lejos de su país.

De la francotiradora rusa - por mentar alguna otra - Lyudmila Pauliuchenko, tampoco sé más que lo que he leído en los artículos panegíricos sobre las damas retratadas. Por lo visto, en Odessa fue el terror de los soldados nazis con su puntería y fría habilidad para cazarlos entre las ruinas. De francotiradores, sólo uno he conocido personalmente, y hacía gala de ello. Fue visitando Armenia y era nuestro guía, Edgar, quien fue francotirador en el anterior conflicto de Armenia con Azerbaiyán por Nagorno Karabag. Mi impresión al respecto queda reflejada en estas líneas que escribí en mi diario de viajes: Muestra bastante agresividad frente a los turcos y, a lo largo del viaje, no dejará de hacer chistes de mal gusto y pesados, a cada paso para mostrar su animosidad. Esto fue en abril de 2017.

Claro que para mostrar animosidad y franca enemistad no hay que ser francotirador armenio o ruso, basta que uno de rienda suelta a simplismos ideológicos elevados a categoría. El resultado ha sido, después de unos millares de tuiters y alborotos en redes sociales de masa, poner en los altares mediáticos, por un ratito, a un barrio que sobrevive con resignación a la desidia municipal. Y mientras somos reyna por un día, los jubilatas del barrio nos paseamos tan orgullosos por delante de la tapia morada de polideportivo de la Conce. Y las señoras que andan por la cincuentena, por lo menos las más progres, van y se hacen selfis delante de los iconos feministas. 

Y el barrio sigue su habitual run-run. A la espera de que algún iluminado alumbre una genialidad que vuelva a darnos fama en los mass-media, tan necesitados como están de pasto fresco. Que lo de la pandemia ya aburre un poquito, oiga.

miércoles, 20 de enero de 2021

Filomena.-

 


Citarizat cantico dulcis Filomena: Ameniza con su cántico el dulce ruiseñor… Pero mira por dónde, fueron a darle tan hermoso nombre de Filomena a una borrasca que nos ha dejado la capital mesetaria como las estepas rusas, cuando el General Invierno – como decía el general Kutúzov – derrotó a las tropas napoleónicas. Aquí no ha derrotado al más victorioso ejército europeo con su manto de nieve/hielo, sino que ha puesto en evidencia las vergüenzas municipales con su desidia e inoperancia.

Mientras escribo esta entrada a la bitácora, la borrasca/macho Gaetán (por aquello de la equidad de género, las hay hembra, una, y macho la siguiente, en armoniosa alternancia alfabética) se está instalando sobre nuestras cabezas y promete trombas de agua. Grandes aguaceros que lloverán sobre lo helado, cegarán los imbornales de las calles, arrastrarán las ramas arrancadas por la precedente y, con suerte, se llevarán calle abajo todas las basuras acumuladas en torno a los contenedores.


No hay mal que por bien no venga. Lo que la ineptitud municipal no alcanza, Gaetán lo resolverá por las bravas. Eso, aparte de las horas de emisión que va a ocupar en todas las cadenas televisivas, un poco saturadas ya de tanta estadística del Coronavirus que nos asalta por oleadas. Y mientras Filomena se va entre suaves temperaturas y Gaetán nos entra como un oleaje arrebatador, nosotros, parapetados tras las por fin bien surtidas estanterías del súper del barrio, no entendemos por qué nos toca vivir estos tiempos tan sin sosiego.


Es la economía, estúpido
, creo que dijo Bill Clinton: Es el cambio climático, cuñao, que no te enteras, podríamos decir. Pero vaya usted y cuéntele eso al personal, harto de confinamientos. 
Después de casi doce meses de encierros domiciliarios, o por barrios, o perimetrales; aparte los teletrabajos, los ERTES, los toques de queda, las consignas contradictorias, las estadísticas fluctuantes; amén las perpetuas descalificaciones entre políticos, no está la Magdalena para tafetanes. La gente lo que quiere es terracita al aire libre y parranda, si puede ser. Un carpe diem de ir tirando, de comamos y bebamos que mañana ya veremos cómo nos las apañamos... Y lo que adelante va atrás no queda.

Este jubilata, que se está tomando la edad provecta y las circunstancias adversas con un cierto estoicismo, dentro de lo que su temperamento le permite, disipa su vida y su tiempo en faenas domésticas (al alimón con la santa) que dan como resultado una casa aseada y provista con suficiencia, una cocina simple y sabrosa. Eso en cuanto al sustento del vivir diario.

En cuanto al ocio (entre otros más actuales), existe un pequeño invento que ya los romanos cultivaban: la lectura. Perdone el improbable lector: luce lucernae operam dare, decían aquellos impenitentes lectores que se pasaban la noche leyendo y estudiando a la luz de la lamparilla de aceite. Nosotros somos unos privilegiados con eso de las luminarias. Es cierto que, desde que el ministro Soria se inventó eso de subastar la energía eléctrica por horas – a cambio de suculenta puerta giratoria –, nos cuesta los ojos de la cara. Pero nadie negará que las lámparas led no son descanso para la vista.

Otra cosa es a qué lecturas se dedique uno, a veces no confesables. No por nefandas, sino por la rareza y anacronía que entrañan en sí. No diré cualas, pero sí que, de tarde en tarde, alimentan mi pequeño glosario de palabras regaladas y son una fuente de diversión modesta. 

A modo de ejemplo vaya ésta: melcocha, que es un dulce hecho con miel espesada por cocimiento. Venía en este texto: … y que la gente que ahora se hace para el cielo es de a pie, gente menuda, gente afeminada y de melcocha, que ni un papirote sufre por Dios. Y esta otra: sacomano, que es tanto como pillaje, saqueo. Y en su contexto: ¡Como meteremos sacomano al mundo, y cómo meteremos a cuchillo toda esa gente adúltera y fornicaria, y usurera, y logrera, y tramposa, y homicida, y rebelde, y cruel, y hazañadora, y bellaca!  Y es que aquellos frailes predicadores eran de lo más truculento.

¡Ah! Los anteriores son textos citados por don Julio Caro Baroja. Para mí que es el único erudito que se ha leído los tratados teológicos, morales, devocionales y sermonarios de cuando los Austria eran tan devotos como fornicadores. Tal Felipe IV, que lo mismo andaba de pingos por los pasadizos del convento de San Plácido, buscando beneficiarse de la novicia Margarita, como tenía correspondencia mística con sor María de Ágreda, ante quien se confesaba pecador y responsable de los males del reyno como justo castigo divino. 

Sin tantos escrúpulos morales, ahora tenemos por ahí un Borbón emérito ya ex fornicario a fuerza de edad, pero como no nos lo cuente un influencer/youtuber de esos que se van a Andorra para no pagar impuestos, casi no nos enteramos.

viernes, 1 de enero de 2021

Estrenando año, a ver qué pasa.-

 Anda este jubilata últimamente preocupado por la sequía de esta bitácora. Y con razón, porque pasan las semanas y no se encuentra material de provecho que llevarse al teclado del ordenador. No porque estos tiempos de confinamiento a ratos y según conveniencia comercial no den asunto a tratar; es porque los asuntos con que nos forrajean el pesebre mediático son tan repetitivos y previsibles que no hay por donde exprimirles un poco de originalidad. 

Lo más original que ha ocurrido estas pasadas fiestas navideñas ha sido que al Raphael le han montado un espectáculo de lucimiento ante cinco mil añorantes y se ha armado la de dios es cristo por si aquella multitud era potencialmente propagadora del Covif-19 (o alguna de sus mutaciones). La discusión sobre si sí era contaminante o, al contrario, la multitud estaba bajo control y era más inocua que una reunión familiar de seis miembros, ha ocupado horas y días de pantalla. Mayor provecho no se le podía haber sacado al recital raphaelino.

Además de los sesudos análisis médicos en los medios afines y adversos al evento, y el habitual guirigay en Twitter y demás rebaño de redes sociales, todos ellos han cumplido su función sobradamente: hacer olvidar al personal sus auténticos problemas: el diario vivir de cada día sin tomar conciencia de que somos manipulados como cobayas de neurona moldeable. 

Pero desde esta bitácora no nos pondremos transcendentes, menos aún a primeros de año. Antes bien, el pesimismo antropológico que aquí se practica – siempre en defensa propia – nos lleva a mirar estas pequeñeces con una cierta condescendencia: el material humano no da más de sí y los de clases pasivas ya no estamos en edad de elucubrar sobre cuántos ángeles caben en la cabeza de un alfiler, como hacían los teólogos bizantinos. Aparte que nos da un poco lo mismo.

Aquí, en esta bitácora, practicamos la intranscendencia para no complicarle la existencia al improbable lector. Y, de tarde en tarde, y si está en nuestras manos, nos vamos burlando de las pequeñas realidades que nos toca vivir mientras el tiempo se toma su tiempo. Si, por equivocación, nos ponemos pensadores – que a veces sí, aunque sólo un ratito –, es filosofía de mesa camilla fácilmente digerible. Basta con cambiar de canal.

Claro que, tras esta confesión de intranscendencia, los que llevamos impresa la fecha de caducidad no podemos dejar de reflexionar sobre el paso del tiempo (acabamos de cambiar de año) y los acontecimientos consiguientes. Éstos sepultados por aquél, “…Al igual que las dunas al amontonarse unas sobre otras ocultan las primeras, así también en la vida los sucesos anteriores son rapidísimamente encubiertos por los posteriores”. Un servidor lo atestigua por simple observación.  Nihil enim semper floret. Aetas succedit aetati, porque nada es vigoroso para siempre y a un día sucede otro día. Y es que nuestros clásicos (en este caso Marco Aurelio y Marco T. Cicerón) son una fuente de sabiduría para nosotros…, con la ventaja de estar al alcance de la mano gracias al


Google ese que ha convertido en innecesarias las enciclopedias. 

Y, por ir dándole fin a estas notas, con esto se ha terminado el año. Lo hemos vivido como hemos podido y, a lo que parece, le sobrevivimos, con la esperanza de que el que está comenzando sea un algo más benigno. Despedimos el anterior sin pena y recordando eso que repite la mi santa tantas veces: Año bisiesto, año siniestro

Y aquí en casa, por dispersar nuestra atención de tanta fatiga Coronavirus como nos invade a través de los medios de comunicación, le dijimos adiós al 2020 escuchando L’ infedeltà delusa, de Haydn. Una burla, un juguete musical. 

Vamos a ver si termina, de una vez, esta broma pesada de la pandemia. ¡Coño!