jueves, 14 de abril de 2022

Paseata por lo castizo, con divagaciones.-

 


Sepa el improbable lector que la otra mañana, como jubilado en ejercicio que soy y que como tal ejerzo, me dediqué al descansado oficio de paseante en corte. Dicho sea sin mayores pretensiones, y a despecho de la poco honrosa definición que de tal expresión da la Real Academia: Paseante en corte: Individuo que no tiene destino ni se emplea en ninguna ocupación útil y honesta. Pero ahí dejaremos esa definición difamatoria, sin entrar en mayores averiguaciones. Un servidor no quiere enturbiar su ánimo entablando disputas eruditas con los Padres de la Lengua. El jubilata es de por sí un ser de ánimo placentero y conciliador, y a ello me atengo.

Decía, pues, que la otra mañana fui en metro hasta la Latina y me encaminé a la Ribera de Curtidores. Iba con ánimo de comprar, y así lo hice, un pantalón de montaña para mis andanzas camineras por la Sierra madrileña. Mientras mis pies me llevaban hacia las tiendas de deportes del Rastro, mis pensamientos vagaban, sin razón que los justificase, por otros caminos. Iban desde doña Beatriz Galindo, la ilustre Latina a la que alude esa estación de metro, hasta el Gonzalo de Berceo, el monje de San Millán de Suso.

Y eso porque – se me ocurrió pensar - redactar mi bitácora en buenos latines, tales como los hablaba doña Galindo, debería ser la leche de culto, aun a riesgo de que no me leyera ni el Nuncio de Su Santidad. Ya me sentiría yo bastante pagado con el subidón de autoestima que me iba a embargar.

Pero como el intelecto mío no da para tanto, en mi magín me conformaba con llegarle al coturno al monje Gonzalo, quien presumía, ya que ignorante de los latines, de versificar en román paladino. Y no es que un servidor quisiera fablar curso rimado por la quaderna vía – que no está la posmodernidad para esas antiguallas, más cuando los gustos actuales están por los haikus japoneses –, sino, simplemente, expresarse con claridad y en lenguaje en el que suele cada quisque hablar a su vecino…

Pero ya veo que estas divagaciones (No te andes por las ramas, acostumbra a decir la mi santa) me apartan del primitivo objetivo, así que encamino mis pasos, de nuevo, desde la Rivera de Curtidores a la calle Embajadores. Cerca de la barroca iglesia de San Millán y San Cayetano, cuya fachada hay que mirar en escorzo desde uno de sus laterales para que te alcance la vista, una señora recoge los excrementos de su chucho. Desde la acera de enfrente, un señor con gran barba hípster, le interpela con recochineo: Qué…, el perro está haciendo política: ¡Está soltando mierda! Pero no todo es casticismo soez, no se ofenda el lector, que, un rato antes, en una pared del Rastro, leí este grafiti: Nos querían enterrar, pero no sabían que éramos simiente. Germinal y profundo…

En Embajadores, esquina a Tribulete, el mercado de San Fernando, con su bonita fachada inspirada en el estilo herreriano y amplia escalinata de acceso. Creo que dediqué una entrada en esta bitácora a hablar de él. Si el curioso lector siente curiosidad, hurgue, hurgue en estos escritos míos, que seguro que la encuentra. Y también hablé de su librería al peso La Casquería. Es ésta una de las librerías de viejo más curiosas de Madrid.

Cuando el mercado municipal vino a menos, se recicló en lugar de progresía con un toque vintage, con tiendas gourmet, lugares de copas con vinos de la tierra y cosas guapas para gente guay (o viceversa). Su antigua casquería, donde se vendían los despojos: asaduras, callos, patas, morros, sangre y demás entresijos animales, es hoy librería donde uno puede comprar kilo y tres cuartos del Ulises, de Joyce, o kilo cien gramos de Memorias de ultratumba, de Montesquieu. O, sin ponerse tan exquisito, tres euros y medio de La Risa, la Carne y la Muerte, que es lo que pesaba este volumen de cuentos de Eduardo Zamacois que compré. Una edición de 1930, en rústica, y tan perjudicada que se desbaratan los cuadernillos. Pero que proporcionará un doble placer: el de reencuadernarlo en el taller de encuadernación en las próximas semanas, y el de su lectura este verano, mientras oigo el rumor del Artiñuelo en Rascafría.

Un poco más allá, ya en la calle Tribulete, las antiguas Escuelas Pías, hoy sede de la UNED, equipada con una biblioteca de postín. Allí, en sus aulas, un servidor se empeña en aprender los rudimentos del ajedrez y en identificar un ataque a la descubierta, un ataque doble; o bien, qué es una pieza clavada o una captura de peón al paso, y otras sutilezas tácticas que aguzan el ingenio de jubilatas ociosos. Y aunque ningún dios me ha encaminado por la vía del escaque magistral, eppur si muove…, que no es poco

En la misma calle Tribulete, ya cerca de la plaza de Lavapiés, una escena de sangre; sangre a los pies del individuo agredido, apoyado contra un escaparate. Mucha, mucha policía, y uno de ellos que comenta a otro “… Un machetazo…” La gente va a sus quehaceres y mira con curiosidad. El drama callejero siempre es espectáculo, a condición de que en esa rifa no te toque alguna papeleta.

Y como uno ya ha echado la mañana, en la estación de Lavapiés toma el metro y se va a su barrio de la Concepción. Aquí no hay tipismo, ni mezcolanza de nacionalidades y lenguas, ni gentrificación, ni sale en las guías del Trotamundos para mochileros. Sí hay el parque del Calero, lleno de jubilatas, niños y perros.

jueves, 24 de marzo de 2022

Vidas paralelas.-


Fue como una invitación a la rechifla. Cuando el señor Ossorio, portavoz y consejero de Educación del PP en la Comunidad de Madrid, miraba debajo del atril buscando pobres, me acordé. El hombre de buen traje y apostura ponía todo su afán en ver si encontraba algún pordiosero del millón y medio de pobres o en riesgo de exclusión social de los que habla el último informe de Cáritas. Nadie le había dicho que no los encontraría desde lo alto del podio desde donde ejercía su portavocía frente a los periodistas; que para eso había que salir a la calle y mirar por los barrios más desfavorecidos de la capital del reino.

Digo, pues, que era inevitable acordarme de una historieta que escribí hace ya años, cuando era alcalde de Madrid don Alberto Ruiz Gallardón. El señor Ruiz Gallardón, cuando iba a su despacho en coche oficial, sí veía a los pobres mendigando por las calles céntricas de Madrid y le daba vergüenza ajena, pensando en los millones de turistas que venían a visitarnos cada año.

Tuvo la ocurrencia alcaldesca, que no pudo llevar a efecto, de asignar una ayuda de supervivencia a los pobres de solemnidad acreditados en la villa y corte. La idea era sacarlos de las calles y almacenarlos en pensiones y alojamientos de batalla. La ocurrencia, ya digo, quedó en alcaldada genial y bienintencionada, aunque no operativa. A un servidor le sirvió para idear la historia apócrifa del mendigo Guripa, que paso a relatarte, improbable lector, por si te interesa.

Dice así:

Antonio, al que llamaban el Guripa los del gremio de la mendicancia, era hombre de buen conformar y nada quejoso del sistema establecido. Era mendigo y lo de vivir en la calle tenía, en su opinión, sus ventajas: la ciudad era su casa, por la que no pagaba ni hipoteca ni impuestos. Era como vivir en un hotel enorme. Una noche dormía en un banco público, otra en el quicio de un negocio en quiebra, o si hacía frío, en el vestíbulo de una Caja de Ahorros, junto al cajero automático.  Era lo que más le gustaba. Saberse cerca de aquella máquina con las tripas llenas de euros le hacía sentirse importante. Era como ser millonario, pero sin tener que esconder el dinero en un paraíso fiscal. Se acurrucaba con la espalda contra el cajero y sentía cómo, desde los entresijos de la máquina, llegaba un ronroneo satisfecho, como de gato bien alimentado. A veces, soñaba que dormía abrazado a un fajo de billetes.

Lo de comer tampoco le suponía mucho problema. Cuando no le daban en un comedor de beneficencia, bastaba con meter la mano en las papeleras y siempre se encontraba algo; si quería darse un banquete, iba a los súper o a las fruterías cuando echaban el cierre. Allí, dentro de los contenedores, siempre encontraba yogures pasados de fecha, pizzas y empanadillas pasadas de fecha, bollería pasada de fecha, frutas podres pero aprovechables. Tenía buen diente (tres, exactamente) y no hacía ascos a nada. Lo de la fecha de caducidad tampoco le preocupaba demasiado al Antonio; al fin y al cabo, él no gastaba calendario y era incapaz de distinguir un domingo de un jueves. No hay nada como la carpanta para que todo te sepa a gloria, pensaba Antonio el Guripa, mientras hozaba en los contenedores.

– Guripa, – le decía el Medardo, un compañero de profesión – eres el tío más feliz que conozco. Y el Guripa, o sea Antonio, sonreía enseñando las encías viudas y los tres dientes cariados.

En cuanto a los pequeños vicios como el tabaco y el cartón del Tío de la Bota, siempre conseguía algunas moneditas en la puerta de la iglesia. Eso sí, un puesto en la puerta de la iglesia era como ser funcionario. Había que hacer oposiciones para ganárselo y, una vez con la plaza en propiedad, vigilar la competencia desleal de los gitanos rumanos. Él, después de varios meses de interino y a fuerza de sobornos a los veteranos de allí, había logrado plaza en el tercer escalón de la parroquia Nuestra Señora de la Constipación. La gente caritativa que iba a misa le daba buenos consejos: Antonio, no te emborraches; Antonio, no fumes, que es malo para la salud; Antonio, no robes, que es pecado y el Señor te castigará....

– Señora – respondía él educadamente – soy pobre, no banquero. Usted disimule, si ofendo…

Además de buenos consejos para la salud del cuerpo y del alma, aquellos buenos cristianos le daban moneditas de cobre que él guardaba celosamente en un pañuelo añudado con tres nudos. Luego, con la chatarra de monedas, hacía montoncitos: las de un céntimo en un montón, las de dos en otro, las de cinco en otro más, y en cuanto los montones alcanzaban la altura de un cigarrillo, iba a una tienda de chinos y se compraba el cartón de vino. Luego, brindaba por la salud de sus benefactores: sangre de Cristo, cuánto ha que no te he visto…; y, a cada trago que daba, el mundo le parecía perfecto.

Era el señor alcalde quien no encontraba el mundo perfecto. Al señor alcalde, por aquello de las elecciones, no acababa de gustarle tanto desarrapado y pobre de pedir como había por el centro de la ciudad. Una babel de mugrientos y mendigos de toda calaña, lengua y procedencia que vivía de la sopa boba y afeaba el paisaje urbano de la capital. No es que el señor alcalde tuviera nada contra los mendigos, no. Es que afeaban el paisaje urbano, ya se ha dicho. Pura cuestión – según la prensa adicta –, de estética urbanística y de justicia social, si bien se miraba el asunto.

– Porque, vamos a ver, – decía doña Claudia – por qué los pobres de pedir no pagan impuestos, ¿eh? El gobierno nos tiene fritos a las personas honradas y éstos, señalando al colectivo mendicante, a la sopa boba…

Doña Claudia acudía a misa de siete todas las tardes y, a la salida, siempre repartía unas moneditas entre la pobretería de la parroquia de la Constipación según el escalafón establecido por leyes no escritas. A los situados en el atrio de la iglesia – por estar más cerca del Señor, afirmaba con buen criterio la beata – les daba diez céntimos. Según descendía la escalinata hacia la calle, iba bajando el estipendio, de forma que, a los que estaban en la calle, a la puerta del templo, solo les daba un “Dios le ampare, hermano”. Al Guripa, que pedía en el tercer escalón, le correspondían siempre cinco céntimos. El incremento por desviación del IPC anual no contaba a efectos caritativos.

– A ver por qué los pobres no pagan impuestos – insistía ella, un día que hablaba de lo mal que está todo con el señor párroco, justo cuando pasaban al lado de Antonio.

– A ver… – dijo éste – y las putas, tampoco, y ganan más que nosotros… Y se divierten más, iba a decir, pero se calló a tiempo. Fue consciente de que pisaba tierra sagrada, y eso le contuvo.

El comentario le costó al Antonio bajar dos escalones en el escalafón pedigüeño, del tercero al quinto. A partir de entonces, doña Claudia solo le daba dos céntimos, y eso con cara de asco. Fue el único tropiezo serio que tuvo en su carrera de pobre de pedir. Eso y lo de aquella noche de enero, que llegaron unos bandarras mamados de calimocho y le rompieron la crisma al grito de ¡¡Emigrantes fuera!! De nada le sirvió decir que él era nacido en Socuéllamos, le zurraron igual. Claro que el Antonio era de natural optimista y no se lo tomó a la tremenda. Llegó la policía municipal, llamaron a una ambulancia que le llevó a la casa de socorro. Allí le curaron, le dieron una ducha y ropa limpia, y durmió calentito toda la noche. Mejor que en el cajero.

Pero las preocupaciones del señor alcalde eran más graves. Según las estimaciones, este verano pasarían por la capital cuatro millones de turistas, y a la capital de la octava potencia económica mundial había que lavarle la cara. Y, encima, estábamos en periodo electoral.  Había que barrer a los mendigos para dar buena imagen, había que ganar las elecciones y había que buscar préstamos en el mercado financiero chino para refinanciar la deuda municipal. El señor alcalde estaba que no dormía de preocupaciones.  Pero al Guripa, que acababa de encontrarse, en un banco del parque, medio sándwich de sobrasada, no se le alcanzaban estos quebraderos de alta política. Masticaba con sus tres dientes y miraba las pantorrillas de unas turistas alemanas.

Por su parte, el señor alcalde no tenía nada personal contra los mendigos, nunca se insistirá bastante. De hecho, cuando le llevaban en el coche oficial, desde su residencia al despacho en la Alcaldía, ni los veía. Se pasaba el trayecto leyendo informes y hablando por el móvil, y ni se daba cuenta de la cantidad de turistas que pululaban por la Gran Avenida. Cuánto menos del Guripa, que se rascaba las greñas junto a la fuente de la Mariblanca.

Una ordenanza municipal estableció que, desde el día siguiente a su publicación en el Boletín Oficial del Ayuntamiento, la mendicidad quedaba prohibida en todo el término municipal y el variopinto colectivo de los sintecho (con independencia de su procedencia, lengua, color de piel o religión) debía integrarse en la sociedad, so pena de confiscación de limosnas, acoso policial en vías públicas y, en su caso, prisión sin fianza. La mugre era un desdoro a erradicar y la ciudad, sin mendigos que la afearan, sería el espejo en el que se miraría toda Europa. El señor alcalde subió en intención de votos como la espuma.

Antonio, privado de su medio de subsistencia, al principio andaba desorientado. Ya no podía escarbar en los cubos de basura, ni dormir en los cajeros, ni tumbarse en un banco público. Incluso en las gradas de Nuestra Señora de la Constipación, doña Claudia dejó de repartir sus limosnas que, a partir de entonces, echaba en el cepillo de Santa Rita. Por su parte, el señor párroco conminó a los pedigüeños de plantilla a que abandonaran su puesto de trabajo en la escalinata del templo y se reintegraran a una vida laboriosa.

Como tanto mendigo como hay por esas calles no puede esconderse debajo de la alfombra, el Consistorio decidió dar una asignación mensual de 300 euros y convertir a los pobres de pedir en parados de larga duración. Con lo que se lograba una hábil maniobra política: de un plumazo, desaparecían de las calles 900 (así, a bulto) mendigos, que pasaban a integrar las listas de parados. Un porcentaje imperceptible, habida cuenta las estadísticas del paro. Además, todo el mundo sabe que el paro siempre es culpa del gobierno y eso le produciría unos réditos electorales suplementarios al señor alcalde.

Pasadas las primeras semanas de desconcierto, Antonio se adaptó a la nueva forma de supervivencia. Con los 300 euros, alquiló, a medias con su colega Medardo, una habitación en una pensión de la Cava Baja. Cada mañana, se iba a la cola del INEM y se codeaba, no solo con peones de la construcción, sino con fisioterapeutas, oficinistas, informáticos, licenciados, economistas en paro… Con su optimismo característico, descubrió que acababa de ascender en la escala social, de mendigo a parado, cuando lo normal era hacer el camino al revés.

El señor alcalde, por su parte, había dejado la ciudad libre de mendicidad y las encuestas sobre intención de voto le daban como ganador. Antonio el Guripa, olvidada su despreocupada vida de mendigo, tuvo que adaptarse a su nueva profesión de parado de larga duración: abrir una cuenta corriente para recibir el subsidio, inscribirse en las listas de votantes y contribuyentes, comprarse un móvil, ver la tele, darse de alta en el Twitter, pagar facturas con IVA, aguantar el acoso de los bancos para que comprara fondos de inversión y de las operadoras de telefonía que le ofrecían tarifa plana en Internet, y todas esas obligaciones que conlleva el ser un ciudadano de pleno derecho.

El señor alcalde se había librado de un problema. Antonio, el ex mendigo Guripa, comenzaba a tenerlos.                                                         

miércoles, 9 de marzo de 2022

El reto.-

 


Es condición del jubilado tener más vida vivida que por vivir. Por eso, de tarde en tarde, echa uno la vista atrás para no olvidar lo vivido. Pues si mira hacia delante, aun cambiando la experiencia por la esperanza, ignora lo que vivirá, cuánto  y cómo. 
Viene al caso lo dicho, estimado e improbable lector, porque este jubilata, de vez en cuando, hace prospecciones arqueológicas en la memoria externa de su ordenador. Allí está la única referencia cierta de lo que un servidor dejó escrito mientras vivía, porque escribir es una forma de constatar que se vivió. 
Trascendencias aparte, escarbando en los posos estratigráficos de lo allí acumulado, encontré este pequeño relato, escrito en 2003, en un taller de escritura al que solía asistir. Te lo paso por si quieres entretener un rato tus ocios. Dice así:

 

“Era la misma mujer que decían que había estado en la cárcel. Era buena camarera; le sirvió un buen café caliente…”, y a él le pareció que, a partir de este arranque, tomándose su tiempo, lograría escribir un buen relato. Al fin y al cabo, le habían despedido del trabajo, y no tenía nada mejor que hacer... Aunque, no, no estaba dispuesto a que Cristina, profesora del taller de escritura creativa, le impusiera condiciones a la hora de escribirlo, y decidió que se saltaba las reglas del juego que previamente les había dado.

Que aquella camarera anoréxica, de ojos como simas, hubiese pasado una temporada a la sombra no tenía para él ningún interés, aunque sí apreciaba su profesionalidad: nadie como ella preparaba aquellos cafés negros y cremosos. Y si no, que se lo dijeran a Clara, su amiga feminista, con la que acostumbraba a reunirse en aquel bar.

Por lo demás, no le parecía a él que haber llamado babuino a su jefe fuese motivo suficiente de despido; pero así fue, porque al imbécil se le ocurrió mirar el diccionario. Este fin de semana prescindimos de sus servicios, le había dicho aquel papión cinocéfalo. El maldito catarrino le había despedido, y todo por un exceso verbal puramente zoológico. Como si ser culto fuese un delito.

Y por eso estaba allí Clara; para consolarle, como otras veces. Feminista militante, había sido en los quince últimos años su mejor amigo, su camarada, su confidente y su paño de lágrimas, pero nunca se habían acostado juntos. A ella no le hubiese importado: total, un intercambio de fluidos corporales y un poco de calistenia sexual. Ella le solía insistir: mejor con un amigo que con un desconocido. Pero a él le humillaba saberse tratado como hombre objeto por aquella fémina de ovarios poliédricos, y nunca accedió.

Lo del despido era irremediable y uno de tantos episodios lamentables, consecuencia de su inadaptación al medio. Clara, como siempre, se lo hizo ver con la contundencia que ponía en sus opiniones, más brutales cuanto más sinceras, a fuerza de amistosas. – Vete de esta ciudad. En Valladolid tengo una amiga que te dará trabajo. Ya he hablado con ella – le animó. Y encendió un cigarrillo.

Pero quedaba pendiente un asunto que debía resolver en una hora escasa: lo del reto que le habían propuesto a través del correo electrónico. Sólo quería demostrar que, al menos en eso, era capaz de hacerse valer. Pero, por otro lado, le reventaba ajustarse a normas impuestas por aquella engreída de Cristina.

Y qué si ha ganado un premio de relatos – le comentaba a Clara –. Eso no le da derecho a complicar la vida a la gente. Podía echarnos una tarea más fácil ¿No crees?

Pues escribe un micro relato – le sugirió ella –, y deja de darle vueltas, hombre. ¿Quién te mandó meterte en un taller de escritura?

La idea podía funcionar. A ver: “Era la misma mujer que decían que había estado en la cárcel. Era buena camarera; le sirvió un buen café caliente, y a él le pareció que... el tipo acodado en la barra era un madero de mala baba, y que se dedicaba a acosarla.

Puesto que le habían echado del trabajo y se iba de la ciudad antes de una hora, no perdía nada haciendo el quijote por aquella anoréxica de ojos demoledores.

Eh, oiga, deje de molestarla – dijo con voz que pretendía ser segura.

El poli le miró con sorna: Ésta no necesita caballeros andantes. Al último lo disolvió en nitrógeno líquido, y ella dice que se fue de viaje. – Y añadió – métase en sus asuntos, amigo.

Pero él estaba fascinado por los ojos dinamiteros que le sirvieron el café, y no se resignó al gesto despectivo del secreta: “Mucha pistola y poca vergüenza, es lo que tiene usted” – le dijo. Y observó a la mujer de mirada con destellos de goma-2 acorralada tras la barra. Por poco tiempo. El policía metió la mano en la sobaquera y le partió la boca con un certero culatazo de su pistola.

Cuando recobró el conocimiento, se descubrió a sí mismo sin dientes, empuñando la pistola y el cuerpo del policía cubierto de sangre. La camarera ya no estaba allí, el sobre de la paga con el finiquito, tampoco”. – Leyó en voz alta.

Dos objeciones – apostilló Clara, siempre en cuarto jodiente – La camarera no debe aparecer en el nudo de la acción, condición indispensable impuesta por tu profesora; y el desenlace con asesinato ya lo empleó, Jose, tu compañero de taller de escritura. Que seas un fracasado reincidente no justifica tu pobreza imaginativa.

De eso nada – protestó él -, ya te lo he dicho: no pienso hacer caso de Cristina. Ella que diga lo que quiera, que yo haré lo que me dé la gana.

Conozco tus rabietas. Sólo sirven para ocultar tu temor a las mujeres –. Ella, parsimoniosa, buscaba un nuevo cigarrillo en su bolso. – No soportas que valgamos más que tú.

No sé ni cómo te aguanto – protestó de nuevo él –. Me acosas sexualmente, me humillas porque me niego, y, encima, me reprochas mis fracasos. No entiendo por qué soy tu amigo.

Porque soy la única persona que te quiere. – Clara sorbió un poco de café y dio una calada al cigarrillo. –  Inténtalo de nuevo, cariño – añadió.

A regañadientes, inició otra vez el relato: “Era la misma mujer que decían que había estado en la cárcel. Era buena camarera; le sirvió un buen café caliente, y a él le pareció que... tenía aspecto de drogata a medio regenerar: extremadamente delgada, manos huesudas y venas azules, y unos enloquecedores ojos brillantes, consecuencia de sus viajes alucinados a lomos del caballo.

Somos complementarios – pensó –, Unos cabalgan quimeras ocultas en agujas hipodérmicas, mientras que a otros nos cocea la rutina. Si ella me quisiera, volaríamos juntos.

Y, por qué no. Tomó el café y regresó al trabajo en la farmacia. Cogió las tijeras, acorraló a su jefa en la rebotica, forcejearon y le abrió dos ojales gemelos en la garganta. La verdad, le tenía ya ganas. Demasiados años aguantando a aquella arpía.

No me despides, que me voy – dijo él, jadeando por el esfuerzo.

Abrió el armario de seguridad, cogió las anfetas, las ampollas de morfina, antidepresivos y ansiolíticos. Cualquier pastilla que sirviese para desbocar un cerebro. Vació la caja registradora y fue a buscar a su compañera de viaje. En una hora, la libertad.

Ella le dijo: pierdes el tiempo; ya no viajo, ya no sueño, ya casi ni soy. Sólo el cuerpo me sobrevive. Su desaliento era más negro que el café que le ponía en ese momento – Éste va de mi cuenta.

Y ella cogió el teléfono para llamar a la policía.

A ver qué te parece esta vez –. Pero no miró a Clara, sino a la camarera. Ésta llevaba casi una hora oyendo sus historias y cabreándose por momentos. Eran ya cuatro años, desde que salió del talego, aguantando tras la barra a fulanos de todo pelaje: borrachos domésticos, graciosos de barrio, machistas acomplejados, babosos hambrientos de sexo, depresivos que se sicoanalizaban gratis a cambio de una cerveza... Pero nunca, nunca, ningún fracasado la había herido tanto. Le hacía recordar una y otra vez el gran fracaso que era su vida. Y el tipo insistía, insistía. Y, encima, se lo preguntaba a la cara, con todo descaro…

No aguantó más. Se puso frente a él, mostrador por medio, y con un porta de la cafetera, de un golpe certero, le aplastó las narices. Pillado de improviso, se cayó del taburete y se quedó sentado en el suelo, de culo, frente a las piernas de Clara. Incapaz de entender, sólo acertó a observar que ella vestía una minifalda. Que la frontera entre ésta y aquellos muslos de mujer cabal era una zona que nunca había explorado; que ya eran quince años, y que ya iba siendo hora.

Acuéstate conmigo, Clara – hipó, mientras escupía posos de café.

Clara daba la última calada a su tercer cigarrillo – ha pasado tu hora, mi amor.

 

sábado, 12 de febrero de 2022

Mani de jubilatas. -

 


Andan los pensionistas soliviantados con eso del recorte de pensiones desde los tiempos de la Báñez, esa impresentable ministra de Rajoy que encomendaba la resolución de los problemas sociales a la virgen del Rocío mientras nos subía las pensiones de cuartillo en cuartillo anual, y encima se cachondeaba de nosotros con la carta que nos enviaba cada mes de enero presumiendo de la subida.

En alguna de aquellas manifas participé yo más por desahogo que por convicción de que aquello se arreglase. Que no se arregló, sino que empeoró con aquella perniciosa ley de reforma laboral del malhadado Rajoy, que Pedro Sánchez ha descafeinado un poquito para que todo siga igual. Pero, al menos gritábamos nuestra frustración en la calle, que eso da como mucho alivio a las tensiones sociales y uno regresa a la resignación de siempre con la satisfacción del deber cumplido.


Pues eso, improbable y caro lector, que cumpliendo el refrán del animal que tropieza dos veces en la misma piedra, hoy día 12 de febrero, cuando escribo ésta que lees, he estado en la manifestación en defensa de las pensiones, convocada por la confederación de asociaciones de jubilados de todas las Españas aquende y allende las taifas autonómicas.

Muchos, muchos, no hemos sido, que calculo que todos cabíamos en un tren del metro en hora punta. Un poco apretados, eso sí, y con mascarilla. Ya se sabe que el jubilado en general, por cuestión de la edad provecta que nos habita, la desgana artrítica que nos anquilosa y las obligaciones domésticas paritarias que nos atan desde que abandonamos el machismo para aspirar a la posmodernidad, hemos perdido la fe en la acción directa y creemos más en las series del Netflix ese que adormece nuestras dendritas neuronales.


Aun así, un puñado de irreductibles pensionistas hemos ido a gallear un rato a Callao con la pretensión de llegar hasta el Congreso de los Diputados. Claro que los Padres Conscriptos de la Patria estaban muy enfrascados en lo suyo como para prestarnos atención, así que la policía, con buen criterio y para no entorpecer sus arduas deliberaciones, nos ha puesto barreras azules a 50 metros de la puerta de las Cortes. ¡Somos pensionistas, no terroristas! Hemos coreado, pero ni flores. No es que Sus Señorías no nos prestasen atención, es que, por norma, al Hemiciclo no llegan la voz de los ciudadanos. Ya nos ponen una urna cada cuatro años, para roamos el hueso.


Recortan sanidad, recortan las pensiones. A ver si se equivocan y se cortan los cojones
, coreaba el personal con entusiasmo. Alguna vez algún filólogo debería hacer una tesis doctoral sobre el valor del ripio en las manifestaciones populares. El ripio es una forma espontánea de poesía popular que dice, de forma sentenciosa, aquello que el pueblo soberano siente y no sabe expresar como pensamiento complejo. Corear un ripio con una musiquilla elemental es una poderosa forma de cohesión social en toda manifa que se precie. Pensionista p’adelante, y al que no le guste, que se joda y que se aguante, o, No falta dinero para las pensiones, aquí lo que sobra son muchos ladrones, coreado con recochineo y convicción por una masa, es un aglutinante que compacta mucho. Y no es que un servidor quiera ponerse escatológico o faltón, sino que lo escribo aquí a modo de ilustración al lector.


Respecto a la organización, nada que objetar; todo estaba previsto y cada cosa en su lugar, empezando por un jubilado tullido que pusieron en silla de ruedas motorizada por delante de la pancarta de cabecera. Eso atrae mucho los buenos sentimientos de los curiosos que por allí pululaban y de las cámaras de las teles, siempre ansiosas de casquería sentimental con que cebar el morbo de sus adictos. Psicología de masas, deben llamar a eso…


El recorrido también estaba bien pensado, Gran Vía abajo, hasta Cibeles, pasando por el Banco de España, donde hubo un recuerdo para el continente (Ahí está la cueva Alí Babá) y el contenido, o sea, su Gobernador (Rescatas al banquero y jodes al obrero). De pasada, el despacho del alcalde a quien se dedicó un Hoya, hoya, hoya, Almeida cara… lo que sigue. En fin, uno no querría abundar en exabruptos rimados que terminan por desmerecer la intencionalidad de la convocatoria.

Por lo demás, bien. Esperando con ilusión la próxima mani para tomarse un desahogo popular que, como ya se ha dicho, alivia mucho las tensiones sociales del personal cabreado. Que no se diga que los jubilatas no tenemos marcha: Menos banderas, más enfermeras, más si tenemos en cuenta que, con nuestra senectud y a pesar del entusiasmo, estamos más para lo segundo que para lo primero.

 

martes, 18 de enero de 2022

Contar la vida. -


Cuenta Augusto Monterroso que su personaje Leopoldo Ralón era escritor de cuentos. Pasaba los días en la biblioteca pública documentándose para escribir el cuento perfecto. Durante días y días, y semanas y más semanas, tomaba notas de todo aquello que diera verosimilitud a su relato. El problema era que, pensando en escribir el cuento definitivo, las notas se amontonaban en sus cuadernos, pero la inspiración no acudía. 

Pero él, lo que se dice vocación literaria, tener sí tenía y para demostrárselo a sí mismo, empezó a releer su diario. Decía tales cosas como lo que sigue: Martes 12, Hoy me levanté temprano, pero no me sucedió nada. O como esta: Miércoles 13, Anoche dormí toda la noche. Cuando me levanté estaba yoviendo (sic), así que no tengo aventuras que anotar en mi querido diario.

Tiene su ironía que Monterroso, el hombre que escribió el microrrelato perfecto (Cuando despertó, el dinosaurio seguía allí) nos monte un relato tomando como personaje escribidor a un simple que tropieza a cada paso con la ortografía. Y todo porque Ralón, que llevaba un libro a la casa de empeños para sacarse unos centavos, se tropezó con don Jacinto. Éste, al verle con un libro bajo el brazo, supuso que Ralón era literato y le preguntó si escribía poesía o cuentos. Cuentos, replicó porque le dio vergüenza decir que iba a empeñarlo; y añadió: Mañana voy a empesar a escribir un cuento, es fácil sólo tengo que imaginar una cosa y escribirla. Y así nació la vocación literaria.

Pensando en ello, se me ocurrió que podía recurrir a mis diarios personales en busca de inspiración para mi bitácora en esta primera entrada de este año de 2022. Ni corto ni perezoso, como Ralón en la biblioteca, empecé a documentarme. Más bien auto documentarme, en un proceso de autofagia literaria. O dicho llanamente – paciente lector –, una excusa para ir embuchando texto sobre la pantalla en blanco del ordenador, de la misma forma que los escribanos del XVI escribían en letra procesal encadenada, a tantos maravedíes la línea.

¿Y qué mejor que empezar por el día 1 de enero de 2001? Ya el subtítulo que presidía el diario de aquel año tiene su enjundia. Porque en aquellos días se discutió si el siglo XXI había comenzado en el 2000, o éste era el último año del S. XX, y dice así: Año 2001 (Y llegó el nuevo milenio, para quedarse, me temo). Ni Leopoldo Ralón hubiera tenido esa sutileza de pensamiento, y a este jubilata le salió así, por pura inspiración y de corrido.

Le hago gracia al paciente lector de transcribir todos mis diarios, que se iniciaron en 2000 y aún siguen en vigor. Obligarle a su lectura sería ensañamiento. Sólo le dejaré este botón como muestra: 01.01.01. Los primeros españolitos que han venido al mundo en estas tierras, que algunos seguimos llamando España, han sido un niño peruano en Valencia y una niña guineana en Madrid; eso sí, hija de una inmigrante clandestina. Y ese es el signo de los tiempos: nuestras mujeres ya no paren criaturas y la “raza” tiene que alimentarse de pueblos pobres, pero prolíficos. Vamos al mestizaje, mal que pese a los profetas defensores de las esencias de algunos pueblos hispanos.

Y este otro botón, como muestra del último párrafo de las últimas anotaciones del último día del mismo año: Aquí, ayer, el Hombrecito del Bigote ha recibido de manos del presidente belga la bandera de la Comunidad Europea y toca presidir la Comunidad durante los próximos seis meses. Aznarín aprovecha para hablar del cerco al terrorismo y del cierre de sus fuentes de suministros financieros; mientras, en el Parlamento vasco aprueban hoy los presupuestos con ayuda de Batasuna y la ausencia del PSOE y PP. Favor que el PNV tendrá que pagar, claro. Mañana comienza a funcionar el euro como moneda única… Eppur si mouve. ¡Qué planeta, Miquelarena!

No se admiten reclamaciones. Como Pilatos, quod scripsi scripsi.

viernes, 24 de diciembre de 2021

El antígeno de navidad.-


-Quién da la vez… - pregunté en la cola. – Servidora, me respondió una señora que estaba con el carrito de la compra. Acababa yo de llegar a aquella farmacia que hacía el número n + tropecientos de todas las ya recorridas. Dominado por la última histeria colectiva, yendo de cacería del test de antígenos que regala graciosamente la Comunidad de Madrid a sus súbditos, me había recorrido todas las farmacias del barrio y aledaños. Incluso intenté sobornar a nuestra farmacéutica habitual, quien, aparte de ponerse muy digna, se le había acabado la remesa.

Andaba yo con prisas porque tenía que ir a Ahorra Más a comprar los langostinos de navidad y otros mandados para el avituallamiento doméstico, según la nota que me había pasado la mi santa. Estábamos invitados a cenar fuera de casa y, sin el certificado de vacunación y la prueba negativa de antígenos, la familia te repudia incluso en las más entrañables fechas navideñas. Así que aquella farmacia era mi última oportunidad.

-Señora – le dije – le compro la vez. – Verdes las han segado, respondió. Y me dio ostensiblemente la espalda. – Le regalo tres mascarillas quirúrgicas – insistí. Nueva negativa. – Le canto un villancico tradicional – volví a insistir. Yo estaba dispuesto a cualquier humillación por conseguir un palito de esos. – Esto empieza a ser un acoso – replicó ella, ya francamente incómoda. 

Me resigné a esperar.

Después de todo, no era la primera vez que hacía una cola. En Doña Manolita pasé cinco horas haciendo cola para comprar un décimo del número capicúa que me salió en el tique de la frutería el día 22 de noviembre. Una premonición que no podía fallar. Solo que los premios gordos salieron en la estación de Atocha y la red ferroviaria se encargó de desperdigarlos.

También he hecho una larguísima cola en Ipanema, la panadería de por cerca de Arturo Soria, donde es fama que hacen los mejores roscones de reyes. Aunque cuando me tocó la vez, ya se habían agotado y tuve que llevarme una chapata por no perder el viaje. Y en el Lidl, donde el antiguo cine Canciller, cuando pusieron a la venta una partida limitada de turrones variados en oferta que, si comprabas el lote entero, te ahorrabas 5 €. Y hasta he hecho cola delante del quiosco de la ciega en la plaza Virgen del Romero, donde es fama en el barrio de que tiene mano de santa para dar rascas.

O sea que por hacer cola no era, que, sin ir más lejos, en la charcutería del Ahorra Más la hago cada vez que alguien delante de mí pide 200 gramos de jamón de recebo cortado a cuchillo, 150 gramos de chorizo de Cantimpalo en lonchas finas, otros 150 gramos de queso en barra Aldi para sandgüiches, otros 150 gramos más de jamón de york en oferta…

Pero eso no es lo mismo que ir a por un test de antígenos de regalo de la Comunidad de Madrid, cuyos próceres miran tanto por la salud pública como por el bienestar y la felicidad social, cuando llenan de terrazas las aceras para que el pueblo madrileño tome sus birras sin mascarilla, pero en libertad, y no como esos comunistas que etc., etc.

O sea, que no es solo porque la familia te repudie en la entrañable cena de Noche Buena. Es también por no hacerles el feo a los políticos que se desviven por el bien público, quienes, al comenzar la pandemia el año pasado – cuando salíamos a la ventana a cantar el “Resistiré” –, nos regalaron una mascarilla FFP2 y ahora nos regalan el test de antígenos salvador.

Me temo que esta, a pesar de todo, entrañable noche de navidad, tendremos que pasarla la santa y yo solos en casa. Ya hemos sacado los langostinos a descongelar, pondremos uno volovanes con ensaladilla rusa del súper y adornaremos la mesa con velitas de la tienda del chino de la esquina. No faltará detalle porque hasta pondremos en el tocadiscos el villancico de la Negrina, ese que dice San Sabeya Gugurumbé, esa ensalada de canciones populares de Mateo Flecha el Viejo.

https://www.youtube.com/watch?v=g_zrLRJs5Pg

Y, si no es esta navidad, será la próxima cuando consigamos el ansiado test de antígenos y celebremos en familia extensa las ya dichas fechas entrañables, cava extremeño incluido. Porque, como decían cuando yo era niño: hay más días que longaniza.

 

lunes, 13 de diciembre de 2021

La belleza de lo sencillo. -

 


El caso es que este domingo pasado he ido, por causalidad, a ver una exposición de Giorgio Morandi a la fundación Mapfre. También es cierto que la visita estaba prevista en mi apretada agenda de jubilata ocioso, pero no para tan pronto. La culpa fue del transporte público, que me hizo perder mucho tiempo y me obligó a cambiar de planes sobre la marcha. 

Porque eso de cambiar de planes en  un visto y no visto es lo que tenemos de bueno los mayorones ociosos; o sea, que somos muy versátiles a la hora de tomar decisiones y capaces de navegar incluso con el viento de proa. Dicho queda a modo de justificación del por qué de esta visita improvisada.


Pues eso. Morandi es, con sus estantes de botellas alineadas, sus tarritos, sus vasos, sus floreros y demás poterie, reproducidos con mínimas variantes hasta la saciedad durante años, un remanso de paz tras la barahúnda atropellada de las vanguardias del siglo XX. Es una pintura de temática repetitiva, con ligeras variantes, que tiene como objeto “alcanzar la realidad de las cosas”, según nos dice el propio pintor. Y nosotros, observadores atentos, estamos convencidos de alcanzar esa realidad en la pura sencillez de sus composiciones.


Pero no es que esas escenas repetitivas de menaje doméstico nazcan de la nada. Es que tienen un aire como de composiciones cubistas, pero apaciguadas por la tranquilidad que proporciona la representación de objetos inanes alineados sobre un anaquel. Porque, según se ha dicho, la pintura de Morandi pretende ponernos en contacto con la realidad a través de los objetos cotidianos. Y uno agradece tan modesta pretensión, pues le da al observador atento aquel sosiego doméstico de cuando era niño y veía la vajilla doméstica alineada en el vasar de la cocina.

Pero hay algo más en la intención, esa mañana de domingo, de nuestro admirado Morandi en sus floreros con sus modestos ramilletes de flores silvestres. Hay como una intención de recordarnos las “vanitates” barrocas: la belleza que se marchita y nos recuerda aquella poesía de Góngora; …se convierta en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada”.


Y que el improbable lector sepa perdonar estos trenos gongorizantes, alejados de la simplicidad de la pintura de Morandi. Téngase en cuenta la formación escolar de quien esto escribe, que fue bachiller en letras y es cosa que marca para toda la vida. 

De todas formas, esos ramilletes de flores efímeras contrastan con la durabilidad que les da la pintura al plasmarlas sobre el cuadro, quedando fijadas en el tiempo. Ser a la vez fímero y permanente, es el milagro del arte.

Así, el observador se encuentra ante la apreciación estética de las imágenes en su simplicidad más elemental, a la vez que reflexiona sobre el paso del tiempo. Aunque eso de conjugar la simplicidad estética con la fugacidad del tiempo, claro está, lo hará si tiene cuerpo para meterse en filosofías de difícil desentrañamiento por el simple hecho de ver un florero de factura sencilla – apenas unas gamas de blancos degradados en tonalidades para insinuar volúmenes -.

Porque esa particularidad tiene la pintura que vemos esta mañana de domingo: que el señor Morandi ha empleado el color blanco degradándolo en distintos tonos, convirtiendo el objeto en una casi abstracción. Nada hay más abstracto y surrealista que la pura realidad, decía el pintor. El visitante, que ha de fiarse de lo que pensaba el autor mientras pintaba sus botellas y cacharritos alineados sobre la mesa, no está dispuesto a contradecirle. Ni se atreve.

También en la exposición puede uno ver toda una colección de aguafuertes en los que las zonas de la plancha, no mordidas por el ácido, dan, sobre el soporte en papel, volúmenes a las imágenes.  Son grabados que representan paisajes, naturalezas muertas, floreros, usando del blanco del soporte, gradaciones en negro y grises de las tintas. Y no se moleste el curioso en leer las cartelas con los títulos buscando una explicación, porque éstos le dirán: Natura morta con quattro, quinque, dieci… oggetti.


Y ya fuera del menú. Al entrar en la primera sala, llama poderosamente la atención el extintor, de un rojo intenso, sobre su soporte vertical, como un guardián protector de tanta obra delicada como allí se expone. El contraste entre la solidez cilíndrica y rojiza – y hasta un poco agresiva – del extintor y la liviandad de la larga serie de botellas y vasos de los cuadros, debería ser objeto de reflexión por parte del visitante.  Pero en el contexto tan formal de una sala de exposiciones, si el visitante se siente fascinado por la dicha solidez cilíndrica del extintor, o es un esteta excéntrico, o le está buscando tres pies al gato. Y no es plan, oiga…

jueves, 11 de noviembre de 2021

Acoso.-


Imagínese el improbable lector: uno está tranquilamente en su casa, entretenido en sus cosas de jubilata moderadamente feliz, cuando suena el teléfono impertinente. 

Uno deja el asunto en que se entretenía, verbigracia: leyendo un novelote de 862 páginas referente a la invención del cristianismo por parte de Prisciliano, bajo el mandato de Constantino el Grande, quien quiere unificar el imperio bajo una sola religión. Tremendo. Un tanto indigesto desde el punto de vista narrativo, pero con pretensiones de veracidad, según documentos aportados por el autor. Podría encasillarse entre aquellas novelas de tesis del XIX, como las de Pedro A. de Alarcón, don Benito el Garbancero, o el montañés José Mª Pereda. Pero con menos oficio.

O bien, uno está enfrascado en una partida de ajedrez donde tu rey enrocado está sufriendo el ataque con la dama (D f5) y un alfil (A e4) del contrario, en lo que suelen llamar “el trenecito”. Estás en una febril actividad neuronal para que no te den matarile.

O bien, hoy te toca hacer de master chef doméstico y estás preparando una sopa de espárragos, plato típico ribereño que aprendí de mi madre. Todos los ingredientes están sobre la encimera y en orden de batalla, dispuestos a entrar en liza.

Pues eso, de repente suena el teléfono. Tu concentración se va al garete.

El teléfono insiste, insiste. Tú empiezas a ponerte de los nervios.

El teléfono, por fin, se calla. Tú empiezas a recomponer tu equilibrio neuronal para orientar todas tus energías mentales al asunto en el que estabas.

Pero era una falsa tregua. A los pocos minutos, el teléfono vuelve a sonar con insistencia malévola. Miras la pantalla. Es el mismo número de antes. Te cabreas y empiezas a desbarrar. Ni puedes leer, ni puedes cocinar y, lo que es peor, te han dado jaque mate por pardillo, cuando lo estabas viendo venir.

Dispuesto a estrangular al llamante, coges con rabia el teléfono y dices un ¡¡¡¡DIGA!!!! que es como un cagamento. Es una ONG que quiere salvar a las mujeres afganas del maldito burka; es una ONG que quiere vacunar a los haitianos contra el cólera; es una ONG que quiere construir escuelitas para niños africanos perdidos en la sabana de no se sabe qué república africana; es una ONG animalista…

Te muerdes la lengua y aguantas el speech (puto anglicismo por discurso) del captador de donativos quien, al notarte tan dócil, no solo quiere una aportación puntual, sino hacerte socio de cuota mensual para suprimir el denigrante burka de las mujeres afganas, para comprarles miles de vacunas contra el cólera a los haitianos, para fabricar muchas, muchas escuelitas para niños africanos, para dar un hogar digno a perros abandonados por sus pérfidos amos…

Te juras que nunca, nunca, pero nunca más volverás a coger el teléfono cuando se trate de un número desconocido.

Pero eres un ingenuo. El teléfono sonará varias veces a lo largo del día y durante días consecutivos, semana tras semana. El acoso no da tregua. Tú no coges el teléfono, pero a ellos les da igual. Estás en la lista de posibles donantes y allí seguirás hasta la consumación de los siglos, sufriendo el acoso telefónico. Como si estuvieras confinado en aquel círculo infernal donde el Dante aherrojó a los tontos de capirote.

Dilecto, aunque improbable lector, no es coña. El acoso telefónico no cesa desde octubre. He tenido la paciencia de anotar las llamadas de este mes y, de momento, ya son veintiuna, hoy día 10 de noviembre en que escribo esta entrada en mi bitácora. De todas ellas, seis en el móvil. Solo seis porque las mando a ese limbo de los números bloqueados, hasta que se han dado cuenta. El resto de llamadas se acumula en el teléfono fijo, tan desvalido el pobre frente a las agresiones de los call center humanitarios.

Te evito, paciente lector, la relación de los números telefónicos desde los que han llamado a casa, con sus horas y sus días correspondientes. Pensaba dejar aquí la relación de todos ellos – a modo de exposición en la picota – para vergüenza pública, pero me parece una crueldad innecesaria hacia ti, lector. Ya es bastante con que tengas la paciencia de leer todo lo anterior.

Y no es que este jubilata tenga inquina a las ONGes, porque he sido voluntario en una durante tres años y colaboro, como donante, con dos prestigiosas; es que me niego a que una barahúnda de ellas, con la excusa de salvar a la doliente humanidad, se empeñe en atosigarme para esquilmarme el vellón, como si fuera una oveja merina.

 Por no insistir más, añadiré una experiencia al alcance de cualquier contribuyente: Si uno, por la mañana temprano, sale del metro de Callao, cruza su plaza y baja por Preciados hacia Sol, se verá asaltado, cada pocos pasos, por un voluntario (él o ella) dispuesto a inscribirle en la ONG que le tiene allí, a pie quedo, a la espera de que un alma bondadosa se dé de alta y así poder cobrar una pequeña comisión.

Y si te escabulles, habrá otro al acecho diez pasos más abajo. Tienen patente de corso y tú eres un navío al pairo.  

¡Qué via má amarga!, como dice mi vecino el depre.

viernes, 8 de octubre de 2021

Presente y pasado. -

 


Recuerdo que, siendo niño en Cortes de Navarra, a veces mi madre me mandaba a la tienda a comprar galletas María para el desayuno. Vivíamos en un cuartel de la guardia civil que estaba en condiciones deplorables, con el basurero en una esquina del patio, una letrina común para todas las familias allí alojadas y un único grifo con agua corriente en una pila de lavar la ropa, también en el patio. Eran, como puede suponer el improbable lector, aquellos tiempos gloriosos de por el imperio hacia dios, en los años cincuenta del siglo pasado.

Yo apretaba en mi puño las perragordas que me daba mi madre para pagar las galletas, cruzaba la calle, y entraba en la tienda de ultramarinos que había enfrente del cuartel. Me fascinaban las galletas María, tan perfectamente redondas y planas, tan tostaditas, tan sabrosas. El tendero hacía un cucurucho con papel de estraza, habría una lata cuadrada, donde las galletas venían apiladas en columnas cilíndricas, y sacaba un puñado que depositaba en el cucurucho y pesaba en una balanza.

Dos misterios fascinaban mi imaginación de niño: que el tendero, antes de pesar, siempre, siempre pusiera en el cucurucho el cuarto de kilo exacto, galleta arriba, galleta abajo, y, sobre todo, la presencia de esos agujeritos simétricamente repartidos por la cara superior de las galletas.  Con el tiempo aprendí que lo de coger la cantidad exacta de galletas era cuestión de habilidad y práctica, como ahora, cuando voy a Ahorra Más a comprar doscientos gramos de jamón de York. El charcutero es que clava el peso, a veces con diferencia de apenas unos gramos. 

El tendero de mi infancia y el charcutero de mi vejez es que son unos profesionales, cosa que antes ignoraba y ahora sé. Pero la perfección en el oficio, con ser tan meritoria, le quita muchos puntos de misterio a aquellos recuerdos de mi lejana niñez y me resulta indiferente en la actualidad. Uno lo da por supuesto y ni presta atención.

Este jubilata hace tiempo que ha perdido la inocencia de aquellas galletas infantiles del desayuno, y solo le queda la indiferencia ante la habilidad del charcutero; y encima, en la caja, uno paga con tarjeta de crédito. Las perragordas (ochenas, las llamábamos entonces) han dado paso al plástico con banda y chip magnéticos. Pura entelequia monetaria frente a aquellas perragordas de aluminio tan manoseadas y tan físicamente presentes.

Informatizado y carente de imaginación, así me veo en mis años provectos. Pero, en las hilachas de infancia que aún se agazapan en los pliegues de mis redes neuronales, seguía vivo el misterio de los agujeritos simétricos en la superficie de las galletas María. Lo cual todavía me traía breves chispazos de aquella lejana fascinación que sentía de niño cada vez que iba a la tienda de ultramarinos. Hasta que leí el otro día la noticia en ese agregado de noticias que aparece en el Google de mi móvil: ¡Resuelto el misterio de los agujeritos en las galletas María!

Cuando lo leí, fue como romper los leves asideros que aún me unían a mi memoria de niño; esas briznas de recuerdos infantiles a las que uno se aferra para reconocer al anciano escéptico de hoy en el chaval inocente que fui ayer en aquel pueblo de la Ribera de Navarra.

El tal misterio infantil de los agujeritos perfectos en la María ha resultado ser una mera cuestión práctica: una máquina hace las perforaciones en la superficie de las galletas antes de ser horneadas. Por allí se desprende el vapor de la masa y se evita que se abulten al cocer, de forma que cada galleta sale plana, en una circunferencia perfecta y uniformemente tostada.

En mis noches de insomnio, últimamente, pienso quién ha podido ser el imbécil que ha desvelado un secreto que alimentaba mi imaginación de crío, y con qué fin avieso lo ha hecho. Porque estoy seguro que lo ha hecho adrede, para jodernos la vejez y matar la última ilusión a quienes, como yo, fuimos niños de escuela pública, de cuando la letra con sangre entra y palmetazo con la regla si no sabías la lección. Porque, frente a la dureza de aquello años, la disciplina escolar, la falta de higiene y la escasez en ropa y comida, alimentábamos nuestra imaginación con insondables enigmas, como el de los agujeritos en las galletas María.