Fue como una invitación a la rechifla. Cuando el señor Ossorio, portavoz y consejero de Educación del PP
en la Comunidad de Madrid, miraba debajo del atril buscando pobres, me acordé.
El hombre de buen traje y apostura ponía todo su afán en ver si encontraba algún pordiosero del millón y
medio de pobres o en riesgo de exclusión social de los que habla el último
informe de Cáritas. Nadie le había dicho que no los encontraría desde lo alto del podio
desde donde ejercía su portavocía frente a los periodistas; que para eso había
que salir a la calle y mirar por los barrios más desfavorecidos de la capital
del reino.
Digo, pues, que era inevitable acordarme de una historieta que escribí hace ya años, cuando
era alcalde de Madrid don Alberto Ruiz Gallardón. El señor Ruiz Gallardón, cuando iba a
su despacho en coche oficial, sí veía a los pobres mendigando por las calles
céntricas de Madrid y le daba vergüenza ajena, pensando en los millones de
turistas que venían a visitarnos cada año.
Tuvo
la ocurrencia alcaldesca, que no pudo llevar a efecto, de asignar una ayuda de
supervivencia a los pobres de solemnidad acreditados en la villa y corte. La idea era sacarlos de las calles y almacenarlos en pensiones y alojamientos de batalla.
La ocurrencia, ya digo, quedó en alcaldada genial y bienintencionada, aunque no
operativa. A un servidor le sirvió para idear la historia apócrifa del mendigo
Guripa, que paso a relatarte, improbable lector, por si te interesa.
Dice
así:
Antonio, al que llamaban el Guripa los del gremio de
la mendicancia, era hombre de buen conformar y nada quejoso del sistema
establecido. Era mendigo y lo de vivir en la calle tenía, en su opinión, sus
ventajas: la ciudad era su casa, por la que no pagaba ni hipoteca ni impuestos.
Era como vivir en un hotel enorme. Una noche dormía en un banco público, otra
en el quicio de un negocio en quiebra, o si hacía frío, en el vestíbulo de una
Caja de Ahorros, junto al cajero automático.
Era lo que más le gustaba. Saberse cerca de aquella máquina con las
tripas llenas de euros le hacía sentirse importante. Era como ser millonario,
pero sin tener que esconder el dinero en un paraíso fiscal. Se acurrucaba con
la espalda contra el cajero y sentía cómo, desde los entresijos de la máquina,
llegaba un ronroneo satisfecho, como de gato bien alimentado. A veces, soñaba
que dormía abrazado a un fajo de billetes.
Lo de comer tampoco le suponía mucho problema. Cuando
no le daban en un comedor de beneficencia, bastaba con meter la mano en las
papeleras y siempre se encontraba algo; si quería darse un banquete, iba a los
súper o a las fruterías cuando echaban el cierre. Allí, dentro de los
contenedores, siempre encontraba yogures pasados de fecha, pizzas y
empanadillas pasadas de fecha, bollería pasada de fecha, frutas podres pero
aprovechables. Tenía buen diente (tres, exactamente) y no hacía ascos a nada.
Lo de la fecha de caducidad tampoco le preocupaba demasiado al Antonio; al fin y al
cabo, él no gastaba calendario y era incapaz de distinguir un domingo de un
jueves. No hay nada como la carpanta para que todo te sepa a gloria, pensaba
Antonio el Guripa, mientras hozaba en los contenedores.
– Guripa, – le decía el Medardo, un compañero de
profesión – eres el tío más feliz que conozco. Y el Guripa, o sea Antonio,
sonreía enseñando las encías viudas y los tres dientes cariados.
En cuanto a los pequeños vicios como el tabaco y el
cartón del Tío de la Bota,
siempre conseguía algunas moneditas en la puerta de la iglesia. Eso sí, un
puesto en la puerta de la iglesia era como ser funcionario. Había que hacer
oposiciones para ganárselo y, una vez con la plaza en propiedad, vigilar la
competencia desleal de los gitanos rumanos. Él, después de varios meses de
interino y a fuerza de sobornos a los veteranos de allí, había logrado plaza en
el tercer escalón de la parroquia Nuestra Señora de la Constipación. La
gente caritativa que iba a misa le daba buenos consejos: Antonio, no te
emborraches; Antonio, no fumes, que es malo para la salud; Antonio, no robes,
que es pecado y el Señor te castigará....
– Señora – respondía él educadamente – soy pobre, no
banquero. Usted disimule, si ofendo…
Además de buenos consejos para la salud del cuerpo y
del alma, aquellos buenos cristianos le daban moneditas de cobre que él
guardaba celosamente en un pañuelo añudado con tres nudos. Luego, con la
chatarra de monedas, hacía montoncitos: las de un céntimo en un montón, las de
dos en otro, las de cinco en otro más, y en cuanto los montones alcanzaban la
altura de un cigarrillo, iba a una tienda de chinos y se compraba el cartón de
vino. Luego, brindaba por la salud de sus benefactores: sangre de Cristo,
cuánto ha que no te he visto…; y, a cada trago que daba, el mundo le parecía
perfecto.
Era el señor alcalde quien no encontraba el mundo
perfecto. Al señor alcalde, por aquello de las elecciones, no acababa de
gustarle tanto desarrapado y pobre de pedir como había por el centro de la
ciudad. Una babel de mugrientos y mendigos de toda calaña, lengua y procedencia
que vivía de la sopa boba y afeaba el paisaje urbano de la capital. No es que
el señor alcalde tuviera nada contra los mendigos, no. Es que afeaban el
paisaje urbano, ya se ha dicho. Pura cuestión – según la prensa adicta –, de
estética urbanística y de justicia social, si bien se miraba el asunto.
– Porque, vamos a ver, – decía doña Claudia – por qué
los pobres de pedir no pagan impuestos, ¿eh? El gobierno nos tiene fritos a las
personas honradas y éstos, señalando al colectivo mendicante, a la sopa boba…
Doña Claudia acudía a misa de siete todas las tardes
y, a la salida, siempre repartía unas moneditas entre la pobretería de la
parroquia de la
Constipación según el escalafón establecido por leyes no
escritas. A los situados en el atrio de la iglesia – por estar más cerca del
Señor, afirmaba con buen criterio la beata – les daba diez céntimos. Según
descendía la escalinata hacia la calle, iba bajando el estipendio, de forma
que, a los que estaban en la calle, a la puerta del templo, solo les daba un
“Dios le ampare, hermano”. Al Guripa, que pedía en el tercer escalón, le
correspondían siempre cinco céntimos. El incremento por desviación del IPC
anual no contaba a efectos caritativos.
– A ver por qué los pobres no pagan impuestos –
insistía ella, un día que hablaba de lo mal que está todo con el señor párroco,
justo cuando pasaban al lado de Antonio.
– A ver… – dijo éste – y las putas, tampoco, y ganan
más que nosotros… Y se divierten más, iba a decir, pero se calló a tiempo. Fue
consciente de que pisaba tierra sagrada, y eso le contuvo.
El comentario le costó al Antonio bajar dos escalones
en el escalafón pedigüeño, del tercero al quinto. A partir de entonces, doña
Claudia solo le daba dos céntimos, y eso con cara de asco. Fue el único
tropiezo serio que tuvo en su carrera de pobre de pedir. Eso y lo de aquella
noche de enero, que llegaron unos bandarras mamados de calimocho y le rompieron
la crisma al grito de ¡¡Emigrantes fuera!! De nada le sirvió decir que él era
nacido en Socuéllamos, le zurraron igual. Claro que el Antonio era de natural
optimista y no se lo tomó a la tremenda. Llegó la policía municipal, llamaron a una ambulancia que le llevó a
la casa de socorro. Allí le curaron, le dieron una ducha y ropa limpia, y
durmió calentito toda la noche. Mejor que en el cajero.
Pero las preocupaciones del señor alcalde eran más
graves. Según las estimaciones, este verano pasarían por la capital cuatro
millones de turistas, y a la capital de la octava potencia económica mundial
había que lavarle la cara. Y, encima, estábamos en periodo electoral. Había que barrer a los mendigos para dar
buena imagen, había que ganar las elecciones y había que buscar préstamos en el
mercado financiero chino para refinanciar la deuda municipal. El señor alcalde
estaba que no dormía de preocupaciones.
Pero al Guripa, que acababa de encontrarse, en un banco del parque,
medio sándwich de sobrasada, no se le alcanzaban estos quebraderos de alta
política. Masticaba con sus tres dientes y miraba las pantorrillas de unas
turistas alemanas.
Por su parte, el señor alcalde no tenía nada personal
contra los mendigos, nunca se insistirá bastante. De hecho, cuando le llevaban
en el coche oficial, desde su residencia al despacho en la Alcaldía, ni los veía. Se
pasaba el trayecto leyendo informes y hablando por el móvil, y ni se daba
cuenta de la cantidad de turistas que pululaban por la Gran Avenida. Cuánto menos del
Guripa, que se rascaba las greñas junto a la fuente de la Mariblanca.
Una ordenanza municipal estableció que, desde el día
siguiente a su publicación en el Boletín Oficial del Ayuntamiento, la
mendicidad quedaba prohibida en todo el término municipal y el variopinto
colectivo de los sintecho (con independencia de su procedencia, lengua, color
de piel o religión) debía integrarse en la sociedad, so pena de confiscación de
limosnas, acoso policial en vías públicas y, en su caso, prisión sin fianza. La
mugre era un desdoro a erradicar y la ciudad, sin mendigos que la afearan,
sería el espejo en el que se miraría toda Europa. El señor alcalde subió en
intención de votos como la espuma.
Antonio, privado de su medio de subsistencia, al
principio andaba desorientado. Ya no podía escarbar en los cubos de basura, ni
dormir en los cajeros, ni tumbarse en un banco público. Incluso en las gradas
de Nuestra Señora de la
Constipación, doña Claudia dejó de repartir sus limosnas que,
a partir de entonces, echaba en el cepillo de Santa Rita. Por su parte, el
señor párroco conminó a los pedigüeños de plantilla a que abandonaran su
puesto de trabajo en la escalinata del templo y se reintegraran a una vida
laboriosa.
Como tanto mendigo como hay por esas calles no puede
esconderse debajo de la alfombra, el Consistorio decidió dar una asignación
mensual de 300 euros y convertir a los pobres de pedir en parados de larga
duración. Con lo que se lograba una hábil maniobra política: de un plumazo,
desaparecían de las calles 900 (así, a bulto) mendigos, que pasaban a integrar
las listas de parados. Un porcentaje imperceptible, habida cuenta las
estadísticas del paro. Además, todo el mundo sabe que el paro siempre es culpa
del gobierno y eso le produciría unos réditos electorales suplementarios al
señor alcalde.
Pasadas las primeras semanas de desconcierto, Antonio
se adaptó a la nueva forma de supervivencia. Con los 300 euros, alquiló, a
medias con su colega Medardo, una habitación en una pensión de la
Cava Baja. Cada mañana, se iba a la cola
del INEM y se codeaba, no solo con peones de la construcción, sino con
fisioterapeutas, oficinistas, informáticos, licenciados, economistas en paro…
Con su optimismo característico, descubrió que acababa de ascender en la escala
social, de mendigo a parado, cuando lo normal era hacer el camino al revés.
El señor alcalde, por su parte, había dejado la ciudad
libre de mendicidad y las encuestas sobre intención de voto le daban como
ganador. Antonio el Guripa, olvidada su despreocupada vida de mendigo, tuvo que
adaptarse a su nueva profesión de parado de larga duración: abrir una cuenta
corriente para recibir el subsidio, inscribirse en las listas de votantes y
contribuyentes, comprarse un móvil, ver la tele, darse de alta en el Twitter,
pagar facturas con IVA, aguantar el acoso de los bancos para que comprara
fondos de inversión y de las operadoras de telefonía que le ofrecían tarifa
plana en Internet, y todas esas obligaciones que conlleva el ser un ciudadano
de pleno derecho.
El señor alcalde se había librado de un problema.
Antonio, el ex mendigo Guripa, comenzaba a tenerlos.