Vayan por delante mis disculpas al improbable y sufrido lector de esta bitácora. Esta tarde he estado revisando el viejo baúl de los recuerdos: entiéndase, el disco duro externo donde guardo las historietas que escribía cuando tenía humor para ello, y bastantes menos años. Para ser exactos, el relato que aquí dejo es de antes de dar comienzos este siglo que vamos sufriendo con entereza. Es de cuando la administración pública española hacía no demasiado tiempo que nos había dado un ordenador a cada funcionario para poner ponerla tecnológicamente a la altura de la europea.
Por aquel entonces, los funcionarios que queríamos aprender a manejar bien aquellos artilugios informáticos hacíamos frecuentes cursos de formación. Nos devanábamos los sesos aprendiendo el MS2 y los rudimentos del Word y el Excel y cualquier técnica de expresión informática que nos alejara de la vetusta Olivetti que nos había acompañado desde nuestra toma de posesión como funcionarios estatales.
Por tomármelo a coña eso de la informática que venía arrasando, decidí escribir un cuento sobre un pobre funcionario a quien las nuevas tecnologías le habían amargado su plácida vida funcionarial. Y para ello empleé una forma de expresión literaria que bien se podía corresponder con el lenguaje pesado y un tanto rebuscado que había sido muy propio de aquella Administración franquista en la que empecé a trabajar.
Total, amigo e improbable lector, que te dejo, a continuación, esa historieta, pero advirtiéndote que el ambiente que ahí se refleja está un poco mohoso, como de cuarto mal ventilado y polvoriento. Si tienes curiosidad y ganas, léelo, y si no, tampoco pasa nada. No por eso perderemos las amistades. Un servidor nunca pretendió vivir de la literatura.
EL FUNCIONARIO RECICLADO.
No podía sospechar aquel anonadado empleado
público que su vida ofreciese algún interés o alguna emoción fuera de su
previsible, regular y monótono
transcurrir de funcionario de medios pelos, hasta que la informática llegó a la Administración Pública.
La
covachuela recóndita, cuyas condiciones de habitabilidad no daban para
llamarse oficina, en la que había enterrado su microscópica vida durante
interminables trienios, era todo su horizonte. Éste, estaba limitado al norte
por la máquina de escribir, al este y al oeste por murallones de expedientes
administrativos nunca resueltos y siempre crecientes, a pesar de su
voluntarioso empeño por darles salida; y si alguna vez miraba hacia el sur, a
veces veía, a veces no, a una funcionaria madre de familia, obsesionada por las
visitas al pediatra, la guardería, los cumpleaños infantiles con los amiguitos
de la urbanización, las escapadas al Corte Inglés y todas las minucias
domésticas que conforman la razón de ser de algunos especimenes femeninos que
tienen su asiento en las oficinas públicas.
Su formación profesional
no había llegado más allá de las innumerables horas empleadas en memorizar
temas para aprobar la oposición y de las 250 pulsaciones exigidas para superar
la prueba de escritura mecánica, después de haber hecho un bachillerato en
letras un poco a salto de mata. Hazte
funcionario – le había dicho su madre – y
tendrás un trabajo para toda la vida, un
sueldecito decente y el porvenir resuelto, qué más puedes pedir.
Como las madres siempre
tienen razón, sobre todo cuando uno no tiene mayores expectativas, puso sus
escasas neuronas útiles (dos, según su Jefe de Servicio: una para leer los
periódicos deportivos y otra para aporrear la Olivetti a una velocidad
endiablada), las puso, digo, al servicio de tan nobles fines como tener un
trabajo estable, ganar un sueldecito decente y resolver su porvenir.
Cierto que el trabajo
era estable, de una estabilidad tan consistente, sólida e inmutable que más
parecía caso de fosilización; el sueldecito, decente, si por tal se entiende un
mediano pasar, un quiero y no puedo; pero el porvenir, lo que se dice el
porvenir, era algo que estaba por llegar y tan ignoto como lo fuera el tercer
secreto de Fátima, hasta que el Papa reinante se arrogó su protagonismo.
En efecto – pensaba él –
el porvenir tiene que ser algo distinto a ese estar siempre igual, a ese
transcurrir sin alteraciones, como una vida de encefalograma plano; si lo
llaman por-venir será porque algo se
mueve hasta que algo llega. Y ese algo por llegar tenía que ser tan importante
como la estabilidad y el sueldecito. Y él, parapetado tras su rimero de
expedientes, esperaba el cambio que augurase el tan ansiado porvenir, el cual
iba a dar cumplimiento a la tercera bienaventuranza vaticinada por la sabiduría
materna.
Y así, sin saberlo, como aquellos incautos que
ignoran que hablan en prosa, vivía la contradicción de la ontología
presocrática, pues mientras que era parmenidiano por oficio y costumbre,
aspiraba a heraclitiano porque el fluir de las cosas le trajera la culminación
de sus modestas aspiraciones.
Algo empezó a cambiar
cuando el Presidente de Gobierno y Líder No Carismático del P.P.S.P. (Partido
Progresista Sin Pasarse) pregonó, al iniciar su segunda legislatura triunfal,
que la
Administración Pública iba a regirse por criterios de
racionalidad y eficacia para homologarse con las de los países europeos. Esto
suponía la introducción de nuevas técnicas de trabajo, redistribución eficaz de
recursos, fijación de objetivos, reciclaje de funcionarios, y un largo etcétera
expresado en una terminología donde los tecnicismos anglizantes y el lenguaje
de alto ejecutivo prestigiaban un proyecto de modernidad que no presagiaba nada
bueno para la masa de grises compañeros de nuestro modesto protagonista.
Y fue tal el revuelo
organizado que, incluso, llegaron noticias dispersas, contradictorias y
terribles a la zahurda oficinaria donde nada había alterado la quietud en
décadas de rutina. No se recordaba allí una convulsión parecida desde la
inquietante y sentida defunción del Autócrata Máximo, padre riguroso pero
justo, benefactor de la turbamulta funcionariesca adicta al régimen entonces en
vigor. Adhesión que, por otra parte, tenía mucho que ver con el instinto de
supervivencia y - si se me permite decirlo - con el complejo edípico que
convierte a las masas en adoradores de esa deidad ancestral que encarna a la
Madre nutricia, con la cual se identificaba de forma obscura y subliminal al
dueño del cotarro patrio.
Nonato, que así se
llamaba nuestro hombre, empezó a arrepentirse de su atrevimiento al desear
ningún tipo de cambio, temeroso de que la mudanza trajese desventura. Porque
desventura era cualquier alteración de la confortable rutina en la que se había
enquistado desde el venturoso día en que recibiera su título de funcionario y
tomara posesión de su puesto de trabajo y de su fiel Olivetti, a la que
profesaba un amor tan profundo que, ni el paso de los años, ni la longevidad de
aquel artilugio mecánico, habían logrado aminorar.
Tanto es así que, entre
sus escasas aficiones musicales, sentía una predilección sin límites por
aquella pieza musical de Anderson en la que la orquesta imita el funcionamiento
de una máquina de escribir, con su golpecito de timbre incluido: ¡Tac-tac-tac-tac,
ring! ¡Tac-tac-tac-tac, ring! No
conocía mejor melodía en el mundo que la música sincopada de su máquina, que
trotaba sobre los adustos papeles oficiales con su ritmo cantarín de caballito
mecánico: ¡¡Tac-tac-tac-tac-tac-tac, ringgg!!
Dios, cuántas horas de felicidad cabalgando sin trabas sobre las áridas
praderas del papel timbrado...
Pero no era él el único
al que las novedades en el mundo administrativo sumían en el desconcierto, ya
que surgieron murmullos quejosos o expectantes, aunque siempre temerosos, entre
los anónimos currantes - por decir de alguna forma - instalados entre mamparas,
estanterías, archivadores y en toda suerte de cubículos en los que se dividía y
subdividía el laberinto ministerial.
Así, la mamá-funcionaria
se soliviantó ante la terrorífica idea de verse reciclada en un eficaz
engranaje del procedimiento administrativo, con merma de sus instintos
maternales, en aras de la homologación europea para mayor gloria del Partido en
el Poder.
No era el caso del
ambicioso Jefe de Servicio, quien, por mor de sus contactos con la estratosfera
administrativa, tenía acceso directo al despacho del Director General de la Cosa, y gran predicamento en
el redil de su secretaría particular. A causa – se decía - de una relación
amorosa y morbosa, ya que compartía con el Baranda los favores carnales de la
eficaz y activa jefa de secretaría. Relación, por otra parte, aunque muy
comentada, nunca demostrada por las malas lenguas, y que, según las peores, no
era más que una especie sin fundamento que el propio interesado había hecho
correr con fines inconfesables, pero siempre interesados.
Lo cierto es que este
burócrata agresivo, ambicioso y trepador fue origen y causa de que el ansiado y
temido porvenir de Nonato empezase a moverse, aunque no en el sentido que éste
hubiese deseado. En efecto, admirador incondicional de la eficacia anglosajona
y calvinista que ve en el triunfo y el dinero la mano de Dios, aspiraba a
convertir la parcela administrativa a su cargo en modelo de organización y
racionalidad que le sirviese de banco de pruebas para demostrar sus dotes de
gestor. De esta forma esperaba concitar la atención admirativa del restringido
círculo de manipuladores de la Cosa Pública y ocupar un sitial entre los
elegidos.
Tras concienzudos
estudios del material humano a su disposición, decidió que debían abandonarse
las viejas rutinas y la mentalidad de funcionario ancien régime dando paso a la implantación de técnicas de trabajo
avanzadas, en las que la informática era la piedra angular sobre la que construiría
su modelo, que aspiraba a ser faro luminoso que guiase el pesado navío de la
burocracia nacional por entre las procelosas aguas del procedimiento
administrativo y la inoperancia.
Como inteligente que
era, sabía que el principal escollo estribaba en la cinética de la inercia
burocrática, tan poderosa como el equilibrio de energías universales que hace
que los planetas jamás salgan de sus órbitas. Consciente de ello, decidió un
tratamiento de choque impuesto manu
militari.
Empezó empleando argumentos
de convicción y raciocinio que, cuando fallaron - como había previsto -,
abandonó para recurrir al principio de autoridad que, de siempre, ha producido
un temor reverencial en una organización tradicionalmente jerarquizada. Siguió,
en un tercer estadio, con la amenaza pura y dura de expedientes disciplinarios
y traslados forzosos por la manifiesta incapacidad de sus subordinados. Llegó a
tal extremo de presión psicológica sobre ellos que logró someterlos a sus
dictados y voluntad.
Una vez quebrantado todo
tipo de resistencia, pasó a la segunda fase del plan, consistente en organizar
al personal para que asistiese a cursos de aprendizaje de las técnicas
informáticas, de forma que, mientras unos aprendían los rudimentos de tan abstrusa
ciencia, el resto hacía el trabajo pendiente.
No es para dicho el quebranto moral y el estado de
depresión anímica de aquellos probos y rutinarios funcionarios, abocados a un
mundo complejo y desconocido que los devoraba con la misma indiferencia con la
que el sistema económico liberal devora bosques enteros para hacer pasta de
papel sobre el cual se imprimen los colorines de maravillosas ofertas de
supermercado.
Las aulas ministeriales
se colapsaron de mentes habituadas a los expedientes de original y dos copias
en papel carbón, al Dios guarde a V. I. muchos años, a la ventanilla de “Le
falta la póliza en la Instancia” y “Vuelva
Vd. mañana...” Pero el empuje de las modernas tecnologías exigía su
renovación o su muerte por inanición, y allí estaban atrapados entre el desconsuelo
por la pérdida de un confortable mundo que se acaba, y la angustia de lo
desconocido, que adoptaba la agresiva forma de complejos chismes informáticos.
Éstos, cual nuevos y
crueles dioses, eran servidos por una emergente casta de sacerdotes que se movían
con el soberbio ademán de los conocedores de arcanos y que oficiaban sus
rituales en una jerga tecnificante, de incomprensible sentido para los
neófitos. A excepción de uno, tipo estrambótico y contumaz hilemorfista, para quien el mundo se regía
por los principios aristotélicos y no había ciencia o técnica que no pudiesen
explicarse a través suyo. Fue él el mentor paciente quien, con más optimismo
que acierto, dedicó largas horas a tratar de ordenar el caos mental en que
estaba sumido nuestro Nonato, involuntario protagonista de esta ejemplar
historia.
El aristotélico
funcionario, con razonamientos de lógica implacable y en la mejor tradición
silogística tomista, le hizo ver el paralelismo entre los componentes físicos e
intelectuales de la informática y los principios de Materia y Forma que dan
sentido al mundo creado. Así, el Hardware se correspondería con el mundo
material inerte, incapaz de cualquier actividad, a menos que la Forma creadora, vale tanto
como decir el Software, actuase como motor intelectual o Causa Primera que
introdujese el orden lógico que lo hace operativo.
Incluso los elementos
denominados Componentes – así, con mayúscula, dada su noble función – actuarían
como pequeños demiurgos que procesan la información interpretando las tablas
lógicas expresadas en bytes, cuyos múltiplos en K(ilos) y Megas no eran más que
la reminiscencia y sutil hilo conductor por el cual una mente lúcida podía
cerrar el círculo del saber humano comprendido entre Aristóteles y Microsoft.
Obviaremos los complejos
procesos mentales y anímicos a través de los cuales la perplejidad y el temor
ante lo desconocido se convirtieron en angustia y ésta alteró la apacible
naturaleza de Nonato, hasta el punto de que su ritmo cardiaco se vio alterado
irremediablemente. Así, un aciago día, mientras la pantalla del ordenador
absorbía toda su atención y trataba de descubrir un bondadoso demiurgo que
introdujese orden en aquel mare magnum electrónico y resolviese el ejercicio de
una tabla de cálculo, algo le hizo ¡plaff!
en la víscera cardiaca, Nonato se abrazó al monitor en un inútil intento
por no caer y perdió el conocimiento.
Cuando recobró la
conciencia, descubrió horrorizado que se había convertido en la prolongación de
uno de aquellos monstruos que le habían llevado al infarto y al borde de la
muerte. En efecto, todo él estaba conectado a una máquina con innumerables
cables que, a modo de tentáculos, se habían fijado a su cuerpo y, a través de
una pantalla, transmitían informes sobre su presión arterial, los latidos de su
corazón y todas sus funciones vitales. Aquellos eran expuestos a la docta y
curiosa mirada de un galeno quien, con aire suficiente y tono admonitorio, le
aconsejaba sobre la conveniencia de no dejarse arrastrar por emociones fuertes,
a la vez que le felicitaba por la placidez de su vida futura como beneficiario
de una modesta jubilación y aspirante a los viajes del INSERSO.
A partir de entonces una
nueva rutina administró su vida, circunscrita a un pausado transcurrir que se
regía por las minuciosas reglas del convaleciente: levantarse a tal hora, tomar
la medicina, régimen de sopitas y buen vino - dicho a la antigua -, siestas
reparadoras y, sobre todo, paseítos por el parque, acompañados de un moderado
ejercicio físico: La petanca - le
había dicho el médico - estimula la
circulación sanguínea, tonifica los músculos y distrae la mente. Acaba Vd. de
ingresar en el reducido círculo de los privilegiados.
El parque del Calero, reserva natural de ancianos,
prejubilados, mamás en ejercicio, niños y gente ociosa en general, fue un nuevo
mundo al que hubo de adaptarse, una vez expulsado por la Informática del
paraíso terrenal administrativo y privado de su fiel compañera Olivetti Studio
44; que él nunca olvidó el nombre y apellidos de su amada. Terrible e inmerecido
castigo impuesto por aquella diosa electrónica, cruel, calculadora e impersonal
a la que no había sabido rendir culto.
¿Qué más se podría decir de esta lamentable y
verídica historia? Los años transcurridos como jugador de petanca nunca le hicieron
olvidar su vieja Olivetti, hasta el punto de que su antiguo amor estuvo en boca
de individuos desaprensivos y burlones que ocupan su tiempo en la maledicencia
y la murmuración a falta de un mayor sentido en sus vidas.
“Mira, mira
el pájaro este – comentaba un vejete de sonrisa maliciosa y desdentada - si tenía una amiguita italiana... Y se
llamaba Olibeti...”
“Esas son las más finas en la cama - sentenciaba un camionero
jubilata, mientras se rascaba con parsimonia la entrepierna - Si lo sabré yo, que he conocido todos los
puticlús de Cádiz a Rótterdam.”
Viator scripsit.