domingo, 23 de abril de 2023

Una visita al laberinto.-

 


Leía estos días pasados una información sobre un estudio de la universidad de Harvard donde se asegura que, a partir de cumplidos los 60 años, las personas son más felices. Lo que me pareció estupendo. Sobre todo porque, si el sumar años es una garantía, o por lo menos puntúa para encarrilarse en el camino de la felicidad, este jubilata es un cúmulo de felicidades. Siquiera porque ha sobrepasado los 60, los 70, y avanza por sus pasos contados hacia los 80. Más felicidad no cabe en un individuo. 

Como un galápago dentro de su concha, según pasa la vida, así engrosa el caparazón que lo protege. Y cuanta más costra, más dicha. Y no hay por qué ponerlo en duda. Quién sabe lo que guarda un anciano en el hondón de su almario, quizás la quintaesencia de la felicidad, de la misma forma que quizás, bajo su caparazón, el cangrejo resuelve raíces cuadradas, como aventuraba don Miguel de Unamuno.


Total, como feliz que me corresponde ser por edad, desechado el pesimismo antropológico que me habita, este sábado pasado decidí organizar la parcelita de felicidad que correspondía a tal día con una visita al museo Reina Sofía. El Reina es museo por el que siento devoción, y al que dedico varias visitas al cabo del año; no demasiadas, que es lugar que me resulta laberíntico. No por la distribución de sus espacios, que es pura racionalidad, como corresponde a un antiguo hospital basado en los principios de higiene, luminosidad y eficacia de los ilustrados, sino por lo abigarrado de tendencias estéticas de su colección y exposiciones temporales. Uno entra en el lugar con la pretensión de comprender el espacio artístico del siglo pasado y descubre que aquello es un maremágnum de tendencias que pretenden describir el mundo caótico del arte, reflejo de la sociedad, y terminan por desasosegar al visitante.

Por eso, quizás, no fue buena idea comenzar por una sala arrinconada en un esquinazo, al fondo de la planta baja. Allí, amontonados aparentemente -sólo aparentemente – sin orden ni concierto, un montón de aparatos de los usados en laboratorios de la industria cinematográfica, bajo el epígrafe Laboratorio PLAT -75-82, (Picto-Lumínica-Audio-Táctil) de José Val del Omar. 

Un servidor, que en eso del medio audio visual no pasa del manejo del mando a distancia de la tele, quedó consternado al comprobar su grado de ignorancia ante aquella colección de viejos artilugios con los que se captaba y manipulaba la realidad ficta del mundo de la imagen el siglo pasado. Como había un vigilante que no tenía más entretenimiento que observar al único visitante presente, un servidor puso cara de estar enormemente interesado y como muy consciente del valor testimonial de aquellas máquinas, rollos de películas, cámaras, moviolas y otros artilugios de difícil desentrañamiento para un ignaro como quien esto confiesa. Saqué la libreta, tomé unas notas, y con cara de enterado, tomé puerta.

Por alejarme de mi ignorancia, subí a la cuarta planta y me tropecé con una exposición cuyo título me intrigó: Ecuador – Parallel, Guernica – Bengasi, 1982, de Richard Serra. “He aquí un título sugerente”, me dije. Entré, libreta en mano. Inciso: Soy muy amante de ver exposiciones armado de cámara, libreta y boli para tomar notas de aquello que entiendo; sobre todo, de aquello que no entiendo (por consultar luego en casa tranquilamente), de aquello que sé voy a olvidar porque no comprendo, y, en general, porque un jubilata en medio de una sala, enfrascado en sus anotaciones, queda muy guay y es una curiosidad a recordar por parte de los guiris que andan tan perdidos como uno mismo.


Pues eso, que entré y me encontré con la desnudez de las paredes blancas. Dos grandes cubos metálicos (1,5x1,5x1,5, así a ojo) de hierro color óxido flanqueaban la entrada. Tras una gran arcada, la siguiente sala, unas enormes planchas metálicas de lo mismo, de varios metros de largo y con un grosor de unos 10 cm. Todo ello me hizo recordar “2001 Una Odisea del Espacio” cuando un primate irritado golpea con rabia el suelo, armado con un fémur, ante la indiferencia de aquel monolito enhiesto que viene a representar la deidad impasible, la infinitud, la soledad e indiferencia del universo. Como un prehomínido perplejo ante aquellas realidades de racionalidad cúbica me quedé.

En mis notas no supe qué poner, aparte dejar constancia de aquellos paralelepípedos aparentemente – solo aparentemente, que el autor siempre tiene  intencionalidad – herrumbrosos e indiferentes al devenir de la humanidad, como el bloque cuadrangular ante el que se cabreaba el mono de la enjundiosa peli 2001 Una Odisea del Espacio. Afortunadamente, no tuve que desconectar, hasta su lenta muerte, al supercomputador HALL 9000, demasiado humano para fiarse de él. Simplemente, cambié de sala un poco al azar.


“Enemigos de la poesía”, rezaba el título de la sala. Eran, a lo que alcancé a entender,  series de diseños geométricos continuos, hechos por computadora. La creatividad era pura consecuencia de un cálculo técnico. La técnica y la geometría imitan el arte, pero matan la poesía. 


En la sala 434, la soledad de los espectadores frente a una pantalla que emitía imágenes como infusorios difusos y enloquecidos en una charca. Tres espectadores seriados (traje oscuro, pinta de vulgares señores de clase media, tipo años 60) frente a la pantalla, aburridos, indiferentes, miran y no ven. Solo están.

En la 428, “Lo racional y lo sentimental”, de Luis Gordillo, manchas coloreadas, vagamente antropomorfas: "La familia", "Adán y Eva". Al lado, no sé si suyo o de una pintora contemporánea suya: “Caballero cubista aux larmes”, y empiezo a darme cuenta que estoy llegando a la saturación: el cuadernillo de notas empieza a desbarrar y las palabras allí escritas se tuercen, empiezan a perder la horizontalidad y la claridad de trazo. Está claro que debo dejarlo por hoy: la cuota de felicidad de mayores de 60 años se me está agotando, y con ella mis viejas neuronas.


Aun así, hago un último esfuerzo. “Los VIP”, leo: Parte superior: unas ranas saltando vallas torpemente en una carrera de obstáculos; banda media: condecoraciones de órdenes militares y otras insignias de autoridad y prestigio; parte inferior: dos cerdos plácidamente dormidos sobre el barro. La moraleja es evidente y el espectador no tiene que estrujarse las meninges. Y aún la sala 426, de Eduardo Arroyo, con pinturas dedicadas a aquellos 25 Años de Paz del franquismo. Corría el año 1965 y un servidor tenía 20 y un largo, monótono y gris horizonte por delante. Habrían de pasar más de 50 años para alcanzar esa felicidad que, según los intelectos de Harvard, nos llegan tras tantos años de singladura por los vericuetos de la vida.

Total. Guardé el bloc de notas, el boli, descabalgué las gafas, busqué la salida, atravesé el Retiro y llegué a casa. 

Y así lo he contado…

lunes, 3 de abril de 2023

El inglés en el ajedrez.-

 


Querido aunque improbable lector de esta bitácora: Que no te sorprenda, pero este jubilata está enganchado al juego de ajedrez. En algo ha de pasar la vida mientras la vida va pasando. 

Desde hace ya tres años, un servidor está matriculado en un curso de nivel medio de la UNED Senior (Escuelas Pías), empeñado en desentrañar los arcanos de este juego. Y no es cosa nada fácil, sobre todo para los que, debido a la edad provecta, andamos un poco duros de conexiones neuronales. Eso y que un servidor tampoco ha sido nunca una lumbrera en lo del intelecto aplicado al pensamiento lógico. Pero en esas andamos, con más moral que el alcoyano, pues otros charcos ya tenemos pateados a lo largo de la vida y de todos ellos hemos ido saliendo, aunque con barro hasta el corvejón.

Pues bien, decía de la afición a este juego de lógica y habilidad mental al que estoy enganchado, como el yonqui al chute de caballo en vena, aunque con mediocres resultados por las razones ya dichas de mucha edad y no excesiva lucidez mental. A lo que se añade el convencimiento de estar alcanzando ya mi nivel de incompetencia, dados los escasos avances que observo en las competiciones diarias contra individuos de cualquier lugar del planeta.

Para quien no conozca este mundillo, sepa que hay en Internet varios servidores de ajedrez donde uno puede darse de alta gratuitamente y jugar contra oponentes de ± el mismo nivel con los que te enlazan aleatoriamente. Y junto al tablero, un chat para comunicarte con el oponente.

Y esta es la razón de la bitácora de hoy, que, de vez en cuando, tu oponente te lanza un mensaje, habitualmente para pedirte que deshagas una jugada en la que él se equivocó, o para cualquier comentario relacionado con el juego. Solo que la lengua franca que lo coloniza, como en tantos asuntos, es el inglés.

Y un servidor, de angliparla, no está muy allá, aparte de sentir un resquemor hacia esta lengua que debe venirme, por lo menos, desde 1741. Desde cuando el almirante inglés Vernon quiso conquistar Cartagena de Indias, y Blas de Lezo le dio estopa, y tuvieron que tragarse su orgullo anglo junto con aquella célebre medalla conmemorativa, acuñada en un exceso de confianza, en la que se veía a Blas de Lezo arrodillado ante Vernon, rindiendo su espada, y la leyenda “The pride of Spain humbled by Ad. Vernon”. Vendieron la piel antes de matar el oso y éste les dio un buen zarpazo.

Pues eso, que un servidor de inglés anda flojito y, de prejuicios, sobrado. Más si se recuerda lo que le dijo el Marqués de Bradomín a la Niña Chole cuando coincidieron en un barco inglés que los llevaba a Tierras Caliente: que el inglés era lengua de mercaderes, piratas y herejes (Cito de memoria, que vaya Vd. a saber si el de Bradomín fue aún más despectivo…).

Volvamos al asunto que hoy nos ocupa. Desde hace algún tiempo, por pura curiosidad, he ido anotando esos pequeños textos en inglés que me envía algún oponente, con sus correspondientes comentarios y la razón que los produjo. Normalmente, ya se ha dicho, es para pedir una rectificación de jugada que les pone en mala situación. 

Un servidor, hace ya tiempo solía ser generoso y accedía a conceder el favor, hasta que tropecé con un impresentable (brother pleace, bro... insistía el cabrón) que se burló de mí cuando consiguió convencerme, me dio jaque mate y me dijo entre otras lindezas, en una mezcolanza spanglish “la concha de tu madre”. Juré por las barbas de Wilhelm Steinizt no volver a compadecerme. Juramento que, a veces, olvido por un sentimiento de solidaridad gremial que supera a mi resentimiento al puto que me mentó la madre.

En fin, como el espikininglis no es lo mío, recurro, para desentrañarlo, a un pequeño diccionario escolar: el Oxford Pocket, impreso en Italia (Tipografica Varese), año 2000, que encontré encima de un contenedor de papel.

Pues, bien, si el improbable lector tiene curiosidad, dejo aquí los textículos en angliparla y mis comentarios al caso. Si hay errores ortográficos, gramaticales o de sintaxis en el texto inglés, es cosa del fulano que lo escribió, que a saber de qué parte del mundo era. Yo me limité a transcribirlos tal cual.


Frases en el chat de ajedrez.

What are you doing?  

Ø  ¿Qué estás haciendo? (Un turco porque le doy jaques continuos hasta llegar a tablas por repetición de jugadas). La partida estaba difícil y era mi único recurso.

Shuch an idiot!  

Ø  ¡Como un idiota!  (Un galés que, con dos damas, me ahogó el rey y no pudo darme mate).

It was a mistaque.

Ø  Ha sido un error. (Alguien que me puso su dama a merced de un peón mío. Se la perdoné a cambio de un alfil).

I think is done.

Ø  Creo que está hecho. (Una italiana que me dio jaque mate con comodidad).

I do not what is the meaning of “Tendrás que currártelo, majo”

Ø  No entiendo el significado de “Tendrás que…” (Uno de Singapur al que le negué deshacer una jugada – él me iba ganando y no era el caso darle facilidades – y le escribí lo anterior: Tendrás que currártelo, majo). Terminamos en tablas, a pesar de su ventaja.

How you don’t know how to checkmate? Accept draw.

Ø  Un egipcio que pregunta si no sé darle jaque mate (torre más rey contra rey). No acepté las tablas que proponía y me costó cuadrarle para darle mate con la torre.

Sorry my screen froze for over a minute.

Ø  Un yanqui se disculpa porque su pantalla estuvo bloqueada más de un minuto. El hombre terminó abandonando la partida sin conseguir acorralar mi rey con una torre y su rey.

Idk how to do this xd.

Ø  “No sé cómo se hace esto xd”, dice el contrincante porque no puede arrinconar mi rey con el suyo y su torre para darme mate. Quedamos en tablas por repetición de jugada.

You are so boring.

Ø  Eres muy aburrido”, me dice. (Supongo que para desconcentrarme en una partida de 5+3’’). Le como su torre con mi alfil en e5 (AxTe5) y se retira. No sé de qué país era.

Lol dude, what are you doing? Cant you juste checkmate.

Ø  Hola amigo, ¿qué estás haciendo? Podrías simplemente dar jaque mate. La verdad es que mi oponente tenía razón y estuve mareando la perdiz, dándole alguna pieza a comer antes del mate. Iba yo sobrado.

Hi! Waht’s your favorite type of dinosaur?

Ø  Un tipo, nada más empezar la partida, me pregunta cuál es mi tipo favorito de dinosaurio. “Ninguno”, le contesto. Mira que hay gente rara…

Are you scared? By the way i’m from Ukraine.

Ø  El individuo supone que me he asustado porque me comió la dama cuando daba jaque a su rey (un error de estrategia porque no calculé bien la jugada). Más que susto, yo tenía cabreo, por torpe. Como jugaba bajo bandera alemana me dice que, por cierto, él era ucraniano.

Missclick .

Ø  Error al clicar. El individuo puso su torre en d2 y la otra la tenía en a1, yo puse mi alfil en c3, con lo que daba jaque a ambas torres. Pidió deshacer la jugada con la excusa, ya bien conocida, de que se le había ido el ratón. Yo le contesté, en buen español: A mí también me ocurre a veces, y me aguanto.

jueves, 9 de marzo de 2023

El reciclado.-

 


Vayan por delante mis disculpas al improbable y sufrido lector de esta bitácora. Esta tarde he estado revisando el viejo baúl de los recuerdos: entiéndase, el disco duro externo donde guardo las historietas que escribía cuando tenía humor para ello, y bastantes menos años. Para ser exactos, el relato que aquí dejo es de antes de dar comienzos este siglo que vamos sufriendo con entereza. Es de cuando la administración pública española hacía no demasiado tiempo que nos había dado un ordenador a cada funcionario para poner ponerla tecnológicamente a la altura de la europea. 

Por aquel entonces, los funcionarios que queríamos aprender a manejar bien aquellos artilugios informáticos hacíamos frecuentes cursos de formación. Nos devanábamos los sesos aprendiendo el MS2 y los rudimentos del Word y el Excel y cualquier técnica de expresión informática que nos alejara de la vetusta Olivetti que nos había acompañado desde nuestra toma de posesión como funcionarios estatales. 

Por tomármelo a coña eso de la informática que venía arrasando, decidí escribir un cuento sobre un pobre funcionario a quien las nuevas tecnologías le habían amargado su plácida vida funcionarial. Y para ello empleé una forma de expresión literaria que bien se podía corresponder con el lenguaje pesado y un tanto rebuscado que había sido muy propio de aquella Administración franquista en la que empecé a trabajar.

Total, amigo e improbable lector, que te dejo, a continuación, esa historieta, pero advirtiéndote que el ambiente que ahí se refleja está un poco mohoso, como de cuarto mal ventilado y polvoriento. Si tienes curiosidad y ganas, léelo, y si no, tampoco pasa nada. No por eso perderemos las amistades. Un servidor nunca pretendió vivir de la literatura. 


EL FUNCIONARIO RECICLADO.

No podía sospechar aquel anonadado empleado público que su vida ofreciese algún interés o alguna emoción fuera de su previsible, regular y  monótono transcurrir de funcionario de medios pelos, hasta que  la informática llegó a la Administración Pública.

La  covachuela recóndita, cuyas condiciones de habitabilidad no daban para llamarse oficina, en la que había enterrado su microscópica vida durante interminables trienios, era todo su horizonte. Éste, estaba limitado al norte por la máquina de escribir, al este y al oeste por murallones de expedientes administrativos nunca resueltos y siempre crecientes, a pesar de su voluntarioso empeño por darles salida; y si alguna vez miraba hacia el sur, a veces veía, a veces no, a una funcionaria madre de familia, obsesionada por las visitas al pediatra, la guardería, los cumpleaños infantiles con los amiguitos de la urbanización, las escapadas al Corte Inglés y todas las minucias domésticas que conforman la razón de ser de algunos especimenes femeninos que tienen su asiento en las oficinas públicas.

Su formación profesional no había llegado más allá de las innumerables horas empleadas en memorizar temas para aprobar la oposición y de las 250 pulsaciones exigidas para superar la prueba de escritura mecánica, después de haber hecho un bachillerato en letras un poco a salto de mata. Hazte funcionario – le había dicho su madre – y tendrás  un trabajo para toda la vida, un sueldecito decente y el porvenir resuelto, qué más puedes pedir.

Como las madres siempre tienen razón, sobre todo cuando uno no tiene mayores expectativas, puso sus escasas neuronas útiles (dos, según su Jefe de Servicio: una para leer los periódicos deportivos y otra para aporrear la Olivetti a una velocidad endiablada), las puso, digo, al servicio de tan nobles fines como tener un trabajo estable, ganar un sueldecito decente y resolver su porvenir.

Cierto que el trabajo era estable, de una estabilidad tan consistente, sólida e inmutable que más parecía caso de fosilización; el sueldecito, decente, si por tal se entiende un mediano pasar, un quiero y no puedo; pero el porvenir, lo que se dice el porvenir, era algo que estaba por llegar y tan ignoto como lo fuera el tercer secreto de Fátima, hasta que el Papa reinante se arrogó su protagonismo.

En efecto – pensaba él – el porvenir tiene que ser algo distinto a ese estar siempre igual, a ese transcurrir sin alteraciones, como una vida de encefalograma plano; si lo llaman por-venir será porque algo se mueve hasta que algo llega. Y ese algo por llegar tenía que ser tan importante como la estabilidad y el sueldecito. Y él, parapetado tras su rimero de expedientes, esperaba el cambio que augurase el tan ansiado porvenir, el cual iba a dar cumplimiento a la tercera bienaventuranza vaticinada por la sabiduría materna.

Y así, sin saberlo, como aquellos incautos que ignoran que hablan en prosa, vivía la contradicción de la ontología presocrática, pues mientras que era parmenidiano por oficio y costumbre, aspiraba a heraclitiano porque el fluir de las cosas le trajera la culminación de sus modestas aspiraciones.

Algo empezó a cambiar cuando el Presidente de Gobierno y Líder No Carismático del P.P.S.P. (Partido Progresista Sin Pasarse) pregonó, al iniciar su segunda legislatura triunfal, que la Administración Pública iba a regirse por criterios de racionalidad y eficacia para homologarse con las de los países europeos. Esto suponía la introducción de nuevas técnicas de trabajo, redistribución eficaz de recursos, fijación de objetivos, reciclaje de funcionarios, y un largo etcétera expresado en una terminología donde los tecnicismos anglizantes y el lenguaje de alto ejecutivo prestigiaban un proyecto de modernidad que no presagiaba nada bueno para la masa de grises compañeros de nuestro modesto protagonista.

Y fue tal el revuelo organizado que, incluso, llegaron noticias dispersas, contradictorias y terribles a la zahurda oficinaria donde nada había alterado la quietud en décadas de rutina. No se recordaba allí una convulsión parecida desde la inquietante y sentida defunción del Autócrata Máximo, padre riguroso pero justo, benefactor de la turbamulta funcionariesca adicta al régimen entonces en vigor. Adhesión que, por otra parte, tenía mucho que ver con el instinto de supervivencia y - si se me permite decirlo - con el complejo edípico que convierte a las masas en adoradores de esa deidad ancestral que encarna a la Madre nutricia, con la cual se identificaba de forma obscura y subliminal al dueño del cotarro patrio.

Nonato, que así se llamaba nuestro hombre, empezó a arrepentirse de su atrevimiento al desear ningún tipo de cambio, temeroso de que la mudanza trajese desventura. Porque desventura era cualquier alteración de la confortable rutina en la que se había enquistado desde el venturoso día en que recibiera su título de funcionario y tomara posesión de su puesto de trabajo y de su fiel Olivetti, a la que profesaba un amor tan profundo que, ni el paso de los años, ni la longevidad de aquel artilugio mecánico, habían logrado aminorar.

Tanto es así que, entre sus escasas aficiones musicales, sentía una predilección sin límites por aquella pieza musical de Anderson en la que la orquesta imita el funcionamiento de una máquina de escribir, con su golpecito de timbre incluido: ¡Tac-tac-tac-tac, ring! ¡Tac-tac-tac-tac, ring! No conocía mejor melodía en el mundo que la música sincopada de su máquina, que trotaba sobre los adustos papeles oficiales con su ritmo cantarín de caballito mecánico: ¡¡Tac-tac-tac-tac-tac-tac, ringgg!!  Dios, cuántas horas de felicidad cabalgando sin trabas sobre las áridas praderas del papel timbrado...

Pero no era él el único al que las novedades en el mundo administrativo sumían en el desconcierto, ya que surgieron murmullos quejosos o expectantes, aunque siempre temerosos, entre los anónimos currantes - por decir de alguna forma - instalados entre mamparas, estanterías, archivadores y en toda suerte de cubículos en los que se dividía y subdividía el laberinto ministerial.

Así, la mamá-funcionaria se soliviantó ante la terrorífica idea de verse reciclada en un eficaz engranaje del procedimiento administrativo, con merma de sus instintos maternales, en aras de la homologación europea para mayor gloria del Partido en el Poder.

No era el caso del ambicioso Jefe de Servicio, quien, por mor de sus contactos con la estratosfera administrativa, tenía acceso directo al despacho del Director General de la Cosa, y gran predicamento en el redil de su secretaría particular. A causa – se decía - de una relación amorosa y morbosa, ya que compartía con el Baranda los favores carnales de la eficaz y activa jefa de secretaría. Relación, por otra parte, aunque muy comentada, nunca demostrada por las malas lenguas, y que, según las peores, no era más que una especie sin fundamento que el propio interesado había hecho correr con fines inconfesables, pero siempre interesados.

Lo cierto es que este burócrata agresivo, ambicioso y trepador fue origen y causa de que el ansiado y temido porvenir de Nonato empezase a moverse, aunque no en el sentido que éste hubiese deseado. En efecto, admirador incondicional de la eficacia anglosajona y calvinista que ve en el triunfo y el dinero la mano de Dios, aspiraba a convertir la parcela administrativa a su cargo en modelo de organización y racionalidad que le sirviese de banco de pruebas para demostrar sus dotes de gestor. De esta forma esperaba concitar la atención admirativa del restringido círculo de manipuladores de la Cosa Pública y ocupar un sitial entre los elegidos.

Tras concienzudos estudios del material humano a su disposición, decidió que debían abandonarse las viejas rutinas y la mentalidad de funcionario ancien régime dando paso a la implantación de técnicas de trabajo avanzadas, en las que la informática era la piedra angular sobre la que construiría su modelo, que aspiraba a ser faro luminoso que guiase el pesado navío de la burocracia nacional por entre las procelosas aguas del procedimiento administrativo y la inoperancia.

Como inteligente que era, sabía que el principal escollo estribaba en la cinética de la inercia burocrática, tan poderosa como el equilibrio de energías universales que hace que los planetas jamás salgan de sus órbitas. Consciente de ello, decidió un tratamiento de choque impuesto manu militari.

Empezó empleando argumentos de convicción y raciocinio que, cuando fallaron - como había previsto -, abandonó para recurrir al principio de autoridad que, de siempre, ha producido un temor reverencial en una organización tradicionalmente jerarquizada. Siguió, en un tercer estadio, con la amenaza pura y dura de expedientes disciplinarios y traslados forzosos por la manifiesta incapacidad de sus subordinados. Llegó a tal extremo de presión psicológica sobre ellos que logró someterlos a sus dictados y voluntad.

Una vez quebrantado todo tipo de resistencia, pasó a la segunda fase del plan, consistente en organizar al personal para que asistiese a cursos de aprendizaje de las técnicas informáticas, de forma que, mientras unos aprendían los rudimentos de tan abstrusa ciencia, el resto hacía el trabajo pendiente.

No es para dicho el quebranto moral y el estado de depresión anímica de aquellos probos y rutinarios funcionarios, abocados a un mundo complejo y desconocido que los devoraba con la misma indiferencia con la que el sistema económico liberal devora bosques enteros para hacer pasta de papel sobre el cual se imprimen los colorines de maravillosas ofertas de supermercado.

Las aulas ministeriales se colapsaron de mentes habituadas a los expedientes de original y dos copias en papel carbón, al Dios guarde a V. I. muchos años, a la ventanilla de “Le falta la póliza en la Instancia y “Vuelva Vd. mañana...” Pero el empuje de las modernas tecnologías exigía su renovación o su muerte por inanición, y allí estaban atrapados entre el desconsuelo por la pérdida de un confortable mundo que se acaba, y la angustia de lo desconocido, que adoptaba la agresiva forma de complejos chismes informáticos.

Éstos, cual nuevos y crueles dioses, eran servidos por una emergente casta de sacerdotes que se movían con el soberbio ademán de los conocedores de arcanos y que oficiaban sus rituales en una jerga tecnificante, de incomprensible sentido para los neófitos. A excepción de uno, tipo estrambótico y contumaz    hilemorfista, para quien el mundo se regía por los principios aristotélicos y no había ciencia o técnica que no pudiesen explicarse a través suyo. Fue él el mentor paciente quien, con más optimismo que acierto, dedicó largas horas a tratar de ordenar el caos mental en que estaba sumido nuestro Nonato, involuntario protagonista de esta ejemplar historia.

El aristotélico funcionario, con razonamientos de lógica implacable y en la mejor tradición silogística tomista, le hizo ver el paralelismo entre los componentes físicos e intelectuales de la informática y los principios de Materia y Forma que dan sentido al mundo creado. Así, el Hardware se correspondería con el mundo material inerte, incapaz de cualquier actividad, a menos que la Forma creadora, vale tanto como decir el Software, actuase como motor intelectual o Causa Primera que introdujese el orden lógico que lo hace operativo.

Incluso los elementos denominados Componentes – así, con mayúscula, dada su noble función – actuarían como pequeños demiurgos que procesan la información interpretando las tablas lógicas expresadas en bytes, cuyos múltiplos en K(ilos) y Megas no eran más que la reminiscencia y sutil hilo conductor por el cual una mente lúcida podía cerrar el círculo del saber humano comprendido entre Aristóteles y Microsoft.

Obviaremos los complejos procesos mentales y anímicos a través de los cuales la perplejidad y el temor ante lo desconocido se convirtieron en angustia y ésta alteró la apacible naturaleza de Nonato, hasta el punto de que su ritmo cardiaco se vio alterado irremediablemente. Así, un aciago día, mientras la pantalla del ordenador absorbía toda su atención y trataba de descubrir un bondadoso demiurgo que introdujese orden en aquel mare magnum electrónico y resolviese el ejercicio de una tabla de cálculo, algo le hizo ¡plaff!  en la víscera cardiaca, Nonato se abrazó al monitor en un inútil intento por no caer y perdió el conocimiento.

Cuando recobró la conciencia, descubrió horrorizado que se había convertido en la prolongación de uno de aquellos monstruos que le habían llevado al infarto y al borde de la muerte. En efecto, todo él estaba conectado a una máquina con innumerables cables que, a modo de tentáculos, se habían fijado a su cuerpo y, a través de una pantalla, transmitían informes sobre su presión arterial, los latidos de su corazón y todas sus funciones vitales. Aquellos eran expuestos a la docta y curiosa mirada de un galeno quien, con aire suficiente y tono admonitorio, le aconsejaba sobre la conveniencia de no dejarse arrastrar por emociones fuertes, a la vez que le felicitaba por la placidez de su vida futura como beneficiario de una modesta jubilación y aspirante a los viajes del INSERSO.

A partir de entonces una nueva rutina administró su vida, circunscrita a un pausado transcurrir que se regía por las minuciosas reglas del convaleciente: levantarse a tal hora, tomar la medicina, régimen de sopitas y buen vino - dicho a la antigua -, siestas reparadoras y, sobre todo, paseítos por el parque, acompañados de un moderado ejercicio físico: La petanca - le había dicho el médico - estimula la circulación sanguínea, tonifica los músculos y distrae la mente. Acaba Vd. de ingresar en el reducido círculo de los privilegiados.

El parque del Calero, reserva natural de ancianos, prejubilados, mamás en ejercicio, niños y gente ociosa en general, fue un nuevo mundo al que hubo de adaptarse, una vez expulsado por la Informática del paraíso terrenal administrativo y privado de su fiel compañera Olivetti Studio 44; que él nunca olvidó el nombre y apellidos de su amada. Terrible e inmerecido castigo impuesto por aquella diosa electrónica, cruel, calculadora e impersonal a la que no había sabido rendir culto.

¿Qué más se podría decir de esta lamentable y verídica historia? Los años transcurridos como jugador de petanca nunca le hicieron olvidar su vieja Olivetti, hasta el punto de que su antiguo amor estuvo en boca de individuos desaprensivos y burlones que ocupan su tiempo en la maledicencia y la murmuración a falta de un mayor sentido en sus vidas.

Mira, mira el pájaro este – comentaba un vejete de sonrisa maliciosa y desdentada - si tenía una amiguita italiana... Y se llamaba Olibeti...”

 Esas son las más finas en la cama - sentenciaba un camionero jubilata, mientras se rascaba con parsimonia la entrepierna - Si lo sabré yo, que he conocido todos los puticlús de Cádiz a Rótterdam.”

Viator scripsit.

 

viernes, 10 de febrero de 2023

Las cosas de comer.-



Por culpa de la escasa adaptación mía a la posmodernidad, en eso de las cosas de comer ando bastante perdido, es la verdad. Este jubilata, por razón de su edad provecta y su consiguiente, aunque lenta, oxidación neuronal, ha renunciado a comprender, y no digamos a practicar, tantas tendencias en lo referente a la ecología y sus aledaños. 

Eso sí, aún soy capaz de estar al corriente de las noticias que se publican sobre esa compleja relación que la posmodernidad tiene con el mundo que nos sustenta y que el Antropoceno va fagocitando no por inconsciencia o egoísmo, sino por la mera supervivencia de la especie humana.

A nosotros los jubilatas, acostumbrados desde los tiempos de la cartilla de racionamiento de nuestra primera infancia a comer lo que nos ponen en el plato, se nos hace cuesta arriba comprender si lo que está en el puchero se ha criado con respeto al entorno o es consecuencia de una explotación abusiva de los recursos del planeta. De resultas, la cucharada que uno se lleva a la boca presupone previas y sesudas dilucidaciones respecto a la elaboración del alimento que uno va a ingerir, no sea que no se ajuste a las teorías canónicas más en boga y estemos contribuyendo a la auto destrucción del género humano.

También es verdad que uno está muy concienciado con eso de la huella de carbono. Sin ir más lejos, el otro día teníamos de postre uvas (¡Uvas en febrero!) y las comí con un enorme cargo de conciencia, ya que procedían del Perú. Imagínese el improbable lector la cantidad de fuel – toneladas – que quemó el barco que las trajo. Y no digo si hablamos de las piñas de Costa Rica o de los kiwis de Nueva Zelanda, o de las naranjas de Suráfrica.

A punto estuve de profesar la fe de los climarianos cuando fui consciente de las emisiones de gases de efecto invernadero del puñetero barco que había traído las uvas a mi mesa. También es verdad que a ello me movió la comodidad. Porque, reconozcámoslo, ser climariano es menos complicado que ser regenívoro, que ha de expertizar qué empresas trabajan en favor del medio ambiente cada vez que va al súper.

Aunque sí podría adscribirme, en principio, al gremio de los reducetarios. Y eso – seamos sinceros – no porque reducir la cantidad de carne, pescado, lácteos, huevos en la dieta se deba al objeto de proteger el medio ambiente y evitar sufrimiento a los animales. Más bien es cosa propia de la edad. Uno come menos porque quema menos energías y así tiene las digestiones más ligeras. Así que, seamos sinceros una vez más: no es por amor al planeta o a la variada pécora que nos sirve de sustento. Es por prudencia.

Porque, si el jubilata hace una auto reflexión, debe aceptar que, en cuestión de ingesta alimenticia, sigue estando donde le pusieron cuando lo educaron para apañárselas en la vida. Es decir, si uno observa el plato de cada día, debe aceptar que sigue siendo omnívoro, como lo fueron los homínidos que se alimentaban de caza, de carroñas, de bayas, de moluscos y cualquier cosa que se llevasen a la boca y fueran capaces de digerir. Solo que un servidor ha pasado por el tamiz de la civilización y ya no deglute cualquier cosa. Pero sigo siendo carnívoro, carpófago, piscívoro, leguminívoro o comedor de legumbres, aunque no “leguminivora”, que es un género de polilla, según leo.

Que un servidor recuerde, según la ingesta habitual de cada hijo de vecino, se ha venido clasificando a la especie humana, según sus apetitos de subsistencia, en omnívoros, carnívoros, vegetarianos y veganos. Pero, según parece – lo leí en La Vanguardia –, eso es tratar el asunto con puntada gorda, porque olvidamos las distintas corrientes y sensibilidades en eso de la deglución de alimentos, tales como climarianos, reducetarianos, regeníveros, sustentatarios, planetarios, flexitarianos. Y eso mientras no surjan nuevas tendencias aún más estrictas o perfiladas con más sutileza conservacionista.

Y mientras leía cosas de tan difícil discernimiento en La Vanguardia, ya digo, y carente de una sensibilidad posmoderna que me permitiera adaptarme al medio tan cambiante, me dio por pensar en una anécdota de mi juventud que no tiene nada que ver, o casi:

Vine a acordarme de cuando estudié Filosofía y Letras en la Complutense en los años del Rey que Rabió. En aquellos años, unas excavaciones arqueológicas habían sacado a la luz unos depósitos de restos orgánicos peculiares que los expertos dieron en llamar, provisionalmente, cultura osteo-odonto-queróntica, o puede que cultura odonto-osteo-queróntica, que ya no me acuerdo. Eran restos de homínidos junto a restos varios de animales, dientes y cuernos. Rápidamente se elaboró la teoría de ser un refugio de bípedos humanoides que almacenaban alimentos.

Los sufridos alumnos tuvimos que aprendernos la existencia de esa nueva cultura prehistórica, sus características, y las brillantes teorías que se montaron al respecto por los gurús de la arqueología, junto con las culturas líticas acreditadas: achelense, auriñaciense, solutrense, magdaleniense… y, encima, podía caer en el examen final. Años después, por puro casual, leí sobre la tal cultura osteo-odonto-queróntica, o bien odonto-osteo-queróntica, que ya digo no recuerdo bien. Quedó demostrado que aquellos abrigos eran, en realidad, depósito de carroñas que almacenaban allí las hienas, siendo los restos de homínidos parte de la despensa. Aquellos bípedos antecesores nuestros no hacían reserva de alimentos, sino que eran parte de la dieta de las hienas.

Otro día contaré el caso de un compañero de curso, quien aseguraba que aquella teoría era un “bluf” y se las tuvo tiesas con la profesora por obligarnos a estudiar teorías sin contrastación científica. El muchacho, que, por cierto, estaba muy cabreado con aquellos engorros arqueológicos, tenía toda la razón del mundo, como el tiempo demostró.

Pues eso, que no hay relación de la despensa prehistórica de las hienas con las mil sensibilidades que esta sociedad está desarrollando respecto a la forma como la humanidad se está alimentando, a fuerza de explotar los recursos del planeta.

Ahora bien: como las hienas prehistóricas, no hacemos ascos a nada. Aunque lo disfracemos de nuevas tendencias.

viernes, 13 de enero de 2023

Lo de ser "señoro".-

 


Leía este jubilata el día de fin de año un artículo de una psicóloga adscrita a la progresía feminista. Y era a propósito de los hombres maduros que transitan del izquierdismo militante, político y/o cultural (o su pose, que eso no se sabe hasta el devenir de los años), hacia una escéptica conformidad confortable  de adaptación al sistema. O sea, en expresión un tanto desdeñosa de la doña psicóloga cuyo artículo leí, estos individuos se convierten en “señoros”. No acababa yo de entender el desdén irónico de la tal psicóloga; por lo menos, no en cuanto a hacer un sarcasmo del macho obsoleto cuya “pichula” ya solo sirve para hacer “pipí”, en expresión del último ex de la Preysler.

Y no acababa de entender su falta de empatía hacia los pitopausicos que transitan de la progresía al conformismo, por ser este tránsito algo previsible y archiconocido. Que aún recuerdo de mi lejana juventud aquel dicho: ser progresista de joven y conservador de viejo es signo de madurez. Aunque uno, en su ingenuidad, nunca ha acabado de ver la relación causa/efecto entre el prostatismo y el conservadurismo. Que un macho viejo tenga el PSA alto no obliga a ser reaccionario, o “facha”, como se dice ahora. Basta con que sea prudente al juzgar la época que le toca vivir y se adapte al medio manteniendo su criterio.

Total, improbable y caro lector, que este fin de año me estuve devanando los sesos sobre si yo ya había llegado a la edad en que uno debe dejarse de ilusiones de otro mundo es posible y convertirsme en un apacible “señoro” de clase media. Y fue francamente fastidioso tomar las doce uvas mientras uno daba vueltas en el magín a esta cuestión irresoluble. Irresoluble porque lo del prostatismo no tiene marcha atrás, aunque te empapes de viagra el torrente sanguíneo, y porque lo de ser reaccionario con la edad es algo que ya nos viene de serie en la mayoría de los casos.

Con lo cual me desdigo de lo dicho más arriba: en efecto, el PSA y la próstata, a la par que el conformismo, van engrosando inexorablemente hasta convertirnos en “señoros”. Y esa señora psicóloga que reparte sambenitos de señoros carcundas debería ser más considerada con las víctimas de sus hirientes ironías. Porque lo de devenir señoro está impreso en la degradación de los genes, y no hay culpa sino predestinación. Al final del trayecto vital, después de años de ejercicio, uno pasa de machirulo a señoro casi sin darse cuenta.  

Así que me dije para mis adentros: Con el año nuevo, ya que no me llega el presupuesto para machirulo, voy a ser señoro sin complejos, puesto que reúno las condiciones que hacen al caso. Aquí mi señora, aquí mi señoro, podremos decir mi santa y yo, como si fuésemos el Mariano y la Concha del inefable Forjes.

Pero ser un señoro a palo seco es un tantico aburrido. A mí, lo que me gustaría, es ser un señoro que se cisque en el pensamiento positivo, en los bien pensantes “ofendiditos” en cuanto te sales del recto camino de esa norma social que han dado en llamar la cultura woke. Me gustaría ser un cerdo de la piara de Epicuro, como don Pío, de quien celebramos el sesquicentenario. Palabra ésta que uso, sesquicentenario, por vigorizar un poco el idioma en esta bitácora, que se nos está quedando anémico, colonizado por la angliparla que corre por las redes sociales.

No me lo tome a mal el improbable lector. Que uno vaya para señoro no significa adscripción al papanatismo biempensante, no al menos siempre que pueda evitarlo.  

 ...Y en esas andamos este año recién estrenado.      

miércoles, 21 de diciembre de 2022

Otras formas de ver las navidades. -

 


Perdonará el sufrido lector de esta bitácora. Se acercan los últimos días del año con las fiestas navideñas tan entrañables como inevitables. 

Buena ocasión para hurgar en el baúl de los recuerdos en relación con estas fechas. En un rincón de este baúl he encontrado tres cuentos de inspiración navideña que llevan el anodino título de Navidad 2004/A, 2004/B y 2004C. Se ve que aquel año escribí tres cortos relatos navideños. De los titulados 2004/A y 2004C le ahorro al improbable lector su lectura, no sea que se me cabree ante tanta mala leche como destilaba este trío de relatos cortos. Pero no me resigno a dejar de publicar el que sigue, y dice así:

 

- ¡Feliz Navidad, hombre! -. Acababa de dejar a los amigos después de la última copa. Eran las 10 de la noche de Nochebuena y se había retrasado. En casa estarían todos esperando para sentarse a la mesa: los hijos con sus mujeres, la hija pequeña con el novio, la mujer, atareada con la cena... Sólo faltaba él.

Es verdad que estaba un poco achispado. Aunque hacía mucho frío, él sentía un calorcito que le subía desde el vientre hasta la cabeza y una generosidad alcohólica muy navideña. Por eso le dio lastima aquel individuo sentado en el banco. El tipo fumaba, los antebrazos apoyados sobre los muslos, la cabeza inclinada, medio escondida entre los hombros, indiferente a la alegría navideña. De vez en cuando daba una calada a la toba y el humo salía de su boca con una vaharada que se perdía entre las gotas de lluvia menuda. De vez en cuando escupía al suelo y observaba el pequeño mar de escupitajos formado a sus pies. Pero siempre con la cabeza gacha.

- Anímese, jefe, que hoy es Navidad –, insistió él con su chispita de alegría alcohólica bailándole en los ojos.

El otro pareció prestarle atención. Levantó la cara y le miró. Había como un resquemor y una rabia reconcentrada en su mirada. Se puso en pie, tiró el resto de cigarrillo al suelo y lo destripó de un pisotón. Luego, sin dejar de mirarle, sacó una navaja del bolsillo y se la puso en la boca del estómago. 

- Venga la pasta, tío listo –, exigió.

Cogió la cartera y, sin prisas, observó su contenido: 127 euros, una tarjeta de crédito y un metrobús sin estrenar. No estaba mal para una tarde tan aburrida, con la gente metida en casa.

El tipo aquel se guardó la cartera y la navaja. Alzó las solapas y el cuello de la chaquetilla vaquera y hundió la cabeza entre los hombros. Se metió las manos en los bolsillos y empezó a caminar a paso ligero. Antes de dar la vuelta a la esquina de la farmacia, se volvió y le gritó al achispado:

- ¡Ah…! ¡Y próspero Año Nuevo, amigo!

jueves, 8 de diciembre de 2022

Eso del metaverso.-

 


Una vez, hace años, este jubilata tuvo una experiencia de eso del metaverso a través de la realidad virtual. Visitaba yo una exposición en la Biblioteca Nacional, dedicada a las excavaciones que se hicieron en Herculano de cuando, al que fuera rey de España, Carlos III, – por entonces rey de Nápoles como Carlos VII – le dio por la arqueología, como hombre ilustrado que era.

Años después de esa visita virtual a las excavaciones sí estuvimos, mi hermano y yo, toda una mañana de cuerpo presente y con mente atenta en Herculano. Y qué quiere que le diga al improbable lector, aquello de la realidad virtual no tenía color si se comparaba con la realidad cosificada.


En mi primera experiencia, la virtual, llevado por el engaño al que se sometía la mente a través de aquellas gafas futuristas, intentaba yo atrapar con la mano objetos que no tenían corporeidad, pero que mi cerebro me los representaba como tangibles. Mi segunda visita, la real, fue un 16 de mayo de 2016 cuando “visitar Herculano fue el cumplimiento de un viejo sueño que nunca confiaba en realizar” (perdone el improbable lector la auto cita, que un servidor no tiene renombre para ser citado por otros).


El caso es que, en estos días atrás, he visto en los paneles anunciadores de las calles unos carteles encomiando las ventajas del metaverso. Será de tal forma que los alumnos de Historia del próximo futuro no necesitarán de libros, sino que la realidad virtual, more thecnologico, les trasladará a los tiempos de Augusto y conocerán la sociedad romana. O podrán viajar al mundo virtual de Avatar o a cualquier futurible que les venga en gana y la tecnología esté dispuesta a fabricar a un precio asequible.

Le daba yo vueltas a estas cosas durante los 10.000 pasos diarios, obligatorios para una vejez saludable. Me parecía que aquello de la realidad virtual ya estaba inventado. Bien es verdad que con una tecnología elemental, como de alfar fabricando botijos, pero tan efectiva como el metaverso ese que se nos viene encima a la hora de representar realidades intangibles a través de la mente. Pensaba, improbable y siempre amigo lector, en el retablo de maese Pedro y la realidad ficta allí representada de don Gaiferos, rescatando a lomos de caballo a su amada Melisendra. Tan a lo vivo vivió don Quijote aquella historia que, al ver cómo la morisma del rey Melisandro estaba a punto de alcanzarlos, desenvainó la espada y se lio a mandobles hasta que no dejó títere con cabeza. Realidad virtual era la historia, y su representación, una ficción a lo vivo, nadie me lo negará. Aunque la auténtica y puñetera realidad del desaguisado del retablillo y los guiñoles le costó buenos reales al caballero de la Triste Figura.

Como, también, realidad virtual es la que se recoge en Fahrenheit 451, de Ray Bradbury. El bombero Mostag, experto quemador de libros, tiene una esposa, Mildred, adicta a la televisión mural que tienen instalada en su casa y que ocupa tres paredes del salón, y con la que interactúa. El lector al que le gusten las distopías habrá leído la novela. Era un metaverso ya presentido en 1953, aunque de tecnología más en pañales, pero sorbía igual el seso de los abducidos por el artilugio metaversiano aquel.

No sabría bien cómo explicarlo sin que parezca incomprensión de la importancia de los avances tecnológicos más punteros, tipo 5G o similares. Pero es que la puñetera realidad de cada día se pone, a veces, en plan metaverso y nos alucina. Como cuando la mani multitudinaria por la sanidad pública en Madrid el 14 de noviembre pasado, que fue el consistorio y apagó las cámaras que controlan la circulación para que no se vieran los más de dos centenares de millares de ciudadanos que estuvimos allí. Lo hizo por aquello de: Ojos que no ven, realidad que no puede acreditar su existencia. Y la señora Ayuso esa, la que más manda en este reino de taifas madrileño, dijo que la manifestación no había llegado a reunir al 1% de los madrileños, y que debería haber habido más de dos millones de manifestantes si es que de verdad fuese un problema grave que a todos nos afecte.

Total, la realidad quedó en virtualidad, tamizada por el metaverso de los intereses políticos, y la cosa se redujo a los cuatro izquierdosos descontentos de siempre. A un servidor, que es de letras, no le cuadraban los números, pero como el que manda siempre tiene razón – o al menos tiene los medios persuasorios para imponerla – le fue fácil convencerse de que no hay nada como el metaverso para disfrazar los problemas y, por ende, vivir ignorante, auto engañado y dichoso. Ya se sabe, no hay nada como un gramo de soma en la birra para ser un feliz individuo épsilon.

Si Aldous Huxley levantara la cabeza reconocería el metaverso que se nos viene encima. Y nos aumentaría la dosis de soma. Seguro.

domingo, 20 de noviembre de 2022

Cómo sobrevivir a la vejez sin morir en el intento.-

Aunque el viejo Heráclito sostenía que nadie puede bañarse dos veces en las mismas aguas de un río, lo cierto es que la vejez es un nadar en esas mismas aguas arriba en el río de la vida, contracorriente, y con un ojo puesto en la orilla. Llegada la edad provecta, uno quiere nadar en ese río que llamamos la vida y guardar la ropa, y a ser posible – la experiencia dice que no –, sobrevivir al No-Ser al que niega la existencia la escuela eleática. Pero se pone empeño en ello, y con ello vamos sobrenadando y sobreviviendo.

Viene al caso, casi, porque estos días pasados he estado leyendo la correspondencia entre Álvaro Pombo y su editor a propósito de un ensayo suyo aparecido hace unos meses: La ficción suprema. Un asalto a la idea de Dios. No es que un servidor sienta un interés especial por la obra del señor Pombo y su religiosidad poética. Es que mis últimas lecturas me han llevado por esos vericuetos, sobre la idea de la religión como agarradero del sobrevivir a la vida; aquella vida ultraterrenal que se forjan los humanos para sobrevivirse en el más allá. Lo que me ha llevado de Puente Ojea y su Fe cristiana, Iglesia, poder – puro racionalismo ateo – a la irracionalidad del sentimiento religioso. Como quien dice, un bandazo de babor a estribor mientras uno se aferra a la barra del timón para no naufragar.

In tempestate securitas, dice una pequeña moneda dorada que he encontrado en una cajita de tabaco olvidada en un armario desde hace años. En la cara de la moneda se ve un velero navegando seguro sobre un mar proceloso. En la cruz, un san Jorge alanceando un dragón con la leyenda: Georgius equitum patronus. Dadas mis preocupaciones (dicho sea sin alusión al sentimiento trágico de la vida, sino más bien a mi curiosidad de bípedo pensante) de estos últimos tiempos, los símbolos de la moneda de marras vienen a cumplir la función de metáfora. Uno sobrenada la vida que le queda buscando algunas seguridades que le mantengan firme sobre el puente, mientras alancea los dragones que le salen al paso cada mañana al levantarse. Y eso sin caballo, a pie quedo.

Dice el Sr. Pombo que se propone escribir un texto que titula Cuatro etapas o experiencias, de las cuales tres son simultáneas: las experiencias religiosa, ética y estética, y una cuarta que es cronológicamente la última, aunque simultánea a las anteriores en el momento actual: la experiencia de la vejez, la artrosis y la muerte. Lo de la artrosis dejémoslo en anécdota molesta; en cuanto a la vejez y la muerte, más que simultáneas son consecutivas. Aunque, visto desde la mirada optimista de Epicuro, cuando la segunda llega, la primera ya no está. Y a la inversa. Aparte que la segunda, según Saramago en su Las intermitencias de la Muerte, hay veces que olvida su condición predadora de vidas y un día se olvida de matar.

Claro que sólo la razón poética (supongo que el señor Pombo estaría de acuerdo) lo logra, según este hermoso – y un tanto extenso – fragmento de Las intermitencias… que reproduzco: La orquesta se ha callado. El violonchelista comienza a tocar su solo como si sólo para eso hubiera nacido. No sabe que la mujer del palco (la Muerte) guarda en su recién estrenado bolso de mano una carta de color violeta de la que él es destinatario, no lo sabe, no podría saberlo, a pesar de eso toca como si estuviera despidiéndose del mundo, diciendo por fin todo cuanto había callado, los sueños truncados, las ansias frustradas, la vida, en fin ... El solo ya ha terminado, la orquesta, como un grande y lento mar, avanzó y sumergió suavemente el canto del violonchelo, lo absorbió, lo amplió, como si quisiera conducirlo a un lugar donde la música se sublimara en silencio, la sombra de una vibración que fuera recorriendo la piel como la última e inaudible resonancia de un timbal aflorado por una mariposa.

... Al día siguiente no murió nadie.

Respecto a la experiencia mística o religiosa, siendo él (el señor Pombo) y yo niños criados en el nacional-catolicismo, el tránsito por ella era de obligado cumplimiento (aunque cada cual haya elegido su camino posteriormente). En cuanto a las experiencias ética y estética, puede que tengamos puntos de encuentro. Recuerdo lo que me dijo un peregrino en el refugio de Roncesvalles muchos años ha, que conocía a un tipo que había cambiado de chaqueta transitando de la ética a la estética sin pasar por la mística. Debía referirse a algún dirigente socialista de primera hornada que había cambiado la chaqueta de pana y con coderas por la amante jovencita y bien tetada y por la afición a la nouvelle cuisine.

Un servidor ha transitado en paralelo por la ética (cuyos valores aún le sirve de andaderas) y por la estética, que es un buen refugio para quienes no tenemos empuje para labrarnos un status por encima de la mediocridad de la clase media de medios pelos. Eres un esteta, solía decirme con ironía una compañera de trabajo. Yo acostumbraba, por las mañanas temprano, a ponerme música clásica en el ordenador en el silencio de mi despacho. Ella entreabría la puerta, asomaba la cabeza y decía su ironía entre risas. Yo no se lo tomaba a mal, pues ella era enlace de CCOO, acostumbrada a la brega sindical y poco interesada en los nocturnos chopinianos interpretados por María João Pires. A mí éstos me aliviaban de un trabajo vulgar y sin alicientes.

Somos conscientes de que sobrevivimos, y sobremorimos, que diría Unamuno, porque nuestra vista recorre el pasado con más intensidad que mira hacia el futuro y porque, además, el impulso vital nos lleva al acabose sin prisas y sin pausa. Mientras tanto, cultivaremos nuestro huerto con Cándido, con optimismo leibniziano, porque tout est au mieux, que decía Pangloss.

Y si no, al tiempo...