martes, 25 de julio de 2023

Caminos, 2.- Aguas estancadas. -

 


Lo divertido de la política nacional es que cuando crees que unas elecciones generales traerán un poco de sosiego al país, ves que taponan una vía de agua embarrada, pero abren otra aún más tumultuosa que inunda la sentina de la res publica. Ganó el PP, pero de tal forma que ni con el Vox logra mayoría. Quedó segundo el PSOE que cuenta con Sumar, y para alcanzar capacidad de gobierno, necesita del apoyo de los partidos regionalista y nacionalistas. Y, ¡Oh, caprichos del Hado!, necesita de la abstención de los adeptos al prófugo Puigdemont si quiere lograr la investidura. Mire usted por dónde, un prófugo de la justicia española tiene la llave de la gobernabilidad del país contra el que delinquió. Cosas veredes, Mío Çid que farán fablar las piedras…

Y además, el PP tiene mayoría absoluta en el Senado, con lo que, si no le dejan gobernar, puede practicar el obstruccionismo siempre que convenga a sus intereses. En esas estamos… Mientras, los analistas políticos imparten doctrina y son el oráculo de las televisiones. 

Como quien dice, la política nacional son aguas estancadas donde una pedrada en medio de la charca (en forma de obedientes, o quizás, resignados votos ciudadanos) revuelve por un rato la superficie y alborota el légamo del fondo. Pero las ondas son sólo superficiales y en círculos concéntricos que se agotan a medida que se alejan del impacto.

Este jubilata y la santa, responsables ciudadanos – o quizás malinformados ciudadanos – bajamos desde el valle a Madrid para votar; de regreso, soportamos un enorme atasco de salida de la ciudad en el no-ser de la autovía y volvimos a nuestro refugio serrano con la satisfacción del deber cívico cumplido. Además de con la duda de si no seríamos unos ingenuos autoconvencidos de que un voto, unido a millares y millares de ellos, cambia la orientación del sistema…, o a lo mejor lo legitima para persistir en sus corruptelas y no somos más que tontos útiles. En esta duda, el escepticismo es una sana higiene mental, pero jode porque no te dice a qué tabla has de agarrarte para flotar en la charca.

Don Pío Baroja, que siempre fue muy suyo y rezongón, no tenía ninguna confianza en las democracias (ese agregado igualitario de gentes de todo pelaje) y no solía pararse en barras a la hora de calificarlas. Escribió un artículo en el que hablaba de la democracia (ideal) como una especie de benevolencia de unos con otros, que era el resultado del progreso, y “la otra democracia de la que tengo el honor de hablar mal es la política, la que tiende al dominio de la masa y que es absolutismo del número”.  

Total, por el Artiñuelo, el arroyo que pasa por delante de nuestra casa de verano, aún corre un hilo de agua y lleva su escaso tributo al Lozoya, a las afueras de Rascafría. Eso, al menos, no ha cambiado.  Y puesto que la naturaleza sigue su curso, este jubilata se calzó las botas de hacer leguas y se fue a ver una charca de buen tamaño que está a medio camino entre el Mirador de los Robles y la Casita de la Horca. Medio oculta desde el camino por la maraña de vegetación, allí seguía, un tanto menguada de agua, pero con su colonia de ranas croadoras que tienen la prudente costumbre de esconderse en el fondo cuando algún curioso se acerca a ver su pequeño paraíso de aguas quietas y vegetación enmarañada.

Desmintiendo la fábula de Esopo, no se tiene noticias de que esa colonia de batracios haya decidido poner orden en su sociedad pidiendo a Zeus que se les nombre un rey que las gobierne. Hacen bien, que a lo mejor los dioses, hartos de su impertinente croar, les pongan un madero flotando en medio del charco y les hagan creer que ese trozo de leño impartirá justicia. Luego, las más hábiles, se subirán encima y dirigirán el cotarro ranero porque, al fin y al cabo, el madero flota allí por designio de las divinidades.

Cosas así iba pensando este jubilata senderista mientras bajaba a la presa del Vadillo. Sentado sobre una roca, con el pequeño embalse a la vista, y el librito Elogio del caminar de David Le Breton entre las manos, leía algo sobre las Largas marchas inmóviles: La marcha es a veces infinita, sin otra dirección que el tiempo. Un recluso, en su celda, puede recorrerse el mundo entero a fuerza de caminar infinitamente los pocos metros lineales de su encierro y diciéndose: ahora atravieso Francia y entro en Alemania; ahora bajaré hacia el sur e iré camino de Roma… Libre en su imaginación, puede llegar a los confines del mundo.

Un servidor, sin moverse de la piedra sobre la que se sienta, levanta la vista del librito, la extiende sobre la lámina de agua del embalse, y convierte éste en un océano sobre el que navega con su imaginación hasta aquel lugar donde basta leer unas páginas para saberse fuera de su mediocridad. Y cuando cierra el libro y retoma el camino, ya ha olvidado su condición de espécimen del demos humano obligado al desove cuatrienal del voto.

 

viernes, 7 de julio de 2023

Andares, 1. Viendo correr el agua.-

 


A propósito de unas notas tomadas el día de San Fermín, y sin que tengan nada que ver, salvo la coincidencia en la fecha:

Mientras en Pamplona miles y miles de personas de apretujaban con gran gritería y jolgorio para celebrar el chupinazo, yo andaba por el monte caminando en solitario, sin otros sonidos que los producidos en la naturaleza espontáneamente, y sin otra compañía que las vacas que pacían en las dehesas y la yeguada con la que me he topado de regreso por el camino histórico que baja desde la majada del Cojo a Alameda, y que ha venido espontáneamente hacia mí, me han rodeado y me han hecho temer que me iban a aplastar de puro afectuosas que eran las yeguas y sus crías.

Ha sido una de esas caminatas que tanto me gustan y que he comenzado en torno a las 8:30 para ir a Oteruelo y, desde allí, a la ermita de Santa Ana. Las dehesas del otro lado del río que se extienden hasta el paraje de la ermita, estaban pintadas con el frescor de la noche pasada. Las praderas, tachonadas de pequeñas flores que parecían alfombrar el suelo hasta el límite del bosque de robles, con esos destellos de cuadro impresionista en los que uno no sabe si admirar más a la naturaleza que los produce o la habilidad artística de quienes la reproducían con sus pinceles.


Sentado en un poyo de la ermita, he hecho lo que nunca se me había ocurrido hasta ahora: leer en un descanso de la caminata. Llevaba encima un pequeño libro de Le Breton, Elogio del Caminar, y he saboreado un par de capítulos, leyendo precisamente sobre aquello que estaba haciendo: caminar. Creo que es experiencia a repetir porque, además del placer de la lectura en medio de la naturaleza, ha sido ese pausar mi caminata con un descanso que me obligaba a levantar la cabeza de la lectura, contemplar el paisaje, y volver a reconocerlo en las experiencias de quien me hablaba – a través de sus textos – sobre el afán caminero.

Como no tenía otra cosa que hacer más que andar y dejar la imaginación a su libre albedrío, ésta me ha llevado por vericuetos que vuelan más alto que los montes que circundan el valle. Pensaba en ese sentimiento fóbico hacia las multitudes que se me va desarrollando con la edad: inexorablemente, cuanto más avanzo en la vejez, mayor es el rechazo hacia mis semejantes, no como individuos, por muchos de los cuales siento un afecto sincero – el amor de amistad, del que hablaba Ortega –, sino en cuanto masa o ganglio social indiferenciado en el que a la gente gusta embarrarse. Como decía Susanita, la amiguita repelente de Mafalda, amo a las personas, pero odio a la multitud.

Pero el amor sincero por la naturaleza, el silencio y la soledad sonora, de la que hablaba fray Luis de León, son todo lo contrario a un acto negativo y antisocial. La fobia de multitudes es como el detritus que produce porque todo comportamiento humano necesita de su contrario para afirmarse. Y a este jubilata, verse caminando por el robledal, con la fresca de la mañana, por caminos donde sólo se tropezará con alguna vacada que pace, o la grita de los rabilargos que le rehúyen cuando lo sienten pasar, le produce una dicha que contrasta con esa sensación de ahogo que le producen las calles siempre concurridas de la capital del reino, con sus ruidos de coches, su gentrificación en forma de turistas que arrastran maletas y caminan abducidos por el Google Maps que les llevará a su destino provisional, sus pantallas gigantes colgando de las fachadas, escupiendo anuncios que embrutecen la percepción y niegan el reposo mental.

Y uno se pregunta si, puesto que el paso de la vida es un cambio imperceptible, no estará cambiando con pequeños pasos hacia un sentido franciscano de la existencia en este último tramo vital que le queda por recorrer. Por no pecar de cursi, de sensiblero, el caminante que lo cuenta aquí, no va por los vericuetos del bosque diciendo: hola, hermana vaca; hola hermano arroyo; hola hermano lilium martagón, o lirio llorón, (especie endémica de estas tierras altas, según me enseñó un botánico aficionado, el otro día, por el camino del Ejido). Ni mucho menos, se me ocurriría saludar con amor franciscano al hermano lobo, que dicen se ha afincado por estas sierras. Son palabras mayores que dejamos para el Pobrecito de Asís, cuando fue a reconvenir al lobo de Gubbio, según nos cuenta el poema de Rubén Darío.

Uno no aspira ni a la gloria celestial ni a la fraternidad


universal, sólo a caminar con el espíritu atento, el oído pronto a los pequeños sonidos del entorno, la vista limpia ante el paisaje que pasa al paso de la bota caminera del caminante. Como mucho, aspira a espiar ese desmelenarse de las aguas en el arroyo, recordando lo que nos dijo Gomez de la Serna: El agua se suelta el pelo en las cascadas. Ya que no ninfas de las fuentes, porque vivimos tiempos de vulgaridad y provecho inmediato, nuestras aspiraciones estéticas nos llevan a escuchar el murmullo del agua, sentados bajo ese fresno junto al arroyo, cerca de la pasarela que cruza el Aguilón. Y como echamos de menos el bucolismo del mundo clásico, aún recordamos los viejos latines virgilianos: Tityre tu patulae recubans sub tegmine fagi silvestrem tenui Musam meditaris avena.

Dicho sea sin que el improbable lector se moleste por los derrapes esteticistas del jubilata, que la edad le da licencia y él se la toma.

 

viernes, 16 de junio de 2023

Abre los ojos.-

 


Es un buen consejo el que le dio Critilo a Andronio: Abre los ojos, primero, los interiores digo, y porque adviertas dónde estás, mira. Eso nos cuenta Baltasar Gracián de sus dos personajes cuando se echaron al camino de la vida, como se puede leer en el Criticón. Y ese consejo es el que ha querido seguir este jubilata, cuando la otra mañana decidí echar un vistazo a eso del maridaje contra natura Picasso-El Greco en el museo del Prado.

Aún recordaba lo que nos había dicho un profesor de historia del arte en la UNED Senior el primer día de clase, de esto hace ya años: “El 90% del arte actual es superchería”. Y, que perdonen mi atrevimiento los que saben de estas cosas, un fondo de superchería creía ver este jubilata en eso de matrimoniar al griego Doménico con el malagueño Pablo: gollerías de gurús de la cultura para sorprender a los hambrientos de estética y ayunos de criterio para alcanzarla. Por eso, camino del museo iba yo pensando en la recomendación que hace Gracián por boca de Critilo: porque adviertas dónde estás, mira con los ojos de mirar desde dentro y no te dejes deslumbrar.

Con esa advertencia, y con los rudimentos escolares de cuando las asignaturas de historia del arte en la Complutense, iba este jubilata recordando aquello del cubismo analítico picassiano: lo representado se descompone previamente en fragmentos geométricos, ruptura de planos que se van acumulando hasta formar una imagen de carácter bidimensional y monocromática. Dicho así, de memoria, que no quise dejarme influir por las wikipedias tan socorridas. Quería ver cómo desentrañaba yo, sin ayuda externa, este juego de espejos.

Y algo, a primera vista, tenían en común las obras del Greco y Picasso, y era la verticalidad, aunque no por las mismas razones. En el primero, hay un tránsito del mundo material al espiritual y sus figuras se alargan, quebrando, diríamos que geométricamente, los pliegues de sus vestiduras, hasta alcanzar el mundo celestial. En el segundo la acumulación de planos fragmentados no tiene un interés místico, sino técnico; una forma de resolver el rompecabezas cubista dándole sentido espacial.

El binomio San Bartolomé – El Acordeonista merecía un rato de atención por aquello de tratar de desentrañar qué tenían en común ambos: el santo, con su manto blanco de pliegues rígidos y quebrados, que sujeta con una cadena a un ridículo diablillo con una argolla al cuello, gira su vista a la izquierda como mirando con asombro al acordeonista. Éste se descompone en planos irregulares, donde borrosamente el espectador cree ver – porque así lo dice la cartela con el título – la mano de un acordeonista, cuyo instrumento está fragmentado en planos quebrados que niegan la regularidad geométrica del fuelle del acordeón. 

“Hay que echarle valor…”, dice alguien a mi lado, que observa incrédulo. Y su cara de escepticismo es un libro abierto...

Quizás, de más difícil desentrañamiento sean las razones del emparejamiento San Pablo – El Aficionado. El aficionado, se entiende que a los toros. A pesar de la descomposición monocromática e indesentrañable (¿existe el voquible?) de esta afición taurina, el artista ha tenido la bondad de dejarnos, aquí y allá, algunas pistas. Así, uno puede leer Nimes (el templo de la afición taurina en el Midi francés), o “LeTorero”, y hasta se adivina el diapasón de una guitarra y un rejón de banderilla.

La cuestión para este jubilata asombrado, una vez identificada la arena taurina, era encontrar la similitud o el contrate que diera sentido al emparejamiento propuesto. Porque la iconografía de San Pablo, aparte la peculiaridad expresiva del Greco, es la usual en el mundo cristiano: una gran espada, símbolo de su martirio y de su condición de ciudadano romano, un libro con pluma y tintero (alusión a las Cartas de Saulo a aquellas comunidades cristianas no judías), y esa expresión de quien tiene clara su misión en esta tierra. En este cuadro, el realismo geométrico de la habitación sirve de soporte a la espiritualidad del místico personaje, que parece iluminado por la divinidad. A la espera de otros más sabios criterios que desentrañen la relación entre ambos, un servidor deja el suyo en suspenso y pasa a la siguiente pareja de cuadros.

En cuanto a San Simón y El Tocador de Mandolina, contrasta la grave expresión del apóstol leyendo el libro, y cubierto con ropajes amarillos y azules en pliegues sombreados, con ese desestructurado músico de pulso y púa. El espectador, que trata de buscar un paralelismo o divergencia que los haga compatibles, aunque sea de forma disonante, cree encontrarse ante una perspectiva aérea desde la que le parece ver tejados grisáceos, enmarañados, como formando callejuelas. Y eso a pesar de que el título es bien explícito: Tocador de Mandolina.

Pues bien, ya que no acababa de entender el contubernio de los dos artistas, y dejada libre la imaginación a su antojo, me dio por imaginar que volaba sobre los tejados del abigarrado Madrid de los Austria, a modo del estudiante don Cleofás Pérez Zambullo, para quien el Diablo Cojuelo iba levantándolos para burlarse de las lacras morales que ocultaba la hipocresía social. Confieso que no entendí qué pito tocaba San Simón junto al de la mandolina, pero las peripecias del cojuelo y el estudiante me hicieron gracia y hasta se me escapó una risita. Risa que mereció el reproche silencioso de las personas en torno mío que se devanaban los sesos intentado asociar al apóstol con el músico callejero. Yo encontré la vía de escape, pero me la callé.


Para acabar, fuera de paralelismos discordantes, me concentré ante un greco especialmente hermoso, el Bautismo de Cristo. Su formato, de gran verticalidad, tiene por objeto el tránsito del mundo terrenal al celestial, con un rompimiento de gloria que separa y une ambos. Es la realidad fragmentada y recompuesta, no como en la técnica cubista, sino a través de los vericuetos de la mística. Son torsiones que presagian el capricho cubista de Picasso en su afán de romper el mundo tangible en planos irregulares que fuerzan al observador a ver lo que no entiende, como si la realidad artística respondiese al principio de incertidumbre: El Greco, Picasso, con sus miradas de artistas, modifican el mundo real al plasmarlo. Y el observador, en su ignorancia, intenta recomponerlo para adaptarlo a la realidad de cada día; esa que nos hace atrevernos a salir de casa y visitar una exposición en la que no sabemos muy bien qué nos vamos a encontrar, ni cómo la tenemos que interpretar.


En fin, improbable aunque paciente lector, para descansar la vista y la mente, me acerqué a ver un modesto bodegón de Sánchez Cotán, ese cartujo que solo pintaba frutos de la huerta y unos cardos suculentos. Ya se sabe que el huerto alimenta al monje a la vez que enflaquece el cuerpo, disciplina la carne pecadora y eleva el espíritu. El jubilata, que lo tiene más difícil porque ni es artista ni es monje, se quiebra la cabeza ante exposiciones como ésta y vuelve a casa con los pies fríos y la cabeza caliente. 
Y, encima, va y lo cuenta. 

 

viernes, 26 de mayo de 2023

En torno al edadismo.-

 


Lo de “edadismo” es un voquible que entró en mi vida por la puerta falsa. Nunca había pensado en ello, ni me pareció digno de atención tal palabro de nueva invención, si no fuera porque se me coló de rondón un día mientras yo viajaba en el metro. Y eso fue cuando un hombre joven se levantó del asiento y me lo cedió. Algo cambió en mi vida a partir de entonces.

Imagínese el improbable lector la indignación que me sobrevino al caer en la cuenta: un hombre joven, sutilmente, haciendo gala de su vigor físico y de su bonhomía, en cuanto me vio, se levantó como un resorte para que me yo me sentara. En primer lugar, antes de ser consciente de que este jubilata era el objeto de aquella amabilidad, miré a mi alrededor por si había algún decrépito necesitado del asiento. Pero no, la persona a la que se dirigía su gesto amable y la invitación a ocuparlo, era yo.

Jamás había pensado yo antes que, andando – o más bien, galopando – el tiempo, me convertiría en víctima de la bondad ajena. Y aquí me tiene el improbable lector, aceptando pocas veces y un poco a regañadientes, el asiento que alguien me ofrece cuando viajo en el metro. En el bus no, porque en el bus, con mucha frecuencia, es como ir en un geriátrico agitado. Allí, es lo habitual, los asientos reservados a los mayores están siempre ocupados por seres en general bastante estropeados físicamente. Y en cuanto a los de más atrás, en cuanto alguien los ocupa, queda allí como encastrado y embuchado entre gente en pie que hace equilibrios sobre sus dos piernas, mientras se abduce ante la pantalla del móvil. Así no hay forma de ejercer la amabilidad con los provectos.

O sea, que, a estas edades, uno ha de contar con eso del edadismo y contarse en el número de los afectados por esa epidemia que ataca a los que vamos de septuagenarios para arriba. Y no es que un servidor se queje del edadismo, porque, según avanza la vida, uno echa un vistazo de vez en cuando al retrovisor para ver el camino hecho; es que son otros los que se encargan de recordárnoslo, o bien mediante su amabilidad, o mediante su conmiseración, o incluso mediante su desprecio. 

Y si uno se hace la ilusión de que el tiempo pasa para los demás y no para sí mismo, no tiene más que recordar que en el bolsillo llevamos una cartera con el DNI que nos recuerda – con esa frialdad administrativa de los documentos oficiales – que nacimos en 1945. 

¡Joder!, piensas, nací recién terminada la segunda guerra mundial y en pleno propagandismo posguerra civil española. Posguerra cuyo recordatorio interesado se prolongó durante gran parte de mi juventud porque así convenía al cesarismo militarista que nos gobernaba por aquellos andurriales de la historia.

Y que el improbable lector perdone esta rápida mirada al retrovisor. No suele ser lo habitual, no sea que por mirar hacia atrás, uno se estampe contra la vida que viene de frente. 

Y, a pesar de lo dicho de mirar de frente la vida, perdóneseme, una vez más, una nueva ojeada al retrovisor, que acabo de acordarme de aquella canción patriótica con que entrábamos los críos en la escuela pública: La mirada clara y lejos, y la frente levantada… “Montañas Nevadas”, creo que se llamaba. Aunque ahora no nieva mucho, la mirada clara y lejos es gracias a la operación de cataratas, y lo de la frente levantada, no mucho, que andamos un poco encorvados por aquello de la mochila de la edad.

Pero, bueno, lo del edadismo sigue sin ser santo de mi devoción, sobre todo porque sirve para que me cedan el asiento y me hagan sentir la edad que tengo. Puesto a gustar de los "ismos", prefiero el Dadaísmo por aquello de rimar con el ya mencionado edadismo, y porque, además, produce cadáveres exquisitos.

 

domingo, 23 de abril de 2023

Una visita al laberinto.-

 


Leía estos días pasados una información sobre un estudio de la universidad de Harvard donde se asegura que, a partir de cumplidos los 60 años, las personas son más felices. Lo que me pareció estupendo. Sobre todo porque, si el sumar años es una garantía, o por lo menos puntúa para encarrilarse en el camino de la felicidad, este jubilata es un cúmulo de felicidades. Siquiera porque ha sobrepasado los 60, los 70, y avanza por sus pasos contados hacia los 80. Más felicidad no cabe en un individuo. 

Como un galápago dentro de su concha, según pasa la vida, así engrosa el caparazón que lo protege. Y cuanta más costra, más dicha. Y no hay por qué ponerlo en duda. Quién sabe lo que guarda un anciano en el hondón de su almario, quizás la quintaesencia de la felicidad, de la misma forma que quizás, bajo su caparazón, el cangrejo resuelve raíces cuadradas, como aventuraba don Miguel de Unamuno.


Total, como feliz que me corresponde ser por edad, desechado el pesimismo antropológico que me habita, este sábado pasado decidí organizar la parcelita de felicidad que correspondía a tal día con una visita al museo Reina Sofía. El Reina es museo por el que siento devoción, y al que dedico varias visitas al cabo del año; no demasiadas, que es lugar que me resulta laberíntico. No por la distribución de sus espacios, que es pura racionalidad, como corresponde a un antiguo hospital basado en los principios de higiene, luminosidad y eficacia de los ilustrados, sino por lo abigarrado de tendencias estéticas de su colección y exposiciones temporales. Uno entra en el lugar con la pretensión de comprender el espacio artístico del siglo pasado y descubre que aquello es un maremágnum de tendencias que pretenden describir el mundo caótico del arte, reflejo de la sociedad, y terminan por desasosegar al visitante.

Por eso, quizás, no fue buena idea comenzar por una sala arrinconada en un esquinazo, al fondo de la planta baja. Allí, amontonados aparentemente -sólo aparentemente – sin orden ni concierto, un montón de aparatos de los usados en laboratorios de la industria cinematográfica, bajo el epígrafe Laboratorio PLAT -75-82, (Picto-Lumínica-Audio-Táctil) de José Val del Omar. 

Un servidor, que en eso del medio audio visual no pasa del manejo del mando a distancia de la tele, quedó consternado al comprobar su grado de ignorancia ante aquella colección de viejos artilugios con los que se captaba y manipulaba la realidad ficta del mundo de la imagen el siglo pasado. Como había un vigilante que no tenía más entretenimiento que observar al único visitante presente, un servidor puso cara de estar enormemente interesado y como muy consciente del valor testimonial de aquellas máquinas, rollos de películas, cámaras, moviolas y otros artilugios de difícil desentrañamiento para un ignaro como quien esto confiesa. Saqué la libreta, tomé unas notas, y con cara de enterado, tomé puerta.

Por alejarme de mi ignorancia, subí a la cuarta planta y me tropecé con una exposición cuyo título me intrigó: Ecuador – Parallel, Guernica – Bengasi, 1982, de Richard Serra. “He aquí un título sugerente”, me dije. Entré, libreta en mano. Inciso: Soy muy amante de ver exposiciones armado de cámara, libreta y boli para tomar notas de aquello que entiendo; sobre todo, de aquello que no entiendo (por consultar luego en casa tranquilamente), de aquello que sé voy a olvidar porque no comprendo, y, en general, porque un jubilata en medio de una sala, enfrascado en sus anotaciones, queda muy guay y es una curiosidad a recordar por parte de los guiris que andan tan perdidos como uno mismo.


Pues eso, que entré y me encontré con la desnudez de las paredes blancas. Dos grandes cubos metálicos (1,5x1,5x1,5, así a ojo) de hierro color óxido flanqueaban la entrada. Tras una gran arcada, la siguiente sala, unas enormes planchas metálicas de lo mismo, de varios metros de largo y con un grosor de unos 10 cm. Todo ello me hizo recordar “2001 Una Odisea del Espacio” cuando un primate irritado golpea con rabia el suelo, armado con un fémur, ante la indiferencia de aquel monolito enhiesto que viene a representar la deidad impasible, la infinitud, la soledad e indiferencia del universo. Como un prehomínido perplejo ante aquellas realidades de racionalidad cúbica me quedé.

En mis notas no supe qué poner, aparte dejar constancia de aquellos paralelepípedos aparentemente – solo aparentemente, que el autor siempre tiene  intencionalidad – herrumbrosos e indiferentes al devenir de la humanidad, como el bloque cuadrangular ante el que se cabreaba el mono de la enjundiosa peli 2001 Una Odisea del Espacio. Afortunadamente, no tuve que desconectar, hasta su lenta muerte, al supercomputador HALL 9000, demasiado humano para fiarse de él. Simplemente, cambié de sala un poco al azar.


“Enemigos de la poesía”, rezaba el título de la sala. Eran, a lo que alcancé a entender,  series de diseños geométricos continuos, hechos por computadora. La creatividad era pura consecuencia de un cálculo técnico. La técnica y la geometría imitan el arte, pero matan la poesía. 


En la sala 434, la soledad de los espectadores frente a una pantalla que emitía imágenes como infusorios difusos y enloquecidos en una charca. Tres espectadores seriados (traje oscuro, pinta de vulgares señores de clase media, tipo años 60) frente a la pantalla, aburridos, indiferentes, miran y no ven. Solo están.

En la 428, “Lo racional y lo sentimental”, de Luis Gordillo, manchas coloreadas, vagamente antropomorfas: "La familia", "Adán y Eva". Al lado, no sé si suyo o de una pintora contemporánea suya: “Caballero cubista aux larmes”, y empiezo a darme cuenta que estoy llegando a la saturación: el cuadernillo de notas empieza a desbarrar y las palabras allí escritas se tuercen, empiezan a perder la horizontalidad y la claridad de trazo. Está claro que debo dejarlo por hoy: la cuota de felicidad de mayores de 60 años se me está agotando, y con ella mis viejas neuronas.


Aun así, hago un último esfuerzo. “Los VIP”, leo: Parte superior: unas ranas saltando vallas torpemente en una carrera de obstáculos; banda media: condecoraciones de órdenes militares y otras insignias de autoridad y prestigio; parte inferior: dos cerdos plácidamente dormidos sobre el barro. La moraleja es evidente y el espectador no tiene que estrujarse las meninges. Y aún la sala 426, de Eduardo Arroyo, con pinturas dedicadas a aquellos 25 Años de Paz del franquismo. Corría el año 1965 y un servidor tenía 20 y un largo, monótono y gris horizonte por delante. Habrían de pasar más de 50 años para alcanzar esa felicidad que, según los intelectos de Harvard, nos llegan tras tantos años de singladura por los vericuetos de la vida.

Total. Guardé el bloc de notas, el boli, descabalgué las gafas, busqué la salida, atravesé el Retiro y llegué a casa. 

Y así lo he contado…

lunes, 3 de abril de 2023

El inglés en el ajedrez.-

 


Querido aunque improbable lector de esta bitácora: Que no te sorprenda, pero este jubilata está enganchado al juego de ajedrez. En algo ha de pasar la vida mientras la vida va pasando. 

Desde hace ya tres años, un servidor está matriculado en un curso de nivel medio de la UNED Senior (Escuelas Pías), empeñado en desentrañar los arcanos de este juego. Y no es cosa nada fácil, sobre todo para los que, debido a la edad provecta, andamos un poco duros de conexiones neuronales. Eso y que un servidor tampoco ha sido nunca una lumbrera en lo del intelecto aplicado al pensamiento lógico. Pero en esas andamos, con más moral que el alcoyano, pues otros charcos ya tenemos pateados a lo largo de la vida y de todos ellos hemos ido saliendo, aunque con barro hasta el corvejón.

Pues bien, decía de la afición a este juego de lógica y habilidad mental al que estoy enganchado, como el yonqui al chute de caballo en vena, aunque con mediocres resultados por las razones ya dichas de mucha edad y no excesiva lucidez mental. A lo que se añade el convencimiento de estar alcanzando ya mi nivel de incompetencia, dados los escasos avances que observo en las competiciones diarias contra individuos de cualquier lugar del planeta.

Para quien no conozca este mundillo, sepa que hay en Internet varios servidores de ajedrez donde uno puede darse de alta gratuitamente y jugar contra oponentes de ± el mismo nivel con los que te enlazan aleatoriamente. Y junto al tablero, un chat para comunicarte con el oponente.

Y esta es la razón de la bitácora de hoy, que, de vez en cuando, tu oponente te lanza un mensaje, habitualmente para pedirte que deshagas una jugada en la que él se equivocó, o para cualquier comentario relacionado con el juego. Solo que la lengua franca que lo coloniza, como en tantos asuntos, es el inglés.

Y un servidor, de angliparla, no está muy allá, aparte de sentir un resquemor hacia esta lengua que debe venirme, por lo menos, desde 1741. Desde cuando el almirante inglés Vernon quiso conquistar Cartagena de Indias, y Blas de Lezo le dio estopa, y tuvieron que tragarse su orgullo anglo junto con aquella célebre medalla conmemorativa, acuñada en un exceso de confianza, en la que se veía a Blas de Lezo arrodillado ante Vernon, rindiendo su espada, y la leyenda “The pride of Spain humbled by Ad. Vernon”. Vendieron la piel antes de matar el oso y éste les dio un buen zarpazo.

Pues eso, que un servidor de inglés anda flojito y, de prejuicios, sobrado. Más si se recuerda lo que le dijo el Marqués de Bradomín a la Niña Chole cuando coincidieron en un barco inglés que los llevaba a Tierras Caliente: que el inglés era lengua de mercaderes, piratas y herejes (Cito de memoria, que vaya Vd. a saber si el de Bradomín fue aún más despectivo…).

Volvamos al asunto que hoy nos ocupa. Desde hace algún tiempo, por pura curiosidad, he ido anotando esos pequeños textos en inglés que me envía algún oponente, con sus correspondientes comentarios y la razón que los produjo. Normalmente, ya se ha dicho, es para pedir una rectificación de jugada que les pone en mala situación. 

Un servidor, hace ya tiempo solía ser generoso y accedía a conceder el favor, hasta que tropecé con un impresentable (brother pleace, bro... insistía el cabrón) que se burló de mí cuando consiguió convencerme, me dio jaque mate y me dijo entre otras lindezas, en una mezcolanza spanglish “la concha de tu madre”. Juré por las barbas de Wilhelm Steinizt no volver a compadecerme. Juramento que, a veces, olvido por un sentimiento de solidaridad gremial que supera a mi resentimiento al puto que me mentó la madre.

En fin, como el espikininglis no es lo mío, recurro, para desentrañarlo, a un pequeño diccionario escolar: el Oxford Pocket, impreso en Italia (Tipografica Varese), año 2000, que encontré encima de un contenedor de papel.

Pues, bien, si el improbable lector tiene curiosidad, dejo aquí los textículos en angliparla y mis comentarios al caso. Si hay errores ortográficos, gramaticales o de sintaxis en el texto inglés, es cosa del fulano que lo escribió, que a saber de qué parte del mundo era. Yo me limité a transcribirlos tal cual.


Frases en el chat de ajedrez.

What are you doing?  

Ø  ¿Qué estás haciendo? (Un turco porque le doy jaques continuos hasta llegar a tablas por repetición de jugadas). La partida estaba difícil y era mi único recurso.

Shuch an idiot!  

Ø  ¡Como un idiota!  (Un galés que, con dos damas, me ahogó el rey y no pudo darme mate).

It was a mistaque.

Ø  Ha sido un error. (Alguien que me puso su dama a merced de un peón mío. Se la perdoné a cambio de un alfil).

I think is done.

Ø  Creo que está hecho. (Una italiana que me dio jaque mate con comodidad).

I do not what is the meaning of “Tendrás que currártelo, majo”

Ø  No entiendo el significado de “Tendrás que…” (Uno de Singapur al que le negué deshacer una jugada – él me iba ganando y no era el caso darle facilidades – y le escribí lo anterior: Tendrás que currártelo, majo). Terminamos en tablas, a pesar de su ventaja.

How you don’t know how to checkmate? Accept draw.

Ø  Un egipcio que pregunta si no sé darle jaque mate (torre más rey contra rey). No acepté las tablas que proponía y me costó cuadrarle para darle mate con la torre.

Sorry my screen froze for over a minute.

Ø  Un yanqui se disculpa porque su pantalla estuvo bloqueada más de un minuto. El hombre terminó abandonando la partida sin conseguir acorralar mi rey con una torre y su rey.

Idk how to do this xd.

Ø  “No sé cómo se hace esto xd”, dice el contrincante porque no puede arrinconar mi rey con el suyo y su torre para darme mate. Quedamos en tablas por repetición de jugada.

You are so boring.

Ø  Eres muy aburrido”, me dice. (Supongo que para desconcentrarme en una partida de 5+3’’). Le como su torre con mi alfil en e5 (AxTe5) y se retira. No sé de qué país era.

Lol dude, what are you doing? Cant you juste checkmate.

Ø  Hola amigo, ¿qué estás haciendo? Podrías simplemente dar jaque mate. La verdad es que mi oponente tenía razón y estuve mareando la perdiz, dándole alguna pieza a comer antes del mate. Iba yo sobrado.

Hi! Waht’s your favorite type of dinosaur?

Ø  Un tipo, nada más empezar la partida, me pregunta cuál es mi tipo favorito de dinosaurio. “Ninguno”, le contesto. Mira que hay gente rara…

Are you scared? By the way i’m from Ukraine.

Ø  El individuo supone que me he asustado porque me comió la dama cuando daba jaque a su rey (un error de estrategia porque no calculé bien la jugada). Más que susto, yo tenía cabreo, por torpe. Como jugaba bajo bandera alemana me dice que, por cierto, él era ucraniano.

Missclick .

Ø  Error al clicar. El individuo puso su torre en d2 y la otra la tenía en a1, yo puse mi alfil en c3, con lo que daba jaque a ambas torres. Pidió deshacer la jugada con la excusa, ya bien conocida, de que se le había ido el ratón. Yo le contesté, en buen español: A mí también me ocurre a veces, y me aguanto.

jueves, 9 de marzo de 2023

El reciclado.-

 


Vayan por delante mis disculpas al improbable y sufrido lector de esta bitácora. Esta tarde he estado revisando el viejo baúl de los recuerdos: entiéndase, el disco duro externo donde guardo las historietas que escribía cuando tenía humor para ello, y bastantes menos años. Para ser exactos, el relato que aquí dejo es de antes de dar comienzos este siglo que vamos sufriendo con entereza. Es de cuando la administración pública española hacía no demasiado tiempo que nos había dado un ordenador a cada funcionario para poner ponerla tecnológicamente a la altura de la europea. 

Por aquel entonces, los funcionarios que queríamos aprender a manejar bien aquellos artilugios informáticos hacíamos frecuentes cursos de formación. Nos devanábamos los sesos aprendiendo el MS2 y los rudimentos del Word y el Excel y cualquier técnica de expresión informática que nos alejara de la vetusta Olivetti que nos había acompañado desde nuestra toma de posesión como funcionarios estatales. 

Por tomármelo a coña eso de la informática que venía arrasando, decidí escribir un cuento sobre un pobre funcionario a quien las nuevas tecnologías le habían amargado su plácida vida funcionarial. Y para ello empleé una forma de expresión literaria que bien se podía corresponder con el lenguaje pesado y un tanto rebuscado que había sido muy propio de aquella Administración franquista en la que empecé a trabajar.

Total, amigo e improbable lector, que te dejo, a continuación, esa historieta, pero advirtiéndote que el ambiente que ahí se refleja está un poco mohoso, como de cuarto mal ventilado y polvoriento. Si tienes curiosidad y ganas, léelo, y si no, tampoco pasa nada. No por eso perderemos las amistades. Un servidor nunca pretendió vivir de la literatura. 


EL FUNCIONARIO RECICLADO.

No podía sospechar aquel anonadado empleado público que su vida ofreciese algún interés o alguna emoción fuera de su previsible, regular y  monótono transcurrir de funcionario de medios pelos, hasta que  la informática llegó a la Administración Pública.

La  covachuela recóndita, cuyas condiciones de habitabilidad no daban para llamarse oficina, en la que había enterrado su microscópica vida durante interminables trienios, era todo su horizonte. Éste, estaba limitado al norte por la máquina de escribir, al este y al oeste por murallones de expedientes administrativos nunca resueltos y siempre crecientes, a pesar de su voluntarioso empeño por darles salida; y si alguna vez miraba hacia el sur, a veces veía, a veces no, a una funcionaria madre de familia, obsesionada por las visitas al pediatra, la guardería, los cumpleaños infantiles con los amiguitos de la urbanización, las escapadas al Corte Inglés y todas las minucias domésticas que conforman la razón de ser de algunos especimenes femeninos que tienen su asiento en las oficinas públicas.

Su formación profesional no había llegado más allá de las innumerables horas empleadas en memorizar temas para aprobar la oposición y de las 250 pulsaciones exigidas para superar la prueba de escritura mecánica, después de haber hecho un bachillerato en letras un poco a salto de mata. Hazte funcionario – le había dicho su madre – y tendrás  un trabajo para toda la vida, un sueldecito decente y el porvenir resuelto, qué más puedes pedir.

Como las madres siempre tienen razón, sobre todo cuando uno no tiene mayores expectativas, puso sus escasas neuronas útiles (dos, según su Jefe de Servicio: una para leer los periódicos deportivos y otra para aporrear la Olivetti a una velocidad endiablada), las puso, digo, al servicio de tan nobles fines como tener un trabajo estable, ganar un sueldecito decente y resolver su porvenir.

Cierto que el trabajo era estable, de una estabilidad tan consistente, sólida e inmutable que más parecía caso de fosilización; el sueldecito, decente, si por tal se entiende un mediano pasar, un quiero y no puedo; pero el porvenir, lo que se dice el porvenir, era algo que estaba por llegar y tan ignoto como lo fuera el tercer secreto de Fátima, hasta que el Papa reinante se arrogó su protagonismo.

En efecto – pensaba él – el porvenir tiene que ser algo distinto a ese estar siempre igual, a ese transcurrir sin alteraciones, como una vida de encefalograma plano; si lo llaman por-venir será porque algo se mueve hasta que algo llega. Y ese algo por llegar tenía que ser tan importante como la estabilidad y el sueldecito. Y él, parapetado tras su rimero de expedientes, esperaba el cambio que augurase el tan ansiado porvenir, el cual iba a dar cumplimiento a la tercera bienaventuranza vaticinada por la sabiduría materna.

Y así, sin saberlo, como aquellos incautos que ignoran que hablan en prosa, vivía la contradicción de la ontología presocrática, pues mientras que era parmenidiano por oficio y costumbre, aspiraba a heraclitiano porque el fluir de las cosas le trajera la culminación de sus modestas aspiraciones.

Algo empezó a cambiar cuando el Presidente de Gobierno y Líder No Carismático del P.P.S.P. (Partido Progresista Sin Pasarse) pregonó, al iniciar su segunda legislatura triunfal, que la Administración Pública iba a regirse por criterios de racionalidad y eficacia para homologarse con las de los países europeos. Esto suponía la introducción de nuevas técnicas de trabajo, redistribución eficaz de recursos, fijación de objetivos, reciclaje de funcionarios, y un largo etcétera expresado en una terminología donde los tecnicismos anglizantes y el lenguaje de alto ejecutivo prestigiaban un proyecto de modernidad que no presagiaba nada bueno para la masa de grises compañeros de nuestro modesto protagonista.

Y fue tal el revuelo organizado que, incluso, llegaron noticias dispersas, contradictorias y terribles a la zahurda oficinaria donde nada había alterado la quietud en décadas de rutina. No se recordaba allí una convulsión parecida desde la inquietante y sentida defunción del Autócrata Máximo, padre riguroso pero justo, benefactor de la turbamulta funcionariesca adicta al régimen entonces en vigor. Adhesión que, por otra parte, tenía mucho que ver con el instinto de supervivencia y - si se me permite decirlo - con el complejo edípico que convierte a las masas en adoradores de esa deidad ancestral que encarna a la Madre nutricia, con la cual se identificaba de forma obscura y subliminal al dueño del cotarro patrio.

Nonato, que así se llamaba nuestro hombre, empezó a arrepentirse de su atrevimiento al desear ningún tipo de cambio, temeroso de que la mudanza trajese desventura. Porque desventura era cualquier alteración de la confortable rutina en la que se había enquistado desde el venturoso día en que recibiera su título de funcionario y tomara posesión de su puesto de trabajo y de su fiel Olivetti, a la que profesaba un amor tan profundo que, ni el paso de los años, ni la longevidad de aquel artilugio mecánico, habían logrado aminorar.

Tanto es así que, entre sus escasas aficiones musicales, sentía una predilección sin límites por aquella pieza musical de Anderson en la que la orquesta imita el funcionamiento de una máquina de escribir, con su golpecito de timbre incluido: ¡Tac-tac-tac-tac, ring! ¡Tac-tac-tac-tac, ring! No conocía mejor melodía en el mundo que la música sincopada de su máquina, que trotaba sobre los adustos papeles oficiales con su ritmo cantarín de caballito mecánico: ¡¡Tac-tac-tac-tac-tac-tac, ringgg!!  Dios, cuántas horas de felicidad cabalgando sin trabas sobre las áridas praderas del papel timbrado...

Pero no era él el único al que las novedades en el mundo administrativo sumían en el desconcierto, ya que surgieron murmullos quejosos o expectantes, aunque siempre temerosos, entre los anónimos currantes - por decir de alguna forma - instalados entre mamparas, estanterías, archivadores y en toda suerte de cubículos en los que se dividía y subdividía el laberinto ministerial.

Así, la mamá-funcionaria se soliviantó ante la terrorífica idea de verse reciclada en un eficaz engranaje del procedimiento administrativo, con merma de sus instintos maternales, en aras de la homologación europea para mayor gloria del Partido en el Poder.

No era el caso del ambicioso Jefe de Servicio, quien, por mor de sus contactos con la estratosfera administrativa, tenía acceso directo al despacho del Director General de la Cosa, y gran predicamento en el redil de su secretaría particular. A causa – se decía - de una relación amorosa y morbosa, ya que compartía con el Baranda los favores carnales de la eficaz y activa jefa de secretaría. Relación, por otra parte, aunque muy comentada, nunca demostrada por las malas lenguas, y que, según las peores, no era más que una especie sin fundamento que el propio interesado había hecho correr con fines inconfesables, pero siempre interesados.

Lo cierto es que este burócrata agresivo, ambicioso y trepador fue origen y causa de que el ansiado y temido porvenir de Nonato empezase a moverse, aunque no en el sentido que éste hubiese deseado. En efecto, admirador incondicional de la eficacia anglosajona y calvinista que ve en el triunfo y el dinero la mano de Dios, aspiraba a convertir la parcela administrativa a su cargo en modelo de organización y racionalidad que le sirviese de banco de pruebas para demostrar sus dotes de gestor. De esta forma esperaba concitar la atención admirativa del restringido círculo de manipuladores de la Cosa Pública y ocupar un sitial entre los elegidos.

Tras concienzudos estudios del material humano a su disposición, decidió que debían abandonarse las viejas rutinas y la mentalidad de funcionario ancien régime dando paso a la implantación de técnicas de trabajo avanzadas, en las que la informática era la piedra angular sobre la que construiría su modelo, que aspiraba a ser faro luminoso que guiase el pesado navío de la burocracia nacional por entre las procelosas aguas del procedimiento administrativo y la inoperancia.

Como inteligente que era, sabía que el principal escollo estribaba en la cinética de la inercia burocrática, tan poderosa como el equilibrio de energías universales que hace que los planetas jamás salgan de sus órbitas. Consciente de ello, decidió un tratamiento de choque impuesto manu militari.

Empezó empleando argumentos de convicción y raciocinio que, cuando fallaron - como había previsto -, abandonó para recurrir al principio de autoridad que, de siempre, ha producido un temor reverencial en una organización tradicionalmente jerarquizada. Siguió, en un tercer estadio, con la amenaza pura y dura de expedientes disciplinarios y traslados forzosos por la manifiesta incapacidad de sus subordinados. Llegó a tal extremo de presión psicológica sobre ellos que logró someterlos a sus dictados y voluntad.

Una vez quebrantado todo tipo de resistencia, pasó a la segunda fase del plan, consistente en organizar al personal para que asistiese a cursos de aprendizaje de las técnicas informáticas, de forma que, mientras unos aprendían los rudimentos de tan abstrusa ciencia, el resto hacía el trabajo pendiente.

No es para dicho el quebranto moral y el estado de depresión anímica de aquellos probos y rutinarios funcionarios, abocados a un mundo complejo y desconocido que los devoraba con la misma indiferencia con la que el sistema económico liberal devora bosques enteros para hacer pasta de papel sobre el cual se imprimen los colorines de maravillosas ofertas de supermercado.

Las aulas ministeriales se colapsaron de mentes habituadas a los expedientes de original y dos copias en papel carbón, al Dios guarde a V. I. muchos años, a la ventanilla de “Le falta la póliza en la Instancia y “Vuelva Vd. mañana...” Pero el empuje de las modernas tecnologías exigía su renovación o su muerte por inanición, y allí estaban atrapados entre el desconsuelo por la pérdida de un confortable mundo que se acaba, y la angustia de lo desconocido, que adoptaba la agresiva forma de complejos chismes informáticos.

Éstos, cual nuevos y crueles dioses, eran servidos por una emergente casta de sacerdotes que se movían con el soberbio ademán de los conocedores de arcanos y que oficiaban sus rituales en una jerga tecnificante, de incomprensible sentido para los neófitos. A excepción de uno, tipo estrambótico y contumaz    hilemorfista, para quien el mundo se regía por los principios aristotélicos y no había ciencia o técnica que no pudiesen explicarse a través suyo. Fue él el mentor paciente quien, con más optimismo que acierto, dedicó largas horas a tratar de ordenar el caos mental en que estaba sumido nuestro Nonato, involuntario protagonista de esta ejemplar historia.

El aristotélico funcionario, con razonamientos de lógica implacable y en la mejor tradición silogística tomista, le hizo ver el paralelismo entre los componentes físicos e intelectuales de la informática y los principios de Materia y Forma que dan sentido al mundo creado. Así, el Hardware se correspondería con el mundo material inerte, incapaz de cualquier actividad, a menos que la Forma creadora, vale tanto como decir el Software, actuase como motor intelectual o Causa Primera que introdujese el orden lógico que lo hace operativo.

Incluso los elementos denominados Componentes – así, con mayúscula, dada su noble función – actuarían como pequeños demiurgos que procesan la información interpretando las tablas lógicas expresadas en bytes, cuyos múltiplos en K(ilos) y Megas no eran más que la reminiscencia y sutil hilo conductor por el cual una mente lúcida podía cerrar el círculo del saber humano comprendido entre Aristóteles y Microsoft.

Obviaremos los complejos procesos mentales y anímicos a través de los cuales la perplejidad y el temor ante lo desconocido se convirtieron en angustia y ésta alteró la apacible naturaleza de Nonato, hasta el punto de que su ritmo cardiaco se vio alterado irremediablemente. Así, un aciago día, mientras la pantalla del ordenador absorbía toda su atención y trataba de descubrir un bondadoso demiurgo que introdujese orden en aquel mare magnum electrónico y resolviese el ejercicio de una tabla de cálculo, algo le hizo ¡plaff!  en la víscera cardiaca, Nonato se abrazó al monitor en un inútil intento por no caer y perdió el conocimiento.

Cuando recobró la conciencia, descubrió horrorizado que se había convertido en la prolongación de uno de aquellos monstruos que le habían llevado al infarto y al borde de la muerte. En efecto, todo él estaba conectado a una máquina con innumerables cables que, a modo de tentáculos, se habían fijado a su cuerpo y, a través de una pantalla, transmitían informes sobre su presión arterial, los latidos de su corazón y todas sus funciones vitales. Aquellos eran expuestos a la docta y curiosa mirada de un galeno quien, con aire suficiente y tono admonitorio, le aconsejaba sobre la conveniencia de no dejarse arrastrar por emociones fuertes, a la vez que le felicitaba por la placidez de su vida futura como beneficiario de una modesta jubilación y aspirante a los viajes del INSERSO.

A partir de entonces una nueva rutina administró su vida, circunscrita a un pausado transcurrir que se regía por las minuciosas reglas del convaleciente: levantarse a tal hora, tomar la medicina, régimen de sopitas y buen vino - dicho a la antigua -, siestas reparadoras y, sobre todo, paseítos por el parque, acompañados de un moderado ejercicio físico: La petanca - le había dicho el médico - estimula la circulación sanguínea, tonifica los músculos y distrae la mente. Acaba Vd. de ingresar en el reducido círculo de los privilegiados.

El parque del Calero, reserva natural de ancianos, prejubilados, mamás en ejercicio, niños y gente ociosa en general, fue un nuevo mundo al que hubo de adaptarse, una vez expulsado por la Informática del paraíso terrenal administrativo y privado de su fiel compañera Olivetti Studio 44; que él nunca olvidó el nombre y apellidos de su amada. Terrible e inmerecido castigo impuesto por aquella diosa electrónica, cruel, calculadora e impersonal a la que no había sabido rendir culto.

¿Qué más se podría decir de esta lamentable y verídica historia? Los años transcurridos como jugador de petanca nunca le hicieron olvidar su vieja Olivetti, hasta el punto de que su antiguo amor estuvo en boca de individuos desaprensivos y burlones que ocupan su tiempo en la maledicencia y la murmuración a falta de un mayor sentido en sus vidas.

Mira, mira el pájaro este – comentaba un vejete de sonrisa maliciosa y desdentada - si tenía una amiguita italiana... Y se llamaba Olibeti...”

 Esas son las más finas en la cama - sentenciaba un camionero jubilata, mientras se rascaba con parsimonia la entrepierna - Si lo sabré yo, que he conocido todos los puticlús de Cádiz a Rótterdam.”

Viator scripsit.