jueves, 27 de octubre de 2011

Una ojeada al Arbol de la Ciencia.-

Por si el improbable lector no se ha dado cuenta, este año se cumple el centenario de la publicación de El Arbol de la Ciencia. Ya sabe de qué se trata, de esa novela-revulsivo que Pío Baroja escribió porque tenía las tripas revueltas con todas las miserias y las mezquindades de la España de su época.

Podía haber vomitado la bilis de su escepticismo sobre aquella lamentable sociedad carpetobetónica y darle la espalda: una sociedad cuya burguesía era de un egoísmo primario y espíritu mezquino, mientras que el pueblo bajo, ignorante y embrutecido, subsistía entre miserias materiales y morales. Pero no lo hizo. Baroja era un observador de la realidad social, un huraño tímido, un escéptico lúcido, e hizo lo que mejor sabía: escribir.
Leer El Arbol de la Ciencia (o la trilogía de La Lucha por la vida) es como leer un tratado de sociología, pero pasado por el prisma de un literato lúcido y sin fe en la humanidad. El lector caminará por las calles de aquel Madrid antisocial de andrajosos y rastacueros (si lee La Busca...), o por un poblachón manchego cerrado sobre sí mismo (si acompaña a Andrés Hurtado -el protagonista- en su ejercicio de médico rural, en El Arbol...). Donde quiera que Baroja extienda su vista, descubrirá que nuestros abuelos de hace un siglo formaban parte de un pueblo en plena degeneración racial a causa de la miseria física, el fanatismo religioso, la ignorancia cultural y el caciquismo político.


Al cabo de cien años de su publicación, El Arbol de la Ciencia casi parece premonitorio de estos tiempos. Uno sustituye con los actuales los datos estrictamente pertenecientes a aquella época histórica, y ve que el sustrato (la incultura como herramienta de control del pueblo, la cesura creciente entre masa popular y dirigentes sociales y económicos, el caciquismo político que controla los resortes del poder) son los mecanismos que siguen rigiendo esta España actual.
Un pequeño ejemplo del bipartidismo caciquil en Alcolea, donde Hurtado ejerce como médico, servirá: Los Ratones (liberales) y los Mochuelos (conservadores): Alcolea se había acostumbrado a los Mochuelos y a los Ratones, y los consideraban necesarios. Aquellos bandidos eran los sostenes de la sociedad; se repartían el botín: tenían unos para otros un "tabú especial", como el de los polinerios. Cuesta poco trabajo hacer la trasposición: miramos a nuestra casta política, sustituimos "Mochuelos" y "Ratones" por esos políticos actuales en los que estamos pensando, y nos encontramos como hace cien años.

Es cierto que ahora no existe un campesinado embrutecido por un trabajo de sol a sol, el fanatismo religioso y el analfabetismo; ni un proletariado urbano a jornal, muriendo de hemoptisis y miseria. Tampoco existe ese señorito pequeño-burgués de provincias que se alimentaba de las mezquindades del casino local y despreciaba cuanto ignoraba.

Ahora somos una enorme clase media tetanizada, acojonada, por todas las amenazas que los fraudes del sistema económico-financiero ciernen sobre nosotros. Ahora, si miramos a nuestro alrededor, no vemos los andrajos de la vecina puestos a orearse en el tendedero de la corrala. Ahora vemos el horror habitual de Somalia mientras nos llevamos la cuchara a la boca, durante el telediario; vemos cómo, en Libia, unos supuestos luchadores por la libertad torturan a muerte a un tirano grotesco y sanguinario que cayó en sus manos; además, oímos, consentimos y callamos cuando nos dicen que van a rescatar los bancos privados (una vez más, y las que haga falta) a costa de los dineros públicos para que no se les hunda el sistema financiero. Y la lista es larga...

Y si alguien se angustia ante la enormidad de los problemas, siempre nos queda la sobredosis de TDT, las tropecientas ligas de fútbol, o sacar a hombros al último torero (maestro Antoñete, lo llamaban sus devotos) gloriosamente abatido por la doble cornada de la edad y el tabaco.

En el mundo de Baroja, la taberna, el prostíbulo y los toros eran las válvulas por donde la sociedad liberaba sus tensiones. Ahora somos más refinados: Los corteingleses están llenos de ropa de temporada, ya leemos en e-book y el dispensador de condones está junto al de cocacolas.

Quizás, el improbable lector, que leyó a Baroja, tenga la impresión de que éste era un hombre de carácter agrio y pesimista. A mí me parece que eso se debe a que probó el fruto del árbol de la ciencia; un fruto amargo como la verdad (Pues la verdad amarga, tal bocado / mi boca escupa con enojo y ira, dice Quevedo, otro atraviliario).

Por eso, según Baroja, algo se nos ha escamoteado en el texto del Génesis, cuando dice: Y Dios seguramente añadió: "Comed del árbol de la vida, sed bestias, sed cerdos, sed egoístas, revolcaos por el suelo alegremente; pero no comáis del árbol de la ciencia, porque ese fruto agrio os dará una tendencia a mejorar que os destruirá" ¿No es un consejo admirable? - Sí, un consejo digno de un accionista de Banco - repuso Andrés.

Pues yo, la verdad, si lo pienso despacio (a salvo todos los matices y todos los avances materiales), allá en el fondo de nuestra sociedad no veo tanta diferencia con la de hace cien años. Lo que nos falta es un Baroja lúcido y pesimista que nos lo cuente...y queramos oírlo.

viernes, 21 de octubre de 2011

Por los caminos de Soria.-

Este sábado pasado hicimos una caminata por los páramos sorianos con la Agrupación Aire Libre del Ateneo de Madrid. Nos movimos por tierras próximas a Medinaceli; tierras resecas, calizas, con extensas parameras en cuyos campos aún amarillean los tallos de las mieses cosechadas el verano pasado.

Comenzamos a caminar en Arbujuelo y enseguida se aprecia que sus tierras son pobres, de sustratos calizos y terrenos arcillosos. La sequía de estos últimos meses hace de estos parajes unos lugares aparentemente inhóspitos. Pero, caminando por estos andurriales, uno se entera que en su subsuelo guardan la segunda reserva natural de agua más grande de la provincia. Al exterior, las calizas dan paisajes resecos, requemados por los calores meseteños, a menos que uno se meta por los barrancos donde afloran las aguas y el verdor aparece por doquier. Pero por los caminos de Arbujuelo no vemos más que matorral bajo, una especie de matas de sabina rastrera. Los campos que están arados son de color pardo-rojizo y, a veces, afloran yesos. Son tierras muy duras para la subsiscencia; no es extraño que los pueblos se hayan ido abandonando por falta de recursos.

Camino adelante, Lomeda es un curioso pueblo en esqueleto. Su caserío es como una osamenta desguarnecida de sustancia y vida. Habitantes hace años que ya no tiene, pero aún se usa para guardar ganado. Tiene la curiosidad este pueblo de su planta en cuadro, en torno a un enorme espacio a modo de plaza. Si se entra en sus casas abandonadas, se ve que las habitaciones han servido para guardar ganado ovino. Toda la explanada que hace de plaza está cubierta de cagalitas de oveja o cabra.
La iglesia, en la parte alta de la plaza, está también abandonada a su suerte. Tiene un modesto retablo desvencijado, un baldaquín con sus cortinajes raídos y medio podres y un coro en difícil equilibrio al fondo de la nave, bajo el que hay una pila bautismal semi empotrada en un rincón del suelo y cubierta con una tapa. Al exterior tiene una regular espadaña tallada en buena piedra, que contrasta con la modestia del conjunto del edificio.
Velilla de Medina, el siguiente pueblo, sí está habitado. Pasa por allí un riachuelo abundante (río Blanco) que alimenta el lavadero, que se ve reconstruido y es lugar agradable para el descanso y la charla. Tiene el pueblo varias fuentes y agua abundante. A la salida, a orillas de un campo en barbecho, una modestísima cruz de fierro con una chapa metálica adosada, toda furruñosa, donde se inscribe el siguiente texto en letras caladas en la chapa: "Cirilo Lopez / falleció de una exha / lación el / 15 de Julio /1901 RIP". Lo de que muriese de una exhalación resulta chocante, hasta que alguien, conocedor de estas tierras, nos dice que la "exhalación" que mató al bueno de Cirilo fue un rayo. Término del que ya habíamos olvidado su significado.
Tiene este pueblo otra curiosidad fúnebre más, y es que junto al modesto cementerio hay una especie de corralito cerrado por tapial (apenas 4 x 4 metros cuadrados), con una puerta desvencijada: allí se enterraba a los suicidas, a los que se les negaba suelo sagrado y la compañia de los otros difuntos, muertos en gracia, se supone.

Avenales es otro pueblo abandonado donde algún vecino ha remozado la casa para los fines de semana; pero el resto son edificios construidos en sillarejo mal trabado, sin techumbres, con las casas desventradas y sus ventanas abiertas a todos los soles y aguas. A través de ellas puede verse un cielo de un azul límpido. A la entrada de este pueblo hay una buena fuente con su alberca, una pequeña pradera verdeante y unos cuantos chopos que están amarilleando. Es un oasis de verdor en la paramera reseca y dura.

Desde el pueblo se baja por un caminito hacia el Barranco de Avenales, enmarcado por roquedos donde pueden verse nidales de buitres. Sus vertientes están cubiertas de encinas y, en el fondo del valle, agreste e intransitable, choperas que explotan en amarillos y dorados intensos.

Terminamos nuestra caminata en Somaén. El paraje es muy hermoso, el pueblo tiene belleza rústica en su conjunto, pero el nuevo caserío remozado que trepa por la ladera es un reflejo de la visión que los urbanitas acomodados tiene de lo que debe ser una vivienda rural. Se han reutilizado materiales de la zona y las casas tienen ese aspecto ruralizante de quien se ha traído la capital al campo. Pueden verse grandes ventanales donde se han montado viejas rejas de antiguos conventos y hasta han reproducido un campanil con su campano y todo.

La verdad, nada que ver con con las viejas casas de labranza que hemos visto en nuestro caminar; ni en sus materiales (sillarejos irregulares trabados con barro y yeso, maderamen de chopo, ventanucos, pequeñas estancias de techo bajo, cuadras para el ganado). Ni funcional ni estéticamente tienen mucho en común. Ahora bien, a nadie le disgustaría tener una casa así de confortable en un paraje tan hermoso.

viernes, 14 de octubre de 2011

Eso de cumplir años.-

Realmente, cumplir años no es noticia importante. Acabo de cumplir 66, me asomo a la ventana a ver si el mundo ha cambiado en algo por este hecho, pero descubro que es un día como cualquier otro. Verdaderamente, no es noticia que importe demasiado, aunque a este jubilata le ha ocurrido lo que a todo el mundo: a uno le nacen un buen día y le ponen en la obligación de vivir una existencia de la que no tenía noticias y por el tiempo que le toque vivirla. Pero, ya que a uno le nacen, al menos deberían pedirle opinión sobre si prefería un determinado periodo histórico, una determinada familia o un determinado país. Ni siquiera le preguntaron lo más obvio: si quería vivir. Le pusieron en el mundo, le dieron un empujoncito y le dijeron: ahí te las vayas apañando.

Pero, si alguien expresó con claridad ese sentimiento de impotencia ante un hecho crucial de cada ser vivo, ese fue don Miguel de Unamuno en sus Recuerdos de Niñez y Mocedad: "Yo no recuerdo haber nacido. Esto de que yo naciera -y nacer es mi suceso cardinal en el pasado, como morir será mi suceso cardinal en el futuro-, eso de que yo naciera es cosa que sé de autoridad y, además, por deducción. Y he aquí cómo del acto más importate de mi vida no tengo noticia intuitiva y directa, teniendo que apoyarme, para creerlo, en el testimonio ajeno".

Como un servidor no iba a ser más que don Miguel, tampoco tiene conciencia de haber nacido, y los pocos recuerdos de aquel acto primigenio los conoce por viejos testimonios de personas allegadas, ya muertas. Son recuerdos asumidos como propios, pero prestados por quienes estuvieron presentes y luego me lo contaron. Así, sé que nací un 12 de octubre por la tarde (respecto a la hora exacta, no sé decirlo) en una casa de labranza que, según los historiadores locales, fue la casa natalicia del general Marcelino Oráa. Cuando mi madre se puso de parto, el abuelo mandó a mi tío José con la yegua a buscar al médico de la cendea, que vivía en Galar. También sé que aquella tarde se fue la luz, pero no estoy seguro de que aquello fuese un hecho premonitorio. De creer en la predestinación o en los augurios, aquél no hubiese resultado nada favorable, aunque bien pudo ser un indicio de la vida sin lustre que me esperaba.

No es una queja. Uno no se queja de su modesta vida. Mira a su alrededor y se da cuenta de que está dentro de la norma. Con el trascurso del tiempo he aprendido que la mayoría de los personajes importantes que conozco, y que admiraba cuando era joven anteayer, son, si se les miran los entresijos, de una mediocridad acreditada. Mascarones o puros simulacros, como esos santos de iglesia que tienen un alma hecha de tronco de peral o manzano, tallados para disimular su vulgar origen, y a quienes se les cuelgan milagros -como si de intermediarios divinos se tratase- donde antes colgaban peras o manzadas cuando eran árboles vivos y sus frutos eran de más sustancia y utilidad.

Por compensar esa autoconciencia de mediocridad, hubo un tiempo en que admiraba a los grandes hombres quienes, conscientes del decisivo papel jugado por sus personas en el fragmento de historia que les correspondió vivir, decidieron dejar constancia de su influencia en la sociedad que los hubo de soportar. Y aunque ningún plebiscito refrendara la bondad de sus actos o la conveniencia de su mera existencia como hombres públicos, tuvieron tan alta estima de sí mismos que ésta era suficiente justificación para que yo les creyera.

Creencia nacida, por una parte, de mi ingenuidad innata, y por otra, de la conciencia de haber seguido yo una trayectoria vital, cuyos horizontes han sido de una mediocre y previsible linealidad existencial tal como el conjunto de mi vida, hasta el momento presente, se ha encargado de confirmar.

Y no quisiera trasmitir al improbable lector la falsa sensación de ser un individuo amargado, resentido o depresivo, obsesionado por la nimiedad de su propia existencia, sino que la vulgar realidad me empuja a ser sincero, siquiera en eso.

Mediocre es el mundo que habitamos; mediocre es la obsesión por el dinero y mediocre es el común de nuestras aspiraciones individuales. También nuestros políticos son unos mediocres, títeres de mala madera de chopo, manipulados por financieros que, a su vez, son marionetas de trapo codiciosas, arrastradas por ese oleaje incontrolado del dinero fluctuando alocadamente de un lugar para otro en esta charca de infusorios que es la sociedad que nos toca vivir.

Llegado a la conciencia de esa mediocridad universal -salvo contadas y meritorias excepciones- este jubilata es consciente de llevar ya vividos tres cuartos de su vida (salvo que los hados dispongan otra cosa) como infusorio anónimo, y piensa seguir chapoteando en la charca todo el tiempo que le sea posible. Eso sí, con una chispa de lucidez.

jueves, 6 de octubre de 2011

Patas para un banco.-

Recuerdo... (Inciso: los jubilatas recordamos mucho otros tiempos y, si nos apuran, estaríamos dispuestos a jurar que nada como aquellos tiempos pasados); recuerdo, digo, que mi infancia y juventud estuvieron gobernadas por el omnipresente nacional-catolicismo: una amalgama de ideología nacionalista excluyente y de moralina religiosa oscurantista. Hablar mal del Régimen o tocarse "ahí" eran graves ofensas al invicto caudillo y al dios cristiano, y estaba castigado con penas de cárcel y de perpetuo infierno. Un agobio enorme, oiga, como si le faltara a uno el oxígeno, encerrado en un ascensor bloqueado entre dos pisos.

Criados en aquella ideología de tonos grises, por fin entró una bocanada de aire fresco el día que llegamos a la democracia, tras pagar el peaje de la Transición. Esa transición a la que siempre ponderaron como modélica y que -por lo que se ve- fue un apaño conveniente para los que estaban en el ajo. Nosotros, ya pueblo soberano, aunque poco avisado de lo que nos estaba ocurriendo, no cabíamos en la camisa de puro gozo. Por si fuera poco, un buen día, en el Politburó de Bruselas dijeron que Europa ya no acababa en los Pirineos y nos dieron entrada en aquel selecto club. Pasamos de súbditos franquistas a ciudadanos europeos: un salto en el vacío. Pero el ascensor se había puesto en marcha.

Personalmente, el día que me supe ciudadano europeo me puse eufórico y andaba como chico con zapatos nuevos. Se acabaron los corsés ideológicos (polítos y religiosos) y decirse europeo era ser uno de los pocos privilegiados de este mundo. Pero duró lo que duró...

Los que antes creímos en la idea de Europa, creíamos formar parte de una Europa de los ciudadanos. Estábamos equivocados. Ahora sabemos que entramos a formar parte de la Europa de los mercaderes. No nos igualábamos en derechos, nos igualaban en cuanto que consumidores de un mercado común. Los mercaderes compraban en Alemania y vendían en España; o al revés, según conviniera. Puestos a vender, nosotros también vendíamos. Vendíamos nuestras costas e ingentes toneladas de ladrillo. Mientras duró... Aún seguimos vendiendo turismo. Mientras dure...

De aquellos polvos de aparente riqueza nos quedan estos lodos de recesión económica. De nuevos ricos que nos creíamos (y vivíamos como tales) pasamos a formar parte de los denostados PIGS que gastan lo que no tienen y viven a costa del honrado pueblo alemán (a la Merkel me remito), que paga nuestras deudas con su laboriosidad, y de los préstamos financieros de los Mercados. Esos Mercados sin rostro a los que, al parecer, tan preocupados tenemos con nuestra incapacidad para devolverles las riquezas que en nosotros invierten desinteresadamente.

No sé si el improbable lector ha caído en lo gracioso del caso: si antes nos dominaba una ideología autoritaria, ahora nos domina la dictadura del mercado con su ideología de agiotismo perpetuo, un engendro de mil fauces que dan en llamar Economía de Mercado. Es tanto o más omnipresente que el obsoleto franquismo lo fue en sus tiempos. La economía de mercado rige nuestras vidas, nuestro trabajo, nuestras cuentas de ahorros, todos nuestros afanes. Economía financiera (tanto da decir "de mercado") ha convertido a los trabajadores en mercado laboral, a los países en tributarios de deuda soberana, a las instituciones políticas "democráticas" en mamporreros de los especuladores bursátiles, a los seres humanos en mercancías, al mundo en un basurero.


Economía de mercado, para un ciudadano de a pie -como es este jubilata- es ese dios Moloch Baal de fauces siempre abiertas al que hay que apaciguar ofreciéndole en sacrificio largas listas de parados, logros sociales que suponíamos inalienables, rescates de Cajas de Ahorros hundidas por administradores codiciosos, salarios anémicos. Y, cuando así lo exija, nuestra dignidad, la poca que nos quede después de alimentar hasta la náusea a ese dios tragaldabas.

La economía de mercado es un dios omnipresente, omnipotente, que habla todas las lenguas del mundo y rige todos sus destinos: desde el subsahariano de patera hasta el broker de la City, pasando por el jubilata de pensión congelada, o el político neocon que cierra hospitales para ajustarse a la ortodoxia presupuestaria, todos estamos a merced de tal dios.

Un servidor, ingenuamente, se confiesa siervo forzoso del Moloch Mercado. Acepta, resignado, su destino de víctima, aunque no profesa -que se la imponen- la fe del Mercado. Pero ¡coño! dejen ya de hablarme a todas horas de economía de mercado, de agencias de rating, de hedge funds, de deuda soberana, de recortes presupuestarios, de foreng curency, de rescates, de IBEX 35, de G-8, de PIB, de IPC, de FMI, de BCE y de toda esa bárbara jerga economicista que embota el entendimiento y acojona el espíritu.

Porque, sépanlo ustedes: este jubilata, en su supina ignorancia de asuntos económicos, tiene el íntimo convencimiento de que lo hacen para liarle. Y por ahí sí que no pasa.

viernes, 30 de septiembre de 2011

Un paseo por el Duratón.-



La de este pasado sábado ha sido una paseata que hicimos con la Agrupación Aire Libre del Ateneo de Madrid. Como ya he dicho en otras ocasiones, en esta agrupación se conjugan paseos por esos campos y montes, y afanes culturales, que ambas actividades se complementan a las mil maravillas.
El Duratón es un pequeño río que nace madrileño, cerca de Somosierra, al pie de la Cebollera, pero con vocación de castellano, pues, al poco de nacer, ya transcurre por tierras segovianas y rinde su caudal en la orilla izquierda del Duero, cerca de Peñafiel, en la provincia de Valladolid.
Desde la autovía A-1, según se traspone el alto de Somosierra en dirección norte, si uno mira a su derecha, verá un macizo rocoso en la falda de la montaña por donde se despeña la chorrera, a pocos kilómetros del nacimiento del río. Un lugar agreste muy visitado por los excursionistas madrileños. Pero si uno quiere internarse en el parque natural de las Hoces del Duratón, tiene que ir a Sepulveda y, desde allí, tomar la entrada junto al puente Talcano: un puente romano descarnado donde nace la senda que le llevará, próximo a la orilla del río, hasta el puente de Villaseca. Apenas 12 kilómetros.
El recorrido de este camino sigue el fondo del cañon que ha labrado el río en tierras calizas. Un vergel cubierto de vegetación de ribera que contrasta con la paramera castellana que se extiende por encima de los farallones calizos por donde trascurre encajado el río. Mientras arriba, en el páramo, los llanos amarillean y se tachonan de sabinas y enebros, en el fondo del escarpe, por donde discurre el Duratón, abundan los alisos, fresnos, sauces y álamos, y el entorno está cuajado de viejas choperas plantadas por mano del hombre, así como antiguos frutales ya asilvestrados: almendros, nogales, ciruelos, avellanos, higueras...







Este jubilata, inveterado caminante y discreto amigo de la naturaleza, no ha podido resistirse a las bellezas de aquellos parajes y ha castigado duramente sus cervicales mirando tan pronto al suelo como a lo alto de las paredes rocosas, que llegan a alcanzar los 100 m de altura. Ha sido capaz de distinguir endrinos, majuelos, rosales silvestre, saúcos, arces mompellier; y junto al río, en los lugares no cubiertos por el bosque de ribera, juncos, espadañas y esos herbazales jugosos entre las choperas que le hacían pensar en el locus amoenus que tanto ponderaban los escritores clásicos.


Sobre nuestras cabezas, los buitres leonados trazaban círculos con esa cadencia silenciosa y solemne que tienen estas aves para desplazarse sin esfuerzo aparente. También, un par de veces, pudimos ver por encima de nosotros una bandada de chovas anárquicas y gritonas, que alborotaban como queriendo desviar nuestra atención del vuelo señorial de los buitres.

Puesto que el camino era cómodo de transitar y el paraje ameno, un amigo y yo entretuvimos nuestro ocio caminero charlando y dimos en recordar aquellos pasajes del Quijote en que su cronista, Cide Hamete Benengeli, cuenta cómo amo y escudero descansaban de sus asendereadas aventuras en lugares tan plácidos como aquél por el que paseábamos en ese momento. Y dice el señor Hamete Benengeli que... "habiendo andado más de dos horas por él (por el bosque, tras la pastora Marcela), buscándola por todas partes y sin poder hallarla, vinieron a parar a un prado lleno de fresca yerba, junto del cual corría un arroyo apacible y fresco, tanto que convidó y forzó a pasar allí las horas de la siesta, que rigurosamente comenzaba ya a entrar".

Nosotros, asfaltícolas y sin una rústica pastora cuya búsqueda despertara nuestro afanes, nos hacíamos ilusión de transitar por lugares similares a los que se describen en el Quijote, aunque bien sabíamos que las hoces del Durantón no constan en las crónicas quijotiles.

Pero el río -bien que menguado de caudal en estos principios de seco otoño- corría rumoroso a nuestro lado y nos regalaba su frescor y todo el verdor de sus arboledas.

Llegados al puente Villaseca, continuamos por la senda de la Molinilla, apenas kilómetro y medio, hasta llegar a una pequeña playa donde termina. Mas allá comienza la recula del pantano de Burgomillodo y, si se quiere seguir el curso del río, hay que trepar por senda de cabras hasta lo alto del llano. Pero eso no era lo previsto para este día, así que volvimos sobre nuestros pasos hasta el merendero que hay junto al puente.

Allí dimos cuenta del bocata y charlamos reposadamente, hasta que el bus vino a recogernos.
Cerca de este puente de Villaseca, excavada en la pared, hay una cueva llamada Siete Altares. Es una antigua iglesia rupestre visigótica, del S. VIII, en cuyo interior hay labradas otras tantas hornacinas, algunas flanqueadas por unos toscos arquillos de herradura, que debió ser un eremitorio en aquellos tiempos que la morisma enseñoreaba las tierras del Duero. Una verja de hierro impide el acceso al interior, no por temor a los adeptos de Alá, sino como prevención ante el incivismo de gentes desavisadas, quienes pudieran confundir el antiguo templo con un contenedor de residuos urbanitas. O lo que es peor: lo tomasen por discreto lugar donde desaguar necesidades corporales. Que de todo ve uno por esos montes en sus caminatas...

viernes, 23 de septiembre de 2011

A propósito de educar.-

Según es costumbre en este jubilata, llevaba un par de días pensando de qué hablaría esta vez en mi bitácora, cuando una buena amiga me envía el texto que transcribo a continuación. Se trata de la alocución que Federico García Lorca hizo en septiembre de 1931, cuando inauguró la biblioteca pública de Fuente Vaqueros. Comoquiera que la idea central allí expresada sigue teniendo vigencia, me limitaré a trasladar aquel texto:


"Cuando alquien va al teatro, a un concierto o a una fiesta de cualquier índole que sea, si la fiesta es de su agrado, recuerda inmediatamente y lamenta que las personas que él quiere no se encuentren allí. "Lo que le gustaría esto a mi hermana, a mi padre", piensa, y no goza ya del espectáculo sino a través de una leve melancolía. Ésta es la melancolía que yo siento, no por la gente de mi casa, que sería pequeño y ruín, sino por todas las criaturas que por falta de medios y por desgracia suya no gozan del supremo bien de la belleza que es la vida y la bondad y es serenidad y es pasión.

Por eso no tengo nunca un libro, porque regalo cuantos compro, que son infinitos, y por eso estoy aquí honrado y contento de inaugurar esta biblioteca del pueblo, la primera seguramente en toda la provincia de Granada.

No sólo de pan vive el hombre. Yo, si tuviera hambre y estuviera desvalido en la calle no pediría un pan; sino que pediría medio pan y un libro. Y yo ataco desde aquí violentamente a los que solamente hablan de reivindicaciones económicas, sin nombrar jamás las reivindicaciones culturales que es lo que los pueblos piden a gritos. Bien está que todos los hombres coman, pero que todos los hombres sepan. Que gocen todos los frutos del espíritu humano porque lo contrario es convertirlos en máquinas al servicio del Estado, es convertirlos en esclavos de una terrible organización social.

Yo tengo mucha más lástima de un hombre que quiere saber y no puede, que de un hambriento. Porque un hambriento puede calmar su hambre fácilmente con un pedazo de pan o con unas frutas, pero un hombre que tiene ansia de saber y no tiene los medios, sufre una terrible agonía porque son libros, libros, muchos libros los que necesita y ¿dónde están esos libros?

¡Libros!¡Libros! Hace aquí una palabra mágica que equivale a decir: "amor, amor", y que debían los pueblos pedir como piden pan o como anhelan la lluvia para sus sementeras.

Cuando el insigne escritor ruso Fedor Dostoyevsky, padre de la revolución rusa mucho más que Lenin, estaba prisionero en la Siberia, alejado del mundo, entre cuatro paredes y cercado por desoladas llanuras de nieve infinita; y pedía socorro en carta a su lejana familia, sólo decía: "¡Enviadme libros, libros, muchos libros para que mi alma no muera!". Tenía frío y no pedía fuego, tenía terrible sed y no pedía agua: pedía libros, es decir, horizontes, es decir, escaleras para subir la cumbre del espíritu y del corazón. Porque la agonía física, biológica, natural, de un cuerpo por hambre, sed o frío, dura poco, muy poco, pero la agonía del alma insatisfecha dura toda la vida.

Ya ha dicho el gran Menéndez Pidal, uno de los sabios más verdaderos de Europa, que el lema de la República debe ser: "Cultura". Cultura porque sólo a través de ella se pueden resolver los problemas en que hoy se debate el pueblo lleno de fe, pero falto de luz"

sábado, 17 de septiembre de 2011

La Granja: una fábula genial.-



¿Quién no ha recibido en su correo electrónico -o no ha enviado- una presentación en Power Point? Este jubilata las recibe continuamente. Algunas, pocas, las miro a ver qué tal, pero la mayoría van a la papelera sin abrir. Uno está harto de ver mil veces el Taj Mahal, de paisajes paradisíacos, de chistes ramplones ilustrados y de montones de ocurrencias que corren sin control por la Red.

Pero esta vez ha sido distinto. Hace unos días he recibido una presentación titulada "La fábula de la gallina" en la que aparece una granja donde la gallinita hacendosa se encuentra unos granitos de trigo y pide ayuda a los demás animales de la granja para sembrarlos. Todos se niegan a trabajar, la vaca, el pato, el chancho, el cabrito...; uno, porque tiene asegurado el salario mínimo, el otro porque cobra el paro, el otro porque no quiere dar golpe (ese debe ser funcionario), o porque le pagan por estar de baja médica. Entonces, va la gallinita y siembra los granitos de trigo y nadie quiere ayudarle a recolectar la cosecha, ni a hacer ricos panes con la harina. Más tarde, el chancho, el pato, el cabrito, la vaca..., protestan porque la gallinita tiene más pan del que necesita para comer y exigen que lo comparta. Hacen huelgas, la llaman ladrona y la ponen de egoísta a caer de un guindo. Un fiscal (así lo dice la fábula) le exige repartir y, encima, se le obliga a la pobre gallinita a que soporte todas las cargas fiscales debido a su insultante riqueza. Riqueza que ella creó sin ayuda de los demás animales, no se olvide.

Precioso y certero ¿No? Lo firma, obsérvese la sutileza de la elección onomástica, un/a Ana Arkia.

Yo había leído, como casi todo el mundo, "Rebelión en la Granja", de Orwell, y nunca imaginé que se pudiera hacer la crítica de un sistema político (el comunismo estalinista) con tanta cruel ironía e ingenio hasta que he recibido esta historieta ilustrada. Orwell criticó la deriva inhumana y autoritaria del comunismo, Ana Arkia critica el modelo "Socialismo del Siglo XXI" (es el título del archivo recibido). Hay que ver qué claridad de ideas, qué argumentación demoledora, qué poder de convicción se traslucen de la visión/lectura de la fábula de la gallinita hacendosa.

Por si hay algún torpe en la sala (dicho sea sin señalar), la traducción directa de esta fábula gallinácea a la realidad cotidiana, sería esta: la gallinita hacendosa es el empresario capitalista con inventiva y ganas de trabajar; el pato, la vaca, el cabrito, el chancho... son la masa ociosa que vive de subvenciones y se niega a producir riquezas porque tiene la subsistencia asegurada; el fiscal es el Estado, quien dicta leyes injustas para que todos vivan a costa de la riqueza que produce la gallinita con su esfuerzo. Una fábula moral, como las de Samaniego, que da motivos de profunda reflexión y de muy jugosa lectura.

En este animalario de granja, haciendo un ejercicio de empatía, he tratado de identificarme con alguno de los bichos que allí aparecen, y no he salido nada favorecido. Lo digo a fuer de sincero. Durante 35 años he sido funcionario y, actualmente, y pidiendo mil perdones por todo ello, soy jubilata con pensión. O sea, un improductivo, se me mire por donde se me mire. Aun reconociéndome como tal, amén de exlotador de la riqueza producida por la gallinita hacendosa, no acabo de decidirme por cuál de los animales sea yo: el cabrito, la vaca, el pato, el chanchito...

Pero teniendo en cuenta mis antecedentes funcionariales, lo propio sería que me identificase con el cerdo, que gruñe, come a boca llena y sestea en su lodazal, mientras la gallinita hornea sus ricos panes, de los que el Estado me va dando una parte.

"Que nadie se de por aludido", se dice al final del cuento ejemplarizante. ¡Hombre! Darse por aludido no es darse por ofendido. Un servidor se siente aludido (incluso acepta el poco airoso papel de chanchito voraz), pero no se ofende. Como ya dije hace semanas, comentando la opinión que la Merkel ("grasiento culo infollable", como la ha definido Berlusconi) tiene de nosotros, los países P.I.G.S. (ahora P.I.I.G.S, y seguirán sumando iniciales...), yo acepto mi condición de cerdo de la piara de Epicuro.

Por eso, aquí conviene recordar las palabras del maestro Juan de Mairena: la verdad es siempre la verdad, dígala Agamenón o su porquero. O Ana Arkia.

domingo, 11 de septiembre de 2011

Leer.-




Leer es uno de esos pequeños/grandes placeres que nos permitimos los jubilatas. Por lo menos, aquellos que hemos hecho de la lectura una actividad habitual, arraigada desde que éramos niños de escuela pública alimentados por la leche en polvo de la ayuda americana, de cuando la instalación de las bases yanquis que hicieron de nuestro país la última frontera frente a la horda marxista.


Digo que es un pequeño placer porque la lectura es una actividad que está al alcance de cualquier bolsillo, al margen de los ingresos económicos, y nos permite ocupar las muchas horas de que disponemos sin caer en manías por culpa de la ociosidad. Grande, porque un buen libro entre las manos es una puerta abierta al conocimiento o a la imaginación: dos vías por las que viajamos hacia mundos que están más allá de nuestras modestas vidas y ensanchan nuestros horizontes.


Y es que los lectores provectos fuimos niños de posguerra, de cuando "Por el Imperio hacia Dios", que parecía -según la propaganda política de aquel entonces- que éramos un país predestinado a grandes fazañas y estábamos a punto de reconquisitar América, pero carecíamos de bibliotecas. A falta de éstas, aquellos niños de eterna posguerra alimentábamos nuestros conocimientos con los saberes de la Enciclopedia Álvarez (una especie de compendio del saber universal), y nuestra imaginación con los tebeos que comprábamos en el quiosco donde, también, vendían pipas de girasol, peladillas, canicas y todo lo necesario para alimentar nuestras necesidades de futuros consumidores.


Quizás el improbable lector piense que desvarío si digo que el TBO, Hazañas Bélicas, el Guerrero del Antifaz o el Capitán Trueno fueron el primer escalón por el que comenzamos a ascender la empinada escalinata que nos llevó a la comprensión (más o menos, que tampoco conviene exagerar) del hilemorfismo aristotélico, o las formas "a priori" espacio-temporales según la teoría kantiana del conocimiento. O a entender la diferencia entre el cubismo analítico y el sintético..., o cualquier otra forma de saberes. Y pongo estos ejemplos porque un servidor es de letras y de conocimientos científicos anda un mucho escaso.


Pues sí, permítaseme que insista. Como esta bitácora es mía, insisto, afirmo y me ratifico en lo dicho: de la familia Ulises, Carpanta, Zipi y Zape, y Tribulete (el reportero del Chafardero Indomable), hasta la licenciatura en Filosofía y Letras, y luego en Historia, y todos los conocimientos que he podido adquirir a lo largo de la vida y que he olvidado, no hay más que una sucesión de escalores. Escalores hechos de lecturas; lecturas de entretenimiento, primero, de formación después y, actualmente de pura curiosidad intelectual o de ocio. Uno empieza leyendo por diversión y termina devorando libros por pasión.


Vamos, que si, siendo niño de primeras letras, no hubiese caído en mis manos un TBO con las aventuras del enamoradizo Cucufate Pí, actualmente no estaría leyendo las Historiae de Tácito o La sensualidad pervertida, de mi admirado e impío don Pío (Baroja). Porque, a fuerza de darle al manubrio de las lecturas, uno acaba distinguiendo entre las nociones de ver y conocer. Ver, vemos tele, mucha tele (que entretiene, amaestra y no da que pensar); vemos deportes, espectáculos, concursos y cualquier entretenimiento que nos entra por los ojos y rebota en las entendederas sin dejar huella apreciable. Pero conocer, conocemos a través de ese raro proceso mental que convierte la letra impresa (pasada por el filtro de los ojos) en nutriente de nuestra capacidad cognitiva y enriquece nuestra comprensión del mundo.


Dicho sea lo anterior sin intención de ponerse trascendente, que uno es jubilata de escueta pensión y no ha pasado de funcionario durante su vida activa. Y, dicho al paso, se alegra de ser lo primero y ya no lo segundo porque el funcionario, por lo que dicen por ahí los enmerdadores sociales, es el responsable del endeudamiento del Estado y un ejemplo deplorable y a erradicar, según los empresarios españoles, quienes ven con malos ojos que pueda haber trabajadores en este país (aunque sean del Estado) con una profesión estable.


En fin, por muchos sobresaltos que nos de el IBEX 35, siempre tendremos un libro que echarnos a los ojos. Eso, si la lideresa, doña Espe, no nos deja sin maestros que enseñen las primeras letras.

jueves, 1 de septiembre de 2011

Los tejos de Los Poyales




Ya en una entrada anterior hablé de la marcha que hicimos, con la Agrupación Aire Libre del Ateneo de Madrid, por la "Senda del Ingeniero", entre San Rafael y El Espinar, donde tuvimos ocasión de ver algunos ejemplares de tejo en el entorno de Los Poyales. Este sábado, Guillermo García, Juan Romero y este jubilata ("el trío de los tejos", como nos gusta llamarnos), hemos vuelto con el fin de comprobar si había más tejos en aquella zona, por los barrancos de Los Poyales y la Boca del Infierno, topónimos que pudieran indicar la existencia de ejemplares de esta especie.
Y el hallazgo no nos defraudó, antes bien colmó sobradamente nuestras expectativas, ya que encontramos más de cincuenta, tal vez cerca de un centenar de tejos. Nuestros medios no nos permitieron inventariarlos todos, pero no es exagerado suponer que sí hay una buena centena de ellos. Toda una tejeda -con ejemplares dispersos por la umbría del pinar- de la que parece nadie había dado noticias hasta ahora.
Son todos tejos bastante jóvenes, de menos de cien años. En general, constan de cuatro a cinco tallos, de unos 8 m de altura y otros tantos de envergadura, los mayores. Los diámetros, a un metro de la base, oscilan entre los 8 y 20 cm. No vimos ningún "árbol viejo". Posiblemente, cuando se repobló el pinar, fueron descastados los antiguos ejemplares en años posteriores a la guerra civil. Y, caso extraño, tampoco vimos acebos, que suelen ser indicadores de la presencia de tejos por estas sierras del Guadarrama.


Nuestros árboles están en cotas que van de los 1.490 a los 1.590 m de altitud, aunque también tenemos fichado uno por debajo de la carretera inmediata. El suelo y el hábitat, en conjunto, son muy similares a los de Valhondillo, en Rascafría, un auténtico Museo de Tejo. Se trata de vertientes orientadas al norte, muy umbrías, con abundancia de agua y tierra orgánica negra, y con difícil acceso. Piénsese que el tejo es una especie relicta en nuestras sierras y, por decirlo de alguna forma, su supervivencia depende de su capacidad para pasar desapercibido y de su relativa inaccesibilidad.


Toda la historia de nuestra búsqueda de tejos silvestres (Taxus Baccata L.) comienza con "La toponimia del tejo" estudiada por Guillermo García Pérez; es decir, con la posibilidad de encontrar en el campo los taxus baccata con ayuda de la toponimia y la inspección directa de los hábitats con condiciones ambientales favorables a esta especie.


Una veces acertamos, otras no, quizá porque se extinguieron, a pesar de que el topónimo da indicios de su existencia. Pero, cuando encontramos un ejemplar solitario -joven o milenario-, un rodal de ellos o toda una tejeda, sentimos una gran satisfacción. Son pequeñas joyas de conocimiento del medio natural cuyo descubrimiento nos produce tanta satisfacción como el hallazgo de un gran tesoro, no mensurable en términos económicos. Y, cuando no damos con nada en concreto al respecto, siempre nos queda la satisfacción que producen el ejercicio al aire libre, la vivencia y contemplación directa de la Naturaleza. Somo veteranos montañeros y eso es suficiente premio para nosotros.


En este caso particular, el amigo Guillermo -de quien aprovecho sus notas para escribir esta entrada-, pensó que, en la cara norte de la sierra de Guadarrama, en El Espinar, "Boca" y "Boquerón", es decir, garganta, hoz, etc., podrían tener posibilidad al respecto, y que "Boca del Infierno" era ya un supuesto que invitaba a investigar.
La primera tentativa, hace ya más de dos años, no dio resultados positivos. Ni siquiera había acebos, como nos habían asegurado al paso, otro día, ciertos agricultores octogenarios del pueblo. Pero no parecía imposible, dadas las características de la zona, que hubiesen existido tejos en ese entorno en épocas antiguas o Edad Media, cuando se formaron esos topónimos. Es cierto que no los encontramos en la "Boca del Infierno", pero sí en la vaguada anterior, yendo desde San Rafael, por el camino mencionado.


Una vez colmados nuestros afanes de naturalistas aficionados y caminantes inveterados, paramos a comer en la Roca de la Casa. Se trata de una roca caballera, cuyo espacio bajo ella se ha aprovechado cerrándolo con muros de piedra y convirtiéndolo en un refugio. Junto a una fuente manadera, al lado, adornada con un escudo de ingenieros de montes, fue el lugar donde comimos nuestros bocatas y tuvimos un rato de charla, tras tanta fatiga de trepar monte arriba y por vericuetos de difícil tránsito.


Y hablamos, porque venía al caso, de la alcaldada del alcalde de Getafe, quien ha mandado arrancar las matas de estramonio porque a un indocto se le ocurrió "colocarse" con sus frutos y se ha envenenado. Decía Guillermo que, si se aplicaba este bárbaro criterio alcaldil de arrancar las plantas venenosas que crecen por los campos, en pocos meses desaparecerín los tejos (recuérdese que sus componentes son venenosos), las adelfas de nuestros parques, los acónitos, cicutas, etc, etc. Y, ya puestos ¿por qué no cerrar las farmacias? Al fin y al cabo, muchos principios activos de las medicinas son venenosos.
Al parecer -terció Juan- este alcalde de Getafe no se ha enterado aún de lo que dijo Paracelso: Todo es veneno. Nada es sin veneno. Sólo la dosis hace el veneno. Vamos, que el veneno no está en la sustancia empleada, sino en el uso que se haga de ella. Y, ya puestos, aquí queda esta cita de dom Theophrastus, a quien conocemos como Paracelso, que también me pasa Juan: En una planta hay más virtudes y energía que en todos los gruesos libros que se leen en las universidades, a los que no ha sido concedida larga vida ( De las cosas naturales, 1526).


Pero, claro, un alcalde no tiene por qué haber leído a Paracelso; con alcaldear ya le vale... que no es oficio para el que se requieran habilidades librescas - pensé yo. Por eso, me limité a seguir con mi bocadillo y callar.

viernes, 26 de agosto de 2011

Esas pequeñas manías.-




No digo nada nuevo si digo que los jubilatas estamos instalados en nuestras pequeñas manías. Las manías, a lo que se ve, son posicionamientos mentales que se toman ante cualquier hecho o situación y que, por repetidos a lo largo de los años sin variar el criterio establecido, terminan por enquistarse. O sea, una manía es un quiste mental.

Quistes mentales son algo que nos sobra a los que estamos transitando desde la tercera juventud hacia la edad provecta. Uno de esos quistes mentales, comunmente llamados manías -éste va a título de ejemplo- es el empeño en ser jóvenes indefinidamente, pese a que el paso del tiempo, y el espejo burlón, nos ponen ante los ojos las flaccideces (de entrepierna y otras flojeras de pellejo, y de intelecto, que es peor) que se van instalando en nuestras personas.

Pero no quería hablar de esa absurda manía de ser jóvenes eternamente. Detrás hay toda una serie de intereses de la sociedad de consumo, lo que diluye, en cierta forma, nuestra responsabilidad. Un servidor quería hablar de una manía que tiene muy arraigada y que se manifiesta a cada paso que da por esta ciudad a medio camino entre la desidia municipal y el incivismo de sus habitantes: la manía de la limpieza.

Y va la cosa por un pequeño detalle. Puntualmente, a las ocho de la mañana, mi santa y yo hacemos nuestra particular ruta del colesterol. Desde hace casi dos semanas, al pasar por uno de esos postes que, en algunas calles, marcan la parada de Metro más próxima, hemos observado que algún espécimen bípedo, de la variedad "cafre contumaz", debió darle una coz -quizás, con zapatillas de marca- al poste de marras y rompió el envoltorio de plástico donde se ven esquemáticamente las distintas estaciones y el número de la Línea que las recorre.

Los cristalitos allí siguen, al pie, al cabo de tantos días.

Lo que nos llama la atención no es el incivismo que campa por sus respetos; eso es consustancial a esta ciudad y uno, aunque no se resigna, se aguanta. Lo que nos sorprende es que ningún empleado municipal, del servicio de limpiezas, haya pasado por allí y lo barra.

Se ve que la administración municipal es tan compleja que funciona en compartimentos estanco. Un barredero, por precepto, debe barrer las basuras de la calle pero, a lo que se ve, los cristales del poste de señales es competencia del Consorcio de Transporte, con lo que día tras día vemos el desperfecto, la cachiza de cristales en el suelo y la desidia edílica.

Y no será por falta de medios, oiga. En estos días pasados han retirado ciento veintisiete mil kilogramos de basuras, producidas por el gregario y ferviente entusiasmo de las dóciles multitudes vaticanistas, y a los ediles les ha parecido bien. Tenemos un poste de señales roto por un vándalo en la calle Virgen del Val, y no hay un triste escobón con el que recoger los cachitos.

Claro que, en el Barrio de la Concepción, no acogemos a ilustres y venerables huéspedes, pero no por culpa nuestra, sino de pura escasez de medios. Un barrio de clases medias (y encima, lleno de jubilatas de parca pensión) no es como para mostrárselo al Papa de Roma ni a San Pedro bendito que del cielo baje. Estamos en la periferia de los altos intereses de quienes nos gobiernan.

Pero, al menos, y teniendo en cuenta que aquí la jubilatería es muy de derechas y vota siempre PP, los munícipes PePe que nos gobiernan deberían tener el detalle de compensarles siquiera con un carrito de la basura y una escoba que se pasen por aquí y limpien los desperfectos en un ratito. Yo creo que razón no nos falta, ya que no pretendemos ser visitados por Papas u otros Próceres Excelsos, ni siquiera por el concejal del distrito, sino que nos conformamos con una pasadita de escoba.

No es tanta exigencia...

En fin, maníaco de la policía de las calles, uno se reconoce como tal. Entiéndaseme, lo de "policía" es en sentido clásico de "limpieza y aseo". Término que, cuando un servidor era un sorche que hacía la mili por imperativo patriótico, se empleaba en el ejército para designar una tarea de mantenimiento: Policía y servicios. O sea, escoba, fregona y disciplina.

domingo, 21 de agosto de 2011

Paseando Pamplona.-

Me pregunta Tomás, de coña, si "voy a hacerme eco" -frase muy utilizada por un periodista de su ciudad, me dice- de mi estancia en Pamplona. Pues creo que sí, que "voy a hacerme eco" un rato en esta bitácora. Sobre todo porque Pamplona es, con mucho, la ciudad que más me gusta. Si dijera que es la ciudad más bonita del norte de España, seguro que habría quien protestase, pero méritos no le faltan para ser considerada una de las ciudades mejores para vivir en ella.


Uno, que es un tanto simplista en sus apreciaciones, no puede evitar compararla con Madrid, ciudad donde uno sobrevive. Y lo primero que le salta a la vista es la limpieza y policía de sus calles. Aquí, en la capital, hay una papelera cada 20 metros y bastante mierda entre una y otra. Allí hay pocas papeleras, pero el suelo suele estar limpio y las praderas de césped y parques, cuidados. Conclusión: no es una cuestión de medios, sino de civismo. Y de aglomeración de gentes. No en vano Pamplona tiene unos 200.000 habitantes, lo que hace de ella una ciudad confortable, mientras que la capital del reino es un poblado de aluvión y desarraigados.

Tiene Pamplona ese aire de ciudad burguesa, apacible y un tanto provinciana, donde la gente camina sin prisas, se encuentra por la calle con los conocidos y se detiene a charlar sin miradas al reloj. Allí, la gente pamplonesa de toda la vida, lee el Diario de Navarra y lo primero que mira, al abrir el periódico, son las esquelas funerarias. Miembros de mi familia siguen manteniendo el ritual de leer los obituarios como si fueran las noticias más jugosas del día.

Las visitas a los enfermos hospitalizados ("perder la noche", llaman a acompañarlos en su vela nocturna), al tanatorio y la asistencia a los funerales religiosos, son una forma de relación social muy arraigada. Para un servidor, contaminado por la indiferencia de la gran ciudad, ir al tanatorio a dar el pésame a los deudos del finado es un trámite molesto. Para los castizos pamploneses, una ocasión de afianzar lazos de amistad o familiares; una forma de intercambiar noticias sobre la familia y allegados; un ponerse al día de la historia personal de gente conocida, pero que hacía tiempo no se tenía contacto con ella.

En fin, los lazos sociales se afianzan ante la caja del muerto, tanto en el impersonal tanatorio como en el ritual religioso. No es para dicho los corrillos animados en la puerta de la iglesia o en la sala aséptica, con el difunto embaulado entre encajes y coronas.

Cuando he tenido ocasión -digamos que obligación familiar- de asistir a estos rituales fúnebres, he acabado conociendo primos y familia de ramas alejadas del tronco común, de los que ni sospechaba su existencia. La tribu, así, ata lazos y un servidor se ha sentido miembro de una familia extensa, descubriendo que tenía amplias raíces.

Pero Pamplona es, también, una ciudad hedonista ¿Quién no ha oído hablar del Casco Viejo? Allí hay tantos o más bares y restaurantes por metro cuadrado que en el barrio húmedo ("El Húmedo", que dicen los autóctonos, y que ahora se empeñan los necios exquisitos en llamarlo el "barrio gótico") de León, ciudad por la que también siento debilidad. Uno pasea a media mañana por las calles de Calderería, Chapinería, Mayor, San Nicolás, la inevitable Estafeta... y las ve llenas de pamploneses, turistas, peregrinos, deambulando y tomando vinicos con sus correspondientes pinchos.
Aquí, en esta ciudad, los pinchos son pequeñas obras de arte culinaria con el refinamiento de la cocina más vanguardista. La barra de los bares está llena de bandejas donde se exhiben esos bocados suculentos y uno se encuentra ante la difícil elección de saber cuál será el más sabroso.

Los vinos, de Navarra o Rioja, habitualmente. Este jubilata, desde hace ya muchos lustros, está abonado al rosado, aunque los puristas tuerzan el morro. Preferencia por un local determinado, ya no lo tengo. La tuve, en tiempos, cuando mi primera visita al casco viejo, nada más soltar las maletas, era para tomar un vino y unas sardinas de San Sebastián en El Cosechero, popularmente conocido como Casa el Marrano en toda la comarca. El mote era justo título. En cierta ocasión comprobé cómo, el camarero, que era tuerto y espeso, limpiaba con un migote de pan un platillo con restos de aceite y alguna raspa, y echaba en él una nueva ración de jugosas sardinas fritas. Se ve que era un ecologísta avant la lettre, ahorrador de agua y detergente.

El ambiente de la ciudad es el propio de una sociedad bien vividora que disfruta de sus placeres con total olvido de la crisis económica que nos está devorando. Viendo la forma como esta gente disfruta de sus pequeños placeres, parecen olvidarse los graves problemas de nuestra sociedad. Nadie diría que, en Inglaterra, bandas de adolescentes sometían (durante los recientes días pasados) a saqueo los barrios de sus ciudades, o que la especulación bursátil está mermando los recursos sociales y económicos de toda Europa, o que en Somalia se mueren de hambre por millares, mientras que aquí, acodados en la barra, charlábamos distraídamente con la copa en la mano.

Habría más cosas de las que "hacerse eco" en esta croniquilla, pero ya vale.

Regresamos ayer sábado a Madrid y nos encontramos con un horror de calorina. Encima, esta capital lleva tres días empapada por las multitudes de la grey vaticanista, a cuyo prócer rinden pleitesía el rey, el presidente del gobierno (quien va y besa la mano del Papa, signo de sumisión de la nación toda a lo que simboliza el anciano de blanco, con su perpetua sonrisa de lobo bondadoso y envuelto en albas vestiduras de cordero místico), y toda la prensa adicta, y hasta la policía, que cubre carrera con tanquetas y todo por donde circula el papamovil, mientras aporrea, con la convicción que solo la fe puede dar, a la turbamulta laica que protesta.

Por cierto, y a propósito del besamanos, alguno de sus caros (por costosos al erario) asesores debería haberle explicado al ZP la diferencia entre proskinesis y eleutheria. No un servidor, que está jubilado y no ejerce.
Menos mal que mañana escampa.

miércoles, 10 de agosto de 2011

Pacontrarias: un viejo manifiesto que sigue en vigor.-



Tras incontables consultas a los más conspicuos astrólogos del mercado mundial del ramo, y previa reunión tumultuosa de los santones poseedores de las verdades universales, enzarzados en discusiones bizantinas sobre la posesión de la Verdad Cósmica, reclamada en exclusiva por todos y cada uno de ellos, se ha llegado a una conclusión obvia que, modestamente, quien esto escribe ya sospechaba. A saber: que la humanidad se divide en dos grupos irreconciliables. Uno, nosotros - los amigos de Paco -, y el resto.


A despecho de los envidiosos, la minoría selecta la formamos Lorenzo y yo, que gozamos -inmerecidamente, claro está- del privilegio de la desinteresada, y no por eso, menos grandiosa amistad de Paco, en cuanto que nos hace partícipes de su cosmovisión acerba y lúcida. Lucidez sazonada con una reconcentrada mala leche que no es sino consecuencia de la apasionada observación del entorno social y, por ende, la fortísima convicción de que los humanos son un hato de cabrones sin remedio conocido ni previsible.


De ese aserto irrefutable se desprende el siguiente corolario, de prístina evidencia para cualquier mente lúcida; esto es: que la humanidad, tanto en la versión bíblica de una primera pareja deshauciada por un dios celoso de sus privilegios, como en la científica que supone el origen humano en un mono primigenio, es una raza de seres biológicamente complejos pero con un intelecto de una simplicidad similar al de las amebas.


Y no fuera eso lo malo, ya que entonces nuestro sufrido planeta sería una apacible charca de infusorios ignorantes, pero felices, sino que, en esa hipertrofiada cavidad ósea que exhiben los humanos en el extremo superior de su espina dorsal, se aloja una deficiente conexión neuronal que les predispone a la comisión de todas las aberraciones conocidas y por inventar, y que les hace merecedores de todas las desgracias que a sí mísmos se causan, con gran regocijo, no exento de justificado menosprecio, de quienes formamos parte de la minoría selecta arriba expresada.


Tiempos hubo, ya felizmente sumidos en el negro pozo del olvido, en que nosotros, los elegidos -Lorenzo y yo- éramos prisioneros de la ignorancia, hasta que abandonamos la mísera condición de humanos gregarios e irraciones por obra y gracia del que fuera nuestro mentor y ahora es nuestro oráculo: Paco, conocido entre nosotros -los iniciados- como Pacontrarias, quien, en suprema muestra de desdén por la sociedad y sus vanidades, se oculta bajo la discreta apariencia de un funcionario de la Justicia española, que es bajeza difícilmente superable, pero prueba inequívoca de su actitud despectiva por las pompas mundanas.


El Boñar, modesto restaurante donde tiene su comedero una heterogénea fauna de albañiles, sudacas, moros de patera, parados sin amo ni morada estable y otros individuos en lento proceso de desintegración social, es el privilegiado lugar donde, ante descomunales pucheros de garbanzos con callos, nuestro Pacontrarias imparte sus conocimientos y reparte sus aceradas opiniones sobre la purulenta y pestífiera sociedad en la que nos toca vivir.


Blandiendo en la mano diestra -a modo de espada justiciera- un tenedor en cuyos dientes se ensarta un trozo de callos rezumando pringue, con voz tronitosa y adusto además, aniquila con su verbo certero todo argumento que suponga una tímida defensa del orden establecido. Su calva potente y su frente vigorosa, cual arietes temibles, lanzan terribles y demoledores mazazos argumentales que desmoronan las mejor elaboradas defensas intelectuales del Sistema.


Aquellas cejas hirsutas que se encaraman sobre sus arcos supraciliares a modo de pilosas excrecencias, imponen tan incontenible temor a su oponente, que éste pierde su hilo argumental y tiembla cual judío tornadizo ante el inquisidor de plantilla. Sus ojos, cual carbunclos igníferos, desde la profunda espelunca de sus cuencas, escudriñan, sopesan al contrario y descubren las fisuras intelectuales de sus argumentos que debarata de un zarpazo encabronado y desdeñoso, mientras se echa al coleto un trago de vino peleón.


En él vemos sus incondicionales la imagen viva del dios bíblico, justiciero implacable y terrible al que nosotros admiramos con reverencioso temor, a la vez que nos embarga la feliz satisfacción de sabernos sus amigos y, por ello, venturosos miembros de la parte privilegiada de la humanidad.


Y, aunque él sostiene que no hay paraíso conocido, nosotros tenemos la íntima convicción de que llegaremos, por lo menos, a disfrutar de un Edén sucedáneo -a falta de mejor premio- el día que veamos en la Puerta del Sol instalada la guillotina, cuya benefactora cuchilla irá cercenando los cuellos de políticos, jueces, capitalistas, burgueses satisfechos, clerigalla, ejecutivos agresivos, especuladores bolsistas, periodistas falaces... y toda la turbamulta de peones, lacayos y paniaguados que, con la sumisión propia de seres inferiores, coadyuvan al mantenimiento de esta sociedad infecta a la que nosotros -roncos de gritar anatemas y próximos al coma etílico- con todo entusiasmo mandamos a la mierda. Amén.

viernes, 5 de agosto de 2011

El coreano (Gente del barrio,4)



En este barrio de jubilatas, nacido en los años cincuenta del pasado siglo, la caída demográfica de la población autóctona ha dado paso a una sociedad un tanto varipinta y multicultural que ha ido llenando los huecos que nuestra baja natalidad ha dejado en los últimos lustros.

Los pequeños comercios han sido ocupados por chinos que abrieron negocios de alimentación y bagatelas de Todo a Euro; también suramericanos y paquistaníes abrieron fruterías que compiten duramente por la supervivencia de sus negocios. Incluso una señora peruana abrió, a pocos portales de mi casa, un taller de arreglo de ropa bajo el pomposo nombre de Retoucherie, como si el nombre afrancesado diese cierta categoría social a la necesidad de dar la vuelta al cuello de la camisa para que parezca nueva.

Pero pocos tienen la oportunidad de tener como vecino a un coreano, como nos ocurre a nosotros. Se trata de un matrimonio de Corea del Sur que alquiló el bar de debajo de casa y se especializó en comidas de su país. Gente laboriosa y cortés para quienes no parece que la crisis económica haya supuesto un problema excesivo a la hora de sacar adelante su negocio.

Entramos en relación con ellos una vez que tuvieron problemas con el suministro de gas natural y subieron a casa para que les ayudásemos a comunicarse con la empresa a través del teléfono. Imposibilitados de entendernos en un idioma que ambos hablásemos, la cosa se resolvió por gestos: ellos gesticulaban en español y nos hacían grandes reverencias al modo oriental, y nosotros hablábamos el coreano por señas, con sonrisas de cumplido a falta de mejores cortesías. A pesar de proceder de culturas tan dispares, fuimos capaces de entendernos y resolver el asunto de la mejor forma posible.

Desde entonces mantenemos una relación educadamente distante -el idioma sigue siendo una frontera que no logramos sobrepasar- con intercambios de reverencias y sonrisas. Lenguaje universal que allana cualquier barrera idiomática.

El restaurante de nuestros vecinos coreanos tiene el exótico nombre de Gayagum y sus clientes son tan exóticos como el nombre que ostenta. Casi todos los días aparece algún autobús lleno de turistas orientales que siguen disciplinadamente a su guía y ocupan el comedor. Cenan a media tarde y desaparecen con la misma discreción con que han llegado. Pero no solo vienen turistas de su país, sino que, de vez en cuando, aparecen personajes de muchas campanillas. Llegan en grandes coches negros del cuerpo diplomático, con guardaespaldas trajeados y discretos. En estas ocasiones, el dueño del local se trajea, sale a la calle a recibir a sus ilustres huéspedes y le da a la bisagra de las reverencias con mucha ceremonia.

En un barrio tan modesto como el nuestro, ver aparecer a tan conspicuos personajes es un espectáculo que observamos desde la distancia de nuestras ventanas, a fin que nuestras mediocres vidas no interfieran en la existencia de gente de tanto tronío. Porque hay formas sutiles, con esa sutileza del oriental que insinúa sin señalarte con el dedo, de marcar las distancias sin ofender a quienes somos clase media de medios pelos. Como nos ocurrió a nosotros.

Un día que teníamos el coche -bastante marrano, como es habitual- aparcado delante del restaurante, apareció con el parabrisas y el capó brillantes. El encargado coreano, con amabilidades y en un español a medio zurcir, nos explicó que lo había limpiado la dueña del restaurante porque la suciedad desmerecía de la cortesía que se debía a los clientes que allí entran.

Ahora no es que me moleste en limpar el coche más que antes, pero caí en la sutileza del asunto y lo aparco donde no perturbe con su marranez las buenas maneras de la cortesía oriental. Que lo cortés no quita lo valiente, oiga.