sábado, 23 de febrero de 2019

Papeles y papelera.-


En casa somos urbanitas muy ecologistas, y puede que ingenuos. Tenemos un cubo para los restos orgánicos, una bolsa para los plásticos y envases, otra para los papeles, un rincón para los vidrios, una bolsa ocasional para la ropa reciclable, y paciencia bastante para poner cada basura con sus congéneres. Eso una vez que hemos aprendido el trabalenguas de los colores de los contenedores que el municipio pone a nuestra disposición. Es una profusión de recipientes necesitada de un máster no presencial – tipo Pablo Casado – en la Universidad Rey Juan Carlos, para discernir su uso con conocimiento de causa.

En lo que llamamos “el despachito”: una habitación mini para mis retiros lectores y escribidores, internáuticos, melómanos y de múltiples divagaciones sin clasificación posible, hay una papelera al pie de la mesa. Allí van a parar todos los papelotes, una vez reciclados en anotaciones por el reverso. Allí las copias desechables de la impresora, notas de compra y recordatorios, y ocurrencias esporádicas que apunto para no olvidar y que luego no sé qué aplicación darles.

Mira por dónde, en el vaciado último de la papelera, me encuentro unas hojas del periódico La Razón. Llegaron a casa como envoltorio de unos cuadernillos de un libro que estoy restaurando en el taller de encuadernación. Dicho sea lo de restaurar como licencia que me tomo por el hecho de estar remendando un libro que he desmontado y del que hablaré más tarde. A lo mejor…

A propósito de esa rareza de La Razón en casa, forzoso es confesar que uno tiene sus fobias. Fobias cultivadas con dedicación, como el Cándido de Voltaire cultivaba su huerto. Dicho sea en honor a la verdad: un servidor es fóbico a la prensa patriótica, entre otras fobias confesables. 

En la página 25 de La Razón, domingo día 3 del presente, salta a los ojos este anuncio publicitario: ¡Orgullosos de nuestra Guardia Civil!, en color verde picoleto. Y en letras rojas, para que más destaque: Reloj Homenaje “Duque de Ahumadaimpresionante cronógrafo de alta relojería con el emblema de la Guardia Civil y la bandera de España grabados en la esfera. Al lado del reloj, a su izquierda, una navaja con los colores de la bandera en la hoja. Navaja táctica Guardia Civil.Diseño español”, advierte, por si hubiese dudas.

Este jubilata, que cumplió su cupo militarista y patriótico con la jura de bandera franquista, siendo un conscripto veinteañero, siempre ve con recelo estos fogonazos de fervor decimonónico; los años vividos y recorridos siempre le llevan a sospechar negocio o apaño interesado tras tanto trémolo: dicen “Patria” y piensan “Pasta”.

Venciendo el natural recelo, resulta que sí; que, sin lugar a dudas, son objetos a la venta por 150 € la pareja (reloj y navaja). ¡Ah! En efecto, me digo aliviado: solo es eso: negocio. ¡Haber empezado por ahí! El truco está claro: Te ponen una bandera de España para que se te agiten las tripas patrióticas y se te obnubile el raciocinio, y, como quien no quiere la cosa, te sacan ciento cincuenta patacones por dos objetos perfectamente inútiles. Objetos que puedes comprar en tienda de chinos por la cuarta parte de ese precio. Sin enseña patriótica, claro. De ahí el sobre coste.

Un servidor ve esa navaja con su Todo por la patria impreso en la hoja y recuerda aquel Viva mi dueño que, según Valle Inclán, estaba grabado en las cachicuernas que los majos con calañés y patilla de boca de jacha, llevaban en la faja. De cuando la reina castiza, o sea, de antes de la Gloriosa.... 

Nueva vuelta al ruedo ibérico – piensa el jubilata con desánimo –, con su baza de espadas y su corte de los milagros. Nuevo regreso a los espejos deformantes del callejón del Gato, donde un Abascal a caballo por los eriales castellanos, nos da la contrafigura de don Friolera, tronando con dignidad de fantoche: En el cuerpo de Carabineros no hay cabrones ¡Friolera!

Pero en la papelera hay más papelorio. Esta vez, un par de hojas de un periódico gratuito, de esos que publican en cada distrito madrileño. Éste, de Lavapiés, Latina y Embajadores, de cuando voy a los cursos de la UNED Senior. Yo los traigo a casa y mi santa, que se lee hasta los prospectos de la farmacia, va devorándolos, columna a columna, artículo de opinión a artículo de opinión. Una vez exprimido su jugo, terminan en mi papelera.

Y va y me dice: Pues en un artículo ponen a caer de un burro a Aristóteles. Yo frunzo el ceño, hay mitos intocables y por ahí no paso. Rescato el papelorio de la papelera y leo: Y cómo no mencionar de entre los engendros a Aristóteles, quien consideraba que la educación debía ser para las clases sociales más altas… y que no valía la pena educar a los esclavos y a las mujeres. Entre los engendros de los que abomina la articulista no está solo el Estagirita, porque también da un repaso a Tomás de Aquino y a Agustín de Hipona por aquello de que le niegan la inteligencia y relegan a la mujer a la procreación. Ob imbecilitate sexu, creo que decían los medievales: a causa de la natural debilidad de su sexo. 

A la articulista, doña Eunice, se le nota súper mega cabreada con tanto machismo como ha sufrido la mujer desde el Génesis. Aunque parece que muestra cierta benevolencia hacia Platón, por aquello de que, en su República, dice más o menos: Los hijos… nacerán de la unión libre entre ambos sexos, ya que entre ellos habrá comunidad de mujeres, siendo todas para todos, de modo que los hijos sean comunes y los padres no conozcan a sus hijos.

Este jubilata da un respiro a su indignación al saber que el señor Aristón (Platón para los conocidos) se salvaba del anatema feminista gracias a haber sido un antecesor remoto (unos 25 siglos, así a ojo) del poliamor, tan en boga entre todo este elenco de plurisexualidades que disfrutamos. Plurisexualidades, por cierto, de las que otros disfrutan, pero de la que este jubilata tiene un conocimiento de oídas y poco claro, debido a la edad provecta que le habita. Y a que sus hábitos son otros.

Aparte esos papeles impresos, en el vuelco de la papelera aparecen trozos arrugados de cuartillas con algunas notas de puño y letra bastante incomprensibles. Son fruto fragmentario de lecturas a medio digerir del tipo: “La mayoría de nuestras impresiones del mundo las percibimos a través de la vista. La imagen se construye a partir de fragmentos de información”. “La consciencia surge de la actividad neuronal, pero no toda actividad neuronal genera acciones identificables con la conciencia". Y cosas así... todo por haber leído La paradoja de Darwin con escaso provecho y muchos interrogantes. 

No es extraño que, estos fragmentos de ignorancia, hayan terminado en la papelera. Y que perdone el improbable lector. También los jubilatas tenemos nuestros demonios domésticos y los sacamos a ventilar, aunque su destino final sea el contenedor de reciclaje. 

lunes, 4 de febrero de 2019

Diálogo en el Calero.-


La creación literaria – le decía yo a mi vecino el depre, como si fuera cosa de mi invención – es un diez por ciento de inspiración y un noventa por ciento de transpiración.

Lo que no le dije es que esta frase yo se la había oído decir a Cela en una entrevista que le sacaron por la tele. De eso hace la intemerata de años. De cuando la tele era estatal, en blanco y negro, y salía la carta de ajuste al terminar la programación por la noche. La cosa venía a cuento porque un servidor ha sufrido estas últimas semanas una sequía de inspiración y anda tirando de retales.

A la busca de materia literaria para mis entradas en la bitácora, he pasado días dando vueltas por el parque del barrio, el Calero. Pensaba que el material humano que por allí transita me daría ocasión para una descripción costumbrista de las clases medias de medio pelo que por aquí abundan, o abundamos. Así que bajé, paseé y observé el faunario humano. Más bien mediocre, como esas ganaderías que lidian en plazas de toros de tercera.

Y fue allí, en el parque del barrio, donde me tropecé, como es habitual por otra parte, con mi vecino el depre, quien ejerce de tal en su triple vertiente peripatética, vocacional y existencial. El hombre estaba dando la enésima vuelta a la fuente ornamental del parque, según el consejo de su psicólogo de plantilla: “Usted, fulano, camine mucho y piense poco”. Recomendación que seguía en el primer cincuenta por ciento. El otro cincuenta por ciento se le iba en cavilaciones.

Así que me lo encontré en plena peripatesis (con perdón), cabizbajo y meditabundo, deprimente y depresivo: cabizbundo y meditabajo, expresión de su cosecha, con un aquél de ironía que él se permite en sus momentos de estado hipomaniaco. Porque será un ciclotímico sin redención, pero suele gasta un sutil sentido del humor en los momentos álgidos, que solo alcanzamos a entender quienes le conocemos. Y, además, es más culto que todo el colectivo jubilata que pasea sus perros y sus ruinas físicas por el parque.

Nada más verme, antes que yo le hablara de la sequía de mi fuente Castalia, él, mirándome con sus habituales ojos perrunos de tristeza animal, me saludó: Ut vales, domine?  Yo, que conozco su humor latinista, le respondí: Bene valeo, amice. Ac tu quoque? Y él: Heus, Res omnia male se habent; o sea, lo habitual en él: pesimista y tristuroso (con perdón, otra vez). Doleo valde, le replique. Y él, un tanto temeroso: Hispanicam linguam loquemur, quaeso…, me sugirió. Así que volvimos al español. Había al lado nuestro un caduco en silla de ruedas, afín a Vox, que, al oírnos hablar aquella jerigonza, nos miraba como a inmigrantes ilegales venidos a robarle la pensión. A mí me pareció de perlas, lo de volver a la lengua del imperio, porque mis latines no van mucho más allá de las fórmulas de salutación habituales.

Me invitó a dar con él otra vuelta a la fuente del parque, la n+1, según sus cuentas. Yo, que necesitaba un escuchante para mis cuitas de escribidor en seco, le espeté en mi mejor francés: Tout le talent d’écrire ne consiste après tout que dans le choix des mots... Que el talento de escribir no consiste más que en elegir las palabras apropiadas, fue frase que le pirateé a Flaubert, callándome su autoría, claro. Es autor al que mi vecino el depre odia por la perra vida que el novelista dio a Madame Bovary, mujer infeliz con la que él empatiza hasta la transustanciación.

Pero ya se sabe cómo son los depresivos, unos egoístas. Sólo quieren cultivar sus enfermizas obsesiones a expensas de quienes les rodean, aunque éstos tengan sus propias cuitas. Como era mi caso. Así que me empezó a hablar de sus angustias ante el cariz que iba tomando la política internacional, en este caso, de Venezuela. Tema que no por manido da menos juego y se presta a mil elucubraciones de periodistas de pesebre y políticos de rabieta.

“Diosdado Cabello – me dijo mi vecino el depre, con un punto de inquietud –, jefe de la Asamblea Nacional Constituyente Venezolana, no se anduvo con sutilezas de neolengua: ¡Váyanse bien largo al carajo!, le espetó a Sánchez el otro día, cuando…”

“Ya, ya, – respondí sin convicción. Y aprovechando los puntos suspensivos de su frase a medio hilvanar, metí mi cuchara: El caso es que llevo tres semanas sin escribir una jota. Y eso que soy hombre de gran facundia literaria, aunque me esté mal el decirlo”. Y ya aproveché para colar una nueva cita; esta vez de Wilde: No existen más que dos reglas para escribir: tener algo que decir y decirlo, pero ya ves… – Y puse un trémolo de desánimo, como empatizando con la tristura reglamentaria de mi interlocutor.

Él, a su vez, se coló por entre mis puntos suspensivos para retomar la frase donde yo se la había cortado. (Ya íbamos por la vuelta n+7 a la fuente ornamental): “…Un servidor, aunque depresivo de natural, es observador siempre asombrado del gallinero político, y me quedé con una duda: El plazo de 8 días, que nuestro bello Pedro Sánchez dio al camionero Maduro para que convocara elecciones generales en Venezuela, ¿Tiene prórroga como la exhumación del dictador patrio que iba a ser para ya? Porque, si es así, el chavista puede disfrutar de un largo mandato, salvo que Trump y su troupe tengan otros planes para el petróleo de aquel país…”

Sí, efectivamente se le notaba preocupado con que la exhumación del fiambre inquilino del Valle de los Caídos y las elecciones venezolanas se aplazasen ad Kalendas graecas, según latinizó, mirando de reojo al caduco de Vox, quien no nos quitaba ojo. Éste, en plan campeador sobre silla de ruedas, y con el oído atento, rodaba detrás nuestra a cada vuelta que dábamos a la fuente ornamental, (Íbamos ya por la vuelta n+13).

Fue imposible seguir la conversación. Mi vecino el depre empezó a acojonarse con el de Vox pisándonos los talones, así que pretextó que era la hora de tomar su coctel de antidepresivos y se despidió a la francesa. A mí apenas me dio tiempo de soltarle mi última cita literaria: “El escritor es aquel al que escribir le resulta más difícil que a los demás”. De Thomas Mann, dije por lo bajinis, pero él ya no me oyó.

martes, 15 de enero de 2019

En consecuencia.-


Ahora que en Andalucía, con el nuevo gobierno dextro/extremo, por fin se han encauzado dos de los más graves problemas que aquejaban a la doliente España, a saber: la caza y la decadencia de las corridas de toros, podemos dedicarnos a asuntos de menor enjundia, una vez sosegadas las tripas patrióticas con la victoria. 

Aun así, no es cosa menor, o, dicho de otra manera – al viejo estilo Rajoy – es cosa mayor buscar algún asunto para tratar en la bitácora sin verse obligado a hablar de política. Pero no hay otra que discernir sobre si Vox es peligroso material fascio sin conservantes ni colorantes, o solo populista reaccionario con un toque folclórico y racial, aparte los resabios antifeministas. Este jubilata, que se ha alimentado estas pasadas fiestas navideñas de turrón y política televisada, confiesa estar un tanto harto de uno y otra. De aquél quedan unos restos por casa que iremos mordisqueando de vez en cuando; de ésta no se puede decir lo mismo, por lo indigesta.

No hay hora ni día en que no se nos hable de la reconquista de Andalucía por las mesnadas de Casado/Abascal. Nada se dice aquí, por sabido, del señor Rivera y sus bandazos estratégicos a estribor. No hay comentarista, locutor, tertuliano o pécora de redes sociales que no haga una exégesis de los 19 puntos que Vox ha puesto sobre la mesa de negociaciones. Estrategia para darle cuerda al PP, como a esos pajaritos sujetos por la pata al hilo del que tira el niño a capricho. No hay bastantes improperios en la lengua española para que las hordas guasapeantes, tuiteras o feisbuksianas tilden de falsos, tramposos, cobardes, flojos de convicción democrática, a los de la política anaranjada. 

De verdad, vivimos instalados en un sinvivir, improbable pero no menos apreciado lector. Un tormento de Sísifo, eso de empujar el pedrusco de la política nacional cuesta arriba para que caiga rodando una y otra vez. Una demasía y una aburrición, si se me permite decirlo así.

Huye en todo la demasía. Porque siempre dañó más lo más que lo menos, dice Critilo en El Criticón de Gracián. Es lo que tienen los políticos nuestros, que no leen a Baltasar Gracián y no se aprovechan de sus doctos consejos. Si tuviesen un momento de sosiego en sus afanes por conquistar o reconquistar el solar hispano, sabrían que son contingentes, como los lugareños de Amanece, que no es poco, similares a un puñado de polvo en el camino de la Historia, que el viento de los tiempos barrerá de un soplo. Dicho sea sin ponernos trascendentes, aunque sí un poco poéticos. Pasado algún tiempo, de ellos no quedará más que la “maldita hemeroteca” dando fe de sus contradicciones, engaños, apaños y palabrería vacua. No serán más que El sueño del caballero, de Pereda, pero en versión televisada y con anuncios de por medio. Efímeros y sinsustancia como la moda, pero cargados de autosuficiencia. Cargantes.

Y perdone el improbable lector que, en tiempos de políticos que exhiben la sonrisa de triunfador atornillada a la jeta y llevan el rictus del éxito incrustado en los morros, el jubilata se vaya por los cerros de Úbeda del barroquismo. 

Ya lo dice también Gracián, en tiempos de higos, higas. Una higa, un corte de mangas, una peineta que el ciudadano, pasando de sus obligaciones cívicas, le hace a la casta cuando ésta le presenta el cimbel de la urna… Y luego, las manos a la cabeza cuando el no voto de la abstención despierta la hidra marxista… Ah, no, la otra: la ultra nacionalista. 

En consecuencia..., este jubilata hubiera querido hablar de la idea tranquila que ha decidido forjarse de España a través de lecturas sosegadas. Por eso, uno se sitúa lejos del griterío mediático, de Abascales recorriendo la estepa castellana a uña de caballo o de Rufianes con ironías de jayán con verba de navaja cabritera. 

Uno descubre, sin demasiado asombro, que los mitos fundacionales de lo que, comúnmente, llamamos patria (o patrias, cada cual la suya, y a veces encontradas, porque cada patria necesita un enemigo exterior para su subsistencia), son una creación cultural forjada a través del tiempo por grupos humanos que defienden su verdad como única. Una manera colectiva de entender el mundo y expresarlo culturalmente, según esa visión romántica del Volksgeist de Herder. 

Nulla dies sine línea, que decía Plinio el Viejo. Hay que leer todos los días, puñetas.

martes, 1 de enero de 2019

Ya vienen los Reyes (Magos).-


Escrito hace ya unos años, cuando el reinado del papa Ratzinguer, este cuento sigue teniendo vigencia a condición que el improbable lector no se muestra muy exigente. Y aunque ya nadie se acuerde de cuando Benedicto mandó al paro al buey y la mula, y a los magos los cambió de ubicación, espero que a ningún lector le moleste dedicarle diez minutos de lectura. 


Verídica historia de los Magos, del buey y la mula.
(Como nadie te la ha contado)

Resultó un buen día que los Reyes Magos no venían de Oriente, como habíamos creído toda la vida. 
Sucedió que, según la tradición popular, no avalada canónicamente, los Reyes Magos de Oriente se pusieron en camino siguiendo una estrella. Desde las llanuras del Ganges, desde los desiertos del Eufrates, desde las lejanas fuentes del Nilo, los tres Magos comenzaron su singladura hacia el Próximo Oriente. Siguiendo la estela de aquel astro luminoso, cada uno por su cuenta, se pusieron en camino, convergiendo en un punto indeterminado del que la religiosidad popular no dice media palabra. Desde allí, donde quiera que fuese aquel lugar, los tres viajaron en la misma caravana hacia una aldehuela de Judea, de nombre Betlem, donde, según los libros sagrados, había nacido un niño de una virgen.

Así lo venían haciendo desde hace, al menos, dos milenios, hasta el año de gracia de MMXIII. Aquel año, cuando llegaron al Portal con sus ofrendas de oro, incienso y mirra, el Sumo Sacerdote les dijo que no, que tanto la tradición como la devoción popular estaban muy equivocados. Que ellos, realmente, de donde procedían era de la lejana Tartessos, allá donde las columnas de Hércules, donde comienza el Mare Ignotum.

Perplejos, se retiraron a deliberar y consultar los arcanos escritos. Según los sánscritos libros védicos, de acuerdo con las tablillas cuneiformes conservadas en los zigurats de Uruk, y según las tradiciones orales de allende las fuentes del Nilo, ellos, de toda la vida de dios, de donde venían era del Extremo Oriente. Así se lo hicieron saber al Sumo Sacerdote de blancas vestiduras. Pero éste, que era infalible en sus dictados, insistió en que no; insistió en que, según los libros revelados de la verdadera religión, ellos venían de Tartessos y no había más que hablar y que aquello eran habas contadas. Si no les gustaba, que pidieran el finiquito y se buscaran la vida.

“Pues para este viaje no hacían falta alforjas”, dicen que comentó Baltasar. “¡Jó!”, se limitó a opinar Gaspar. “Y ahora ¿qué puñetas hacemos?”, se preguntó Melchor. Era ésta, puede suponerse, una pregunta retórica, ya que la cosa había quedado bastante clara: De ahora en adelante, y a efectos de la cristiandad toda, ellos procedían de la tierra más occidental, de la lejana Bética; exactamente, donde los linces en extinción llevaban una vida de estricta supervivencia.

“No sé de qué os quejáis”, les dijo la mula, “Lo nuestro sí que es una putada. Dicen que nosotros nunca hemos existo”. Fue entonces cuando los Reyes Magos se dieron cuenta que el buey y la mula ya no estaban junto al pesebre del Portal y calentando con su aliento al niño recién nacido, sino en un corral anejo. La mula, con ese mal carácter que tienen los de su especie, tenía un cabreo como para no dicho y lanzaba cagamentos como coces; el buey, sin embargo, sumiso como todos los castrados, mugía bajito su pena al verse desahuciado de las leyendas piadosas.

En efecto, el buey y la mula habían dejado de existir porque el Sumo Sacerdote de albas vestiduras así lo había dicho. Estaba en conexión directa, vía Wifi, con la divinidad, y sus enseñanzas eran, a efectos de controversia teológica, incuestionables. Aunque desde el punto de vista doctrinal aquello no tenía vuelta de hoja, desde el punto de vista práctico exigía una estrategia para su solución. Y la estrategia fue, acorde con los tiempos que corrían, de tipo comercial.

Es cosa sabida que el Portal era un chamizo de cuatro adobes mal ensamblados y una techumbre de ramas y barro. Tras dos milenios de uso, comenzaba a amenazar ruina y existía el problema de que las autoridades civiles le retiraran el permiso de habitabilidad, mandasen derruir el lugar sacro y, por consiguiente, diesen al traste con el santo negocio.

Por ello, para recabar fondos con qué rehabilitarlo, una comisión de teólogos, siguiendo las rectas doctrinas neoliberales,  dictaminaron que no era contrario al dogma convertir al buey y la mula en picadillo. Su carne, debidamente sazonada, y con los controles sanitarios pertinentes, abastecería todos los burger de la Tierra, No en vano se llevaba veinte siglos representando los dichosos animalitos por doquier, así que los había por millares. Había suficiente como para inundar de carne todos los fats food de la cristiandad durante una larga temporada. Las gentes que acudían en peregrinación a estos comederos no tendrían la menor duda de que las hamburguesas estaban divinas.

Visto que aquellos eran tiempos de reajustes económicos e ideológicos, los Reyes Magos prescindieron de sus coronas, de sus mantos y oropeles y optaron por instalarse en las playas de Huelva, donde montaron un chiringuito de lo más cutre – estética portal de belén – para guiris nórdicos. Allí van capeando la crisis. Eso sí, fieles a la tradición, cada navidad toman un vuelo low cost y se presentan en Belén. Y en vez de incienso, oro y mirra, le llevan una ración de pescaítos fritos y cervecita bien fría, que el bolsillo no permite más alegrías, oiga usted...

miércoles, 19 de diciembre de 2018

Cuento de navidad sin edulcorante.-


Era uno de esos días previos a la navidad. José y María, según la tradición cristiana, habían llegado a lomos de una patera hasta las fronteras del espacio Schengen. Allí, como era previsible, se les negó el visado de entrada y, como cada Noche Buena, María parió a su hijo Jesús junto a la valla de Melilla. Pero del otro lado. De éste, nadie se enteró; tan ocupados estaban en adornar con espumillón el abeto de plástico.

En estos mismos días con las navidades en puertas, de las concertinas para acá, en un lugar de la C.E. que aun se llamaba España, el griterío de los electos para el ejercicio de la cosa pública era el habitual: Un iluminado, que enseñoreaba desde Portbou hasta San Carles de la Ràpita, predicaba la vía eslovena de la independencia cataláunica; cosa de cuatro tiros a bulto y media docenita de muertos para lustrar los laureles de la bien merecida libertad. Mientras, el joven prócer de la política conservadora de toda la vida como dios manda, se desgañitaba en el Congreso: ¡155!, señor Sánchez: ¡¡155!!

Un nuevo adalid, Pelayo redivivo, surgido de la profunda Carpetovetónica, iniciaba la reconquista del solar patrio desde Tarifa a Covadonga. A lomos de su caballo bayo, acude, corre, vuela, traspasa la alta sierra, ocupa el llano, no perdones la espuela, no des paz a la mano…, mientras que sus huestes le jaleaban: Santiago ¡¡¡Cierra España!!!, que se nos llena de emigrantes. A su raudo cabalgar, colectivos de feministas, veganos, podemitas, LGBT y otras anomalías sociales corrían despavoridos.

Mientras, en el centro geográfico de la cosa, un gobierno bonito  hacía equilibrios malabares – un pasito p’alante, María, un pasito p’atrás –, dengues y jeribeques para estirar la gobernanza del patio hispano hasta las elecciones generales, las cuales deseaba fuesen para largo me lo fiáis.

En fin, y para no cansar al improbable lector, era un día cualquiera, previo a la navidad.

En ese cualquier día prenavideño, el jubilata caminaba por Arturo Soria, camino del policlínico Nuestra Señora de América. Llevaba la intención de pedir cita con el urólogo. Es cosa sabida – se decía para sus adentros el jubilata; es cosa sabida, los que andamos transitando por estas edades provectas tan nuestras, somos los grandes contribuyentes del negocio de la salud. Con nuestras pensiones, con nuestras tarjetas sanitarias siempre en activo, con nuestros achaques, y con nuestra puñetera obsesión por negar los deterioros de la edad, somos la cantera de la que se alimentan la industria farmacéutica, la sanidad privada y la semiprivada que tira de recursos públicos.

Lo cual, aunque no viene a cuento en estas entrañables fechas navideñas, se dice aquí no por lamento – el jubilata no se quejaba, a lo sumo constataba la puñetera realidad –, sino porque fue la ocasión que le llevó a aquel encuentro fugaz: un hambriento que le pidió, o acaso le exigió (así se lo pareció a él) que le pagara una comida.

Como se ha dicho, iba el jubilata sumido en estas cavilaciones y bien olvidado de la proximidad de las ya dichas entrañables fechas, cuando se le acercó aquel hombre joven. El encuentro fue pasado el puente sobre la A-2, la autovía que va a Zaragoza, poco antes de llegar a donde los misioneros Combonianos. El individuo, en torno a los treinta años, no especialmente mal vestido, muy delgado, buena talla. Los dientes un tanto irregulares, con mellas, como castigados por una mala higiene bucodental o el consumo de drogas.

Se le acercó y le pidió con exigencia. Su tono, más que de súplica impostada, como en los profesionales de la supervivencia mendicante, era aplomado. Tenía necesidad de comer. Decidió que el hombre viejo, al que acababa de abordar, era la persona idónea para atender su necesidad. La verdad, tampoco tenía mucho donde elegir. A aquellas horas de la tarde, con la niebla y el frío, y la escasez de viandantes, el setentón solitario bien podía ejercer de ONG unipersonal y ocasional. El caso es que le remediara la necesidad.

Que le pagara una comida, o le comprara comida… Al jubilata le llevó unos segundos salir de su ensimismamiento y entender la exigencia del joven que pregonaba sus hambres atrasadas. Ya se ha dicho, no pedía con humildad, con esa humildad abyecta y sonriente de los profesionales que hacen de la caridad ajena su pequeño negocio de subsistencia. Él lo tenía claro: necesitaba comer. A mano no había nadie más, así que debía remediarle. Tampoco había amenaza ni en su actitud ni en sus palabras. Solo el hecho incuestionable de su hambre. Y la convicción de que el hambre se quita comiendo; y si uno no tiene con qué, alguien con posibles deberá remediarlo. Y dio la casualidad de ese encuentro.

Allí hay restaurantes, dijo el hambriento señalando hacia el centro comercial Arturo Soria.

¿Con mi jubilación, y pretendes que te la pague ahí? Contestó el jubilata con cierta sorna, mientras se rascaba el bolsillo. – Ahí solo comen los ricos.

Pues detrás de esos edificios negros – y señalaba del otro lado de la autovía – hay un DIA, insistió con aplomo el hambriento.

Ya…, y entonces no llego a tiempo a lo del médico, se excusó el jubilata.

Pues ahí cerca hay más tiendas; cómpreme algo para comer. El hambriento no estaba dispuesto a soltar su presa.

El jubilata se empezó a impacientar, pero no quería despertar la agresividad del joven hambriento. Se echó mano al bolsillo, abrió el monedero y sacó una pieza de dos euros. El otro extendió la palma de la mano.

¿Con eso te arreglas?, dijo el jubilata.

El joven hambriento miró la pieza de dos euros, tan redonda y lustrosa, con ese aplomo que da saberse moneda fuerte, símbolo y orgullo del paraíso europeo.

Con este dinero como. Dijo el hambriento. Dio un escueto “Gracias” y se fue.  

Desde el puente sobre la autovía, si se mira hacia la avenida de América, se veían las luminarias de la ciudad, con ese fulgor lechoso y desvaído que da el puré de niebla y contaminación. Mientras, los coches avanzaban con la lentitud y el tesón de las procesionarias. Los días de paz, amor y turrón estaban al caer.

lunes, 3 de diciembre de 2018

Palabras regaladas.-


Imagen tomada de Internet
¿Alguna vez el improbable lector ha intentado hacerse un diccionario para su uso particular? No sería el primero que lo intenta, aunque pocos lo logran. Y no hablamos aquí de doña María Moliner y su diccionario de uso del español, asunto que se escapa a los modestos límites de esta bitácora. Tampoco hablamos del diccionario secreto de Cela, donde los de mi generación aprendimos palabras malsonantes con pedigrí para ampliar nuestro vocabulario escrotológico, cuando soltar palabros de calibre grueso era marchamo de virilidad.

Por aquel entonces, cualquiera con ganas de lucir su ingenio escribía un diccionario. Algunos, como Francisco Umbral, con todo merecimiento. Umbral era un cronista de la realidad cotidiana y sus columnas periodísticas sentaban cátedra de un español bien dicho. Algunos comprábamos a diario el diario por leer su Spleen de Madrid, o aquellas crónicas de Iba yo a comprar el pan… El hombre iba de contracultural (aunque cuidaba mucho su mercado. Recuérdese su cabreo en la tele: yo he venido a hablar de mi libro) y por eso confeccionó su Diccionario cheli: una sistematización de la jerga urbanita con la que sus hablantes se diferenciaban del común de los mortales adscritos al vulgo mesocrático. 

Recuerdo que, por sacudirnos esas trazas que teníamos de empleados de medio pelo, decíamos chorba, por chavala, fetén por estupendo y, cuando pedíamos fuego para el cigarrillo, decíamos incinérame el cilindrín, o en el bar pedíamos un vidrio, por un chato de vino, y muchas otras gilipolleces que eran el summum de la modernidad. Aunque había límites a no traspasar, como frecuentar Moncho Street, la calle de Don Ramón de la Cruz, que se puso de moda entre la gente guapa, no recuerdo bien por qué.

El cheli callejero, que imitábamos con más o menos fortuna los empleados de corbata y chaqueta made in Galerías Preciados, era barrera que nos diferenciaba de la guapa gente de derechas de la que habló el propio Umbral. Era una forma de mostrar nuestra progresía frente a aquel franquismo que se iba deshilachando en alianzas populares y readaptando las viejas estructuras del régimen al nuevo invento de la democracia, que nos hacía tan europeos. Aunque, la verdad sea dicha, por el camino nos llevó un tiempo perder el pelo de la dehesa, pues pasar de súbditos de la dictadura a ciudadanos demócratas fue un tránsito cuyo aprendizaje no constaba en el manual de uso del argot cheli.

A lo que íbamos. Diccionarios ocurrentes, en aquellos años, aparecieron algunos. Creo que Ramoncín escribió un Nuevo tocho cheli, muy alabado por Umbral, quien confesaba que nunca consultaba el de la Real Academia porque le estropeaba el estilo. También Coll, la mitad más bajita del dúo Tip y Coll, escribió un diccionario de palabras inventadas, a medio camino entre la ocurrencia y la lógica, como aquello de Abiertamiente: que miente con toda franqueza.

Este jubilata nunca aspiró a tanto. Eso sí, a falta de inventiva, empecé a coleccionar palabras raras (o de uso poco frecuente) que encontraba por pura casualidad o serendipia. Fue como prohijar perros callejeros. Iba por la calle, me tropezaba con una palabra en desuso y me daba tanta lástima verla abandonada a su triste suerte que me la llevaba a casa, le hacía una ficha en una octavilla y la guardaba en un sobre. Cada vez que encontraba una, miraba por si tuviese usuario frecuente, y al verla a punto de inanición por falta de uso, la anotaba en mi libretilla de anotar cosas por ahí. Luego, como he dicho, en casa le hacía una ficha en la que especificaba dónde la había encontrado, en qué circunstancias, y hasta la referencia bibliográfica (si venía al caso) con número de página, edición, título, autor, editorial y hasta el párrafo donde aparecía.

Verbi gratia, como aquella vez que descubrí la palabra Alcándara en la Saga-Fuga de J B, de Torrente Ballester. Era palabra herrumbrosa por falta de uso que don Gonzalo había sacado a oreo para disfrute de sus lectores, y de la que yo me apropié. De la alta alcándara caía el puñetero rosicler del día, decía el texto. Lector fascinado, veía sobre el papel impreso los rosicleres cayendo en cascada desde las altas alcándaras y sentí un impulso cleptómano que me llevó a apropiarme de ella para mi disfrute personal. En mi descargo diré que, por no abusar, no me apropié también del rosicler y me conformé con la alcándara, percha o varal donde se ponían las aves de cetrería.

Otra palabra desusada, que encontré en un cuadro de Zurbarán, en le museo Thyssen, es la de bernegal. Se trata de una taza de boca ancha y con el borde ligeramente ondulado. Desapareció el objeto, otros recipientes cumplieron con mejor traza su función, y, por lo tanto, se olvidó su nombre. Anduve persiguiendo un tiempo palabra tan antañona y con tanta sonoridad y encontré este texto: Es privilegio de galera que nadie ose pedir allí para beber taça de plata, o vidrio de Venecia, ni bernegal de Cadahalso… Y aunque al improbable lector le canse el prurito ese de la erudición, no dejaré de decir que tal cosa escribió don Antonio de Gevara, obispo de Mondoñedo en su Libro de los inventores del arte de marear y de los muchos trabajos que se pasan en las galeras.

Pero no todo son antiguallas, ínclito lector, porque hace meses, callejeando por Lavapiés, encontré una palabra estupenda: Carnaca, que viene a ser un término despectivo que usan los veganos para designar a los comedores de carne. La frase, modelo grafito parietal, decía: Fuera carnacas de nuestro barrio.

Tampoco quiero cansar al lector, paciente aunque improbable, así que para terminar, aquí le dejo ésta: Garrampa. Se trata de un calambre o espasmo muscular, habitualmente en la pantorrilla. Se la oí al viejo carpintero de Báguena, pueblo de Teruel, hablando de sus achaques. Me pareció una palabra rotunda y con garra. Además, fonéticamente me resultó similar al término crampe francés, que viene a significar lo mismo. A lo mejor en el lenguaje coloquial de aquellas tierras hay vestigios del francés - los filólogos sabrán -, pero a mí, el viejo carpintero me recordó a aquel personaje de Molière que hablaba en prosa sin saberlo.

martes, 13 de noviembre de 2018

El artista en su caverna.-



Ya lo decía Platón en La República, a propósito del conocimiento que los humanos tenemos de la realidad: somos como esclavos encadenados en el fondo de una caverna que confunden las sombras con las realidades de las que no son más que un reflejo. Pero, a lo mejor, a esa alegoría hay que darle la vuelta cuando se trata de entender una obra como la de Guillermo Serrano.

La realidad que creemos ver en el bullicio de la calle o en la soledad de nuestra intimidad no es más que un reflejo distorsionado y poco fiel de lo que realmente se oculta tras esos personajes desasosegantes, y a veces deprimentes, que pueblan los cuadros de Guillermo. Hay dos realidades, si el improbable lector se toma la molestia de observar, que caminan en paralelo y que dan sentido la una a la otra. La realidad lúcida, y por eso inquietante, del artista – a lo mejor, conviene más el término de “visionario” –, y lo que podríamos llamamos realidad experimental, la que percibimos a través de los sentidos. La primera desasosiega al espectador con su expresividad descarnada, la segunda da certezas, pero, en realidad, ésta es un reflejo engañoso de aquélla.  

Claro que, si el jubilata en oficio de escribidor no abandona su ensimismamiento y explica de qué va la cosa, el sufrido lector no sabrá a qué viene tanta palabrería y pasará muy mucho de seguir leyendo este texto. Por eso, como decía Pepe Isbert desde el balcón del ayuntamiento: os debo una explicación, y esa explicación que os debo os la voy a pagar
Y la explicación que os voy a dar, porque os la debo, para poneros en situación, es que la santa y un servidor hemos estado en la Casa de Vacas visitando el Salón de Otoño de la Asociación Española de Pintores y Escultores.  Y allí, en el acceso lateral a la sala, nos hemos encontrado con el cuadro que representa a una pareja de viejos, solitarios, desesperanzados, encerrados en esa cocina tan desangelada como sus moradores. La cena, la llama el autor porque, dice, es un título obvio; si no es más que una pareja de viejos cenando en su cocina, para qué vamos a maquillar la realidad de estos dos solitarios que se hacen compañía por simple proximidad física en una cocina destartalada...

Por aquello de que el pintor, del que aquí se habla, forma parte de nuestro patrimonio familiar, este jubilata ha seguido sus pasos desde hace años y observa con curiosidad, y con una cierta desazón, su obra. La desazón no es por lo azaroso de la adaptación del artista al biotopo cerrado y excluyente de las galerías, las exposiciones, los marchantes y al principio fluctuante de que es arte todo aquello que llamamos arte. Siempre estará a tiempo de quebrar los pinceles y hacer una oposición a registrador de la propiedad, por ejemplo: a otros les ha ido muy bien. Recurso vulgar, donde los haya, pero que da status y hasta puede abrirte las puertas de una carrera política exitosa.

La desazón, decía, llega por la contemplación de esos ambientes sombríos, por esos personajes de ojos hueros que pueblan calles bulliciosas o locales abarrotados, donde no hay alegría colectiva sino una suma de individuos cada cual aislado en su vacío. Son algo así como escenas de costumbrismo urbano pasadas por el tamiz de un expresivismo despojado de toda alegría. Son seres con aspecto de zombis indefensos que parecen buscar la felicidad en el gregarismo de los lugares de moda, mientras que cada cual lleva su vacío personal a la fiesta colectiva. 

Estos no van a pasearse por el callejón del Gato, como lo hacían los esperpentos de don Ramón, ni son risibles y tragicómicos, como don Friolera, sino que se arraciman en el bullicio de Malasaña, en los ambientes más cool, dejando al espectador una sensación de masa fluctuante y ansiosa de novedades a la manera de esa modernidad líquida de la que hablaba el señor Bauman, siempre más citado que leído.

En resumen, esas escenas multitudinarias o domésticas que vemos en los cuadros de Guillermo, nos hacen pensar en un mundo lleno de soledades e incomunicación. Los ojos sin pupilar de sus personajes miran pero no ven y, a lo mejor por eso, se agrupan en una adición de individuos que buscan la felicidad en la suma de soledades. En el fondo es una mirada irónica del artista sobre una sociedad urbana que se cree libre y feliz por la simple agregación de individuos que hacen lo mismo, que van a los mismos lugares, que piensan lo mismo.

Ya supongo que el improbable y paciente lector pensará a qué viene esta disertación a propósito de un cuadro de un pintor novel, pero debería tener en cuenta que hasta en las mejores familias hay individuos peculiares. Y en esta nuestra nos ha tocado uno, dispuesto a ver el mundo urbano a través de los pinceles, y por eso lo sacamos en letras virtuales, para que se sepa.  Ya se sabe lo que dicen los evangelios sinópticos: no se enciende una luz para ponerla debajo del celemín. Por eso lo ponemos en solfa. Por eso y porque, además, observa la realidad de su caverna con pincel prolífico.

Pero, si al lector, improbable, paciente, o simplemente curioso, no le convencen las opiniones que aquí se han vertido, sepa que puedo ofrecerle otras que se acomoden a su gusto. Aquí somos grouchomarxistas y nuestros principios no son amovibles sino fluctuantes y acomodaticios. Como las multitudes en los cuadros de Guillermo. 

lunes, 29 de octubre de 2018

Esas mujeres...


Hace unos días ha muerto Carmen Alborg, ministra que fue de Cultura. Recuerdo que mi por entonces jefa bajó un día a la sede central del ministerio, la vio y, cuando subió al “Histórico” (así lo llamábamos usualmente), comentó que la nueva ministra parecía una pilingui. Lo de pilingui me sonó a españolada de las pelis de destape, de cuando Alfredo Landa; entendí bien el sentido despectivo de “ligera de cascos” y “perdida”, y la ministra me cayó francamente bien desde entonces. Se me ocurrió pensar que también a George Sand, quien vestía pantalones y fumaba cigarros, y encima era querindonga de Chopín, las paisanas de Valdemossa la pondrían de pilingui y de putana, pero en su dialecto.

Si a mi jefa,  - mujer conservadora y, según expresión de los que militábamos la progresía, más de derechas que don Pelayo -, la Alborg le caía mal, era indicio de que teníamos una ministra fuera de horma. Con su melena roja suelta y sus alamares tipo Moschino (Si no puedes ser elegante, sé extravagante), su desinhibición, su verba fluida y su fama de mujer culta, fue una ventana que se abría en la zahúrda ministerial para ventilar el olor a papel timbrado rancio. Luego, allá por el 96, también del siglo pasado, nos vino a ser ministra doña Espe Aguirre, condesa consorte de Bornos – ahí es nada – y liberal en estado puro, pero ya no era lo mismo. La ventana del oreo ministerial, como mucho, quedó entornada y con tufillo a privaticemos servicios públicos.  

También uno de estos días pasados, he ido a la Juan March (así dicen los habituales) a ver la exposición Lina Bo Bardi, Tupi or not tupi, una hibridación italo/brasileña. Doña Achilina Bo, emigrada de Italia en 1946, arquitecta de vocación y profesión, quiso además, integrar la cultura europea con la expresión de arte popular brasileño. Lo que me recordó una exposición vista hace años, dedicada a Tarsila do Amaral (de quien escribí una entrada allá por el 2009, que puede leerse pulsando en el enlace anterior) artista que hizo el viaje de ida y regreso, desde su Brasil hasta el París de las vanguardias, para volver a su tierra natal y tratar de integrar las dos culturas en los movimientos Pao Brasil y Antropofagia.

Ambas artistas, con unos decenios de diferencia, propusieron una antropofagia cultural, cuyo manifiesto hizo Oswaldo de Andrade, marido que fue de Tarsila: una digestión del modelo cultural europeo para apropiarse de él y asumirlo como expresión del arte brasileño. Una fusión de las vanguardias europeas y las costumbres populares de la población india, negra y mestiza. Una puesta en valor de la cultura popular brasileira una vez asumida la cultura colonial europea. Por eso llamaron antropofagia al proceso de masticar y digerir una cultura superior para asimilarla a la popular de su país.

Y perdóneme el improbable lector por hablarle de estas cuestiones de tan poco interés para la vida diaria. Son expresión de los hábitos culturetas del jubilata, el cual, según las usuales doctrinas del envejecimiento activo, ha de buscar metas que mantengan su sistema neuronal en ebullición para no ser una carga social. Porque, además de guisar, hacer la compra en el súper y darle al estropajo salvauñas, sépase que los jubilatas de hogaño le damos al intelecto con una habilidad polifacética que para sí hubieran querido anteriores generaciones. 

Por eso, hoy estamos por divagar sobre mujeres de las que tenemos alguna noticia por haber sido un referente cultural en los tiempos que les tocó vivir. Y por eso mismo, a menudo, para saber de estas mujeres, de sus obras y su proyección cultural, uno no tiene más remedio que acudir a museos, exposiciones puntuales o textos, lugares donde se guarda memoria de ellas. A veces, tenemos la impresión de que, por haberse atrevido a romper la horma, ha habido que cosificarlas y reducirlas a eso que llamamos obras de arte, y colgarlas en las salas de exposición, no sea que su ímpetu nos obligue a reflexionar sobre lo que una mujer puede hacer cuando se libra a su capacidad creadora. 

Son como la mujer de Lot, convertida en estatua de sal porque no respetó la norma y giró la cabeza para saber qué ocurría a sus espaldas.  Estas mujeres de las que venimos hablando, también volvieron la cabeza para ver de dónde venían y así saber hacia dónde querían ir, solo que la sociedad al uso no pudo convertirlas en estatuas para reprender su atrevimiento.

Lo que, mira por donde, viene al pelo para recordar esta frase de Dorothea Tanning (de sus obras y su época habla una exposición actual en el Reina): Puedes ser mujer y ser artista; pero lo primero no lo puedes remediar, y lo segundo es lo que eres en realidad. Según parece, ella rechazaba la definición de “mujer artista”. La verdad es que nadie nunca habla de “hombre artista”; se es artista, hombre o mujer. Lo primero es lo que importa, y lo segundo, accesorio.

No querría acabar estas divagaciones de pensionista ocioso sin hablar – hablar por hablar, por pasar el rato – de la pintora italiana Sofronisba Anggisola.  Esta pintora fue una rara avis en la corte de Felipe II. Fue dama de compañía de Isabel de Valois y la acompaño a la Corte española, donde pintó algunos retratos, como el del propio Felipe II o el de Ana de Austria. Puede uno verlos en el Museo del Prado. Pero lo que es menos conocido aún que su pintura, es que anduvo metida en una revuelta palaciega que organizaron las damas de la reina en el alcázar de Madrid, sede de la corte.

Uno se imagina la corte del rey Felipe II como lugar triste, aburrido, de mucho rezo y de pisar quedo, pero no debió ser así, a lo que parece. Tenían las damas la costumbre de ligar con los barbilindos cortesanos desde las ventanas de las estancias de la reina, hasta que el aposentador de la Casa de la Reina, el marqués de Ladrada, mandó poner celosías para evitar tanto descoco. Decía el marqués en un informe al rey: aunque yo conocí a algunas damas bien desasosegadas, ninguna comparación hay a lo de ahora, porque tienen la mayor maestría para insolencias que se pudiera hallar en el mundo”. Lo cierto es que las damas se lo tomaron a mal, y algunas, entre las que estaba Sofonisba, empezaron a romper cierres y celosías.

El rey, que a lo mejor le llamaron el Prudente por eso, decidió inhibirse en esa revuelta de faldas y mandó que fuese la propia reina quien pusiese orden en asuntos que correspondían a su Casa. Porque una cosa es administrar un imperio que se extendía de sol a sol, y otra muy distinta, y asaz complicada, poner paz en el gineceo de Palacio.