lunes, 18 de diciembre de 2023

A vueltas con las navidades.-

 

Quizás el improbable lector sea como este jubilata, un irresponsable que cada comienzo de año se hace promesas que siempre incumple, y a cada fin de año no se arrepiente de haberlas hecho para incumplirlas. 

No hay por qué tener mala conciencia: recuérdese el tópico de los políticos y sus promesas en campaña que es un prometer hasta meter. Una vez apesebrados en el despacho oficial, olvidan palabras que el viento se llevó. Aunque siempre queda el recurso a la maldita hemeroteca por si hay que defenestrarlos. 

Pero no pasa nada. Siempre surge un puesto de manager en una gran empresa para resarcirles de tan lamentable pérdida como es quedarse sin sinecuras de la cosa pública. Mira al ex-ministro Iceta, más contento que unas pascuas con el regalo que le ha hecho el señor Sánchez (el perdonador de injurias a cambio del bíblico plato de lentejas de siete votos), de embajador ante la ONU.

Pero no es de eso de lo que va esta bitácora navideña. Sólo lo decía por aquello de incumplir promesas y no arrepentirse de ello. Así, un servidor, nada más comenzar este año que va finiquitando, y mientras navegaba algo desnortado por las pasadas navidades, se hizo la firme promesa de no hablar de ellas en éstas que vamos sobrellevando con buen ánimo y con ayuda de los polvorones sanenrique y el surtido de mazapanes.

Lo cierto que no queriendo, pero recordando viejas navidades en las que solía vengarme escribiendo cuentos sobre el asunto con franca mala leche, he echado mano del archivo donde guardo todos aquéllos bajo el epígrafe poco edificante de “Jodida Navidad”. Y descubro que los primeros los escribí en 2001. Debió ser como una premonición del lamentable y puñetero siglo que acabábamos de estrenar.

Y digo los primeros porque fueron tres relatos breves que escribí de un tirón, creo que en la nochevieja, mientras el pueblo confiado tomaba las uvas y festejaba el primer año de este siglo. De éstos, solo publico aquí el segundo relato, que, visto con la perspectiva que dan los años, hasta puede resultar premonitorio. 

No es culpa de este jubilata si la musa Calíope le inspiró en un momento de despiste, o quizás fue Talía, puesto que lo que aquí sigue es una pincelada de la comedia de la vida:

Cuento ejemplar navideño nº 2:

 

"Cuentan viejos cronicones que, allá por los comienzos de nuestra Era, en un lugarejo de Palestina llamado Bethlehem, una pareja de okupas indocumentados se posesionó de un viejo establo con la burda excusa de que ella estaba grávida y a punto de parir. Las indagaciones de la policía militar hebrea pusieron de manifiesto que el individuo, ayudante de carpintero, decía llamarse Iuseph, mientras que su coima respondía al nombre de Marián, y la criatura que parió y depositó dentro del pesebre recibía el de Emmanuel. Tan nimio acontecimiento fue ocasión para que elementos subversivos, disfrazados de pastores, agrupados en una organización terrorista llamada Al-Fatah, iniciaran una revuelta en la cual el rabino Ha-Leví perdió su kipá a consecuencia de un manotazo que le dio en su venerable cogote uno de los revoltosos. La cosa no pasó a mayores gracias a la heroica intervención del ejército sionista que rodeó la aldea con tanques, eliminó a parte de los terroristas mediante ataques selectivos y arrasó el portal con ayuda de un par de excavadoras. Los okupas fueron arrojados al desierto y años después el tal Emmanuel, bajo el pseudónimo de Jesús, se dedicó a subvertir el orden establecido. Eso hasta que la autoridad competente le canceló el pío clavándole en un madero sin más contemplaciones. Desde entonces reina la paz en la zona. ¡Aprendan las venideras generaciones!"

  

miércoles, 6 de diciembre de 2023

Escribir, y si viene al caso, pensar.-

 

No existen más que dos reglas para escribir: tener algo que decir y decirlo. Eso decía Oscar Wilde, según leí una vez en algún libro. El consejo es bueno de puro simple: uno tiene algo que decir y lo dice, y punto. Claro que la cosa se complica un poquito cuando crees que tienes algo que decir, una idea que te ha venido mientras mirabas las caras aburridas de la gente que viaja en el metro, por ejemplo, y llegas a casa, te pones delante de la pantalla y ¡coño! no sabes cómo decirlo.

Otra solución, también de un literato de campanillas, es mojar una magdalena en el té y empezar a recordar hechos pasados. Eso le pasó al señorito Proust que, en cuanto bebió el primer sorbito de té, empezó a hilvanar recuerdos y le salió una novela río que dura siete volúmenes. Claro que a mí el té no me gusta, y será por eso que no me fluyen los recuerdos desde mi infancia en casa Lecaun. Aparte que nunca se cruzó en mi vida una Odette de Crecy que me estimulase las neuronas donde brota la escritura. Eso y la burla que hace Baroja del chorreón de recuerdos proustianos que él llama con socarronería “magdalenienses”.

Arañando, arañando en mis recuerdos de viejo lector, he venido a dar en otro de esos que tenían cosas que decir y las decían, según la docta opinión del dandy Oscar Wilde. Y es que me acabo de acordar de don Gustavo Flaubert, quien aseguraba que el talento de escribir no consiste más que en la elección de las palabras. Y añadía que el autor debe ser como Dios en el universo, presente en todas partes y visible en ninguna de ellas. Lo de ser autor invisible creo que lo cumplo, ya que, hasta ahora, de todo lo escrito aquí nada es de mi cosecha y, por lo tanto, además de invisible es de justicia pensar que también soy inexistente. En lo literario, se entiende, que en lo demás, como decía un profesor que tuve de antropología filosófica: no soy nada, pero existo mucho.

A lo mejor, es un error de percepción eso de querer decir cosas y decirlas sin más. A lo mejor, de lo que se trata es de pensarlas despacito, como leí una vez en algo de Herr Walter Kaufmann: escribir es pensar en cámara lenta: vemos lo que no veríamos a velocidad normal. Y por si acaso, he dedicado unos minutos a pensar despacito, como en fotogramas. Pero como no sabía qué tenía que pensar, he desistido una vez más.

Por otro lado, si me fío de los que dijo una vez Herr Thomas Mann, debo estar en vías de ser un gran escritor. Lo digo por lo difícil que me resulta componer un texto medianamente fumable, ya que él afirmaba que el escritor es aquel al que escribir le resulta más difícil que a los demás. Lo que es un consuelo, viniendo de quien escribió Muerte en Venecia y aquellos amores melancólicos del viejo escritor por el jovencito y bello Tadzio. Y no es que uno esté por amores homosexuales adolescentes, ni, en general, por ningún otro, sino porque he llegado a viejo, pero no a escritor.  

Rebus sic stantibus, que diría mi vecino el depre, depresivo vocacional y sentencioso latinista, lo mejor es no hacerse mala sangre y hacer lo que hace tanto famoso como pesebrea por los medios de comunicación. Esto es: plagiar mediante el hábil procedimiento de corta y pega, lucir sonrisa de triunfador ante las cámaras mientras presenta su libro de moda lleno de vacuidades, y terminar arrasando la cuota de pantalla en el Hormiguero.

Ya lo dijo en una entrevista no hace mucho Julio Llamazares, que el noventa por ciento de los títulos exhibidos en las librerías no corresponden a escritores sino a gente que busca la fama. Si hay escritores que escriben para estar solos, los otros escriben para estar en el candelero. No son escritores, son intrusos.

Así que – con la venia del improbable lector – este jubilata, que no encuentra acomodo en el parnaso de los buenos escritores, ni un hueco en la fama fugaz del famoseo en letra impresa, regurgita aquí su egagrópila de lecturas no digeridas y toma el portante hasta la próxima.