lunes, 18 de diciembre de 2023

A vueltas con las navidades.-

 

Quizás el improbable lector sea como este jubilata, un irresponsable que cada comienzo de año se hace promesas que siempre incumple, y a cada fin de año no se arrepiente de haberlas hecho para incumplirlas. 

No hay por qué tener mala conciencia: recuérdese el tópico de los políticos y sus promesas en campaña que es un prometer hasta meter. Una vez apesebrados en el despacho oficial, olvidan palabras que el viento se llevó. Aunque siempre queda el recurso a la maldita hemeroteca por si hay que defenestrarlos. 

Pero no pasa nada. Siempre surge un puesto de manager en una gran empresa para resarcirles de tan lamentable pérdida como es quedarse sin sinecuras de la cosa pública. Mira al ex-ministro Iceta, más contento que unas pascuas con el regalo que le ha hecho el señor Sánchez (el perdonador de injurias a cambio del bíblico plato de lentejas de siete votos), de embajador ante la ONU.

Pero no es de eso de lo que va esta bitácora navideña. Sólo lo decía por aquello de incumplir promesas y no arrepentirse de ello. Así, un servidor, nada más comenzar este año que va finiquitando, y mientras navegaba algo desnortado por las pasadas navidades, se hizo la firme promesa de no hablar de ellas en éstas que vamos sobrellevando con buen ánimo y con ayuda de los polvorones sanenrique y el surtido de mazapanes.

Lo cierto que no queriendo, pero recordando viejas navidades en las que solía vengarme escribiendo cuentos sobre el asunto con franca mala leche, he echado mano del archivo donde guardo todos aquéllos bajo el epígrafe poco edificante de “Jodida Navidad”. Y descubro que los primeros los escribí en 2001. Debió ser como una premonición del lamentable y puñetero siglo que acabábamos de estrenar.

Y digo los primeros porque fueron tres relatos breves que escribí de un tirón, creo que en la nochevieja, mientras el pueblo confiado tomaba las uvas y festejaba el primer año de este siglo. De éstos, solo publico aquí el segundo relato, que, visto con la perspectiva que dan los años, hasta puede resultar premonitorio. 

No es culpa de este jubilata si la musa Calíope le inspiró en un momento de despiste, o quizás fue Talía, puesto que lo que aquí sigue es una pincelada de la comedia de la vida:

Cuento ejemplar navideño nº 2:

 

"Cuentan viejos cronicones que, allá por los comienzos de nuestra Era, en un lugarejo de Palestina llamado Bethlehem, una pareja de okupas indocumentados se posesionó de un viejo establo con la burda excusa de que ella estaba grávida y a punto de parir. Las indagaciones de la policía militar hebrea pusieron de manifiesto que el individuo, ayudante de carpintero, decía llamarse Iuseph, mientras que su coima respondía al nombre de Marián, y la criatura que parió y depositó dentro del pesebre recibía el de Emmanuel. Tan nimio acontecimiento fue ocasión para que elementos subversivos, disfrazados de pastores, agrupados en una organización terrorista llamada Al-Fatah, iniciaran una revuelta en la cual el rabino Ha-Leví perdió su kipá a consecuencia de un manotazo que le dio en su venerable cogote uno de los revoltosos. La cosa no pasó a mayores gracias a la heroica intervención del ejército sionista que rodeó la aldea con tanques, eliminó a parte de los terroristas mediante ataques selectivos y arrasó el portal con ayuda de un par de excavadoras. Los okupas fueron arrojados al desierto y años después el tal Emmanuel, bajo el pseudónimo de Jesús, se dedicó a subvertir el orden establecido. Eso hasta que la autoridad competente le canceló el pío clavándole en un madero sin más contemplaciones. Desde entonces reina la paz en la zona. ¡Aprendan las venideras generaciones!"

  

miércoles, 6 de diciembre de 2023

Escribir, y si viene al caso, pensar.-

 

No existen más que dos reglas para escribir: tener algo que decir y decirlo. Eso decía Oscar Wilde, según leí una vez en algún libro. El consejo es bueno de puro simple: uno tiene algo que decir y lo dice, y punto. Claro que la cosa se complica un poquito cuando crees que tienes algo que decir, una idea que te ha venido mientras mirabas las caras aburridas de la gente que viaja en el metro, por ejemplo, y llegas a casa, te pones delante de la pantalla y ¡coño! no sabes cómo decirlo.

Otra solución, también de un literato de campanillas, es mojar una magdalena en el té y empezar a recordar hechos pasados. Eso le pasó al señorito Proust que, en cuanto bebió el primer sorbito de té, empezó a hilvanar recuerdos y le salió una novela río que dura siete volúmenes. Claro que a mí el té no me gusta, y será por eso que no me fluyen los recuerdos desde mi infancia en casa Lecaun. Aparte que nunca se cruzó en mi vida una Odette de Crecy que me estimulase las neuronas donde brota la escritura. Eso y la burla que hace Baroja del chorreón de recuerdos proustianos que él llama con socarronería “magdalenienses”.

Arañando, arañando en mis recuerdos de viejo lector, he venido a dar en otro de esos que tenían cosas que decir y las decían, según la docta opinión del dandy Oscar Wilde. Y es que me acabo de acordar de don Gustavo Flaubert, quien aseguraba que el talento de escribir no consiste más que en la elección de las palabras. Y añadía que el autor debe ser como Dios en el universo, presente en todas partes y visible en ninguna de ellas. Lo de ser autor invisible creo que lo cumplo, ya que, hasta ahora, de todo lo escrito aquí nada es de mi cosecha y, por lo tanto, además de invisible es de justicia pensar que también soy inexistente. En lo literario, se entiende, que en lo demás, como decía un profesor que tuve de antropología filosófica: no soy nada, pero existo mucho.

A lo mejor, es un error de percepción eso de querer decir cosas y decirlas sin más. A lo mejor, de lo que se trata es de pensarlas despacito, como leí una vez en algo de Herr Walter Kaufmann: escribir es pensar en cámara lenta: vemos lo que no veríamos a velocidad normal. Y por si acaso, he dedicado unos minutos a pensar despacito, como en fotogramas. Pero como no sabía qué tenía que pensar, he desistido una vez más.

Por otro lado, si me fío de los que dijo una vez Herr Thomas Mann, debo estar en vías de ser un gran escritor. Lo digo por lo difícil que me resulta componer un texto medianamente fumable, ya que él afirmaba que el escritor es aquel al que escribir le resulta más difícil que a los demás. Lo que es un consuelo, viniendo de quien escribió Muerte en Venecia y aquellos amores melancólicos del viejo escritor por el jovencito y bello Tadzio. Y no es que uno esté por amores homosexuales adolescentes, ni, en general, por ningún otro, sino porque he llegado a viejo, pero no a escritor.  

Rebus sic stantibus, que diría mi vecino el depre, depresivo vocacional y sentencioso latinista, lo mejor es no hacerse mala sangre y hacer lo que hace tanto famoso como pesebrea por los medios de comunicación. Esto es: plagiar mediante el hábil procedimiento de corta y pega, lucir sonrisa de triunfador ante las cámaras mientras presenta su libro de moda lleno de vacuidades, y terminar arrasando la cuota de pantalla en el Hormiguero.

Ya lo dijo en una entrevista no hace mucho Julio Llamazares, que el noventa por ciento de los títulos exhibidos en las librerías no corresponden a escritores sino a gente que busca la fama. Si hay escritores que escriben para estar solos, los otros escriben para estar en el candelero. No son escritores, son intrusos.

Así que – con la venia del improbable lector – este jubilata, que no encuentra acomodo en el parnaso de los buenos escritores, ni un hueco en la fama fugaz del famoseo en letra impresa, regurgita aquí su egagrópila de lecturas no digeridas y toma el portante hasta la próxima.

martes, 7 de noviembre de 2023

Retazos.-

En la extinta biblioteca MANUEL ALVAR

Anda esta bitácora un poco en dique seco, como aquellos viejos barcos de casco de madera a los que había que carenar para que no se apolillaran. Ya sabe el improbable lector, la broma hacía malas jugadas y te podía apolillar las cuadernas hasta convertirlas en un colador. Pues a este jubilata, parecido. 

Ese pliegue del cerebro donde se supone que se aloja el geniecillo de la imaginación debe estar apolillado por una especie de bivalvo vermiforme (uno está ya tardo en escribir, pero se documenta) que los marinos llamaban broma y los científicos conocen como teredo navalis. 

 Tierra adentro, mientras navego en el metro, línea 5, de regreso de la clase de ajedrez en la UNED Senior, leo hasta que entra un predicador, abre su biblia y empieza a leer versículos: Mateo, en el cap. tal, vers. cual, dice… Isaías, en el cap. tal, vers. cual, dice…, y así varias citas… Termina con una jaculatoria y espera que el vagón enfervorecido en pleno conteste: ¡Amén! Su fervor religioso recibe como respuesta un silencio indiferente. "Almas para el infierno", debe pensar el místico aquel. Llegamos a Banco, se baja y va al siguiente vagón a salvar almas menos contumaces. Yo vuelvo a abrir mi libro y sigo leyendo los cuentos de Octave Mirbeau, que era bastante anticlerical, por cierto. 

 También, por cierto, y al hilo del ajedrez. En tres años largo que llevo jugando al ajedrez, con docenas y docenas y docenas (muchas, muchas docenas) de partidas perdidas, nunca me he sentido tan humillado y frustrado como con la partida que he perdido frente a un compañero de curso. En la competición que el profe llama torneo en casita, media hora me ha tenido al teléfono ese compañero que jugaba con blancas, para explicarle cómo debía preparar la partida a partir de Lichess.org, y, por una jugada mal pensada, al quitar yo una torre en la octava, que protegía mi rey, me ha dado un mate como una puñalada trapera. He tenido que echar mano de todas mis reservar de resiliencia para no tirarme a las vías del metro. 

 “Ya, pues vale…”, dirá el improbable lector con hastío baudelairiano, hipócrita lector – mi semejante – ¡mi hermano!, “¿Y a qué viene todo esto?”, preguntará. Francamente, son remiendos de una larga serie de ellos que usaré hasta completar un texto suficiente como para publicar en mi bitácora. Simplemente, buscaba un atajo para arrancar a escribir. Este jubilata, como Lope en su soneto a Violante, ya puede decir: burla, burlando, van los tres delante. 

No sé si el sufrido, aunque improbable lector, observa la vida mientras anda por la calle. Un servidor, que es poco observador, a veces se tropieza con ella, con la vida callejera, digo, y no acaba de entenderla bien. 

Viene al caso porque a veces, las formas de mendicidad que veo por la calle me desconciertan. En la calle Alcalá, la otra mañana, cerca del cruce con Goya, una mujer joven, aún no muy deteriorada, sentada sobre unos cartones, con una maleta vieja al lado, con el brazo derecho sujetaba a un perrillo envuelto en una manta, como quien abraza aun bebé, y en la mano izquierda un móvil al que dedicaba su atención. Me pregunto si las limosnas de la gente son suficientes para comprar comida para el perro y para cargar el móvil, y qué sentido tiene cargar con esos símbolos costosos de la sociedad de consumo cuando uno depende de la caridad ajena para vivir en el mínimo nivel de supervivencia. 

 En fin, en la Gran Vía y  a plena luz, algún sin techo duerme sus hambres sobre un colchón de desecho, arropado con una manta astrosa, bajo un gran escaparate de esos grandes almacenes de ropa de moda low cost (me gustaría escribir bon marché, pero es una antigualla) de usar en temporada y abandonar en un contenedor de ropa de esos que han instalado por las calles. 

Y eso ante la indiferencia general, como si fuese una peculiaridad más del paisaje urbano. Incluso, hasta hace un contraste pintoresco el desfile de posmodernos pintureros y el mendigo zarrapastroso, cada cual en su mundo, aunque compartiendo la misma acera. 

Como estas calles del centro de la Mantua Carpetana son un muestrario de la corte de los milagros, me cruzo con un maromo ya cincuentón que se ha implantado dos balones a modo de tetas que amenazan con romper el top que las cubre. Eso sí, camina con contoneo desafiante ante vulgares mortales de clase media, como un servidor. 

Abundan los mocitos de equívoco aspecto feminoide (están en su medio natural), muchachas luciendo carnes prietas y desinhibidas, y alguna otra menguada, cuyos recursos sexuales son escaso por negligencia de la naturaleza, pero que luce su escasez de mamas y calza unas botas plateadas hasta la rodilla, con sonrisa de ser la princesa Diana de Gales en sus años de esplendor. 

Para qué seguir con el faunario humano. Lo mismo que en el soneto de Lope a Violante, contad si son catorce y está hecho.

domingo, 8 de octubre de 2023

De mi diario personal.-

 



05/10/23 “Parte médico: anoche me chuté un diazepam y un paracetamol y he dormido muy bien. Tercera noche que duermo en el sillón abatible, y no duermo mal. Claro que cada noche me chuto el puñetero diacepán y el inevitable paracetamol, lo que me hace recordar a mi padre, que no quería  ver a un médico ni en pintura. Él se cuidaba los catarros con leche caliente y un buen chorro de coñac y a sudar, y el dolor de tripas con una copita de pacharán.    

“Solo que, tras el desayuno y las tareas domésticas, he tenido un bajón y me tumbo en el sillón y he dormido casi dos horas. Cuando a la vejez – inevitable, si es que quieres seguir vivo – se une la enfermedad como la gripe Covid – una puta casualidad atrapada en cualquier lugar – quedas jodido por un par de semanas, sin fuerzas más que para ir sobreviviendo mientras la vida está del otro lado de la ventana.”

Disculpe el improbable lector por sacar a la luz de esta bitácora mis entresijos personales. Y no sólo porque sean personales; o sea, de ningún interés para el común de los lectores, sino porque son el extracto de una vida tan común que no merece mayor atención salvo para el interesado, ya que éste no tiene otra vida que valga más la pena ser aireada.

Ya le gustaría, ya, a este jubilata, tener una vida glamurosa y exhibicionista, tipo Telecinco, para salir en las portadas del Hola o asistir como tertuliano de honor al Hormiguero. Pero lo cierto es – y no me hago mala sangre por ello – que lo que escriba en su diario personal un viejo con Covid tampoco es un estímulo informativo como para ser primera plana y alimentar todas las redacciones durante una semana.

Por eso precisamente, porque son días de enclaustramiento, paracetamol y abundante ingesta de agua del grifo – según habitual recomendación médica – me he dedicado a mirarme el ombligo. Y no porque dentro de mi ombligo encuentre nada de especial, aparte algunas pelusillas mentales, sino porque ese rebujo de tripa mal añudada viene a ser, simbólicamente, el centro de nuestro ser. Y cuando uno no tiene nada mejor que hacer, le da por la introspección. Que aún recuerdo las lecciones del profesor Pinillos, en aquellos lejanos tiempos en la Complu, cuando nos decía que la introspección es una auto remembranza, una autorreflexión sobre sí mismo -perdón por lo redundante-, un traer a la mente vivencias o conocimientos arrumbados en el cajón de la memoria… Pero, bueno, tampoco eso viene al caso.

El caso es que, en mi introspección umbilical, escarbo en mis notas del año pasado por ver a qué dediqué mi vida tal día como el descrito más arriba, y encuentro lo siguiente:

05/10/22 “Hacía ya tiempo que no venía al centro de la ciudad en metro. Un hombre negro con aspecto derrotado, pide una limosna y su negritud macilenta pasa aparentemente inadvertida entre los viajeros con sus móviles (yo le doy un euro a la segunda pasada), y luego aparece un hombre mayor con melenas grises de poeta en decadencia que recita una poesía para aflorar los sentimientos de la masa viajera y que le dé algo de dinero. Le conozco de otras veces, pero hacía meses que no lo había visto. Como ya he dado mi limosna para la supervivencia del pobre anterior, a éste hago como que no lo veo y sigo con mi lectura de la Señora Dalloway.”

Por lo menos, hace un año gozaba de buena salud y podía viajar estabulado en un vagón de metro, cosa que siempre tiene su interés sociológico. Porque, así a bulto, un observador atento cae en la cuenta de que existen en el metro dos grupos sociales bien definidos: la masa indiferenciada, abducida por las pantallas de sus móviles, que tampoco tiene mayor interés, y los sobrevivientes en un medio hostil, que arrancan alguna moneda de los bolsillos de los anteriores, bien con el limosneo, bien con su retórica victimista, bien con sus habilidades de músico callejero. Un servidor, lo confieso, pertenece al primer grupo, pero observo a los individuos del segundo cuando se ponen a tiro, bien parapetado tras un libro al que dedico todo mi interés mientras que con un ojo observo sus maniobras de aproximación.

Aún escarbo más en mis diarios, a ver cómo me fue la vida tal día hace un par de años y me encuentro con una situación parecida a la de estos días. Transcribo parte, para que el improbable lector vea qué puñetera es la vida:

05/10/21. “Esta pasada ha sido una noche de insomnio y mocos. Me acosté a las 12, después de la película, estornudando y moqueando, y a las 04:20 me he despertado en pleno moqueo. He tomado una ducha para relajarme y fui a dormir al sofá, sentado, con los pies sobre la mesa y el collarín al cuello. No conseguía conciliar el sueño, así que me tumbé a lo largo del sofá. En torno a las 06:30 me desperté y volvía a la cama. Antes de las ocho ya estaba en pie, apalizado, mocoso y con dolor de cabeza. ¡Que paciencia hay que tener a veces para soportar las molestias de la vejez!

“Y mientras, comenzaremos un largo fin de semana hasta el martes día 12. El barrio se vacía, la ciudad se vacía y todos disfrutan de enormes atascos en las carreteras para huir de la confortable vida ciudadana y para apretujarse en playas y lugares de turismo.

“Encima, estoy leyendo las nivolas de Unamuno (ahora Abel Sánchez) con esos personajes trágicos, angustiados por sus pasiones malsanas que les devoran el alma. Lo más propio para un anciano griposo que ha de pasar los días encerrado, físicamente decaído, y, encima, a punto de cumplir los 76 años. ¡Maldita la gracia cumplir esa edad hecho unos zorros!”

En fin, querido, paciente e improbable lector, que he decidido no seguir escarbando en mis diarios, no vaya a encontrarme más de lo mismo, que a ti te enfadará su lectura y a mí me molesta su recuerdo. Queda en paz, que otro día encontraré cosa de más enjundia para contarte si te das una vuelta por esta bitácora.  

 

miércoles, 27 de septiembre de 2023

Re-existencias.-

 


No vaya a pensar el improbable lector que lo de re-existencias es palabra de mi cosecha. Es el título de la instalación que visito en el palacio de Velázquez del Retiro. 

A lo que entiende este jubilata, se trata de un sutil juego conceptual, ya que se alude a los términos “existencia” y “resistencia”.  Ambas coexisten en un mismo objeto en su doble vertiente de vida útil – cuando la tuvo, hasta que fue arrumbado en un almacén por pérdida de su funcionalidad – y su resistencia a ser un trasto inútil por gracia del artista que ve en él una nueva forma de expresión artística. Por eso vuelve, o más bien es traído, a la existencia. Una re-existencia, cuando menos temporal, piensa un servidor, que ha visitado el palacio de Velázquez recién regresado de sus caminatas veraniegas por los robledales del valle de Lozoya.  

Pues eso, amigo lector de esta bitácora, que en el palacio de Velázquez hay una instalación de esas que el curioso ve y, como no sabe bien cual es la enjundia del asunto, recurre a los carteles explicativos. Al final, tampoco entiende gran cosa de ellos, aunque le queda una nebulosa idea de lo que allí se pretende plasmar.


Como es usual en el arte actual, pretender un disfrute estético es despropósito de cuatro estetas mal informados. Mejor que se dieran un garbeo por el Museo del Prado y no por estos espacios que exploran las posibilidades de lo cotidiano recurriendo al mantra del ecologismo con la reutilización de objetos que fueron de uso habitual. Simplemente, lo estético no existe y no hay por qué ir a buscarlo a estos templos de lo efímero. 

La posmodernidad es nuestra guía espiritual cuando damos un valor ocasional a los objetos, hasta ahora inútiles, exhibidos en la instalación que tratamos de desentrañar. Objetos ocasionales que volverán al almacén de donde proceden y serán sustituidos por otros que nos harán reflexionar durante su breve re-existencia en la sala de exposiciones. Eso hasta que, satisfecha la curiosidad del público consumidor de novedades, vaya con sus selfis en busca de otro espectáculo.

Re-existencias Bayanihan (que así se llama la muestra o instalación), si lo entiendo bien, propone la reutilización de estos materiales escenográficos en desuso, haciendo referencia a la forma alternativa de existir de las comunidades colonizadas más allá de la imposición cultural de los colonizadores. 

Más o menos debe ser eso... Solo que el visitante no acaba de ver la relación conceptual entre los viejos muebles arrumbados en un almacén y reutilizados como objeto de observación o llamada de atención a la conciencia ecológica a través de la reutilización, y las comunidades colonizadas culturalmente (Bayanihan es palabra en tagalo que viene a significar un quehacer colectivo en bien de la comunidad). Lo que parece relacionarse con el término “decolonial” allí usado también, al que debería dedicar siquiera un párrafo explicativo según mi leal entender, pero no lo hago por no embarullar aún más.


Como también se habla en esta instalación algo sobre la hibridación trasversal de varias disciplinas en lo que el Reina llama apuntes para un tiempo aparte, hay unos grandes paneles pintarrajeados de colores vivos que tienen algo que ver con la educación lúdica de la infancia, creo, y dice el texto, que no copié completo: …para niñ+s de de 6 a 12 años. La expresión del género es un tabú queer que niega el sexo de los infantes para igualarlos como cachorr+s human+s no sometidos, siguiera en ese lenguaje común asexuado, a la antigualla de los roles masculino y femenino.

Por no cansar al paciente lector: estas efímeras instalaciones, que el jubilata ve un poco así como de usar y tirar – pero es opinión no autorizada –, son una fuente de reflexión sobre la sociedad fluctuante, sin esqueleto moral que la sustente, que nos hemos dado y gozamos como el mejor de los mundos posible. 

Y como fuente de inspiración, de la montaña de residuos que generamos podemos traer a la re-existencia aquellos que nos convengan para montar nuevas instalaciones. Estas actuarán como un revulsivo temporal de nuestro espíritu depredador de los recursos naturales y nuestra mala conciencia de colonizadores. 

Ante ellos nos haremos bonitos selfis para colgar en las redes sociales y diremos como dice Cervantes que hizo aquel valentón ante el túmulo de Felipe II: …miró al solayo, fuese y no hubo nada.

Pues nosotros, igual.

viernes, 1 de septiembre de 2023

Caminos, 3. Huellas.-

 


Quien inventó la palabra “basuraleza” sabía bien lo que se decía al definir esos paisajes salpicados de pequeñas basuras que los humanos dejamos como un rastro de nuestro paso por la naturaleza. El caminante, en su deambular, se desplaza por un paraje naturalmente hermoso pero que se advierte un tanto descuidado. Para quien camine y no observe, el lugar está aparentemente limpio, a condición de no prestar demasiada atención a las pequeñas basuras diseminadas por el entorno. 

A cada paso que el caminante da, o a cada vistazo que echa en torno al camino que sigue, encuentra el suelo tachonado de pequeños residuos en proceso de degradación, tales como plásticos, envases, bolsas, envoltorios, tampones usados, un pañal con las cacas del niño, vidrios, latas, papeles pringosos o no, clínex que señalan descargas de vejiga, mierdas de perros, colillas…

Todo ello diseminado un poco por todas partes, entre las hierbas agostadas del suelo, entre los matorrales, agarrado a las ramas bajas de la maleza, sin formar montones de residuos, sino extendidos por el entorno al alcance de la vista. Es como si un sembrador los hubiera diseminado al azar, lanzándolos con la mano para extenderlos como si se tratara de una sementera de desechos de materiales que en su día fueron objeto de consumo y hoy ya son inservibles.


Nunca, en estos años pasados, se me había ocurrido pasear por el sedero junto al arroyo de la Saúca en Pinilla del Valle. Trascurre paralelo al arroyo, protegido por los grandes y viejos chopos que sombrean el lugar, hasta el túnel bajo la carretera y que lleva del otro lado, donde llega el camino que baja del puerto de Malagosto. Aunque el arroyo ya baja casi seco, tiene tramos con agua que aún se mantiene viva y su vista alegra la placidez del lugar, dándole esa sensación de frescor que se defiende, gracias a la espesura de la vegetación, de la canícula sin tregua de este verano inclemente que estamos padeciendo. Eso hasta que uno se topa con la “basuraleza”, esa mezcla de cochambre, fruto de la desidia humana, y paraje natural mancillado.

Estos de agosto no son días para hacer grandes marchas a causa del calor, así que doy paseos que pueden llevarme unos ocho kilómetros entre ida y regreso, por caminos llanos, para volver pronto a casa. El de hoy me ha llevado a Pinilla, que es un paseo de unos 4 kilómetros desde Rascafría. Pero como me ha sabido a poco, recorro el pueblo por las afueras, junto al arroyo, hasta dar con un sitio de una belleza agreste, como la de lugar abandonado por los humanos cuando dejó de ser útil a sus necesidades de vida rural: En una pared de piedra, un caño seco, y a sus pies un abrevadero en tres cubetas horizontales toscamente labradas en buen granito. Al lado del abrevadero, un par de mesas de piedra absolutamente rústicas. Los tableros bien podían tener medio metro de grosor, sin tallar, apoyados sobre pies derechos, también de granito apenas desbastado, con unos bancos de la misma materia sin apenas trabajar. Allí leo un par de capítulos del Elogio del caminar de Le Breton por el simple placer de la lectura en solitario, en silencio, en un lugar agreste y umbrío, aunque descuidado.

Hay, entre la civilización rural/urbanizada con sus buenas casas de verano y sus calles limpias y bien pavimentadas, por un lado, y por otro el campo con sus prados, delimitados por viejas paredes de piedra rústica, y su arboleda, un lugar de nadie como aquel donde yo estuve. Un no lugar, que diría Monsieur Augé, que los humanos anónimos no identifican ni como el pueblo donde viven, ni como la naturaleza del entorno, sino justamente una frontera imprecisa entre ambos y lejos de los servicios de limpieza municipales. Allí, el bípedo anónimo va diseminando las pequeñas cochambres que, en su efímera vida útil, han sido recipientes, envoltorios u objetos de usar y tirar.


Por olvidar situación tan lamentable, callejeo por el pueblo y me paro ante la pequeña estatua en bronce, levantada en homenaje al hombre del campo. En su pedestal, una poesía de Vicente Alexandre:

Sobre esta cima solitaria os camino

campos que nunca volveréis por mis ojos.

Piedra del sol inmensa, entero mundo

y el ruiseñor tan débil 

que en su borde la hechiza.

Desengáñate, improbable lector: no es lo mismo dejar la huella de tus pasos en el camino que cocear un paisaje.

 

 

domingo, 13 de agosto de 2023

Fiestas en Rascafría-

 


No todo iban a ser idílicos paseos por el monte entre el arrullo de los arroyos y el arrítmico son de los cencerros vacunos. No todo iba a ser tañer – siquiera metafóricamente – la flauta pastoril como Títiro bajo la encina mientras apacienta su ganado. También la puñetera realidad se impone y exige su tributo en forma de ruidosos decibelios, contaminación lumínica e incivismo antihigiénico en forma de decenas de meadas en nuestra sufrida calle. Total, que hablo de Rascafría en fiestas y de la carta que he escrito al alcalde o a quien haya tenido ganas de leerla sin que le asome una burla a los labios ante las quejas (que se suelen repetir cada año) de este jubilata.

Risum teneatis, decían los latinos.  Tú, improbable lector, no te rías de este quejoso, que solo pretende un pequeño desahogo.

 

“Sr. Alcalde,

Como en años anteriores, y supongo que con el mismo resultado, me dirijo a los responsables de ese ayuntamiento de Rascafría, no para protestar, que es tiempo perdido, sino para hacerles algunas reflexiones a propósito de las fiestas patronales.

Bien está que el municipio ofrezca a los vecinos unos días de celebración y corra con los gastos de la misma. Gastos que, si bien se mira, son fruto de los impuestos de todos los ciudadanos. Así que bien está la redistribución de recursos en forma de diversión popular, que es una forma equitativa e igualitaria de reparto de la riqueza común allegada a través de la fiscalidad, sea ésta estatal, autonómica o municipal.

Bien está que el común de los ciudadanos se explaye entre abundancia de músicas, alcohol y luminarias puesto que de sus bolsillos salen y son una forma de expresión de la cultura popular. Las saturnales suelen ser un buen escape de las obligaciones diarias y liberan de las tensiones acumuladas a lo largo del año de trabajo y esfuerzo.

Un servidor lo acepta, todo ello, y espera con paciencia y diacepanes nocturnos a que pasen los días de jolgorio y recuperemos la tranquilidad habitual.

Respecto al propósito de esta carta, del que ya he hablado más arriba, no es otro que hacerles alguna reflexión por parte de este jubilado, que tampoco querría molestar más que el tiempo suficiente para que la lean y olviden su contenido.

¿Han pensado en las músicas atronadoras, pasadas de decibelios, con que nos castigan hasta las cuatro de la madrugada y más allá a quienes no tenemos ni ganas ni edad para “disfrutarlas”?

No parece que la contaminación acústica nocturna sea una forma justa de redistribución de los recursos municipales, pues sólo una parte de los vecinos – en su mayoría jóvenes – lo disfrutan, mientras que el resto de los ciudadanos lo sufrimos con resignación. Aparte lo cual, me temo, contravienen la legislación que ampara el derecho de todo ciudadano a las horas de descanso y silencio – sea esta legislación estatal, autonómica o municipal, que lo ignoro.

¿Se han parado a pensar en la evacuación multitudinaria de orines en la vía pública? ¿No se les ocurrió instalar retretes químicos para que la enorme ingesta de cerveza y otros bebibles se canalizase al fin de su ciclo por evacuatorios a propósito?

Recomiendo a los cargos responsables de la limpieza y policía de las vías públicas se den una vuelta por la C/ Ibáñez Marín, desde su comienzo hasta el puente de la Manola. Y no para que caigan en la cuenta del pésimo estado de su pavimento, cuya reparación queda pospuesta, elecciones municipales tras elecciones municipales, según demuestra la experiencia ad nauseam.

De lo que se trata puntualmente durante las fiestas, es de los litros de orines que se vierten entre los coches allí aparcados, contra los muros o a sus pies por parte de ciudadanos y ciudadanas (que en esto hay paridad porque la necesidad es igual para todos), obligados sin distinción de género a evacuar sus vejigas de forma tan poco digna.

Es algo que deberían tomar en consideración y ponerle remedio. Si no para estas fiestas, que para cuando les llegue esta nota ya se habrán pasado, para años sucesivos. Que las cosas del bien público tienen remedio, aunque sea con retraso.

Por último, sólo me queda pedirles disculpas por hacerles perder su precioso tiempo, encaminado siempre, según entiendo, al logro del bien común. Todo lo antedicho tómenlo como el desahogo de un jubilado con bajos niveles de adaptación a los tiempos que corren, y les ruego sean comprensivos y actúen en consecuencia.

Con toda mi consideración, J. J. A. A.” 


martes, 25 de julio de 2023

Caminos, 2.- Aguas estancadas. -

 


Lo divertido de la política nacional es que cuando crees que unas elecciones generales traerán un poco de sosiego al país, ves que taponan una vía de agua embarrada, pero abren otra aún más tumultuosa que inunda la sentina de la res publica. Ganó el PP, pero de tal forma que ni con el Vox logra mayoría. Quedó segundo el PSOE que cuenta con Sumar, y para alcanzar capacidad de gobierno, necesita del apoyo de los partidos regionalista y nacionalistas. Y, ¡Oh, caprichos del Hado!, necesita de la abstención de los adeptos al prófugo Puigdemont si quiere lograr la investidura. Mire usted por dónde, un prófugo de la justicia española tiene la llave de la gobernabilidad del país contra el que delinquió. Cosas veredes, Mío Çid que farán fablar las piedras…

Y además, el PP tiene mayoría absoluta en el Senado, con lo que, si no le dejan gobernar, puede practicar el obstruccionismo siempre que convenga a sus intereses. En esas estamos… Mientras, los analistas políticos imparten doctrina y son el oráculo de las televisiones. 

Como quien dice, la política nacional son aguas estancadas donde una pedrada en medio de la charca (en forma de obedientes, o quizás, resignados votos ciudadanos) revuelve por un rato la superficie y alborota el légamo del fondo. Pero las ondas son sólo superficiales y en círculos concéntricos que se agotan a medida que se alejan del impacto.

Este jubilata y la santa, responsables ciudadanos – o quizás malinformados ciudadanos – bajamos desde el valle a Madrid para votar; de regreso, soportamos un enorme atasco de salida de la ciudad en el no-ser de la autovía y volvimos a nuestro refugio serrano con la satisfacción del deber cívico cumplido. Además de con la duda de si no seríamos unos ingenuos autoconvencidos de que un voto, unido a millares y millares de ellos, cambia la orientación del sistema…, o a lo mejor lo legitima para persistir en sus corruptelas y no somos más que tontos útiles. En esta duda, el escepticismo es una sana higiene mental, pero jode porque no te dice a qué tabla has de agarrarte para flotar en la charca.

Don Pío Baroja, que siempre fue muy suyo y rezongón, no tenía ninguna confianza en las democracias (ese agregado igualitario de gentes de todo pelaje) y no solía pararse en barras a la hora de calificarlas. Escribió un artículo en el que hablaba de la democracia (ideal) como una especie de benevolencia de unos con otros, que era el resultado del progreso, y “la otra democracia de la que tengo el honor de hablar mal es la política, la que tiende al dominio de la masa y que es absolutismo del número”.  

Total, por el Artiñuelo, el arroyo que pasa por delante de nuestra casa de verano, aún corre un hilo de agua y lleva su escaso tributo al Lozoya, a las afueras de Rascafría. Eso, al menos, no ha cambiado.  Y puesto que la naturaleza sigue su curso, este jubilata se calzó las botas de hacer leguas y se fue a ver una charca de buen tamaño que está a medio camino entre el Mirador de los Robles y la Casita de la Horca. Medio oculta desde el camino por la maraña de vegetación, allí seguía, un tanto menguada de agua, pero con su colonia de ranas croadoras que tienen la prudente costumbre de esconderse en el fondo cuando algún curioso se acerca a ver su pequeño paraíso de aguas quietas y vegetación enmarañada.

Desmintiendo la fábula de Esopo, no se tiene noticias de que esa colonia de batracios haya decidido poner orden en su sociedad pidiendo a Zeus que se les nombre un rey que las gobierne. Hacen bien, que a lo mejor los dioses, hartos de su impertinente croar, les pongan un madero flotando en medio del charco y les hagan creer que ese trozo de leño impartirá justicia. Luego, las más hábiles, se subirán encima y dirigirán el cotarro ranero porque, al fin y al cabo, el madero flota allí por designio de las divinidades.

Cosas así iba pensando este jubilata senderista mientras bajaba a la presa del Vadillo. Sentado sobre una roca, con el pequeño embalse a la vista, y el librito Elogio del caminar de David Le Breton entre las manos, leía algo sobre las Largas marchas inmóviles: La marcha es a veces infinita, sin otra dirección que el tiempo. Un recluso, en su celda, puede recorrerse el mundo entero a fuerza de caminar infinitamente los pocos metros lineales de su encierro y diciéndose: ahora atravieso Francia y entro en Alemania; ahora bajaré hacia el sur e iré camino de Roma… Libre en su imaginación, puede llegar a los confines del mundo.

Un servidor, sin moverse de la piedra sobre la que se sienta, levanta la vista del librito, la extiende sobre la lámina de agua del embalse, y convierte éste en un océano sobre el que navega con su imaginación hasta aquel lugar donde basta leer unas páginas para saberse fuera de su mediocridad. Y cuando cierra el libro y retoma el camino, ya ha olvidado su condición de espécimen del demos humano obligado al desove cuatrienal del voto.

 

viernes, 7 de julio de 2023

Andares, 1. Viendo correr el agua.-

 


A propósito de unas notas tomadas el día de San Fermín, y sin que tengan nada que ver, salvo la coincidencia en la fecha:

Mientras en Pamplona miles y miles de personas de apretujaban con gran gritería y jolgorio para celebrar el chupinazo, yo andaba por el monte caminando en solitario, sin otros sonidos que los producidos en la naturaleza espontáneamente, y sin otra compañía que las vacas que pacían en las dehesas y la yeguada con la que me he topado de regreso por el camino histórico que baja desde la majada del Cojo a Alameda, y que ha venido espontáneamente hacia mí, me han rodeado y me han hecho temer que me iban a aplastar de puro afectuosas que eran las yeguas y sus crías.

Ha sido una de esas caminatas que tanto me gustan y que he comenzado en torno a las 8:30 para ir a Oteruelo y, desde allí, a la ermita de Santa Ana. Las dehesas del otro lado del río que se extienden hasta el paraje de la ermita, estaban pintadas con el frescor de la noche pasada. Las praderas, tachonadas de pequeñas flores que parecían alfombrar el suelo hasta el límite del bosque de robles, con esos destellos de cuadro impresionista en los que uno no sabe si admirar más a la naturaleza que los produce o la habilidad artística de quienes la reproducían con sus pinceles.


Sentado en un poyo de la ermita, he hecho lo que nunca se me había ocurrido hasta ahora: leer en un descanso de la caminata. Llevaba encima un pequeño libro de Le Breton, Elogio del Caminar, y he saboreado un par de capítulos, leyendo precisamente sobre aquello que estaba haciendo: caminar. Creo que es experiencia a repetir porque, además del placer de la lectura en medio de la naturaleza, ha sido ese pausar mi caminata con un descanso que me obligaba a levantar la cabeza de la lectura, contemplar el paisaje, y volver a reconocerlo en las experiencias de quien me hablaba – a través de sus textos – sobre el afán caminero.

Como no tenía otra cosa que hacer más que andar y dejar la imaginación a su libre albedrío, ésta me ha llevado por vericuetos que vuelan más alto que los montes que circundan el valle. Pensaba en ese sentimiento fóbico hacia las multitudes que se me va desarrollando con la edad: inexorablemente, cuanto más avanzo en la vejez, mayor es el rechazo hacia mis semejantes, no como individuos, por muchos de los cuales siento un afecto sincero – el amor de amistad, del que hablaba Ortega –, sino en cuanto masa o ganglio social indiferenciado en el que a la gente gusta embarrarse. Como decía Susanita, la amiguita repelente de Mafalda, amo a las personas, pero odio a la multitud.

Pero el amor sincero por la naturaleza, el silencio y la soledad sonora, de la que hablaba fray Luis de León, son todo lo contrario a un acto negativo y antisocial. La fobia de multitudes es como el detritus que produce porque todo comportamiento humano necesita de su contrario para afirmarse. Y a este jubilata, verse caminando por el robledal, con la fresca de la mañana, por caminos donde sólo se tropezará con alguna vacada que pace, o la grita de los rabilargos que le rehúyen cuando lo sienten pasar, le produce una dicha que contrasta con esa sensación de ahogo que le producen las calles siempre concurridas de la capital del reino, con sus ruidos de coches, su gentrificación en forma de turistas que arrastran maletas y caminan abducidos por el Google Maps que les llevará a su destino provisional, sus pantallas gigantes colgando de las fachadas, escupiendo anuncios que embrutecen la percepción y niegan el reposo mental.

Y uno se pregunta si, puesto que el paso de la vida es un cambio imperceptible, no estará cambiando con pequeños pasos hacia un sentido franciscano de la existencia en este último tramo vital que le queda por recorrer. Por no pecar de cursi, de sensiblero, el caminante que lo cuenta aquí, no va por los vericuetos del bosque diciendo: hola, hermana vaca; hola hermano arroyo; hola hermano lilium martagón, o lirio llorón, (especie endémica de estas tierras altas, según me enseñó un botánico aficionado, el otro día, por el camino del Ejido). Ni mucho menos, se me ocurriría saludar con amor franciscano al hermano lobo, que dicen se ha afincado por estas sierras. Son palabras mayores que dejamos para el Pobrecito de Asís, cuando fue a reconvenir al lobo de Gubbio, según nos cuenta el poema de Rubén Darío.

Uno no aspira ni a la gloria celestial ni a la fraternidad


universal, sólo a caminar con el espíritu atento, el oído pronto a los pequeños sonidos del entorno, la vista limpia ante el paisaje que pasa al paso de la bota caminera del caminante. Como mucho, aspira a espiar ese desmelenarse de las aguas en el arroyo, recordando lo que nos dijo Gomez de la Serna: El agua se suelta el pelo en las cascadas. Ya que no ninfas de las fuentes, porque vivimos tiempos de vulgaridad y provecho inmediato, nuestras aspiraciones estéticas nos llevan a escuchar el murmullo del agua, sentados bajo ese fresno junto al arroyo, cerca de la pasarela que cruza el Aguilón. Y como echamos de menos el bucolismo del mundo clásico, aún recordamos los viejos latines virgilianos: Tityre tu patulae recubans sub tegmine fagi silvestrem tenui Musam meditaris avena.

Dicho sea sin que el improbable lector se moleste por los derrapes esteticistas del jubilata, que la edad le da licencia y él se la toma.

 

viernes, 16 de junio de 2023

Abre los ojos.-

 


Es un buen consejo el que le dio Critilo a Andronio: Abre los ojos, primero, los interiores digo, y porque adviertas dónde estás, mira. Eso nos cuenta Baltasar Gracián de sus dos personajes cuando se echaron al camino de la vida, como se puede leer en el Criticón. Y ese consejo es el que ha querido seguir este jubilata, cuando la otra mañana decidí echar un vistazo a eso del maridaje contra natura Picasso-El Greco en el museo del Prado.

Aún recordaba lo que nos había dicho un profesor de historia del arte en la UNED Senior el primer día de clase, de esto hace ya años: “El 90% del arte actual es superchería”. Y, que perdonen mi atrevimiento los que saben de estas cosas, un fondo de superchería creía ver este jubilata en eso de matrimoniar al griego Doménico con el malagueño Pablo: gollerías de gurús de la cultura para sorprender a los hambrientos de estética y ayunos de criterio para alcanzarla. Por eso, camino del museo iba yo pensando en la recomendación que hace Gracián por boca de Critilo: porque adviertas dónde estás, mira con los ojos de mirar desde dentro y no te dejes deslumbrar.

Con esa advertencia, y con los rudimentos escolares de cuando las asignaturas de historia del arte en la Complutense, iba este jubilata recordando aquello del cubismo analítico picassiano: lo representado se descompone previamente en fragmentos geométricos, ruptura de planos que se van acumulando hasta formar una imagen de carácter bidimensional y monocromática. Dicho así, de memoria, que no quise dejarme influir por las wikipedias tan socorridas. Quería ver cómo desentrañaba yo, sin ayuda externa, este juego de espejos.

Y algo, a primera vista, tenían en común las obras del Greco y Picasso, y era la verticalidad, aunque no por las mismas razones. En el primero, hay un tránsito del mundo material al espiritual y sus figuras se alargan, quebrando, diríamos que geométricamente, los pliegues de sus vestiduras, hasta alcanzar el mundo celestial. En el segundo la acumulación de planos fragmentados no tiene un interés místico, sino técnico; una forma de resolver el rompecabezas cubista dándole sentido espacial.

El binomio San Bartolomé – El Acordeonista merecía un rato de atención por aquello de tratar de desentrañar qué tenían en común ambos: el santo, con su manto blanco de pliegues rígidos y quebrados, que sujeta con una cadena a un ridículo diablillo con una argolla al cuello, gira su vista a la izquierda como mirando con asombro al acordeonista. Éste se descompone en planos irregulares, donde borrosamente el espectador cree ver – porque así lo dice la cartela con el título – la mano de un acordeonista, cuyo instrumento está fragmentado en planos quebrados que niegan la regularidad geométrica del fuelle del acordeón. 

“Hay que echarle valor…”, dice alguien a mi lado, que observa incrédulo. Y su cara de escepticismo es un libro abierto...

Quizás, de más difícil desentrañamiento sean las razones del emparejamiento San Pablo – El Aficionado. El aficionado, se entiende que a los toros. A pesar de la descomposición monocromática e indesentrañable (¿existe el voquible?) de esta afición taurina, el artista ha tenido la bondad de dejarnos, aquí y allá, algunas pistas. Así, uno puede leer Nimes (el templo de la afición taurina en el Midi francés), o “LeTorero”, y hasta se adivina el diapasón de una guitarra y un rejón de banderilla.

La cuestión para este jubilata asombrado, una vez identificada la arena taurina, era encontrar la similitud o el contrate que diera sentido al emparejamiento propuesto. Porque la iconografía de San Pablo, aparte la peculiaridad expresiva del Greco, es la usual en el mundo cristiano: una gran espada, símbolo de su martirio y de su condición de ciudadano romano, un libro con pluma y tintero (alusión a las Cartas de Saulo a aquellas comunidades cristianas no judías), y esa expresión de quien tiene clara su misión en esta tierra. En este cuadro, el realismo geométrico de la habitación sirve de soporte a la espiritualidad del místico personaje, que parece iluminado por la divinidad. A la espera de otros más sabios criterios que desentrañen la relación entre ambos, un servidor deja el suyo en suspenso y pasa a la siguiente pareja de cuadros.

En cuanto a San Simón y El Tocador de Mandolina, contrasta la grave expresión del apóstol leyendo el libro, y cubierto con ropajes amarillos y azules en pliegues sombreados, con ese desestructurado músico de pulso y púa. El espectador, que trata de buscar un paralelismo o divergencia que los haga compatibles, aunque sea de forma disonante, cree encontrarse ante una perspectiva aérea desde la que le parece ver tejados grisáceos, enmarañados, como formando callejuelas. Y eso a pesar de que el título es bien explícito: Tocador de Mandolina.

Pues bien, ya que no acababa de entender el contubernio de los dos artistas, y dejada libre la imaginación a su antojo, me dio por imaginar que volaba sobre los tejados del abigarrado Madrid de los Austria, a modo del estudiante don Cleofás Pérez Zambullo, para quien el Diablo Cojuelo iba levantándolos para burlarse de las lacras morales que ocultaba la hipocresía social. Confieso que no entendí qué pito tocaba San Simón junto al de la mandolina, pero las peripecias del cojuelo y el estudiante me hicieron gracia y hasta se me escapó una risita. Risa que mereció el reproche silencioso de las personas en torno mío que se devanaban los sesos intentado asociar al apóstol con el músico callejero. Yo encontré la vía de escape, pero me la callé.


Para acabar, fuera de paralelismos discordantes, me concentré ante un greco especialmente hermoso, el Bautismo de Cristo. Su formato, de gran verticalidad, tiene por objeto el tránsito del mundo terrenal al celestial, con un rompimiento de gloria que separa y une ambos. Es la realidad fragmentada y recompuesta, no como en la técnica cubista, sino a través de los vericuetos de la mística. Son torsiones que presagian el capricho cubista de Picasso en su afán de romper el mundo tangible en planos irregulares que fuerzan al observador a ver lo que no entiende, como si la realidad artística respondiese al principio de incertidumbre: El Greco, Picasso, con sus miradas de artistas, modifican el mundo real al plasmarlo. Y el observador, en su ignorancia, intenta recomponerlo para adaptarlo a la realidad de cada día; esa que nos hace atrevernos a salir de casa y visitar una exposición en la que no sabemos muy bien qué nos vamos a encontrar, ni cómo la tenemos que interpretar.


En fin, improbable aunque paciente lector, para descansar la vista y la mente, me acerqué a ver un modesto bodegón de Sánchez Cotán, ese cartujo que solo pintaba frutos de la huerta y unos cardos suculentos. Ya se sabe que el huerto alimenta al monje a la vez que enflaquece el cuerpo, disciplina la carne pecadora y eleva el espíritu. El jubilata, que lo tiene más difícil porque ni es artista ni es monje, se quiebra la cabeza ante exposiciones como ésta y vuelve a casa con los pies fríos y la cabeza caliente. 
Y, encima, va y lo cuenta. 

 

viernes, 26 de mayo de 2023

En torno al edadismo.-

 


Lo de “edadismo” es un voquible que entró en mi vida por la puerta falsa. Nunca había pensado en ello, ni me pareció digno de atención tal palabro de nueva invención, si no fuera porque se me coló de rondón un día mientras yo viajaba en el metro. Y eso fue cuando un hombre joven se levantó del asiento y me lo cedió. Algo cambió en mi vida a partir de entonces.

Imagínese el improbable lector la indignación que me sobrevino al caer en la cuenta: un hombre joven, sutilmente, haciendo gala de su vigor físico y de su bonhomía, en cuanto me vio, se levantó como un resorte para que me yo me sentara. En primer lugar, antes de ser consciente de que este jubilata era el objeto de aquella amabilidad, miré a mi alrededor por si había algún decrépito necesitado del asiento. Pero no, la persona a la que se dirigía su gesto amable y la invitación a ocuparlo, era yo.

Jamás había pensado yo antes que, andando – o más bien, galopando – el tiempo, me convertiría en víctima de la bondad ajena. Y aquí me tiene el improbable lector, aceptando pocas veces y un poco a regañadientes, el asiento que alguien me ofrece cuando viajo en el metro. En el bus no, porque en el bus, con mucha frecuencia, es como ir en un geriátrico agitado. Allí, es lo habitual, los asientos reservados a los mayores están siempre ocupados por seres en general bastante estropeados físicamente. Y en cuanto a los de más atrás, en cuanto alguien los ocupa, queda allí como encastrado y embuchado entre gente en pie que hace equilibrios sobre sus dos piernas, mientras se abduce ante la pantalla del móvil. Así no hay forma de ejercer la amabilidad con los provectos.

O sea, que, a estas edades, uno ha de contar con eso del edadismo y contarse en el número de los afectados por esa epidemia que ataca a los que vamos de septuagenarios para arriba. Y no es que un servidor se queje del edadismo, porque, según avanza la vida, uno echa un vistazo de vez en cuando al retrovisor para ver el camino hecho; es que son otros los que se encargan de recordárnoslo, o bien mediante su amabilidad, o mediante su conmiseración, o incluso mediante su desprecio. 

Y si uno se hace la ilusión de que el tiempo pasa para los demás y no para sí mismo, no tiene más que recordar que en el bolsillo llevamos una cartera con el DNI que nos recuerda – con esa frialdad administrativa de los documentos oficiales – que nacimos en 1945. 

¡Joder!, piensas, nací recién terminada la segunda guerra mundial y en pleno propagandismo posguerra civil española. Posguerra cuyo recordatorio interesado se prolongó durante gran parte de mi juventud porque así convenía al cesarismo militarista que nos gobernaba por aquellos andurriales de la historia.

Y que el improbable lector perdone esta rápida mirada al retrovisor. No suele ser lo habitual, no sea que por mirar hacia atrás, uno se estampe contra la vida que viene de frente. 

Y, a pesar de lo dicho de mirar de frente la vida, perdóneseme, una vez más, una nueva ojeada al retrovisor, que acabo de acordarme de aquella canción patriótica con que entrábamos los críos en la escuela pública: La mirada clara y lejos, y la frente levantada… “Montañas Nevadas”, creo que se llamaba. Aunque ahora no nieva mucho, la mirada clara y lejos es gracias a la operación de cataratas, y lo de la frente levantada, no mucho, que andamos un poco encorvados por aquello de la mochila de la edad.

Pero, bueno, lo del edadismo sigue sin ser santo de mi devoción, sobre todo porque sirve para que me cedan el asiento y me hagan sentir la edad que tengo. Puesto a gustar de los "ismos", prefiero el Dadaísmo por aquello de rimar con el ya mencionado edadismo, y porque, además, produce cadáveres exquisitos.