En 1978 la santa y un servidor fuimos a
conocer Egipto. 41 años después, este jubilata ha vuelto allí. La santa no, que,
por razones que no vienen al caso, se ha quedado en casa cuidando el hato.
En aquel entonces comenzábamos a viajar y
el mundo era un universo por descubrir. Egipto era un sueño al que todo buen
viajero debía peregrinar al menos una vez en la vida. Cumplido aquel sueño, nos
prometimos volver.
El sueño del regreso se ha realizado a
medias, no solo porque uno de nosotros no ha podido ir, sino porque los sueños
son efímeros, hechos de una materia tan sutil y evanescente como la ilusión. Porque
la ilusión, ya se sabe, tiene la inconsistencia nebulosa de esos amores que
reprochaba Catulo a su Lesbia, tan infiel como amada: In vento et rápida
oportet scribere aqua: hay que escribirlo en el viento y en el rápido curso
de las aguas.
El Egipto recordado de ayer no es el
Egipto recorrido hoy. No se debe a que Egipto haya cambiado; ni tampoco sus tumbas, templos, pirámides, sus viejos dioses. Ha cambiado la percepción que va del recuerdo al presente. Han cambiado los ojos que
miran y ha cambiado su mirar de ayer a hoy.
¡Son más de cuarenta años, coño!, se dice el viajero.
¡Son más de cuarenta años, coño!, se dice el viajero.
Por eso, el viajero reincidente, que
pretendía ver en el Egipto de hoy aquél que se trajo grabado en la piel de la memoria, allá en su juventud, ha de olvidar pasadas añoranzas y enfrentarse a
la realidad del Egipto actual que uno visita, no al que había recordado durante
decenios.
Una realidad tan sólida e inmutable como esa pirámide de Keops, con
sus 2.300.000 bloques de piedra cúbica. Una realidad tan viva como su población, unos 107
millones de personas, viviendo sobre el 7% del territorio, las únicas tierras
fértiles; tierras hasta donde llegan los canales de irrigación del Nilo y las aguas
subterráneas de su delta.
Egipto, si se observa sobre un mapa, es una
pequeña franja de verdor a lo largo del Nilo que se extiende desde la presa de Aswan hasta El
Cairo. Tomando la presa de Aswan como referencia, navegando hacia el sur, el lago Nasser es un
mar interior de 350 kilómetros de longitud, que puede embalsar 6 mil millones
de metros cúbicos de agua. Su capacidad es de unos 150 kilómetros
cúbicos; algo así como 5 veces toda el agua embalsada en España. Fluyendo hacia
el norte, a partir de El Cairo, el río se muestra generoso y su delta se abre
en abanico hasta llegar al Mediterráneo, entre Alejandría y Damietta.
Y si el viajero viaja con el mapa
desplegado, costumbre útil para saber dónde se está y adónde se dirige,
observará que el curso del río está tachonado de antiguos templos faraónicos.
Desde Abú Simbel, el más próximo a la frontera con Sudán, hasta el Mediterráneo
con la fuerte influencia greco-romana.
Templos que el viajero va recorriendo como en peregrinación, paseando sus salas hipóstilas, observando sus bajorrelieves, intentando comprender la teogonía de sus dioses, sus parentescos y sus rencillas familiares. Que no solo los dioses griegos y romanos eran de vida poco ejemplar, sino que los egipcios, tan hieráticos, también se traían sus líos de familia.
Templos que el viajero va recorriendo como en peregrinación, paseando sus salas hipóstilas, observando sus bajorrelieves, intentando comprender la teogonía de sus dioses, sus parentescos y sus rencillas familiares. Que no solo los dioses griegos y romanos eran de vida poco ejemplar, sino que los egipcios, tan hieráticos, también se traían sus líos de familia.
Quizás por eso, en el templo de Abydos
fuimos a visitar el Osireion, templo subterráneo donde, según la tradición
religiosa, estaba enterrada la cabeza de Osiris. Osiris, junto con Isis y
Horus, forman la triada de la religión egipcia y, con ser el dios de la
vegetación, la fertilidad y la vida, no se libró de la malquerencia de su
hermano Seth, quien le dio pasaporte y despedazó su cuerpo en 13 trozos (42 dicen
otros) que los dispersó por todo Egipto. Su esposa y hermana Isis reunió
amorosamente los pedazos, a excepción del miembro viril que fue devorado por un
pájaro en el lago de Menzaleh, cerca de Port Said por más señas.
La amante esposa yació sobre el dios, digamos que recosido, y concibió a Orus. Los teólogos egipcios nunca explicaron cómo fuera posible la coyunda, habida cuenta que faltaba la pieza fundamental, pero el viajero jamás se hace tal pregunta, aparte que los dioses tienen sus propios recursos, cuya comprensión no alcanza la mente humana.
La amante esposa yació sobre el dios, digamos que recosido, y concibió a Orus. Los teólogos egipcios nunca explicaron cómo fuera posible la coyunda, habida cuenta que faltaba la pieza fundamental, pero el viajero jamás se hace tal pregunta, aparte que los dioses tienen sus propios recursos, cuya comprensión no alcanza la mente humana.
En el templo de Dendera, templo
ptolomeico dedicado a la diosa del amor y la alegría, Athor, el viajero
descubrirá la existencia de una antigua deidad, madre de todos los dioses y
reina de los cielos. Se trata de Nut, que representa al ciclo solar, y por
ello, el ciclo de la vida. Suele ser representada en la bóveda del templo,
símbolo de la bóveda celeste, toda ella tachonada de estrellas.
Tiene forma alargada y arqueada por sus extremos, como si estuviera a cuatro patas (si se permite la vulgaridad), como insinuando un movimiento cíclico, de forma que se traga el sol cada atardecer y éste nace de su matriz cada amanecer. Es diosa que se ganó inmediatamente las simpatías de este jubilata, quien de madrugada salía al balcón a saludar a esta deidad que nos regalaba un sol nuevo cada día.
Tiene forma alargada y arqueada por sus extremos, como si estuviera a cuatro patas (si se permite la vulgaridad), como insinuando un movimiento cíclico, de forma que se traga el sol cada atardecer y éste nace de su matriz cada amanecer. Es diosa que se ganó inmediatamente las simpatías de este jubilata, quien de madrugada salía al balcón a saludar a esta deidad que nos regalaba un sol nuevo cada día.
Pero el ciclo de la vida es complejo en
la religión egipcia. Lo mismo está encomendado a una diosa celeste, como Nut,
que a un modesto escarabajo pelotero, el scarabaeus sacer. Este
escarabajo, empujando su pelotita de estiércol, representa el sol naciente que
resucita cada día y también la transformación de la existencia.
El viajero podrá verlo en las tumbas del Valle de los Reyes y en las inscripciones de las salas hipóstilas y en las ingentes columnas que soportan los arquitrabes de los templos. Este jubilata, que ha vuelto de su viaje con un cierto sentimiento panteísta, a falta de las viejas ilusiones desvanecidas, se ha traído un escarabeo labrado en basalto que corretea por las estanterías de su biblioteca haciendo pelotitas con las briznas del saber que se desprenden del papel impreso.
El viajero podrá verlo en las tumbas del Valle de los Reyes y en las inscripciones de las salas hipóstilas y en las ingentes columnas que soportan los arquitrabes de los templos. Este jubilata, que ha vuelto de su viaje con un cierto sentimiento panteísta, a falta de las viejas ilusiones desvanecidas, se ha traído un escarabeo labrado en basalto que corretea por las estanterías de su biblioteca haciendo pelotitas con las briznas del saber que se desprenden del papel impreso.
Pero de eso, quizás, y de las hermosas puestas de sol, y del bullicio nocturno, cuando se rompe el ayuno del Ramadán, hablaremos otro día.
Dii iuvantes.