miércoles, 21 de diciembre de 2022

Otras formas de ver las navidades. -

 


Perdonará el sufrido lector de esta bitácora. Se acercan los últimos días del año con las fiestas navideñas tan entrañables como inevitables. 

Buena ocasión para hurgar en el baúl de los recuerdos en relación con estas fechas. En un rincón de este baúl he encontrado tres cuentos de inspiración navideña que llevan el anodino título de Navidad 2004/A, 2004/B y 2004C. Se ve que aquel año escribí tres cortos relatos navideños. De los titulados 2004/A y 2004C le ahorro al improbable lector su lectura, no sea que se me cabree ante tanta mala leche como destilaba este trío de relatos cortos. Pero no me resigno a dejar de publicar el que sigue, y dice así:

 

- ¡Feliz Navidad, hombre! -. Acababa de dejar a los amigos después de la última copa. Eran las 10 de la noche de Nochebuena y se había retrasado. En casa estarían todos esperando para sentarse a la mesa: los hijos con sus mujeres, la hija pequeña con el novio, la mujer, atareada con la cena... Sólo faltaba él.

Es verdad que estaba un poco achispado. Aunque hacía mucho frío, él sentía un calorcito que le subía desde el vientre hasta la cabeza y una generosidad alcohólica muy navideña. Por eso le dio lastima aquel individuo sentado en el banco. El tipo fumaba, los antebrazos apoyados sobre los muslos, la cabeza inclinada, medio escondida entre los hombros, indiferente a la alegría navideña. De vez en cuando daba una calada a la toba y el humo salía de su boca con una vaharada que se perdía entre las gotas de lluvia menuda. De vez en cuando escupía al suelo y observaba el pequeño mar de escupitajos formado a sus pies. Pero siempre con la cabeza gacha.

- Anímese, jefe, que hoy es Navidad –, insistió él con su chispita de alegría alcohólica bailándole en los ojos.

El otro pareció prestarle atención. Levantó la cara y le miró. Había como un resquemor y una rabia reconcentrada en su mirada. Se puso en pie, tiró el resto de cigarrillo al suelo y lo destripó de un pisotón. Luego, sin dejar de mirarle, sacó una navaja del bolsillo y se la puso en la boca del estómago. 

- Venga la pasta, tío listo –, exigió.

Cogió la cartera y, sin prisas, observó su contenido: 127 euros, una tarjeta de crédito y un metrobús sin estrenar. No estaba mal para una tarde tan aburrida, con la gente metida en casa.

El tipo aquel se guardó la cartera y la navaja. Alzó las solapas y el cuello de la chaquetilla vaquera y hundió la cabeza entre los hombros. Se metió las manos en los bolsillos y empezó a caminar a paso ligero. Antes de dar la vuelta a la esquina de la farmacia, se volvió y le gritó al achispado:

- ¡Ah…! ¡Y próspero Año Nuevo, amigo!

jueves, 8 de diciembre de 2022

Eso del metaverso.-

 


Una vez, hace años, este jubilata tuvo una experiencia de eso del metaverso a través de la realidad virtual. Visitaba yo una exposición en la Biblioteca Nacional, dedicada a las excavaciones que se hicieron en Herculano de cuando, al que fuera rey de España, Carlos III, – por entonces rey de Nápoles como Carlos VII – le dio por la arqueología, como hombre ilustrado que era.

Años después de esa visita virtual a las excavaciones sí estuvimos, mi hermano y yo, toda una mañana de cuerpo presente y con mente atenta en Herculano. Y qué quiere que le diga al improbable lector, aquello de la realidad virtual no tenía color si se comparaba con la realidad cosificada.


En mi primera experiencia, la virtual, llevado por el engaño al que se sometía la mente a través de aquellas gafas futuristas, intentaba yo atrapar con la mano objetos que no tenían corporeidad, pero que mi cerebro me los representaba como tangibles. Mi segunda visita, la real, fue un 16 de mayo de 2016 cuando “visitar Herculano fue el cumplimiento de un viejo sueño que nunca confiaba en realizar” (perdone el improbable lector la auto cita, que un servidor no tiene renombre para ser citado por otros).


El caso es que, en estos días atrás, he visto en los paneles anunciadores de las calles unos carteles encomiando las ventajas del metaverso. Será de tal forma que los alumnos de Historia del próximo futuro no necesitarán de libros, sino que la realidad virtual, more thecnologico, les trasladará a los tiempos de Augusto y conocerán la sociedad romana. O podrán viajar al mundo virtual de Avatar o a cualquier futurible que les venga en gana y la tecnología esté dispuesta a fabricar a un precio asequible.

Le daba yo vueltas a estas cosas durante los 10.000 pasos diarios, obligatorios para una vejez saludable. Me parecía que aquello de la realidad virtual ya estaba inventado. Bien es verdad que con una tecnología elemental, como de alfar fabricando botijos, pero tan efectiva como el metaverso ese que se nos viene encima a la hora de representar realidades intangibles a través de la mente. Pensaba, improbable y siempre amigo lector, en el retablo de maese Pedro y la realidad ficta allí representada de don Gaiferos, rescatando a lomos de caballo a su amada Melisendra. Tan a lo vivo vivió don Quijote aquella historia que, al ver cómo la morisma del rey Melisandro estaba a punto de alcanzarlos, desenvainó la espada y se lio a mandobles hasta que no dejó títere con cabeza. Realidad virtual era la historia, y su representación, una ficción a lo vivo, nadie me lo negará. Aunque la auténtica y puñetera realidad del desaguisado del retablillo y los guiñoles le costó buenos reales al caballero de la Triste Figura.

Como, también, realidad virtual es la que se recoge en Fahrenheit 451, de Ray Bradbury. El bombero Mostag, experto quemador de libros, tiene una esposa, Mildred, adicta a la televisión mural que tienen instalada en su casa y que ocupa tres paredes del salón, y con la que interactúa. El lector al que le gusten las distopías habrá leído la novela. Era un metaverso ya presentido en 1953, aunque de tecnología más en pañales, pero sorbía igual el seso de los abducidos por el artilugio metaversiano aquel.

No sabría bien cómo explicarlo sin que parezca incomprensión de la importancia de los avances tecnológicos más punteros, tipo 5G o similares. Pero es que la puñetera realidad de cada día se pone, a veces, en plan metaverso y nos alucina. Como cuando la mani multitudinaria por la sanidad pública en Madrid el 14 de noviembre pasado, que fue el consistorio y apagó las cámaras que controlan la circulación para que no se vieran los más de dos centenares de millares de ciudadanos que estuvimos allí. Lo hizo por aquello de: Ojos que no ven, realidad que no puede acreditar su existencia. Y la señora Ayuso esa, la que más manda en este reino de taifas madrileño, dijo que la manifestación no había llegado a reunir al 1% de los madrileños, y que debería haber habido más de dos millones de manifestantes si es que de verdad fuese un problema grave que a todos nos afecte.

Total, la realidad quedó en virtualidad, tamizada por el metaverso de los intereses políticos, y la cosa se redujo a los cuatro izquierdosos descontentos de siempre. A un servidor, que es de letras, no le cuadraban los números, pero como el que manda siempre tiene razón – o al menos tiene los medios persuasorios para imponerla – le fue fácil convencerse de que no hay nada como el metaverso para disfrazar los problemas y, por ende, vivir ignorante, auto engañado y dichoso. Ya se sabe, no hay nada como un gramo de soma en la birra para ser un feliz individuo épsilon.

Si Aldous Huxley levantara la cabeza reconocería el metaverso que se nos viene encima. Y nos aumentaría la dosis de soma. Seguro.