Decir que un jubilata está en vacaciones es lo que en lógica formal se llama una petitio principii; digamos que es una especie de reduplicación que se retroalimenta: Lo propio del jubilado es vacar. Que las vacaciones sean veraniegas no hace más que reforzar el argumento de la ociosidad del jubilata.
Aunque, si hemos de ser justos con
el gremio jubilar, éste no pasa su vida inútilmente y mirando las musarañas,
sino que desarrolla una actividad doméstica doblemente beneficiosa para la
sociedad marital: por una parte, se ocupa, a pachas con la cónyuge, del
mantenimiento de la casa; por otra, en cuando estorba y no sabe qué hacer de su
persona, la santa le manda a la compra y lo pierde de vista durante un cierto
periodo de tiempo. Bueno para la convivencia: él se siente útil y ella
tranquila.
En uno de esos mandados, estaba yo
en la frutería de Mohamed repasando la nota de la compra. En una conjunción de
casualidades, bastante habitual en la sociedad multicultural que vivimos,
coincidieron en la tienda dos rumanos (un hombre y una mujer), dos marroquíes y
un natural del pueblo, y un servidor. Dos cosas tenían en común: que se
comunicaban en español y que hablaban con satisfacción de los éxitos de la selección
española en la Eurocopa. Allí, el único verso, no sé si libre o disonante, era
yo que de fútbol no entiendo ni me intereso. Ignorado por los presentes, que
estaban enfrascados en su tertulia, hice mi compra, pagué y dejé de existir
como ser social en aquel pequeño grupo. Nadie me hizo puñetero caso.
Y es que lo mío es la soledad del
monte y el silencio del bosque. No es que sea un ser antisocial. Digamos que,
por las aficiones que manifiesto, soy un tipo un tanto “peculiar” – a lo mejor,
tirando a “rarito” – con esas pequeñas manías de viejo que el tiempo ha ido
consolidando y hasta fosilizando hasta convertirlas en hábitos de conducta.
Hábitos tan inofensivos como de difícil comprensión para la gente que
acostumbra a socializar en la terraza del bar mientras toma una cerveza. Y,
como uno, a estas alturas de la vida, no va a aceptar como fracaso vital lo que
no es más que rareza de jubilata, pues se conforma y sigue su camino. O más
bien, caminos. Los del robledal y los pinares en torno a Rascafría y los
pueblecitos del valle que están al alcance de mis botas camineras, cada vez con
menos autonomía de vuelo.
Pero no crea el improbable lector que voy a ponerme
lírico, bucólico o poético para que todos sepan de mi especial sensibilidad por
la madre naturaleza. Es que también ésta tiene sus puñetas y no todo el monte
es orégano ni es un plácido Titire, tu patulae recubans de églogas virgilianas.
A veces, en lugar del pastoril caramillo, es mejor ir prevenido con una garrota
al pasar cerca de alguna finca guardada por perros. Como es el caso cuando recorro
los caminos por el lugar de nombre Mata Vedada y paso delante del cercado donde
guardan yeguas con sus crías y terneros.
Allí, como siempre que paso, me sale al camino el mastín a ladrarme, y llevamos varios años así. El condenado perro no quiere reconocerme como pacífico paseante habitual y protesta por mi presencia en sus dominios. Me he dado cuenta que el animal no se entera de mi paso hasta que un perrillo ladrador que hay en la finca, siempre da la señal de alarma con ladridos agudos. En cuanto oye la alarma, el perrazo sale de en medio del ganado a todo correr y ladrando con esos ladridos graves de perro guardián.
Seguimos el rito: él corre hacia mí
y se para a prudente distancia, mientras yo camino deprisa para alejarme; él se
da vuelta y vuelve a la carga abriendo las fauces ladradoras y enseñándome los
dientes entre sus belfos babeantes y yo, por si acaso, estoy con mi
espanta-perros en la mano, por si no respeta las distancias. Y así, cada vez… Es
un juego un tanto estúpido, porque siempre llevo el aparato espanta-perros que
compré hace años y, si sobrepasa la distancia de seguridad, le envío una pequeña
ráfaga de ondas que solo perciben los perros y les irrita, obligándolos a mantener
a distancia prudente. Él no acepta mi estatuto de libre caminante y yo le
castigo solo un poco, lo suficiente como para que se vaya. Ambos volvemos a
nuestras tareas, él con la satisfacción del deber cumplido y yo con la de
caminante a mi libre albedrío.
Pero no siempre uno se sale con la suya. La otra mañana iba yo de conversación por el camino con un paisano que iba a ver un cercado suyo. El camino era estrecho, entre una tapia de piedra y una alambrada de púas. Frente a nosotros, con andar pausado, venía un toro charolés. Por lo menos eran quinientos kilos de masa de toro con todos sus atributos y pasar por su lado suponía casi rozarlo. Tenía una testuz que imponía respeto y un gonadario como para no buscarle las cosquillas. El paisano, habituado al tratar con el ganado, intentó que aquellos quinientos kilos de músculos se dieran la vuelta y nos dejaran el paso libre, pero el bicho no estaba dispuesto a ceder el paso a los bípedos que entorpecían su camino y nos miró de malas maneras.
Con buen criterio, mi acompañante
me hizo retroceder y buscamos un cercado donde refugiarnos hasta que aquella
mole pasó por nuestro lado y nos miró con la indiferencia que puede mostrar un
elefante ante una hormiga. Fue un poco humillante, pero vale más tragarse el
orgullo que recibir un topetazo de un bicho que no atendía a razones.
Pero no sólo por los caminos del
monte, también en el pequeño jardín que rodea nuestra casa de verano tengo
algunas peleas con el mirlo que anida por allí cerca. Es una dura competencia
por ver quién se come las guindas que van madurando, por las frambuesas y las
fresas que crecen en las matas pegadas al muro. En general, él es más hábil,
pero yo soy más rápido y nunca hemos llegado a un acuerdo para un reparto
equitativo en proporción al peso o la estatura. Y, por si fuera poco,
últimamente ha aparecido por allí un zorzal que, aparte de darse un atracón de
caracoles, me picotea las fresas y me las deja inservibles.
Verdaderamente, la vida es una
lucha continua por la supervivencia. Incluso para un jubilata en vacaciones.