domingo, 6 de julio de 2025

Placeres veraniegos.-

 


Confío en que el improbable lector de esta bitácora no haga lo que este jubilata hace con cierta frecuencia: volver sobre lo que un día escribió, a ver cuánto ingenio había en lo escrito antaño. Y, lo que es peor, congratularse de su habilidad como plumífero internauta. Son vanidades que, para quien va para ochentón, están fuera de lugar y evidencian una necedad autocomplaciente más propia de individuo con aforamiento y cargo público.

Lo digo porque en la entrada anterior de esta bitácora, por pura autocomplacencia, dejé una serie de textículos (o breves textos – lo aclaro por los equívocos sicalípticos a los que pudiera dar lugar –) donde hacía exhibición de cierto ingenio para escribir micro relatos. Exhibición que, ya se habrá dado cuenta el improbable lector que los haya leído, no era más que una artimaña para ocultar la falta de facundia imaginativa y salir del paso dando una larga cambiada. Esto es, que no lograba encontrar asunto sobre el que escribir y quise dar gato por liebre al paciente lector colándole textos (textículos, puesto que son micro relatos) de antaño en la bitácora de ogaño.

Dicho lo anterior para descargar mi conciencia de plumífero de medios pelos, ahora sí me gustaría hablarle al lector improbable, paciente y sufrido, pero más majo que las pesetas (locución en desuso), de los pequeños placeres veraniegos desde Rascafría, donde nos refugiamos de los calores madrileños.

Este jubilata, siendo niño escolar de internado, oyó en cierta ocasión contar a un profesor lo siguiente: Que Salvador Dalí, amigo de experiencias oníricas, como buen surrealista aparte de estrafalario personaje, tenía por costumbre dormir la siesta sentado a una mesa de mármol. Sujetaba entre los dedos índice y pulgar de su mano derecha una cucharilla de café y, cuando el sueño le vencía y perdía la consciencia, la cucharilla caía sobre la superficie de mármol y producía un ¡Cling! cantarín que lo despertaba. Era una fracción de tiempo entre el sueño y la vela que le proporcionaba un sutil placer al sentirse en ese mundo indefinido entre la ensoñación y la realidad, entre la inconsciencia y el brusco despertar, sin saber por qué mundos vagaba su mente.

Un servidor no llega a tanta sutileza sensorial, pero también a veces y contra su voluntad, dormita con un libro en las manos, lo que le produce una sensación placentera porque parece que su mente oscila entre Orfeo y Atenea. Es ese momento imperceptible en que se caen los párpados, y las letras del texto empiezan a emborronarse y parecen corretear sobre la página del libro como hormiguitas atareadas. 

Los ojos se añublan y se cargan de un sueño que se ha colado de rondón entre la pupila y el texto, y sientes cómo el libro se te desliza de entre las manos. Éstas van descendiendo hasta apoyarse sobre tus piernas y un último girón de consciencia hace que aferres el libro para que éste no resbale y caiga al suelo. Si lo consigues. Esto es, que el libro no se deslice de entre las manos y caiga al suelo con estrépito y te sobresalte el ruido, caes en un sopor próximo al trance místico.

Esto es, de forma imperceptible has pasado del mundo real en el que te percibías leyendo, del mundo paralelo que fluía de la lectura y captaba toda tu atención hasta el punto de casi olvidar la realidad de saberte lector leyendo, a un mundo sin constancia física de tu cuerpo, adormecido sobre el sillón de lectura. Estos momentos, que a veces se dan, son lo más próximo que un mortal, instalado en la sociedad de ocio y consumo, alcanza del trance en que caían los místicos.

Y cuando uno despierta y se da cuenta de que no es más que un lector somnoliento, lamenta, y hasta se avergüenza un poquito, de esa falta de atención de la lectura y lo achaca, no a la falta de interés de lo leído, sino a las debilidades propias de la edad provecta. O sea, al puñetero hecho de ser un viejo lector incapaz de prestar una atención continuada a su lectura. Claro que, en el fondo, al salir de ese estado de semi inconsciencia, uno recuerda con agrado esos minutos de ensueño y hasta le viene a las mientes - vaya usted a saber por qué – aquello de San Juan de la Cruz cuando nos dice:

Entréme donde no supe

y quedéme no sabiendo,

toda ciencia transcendiendo.

Yo no supe dónde entraba,

pero cuando allí me vi,

grandes cosas entendí…

En fin… Los pequeños placeres del verano y sus lecturas…

jueves, 5 de junio de 2025

Microrrelatos apasionados. -

 


Improbable pero siempre apreciado lector. Estaba yo estas últimas semanas buscando asunto para tratar en esta bitácora, pero el manadero de mi imaginación sólo destilaba algunas gotas en forma de textos inconexos.

Y aunque esta página internáutica es una multi-milmillonésima y prácticamente ignorada ocurrencia de tantas como se cuelgan en la Red a diario, siempre he tenido el prurito de que estuviese bien redactada. Eso, en primer lugar, por respecto a los pocos lectores que tienen la paciencia de leerme, y en segundo, porque un lector habitual – como es mi caso – no puede por menos que expresarse medianamente bien. Es obligación ética y estética.

Pues eso. Que no encontraba materia escriptoria y estuve huroneando por mis viejos textos, a ver si podía plagiarme a mí mismo y así salir del paso. Pero como uno tiene su pundonor, pensé que si, en lugar de copiar y pegar, y callármelo a ver si colaba, lo confesaba francamente, al menos no daría gato por liebre.

Lo digo por esa doble obligación ética y estética aludida más arriba: por no abusar de la buena voluntad y paciencia de quien esto lea, y porque uno no tendrá un sitial en el parnaso de las letras, pero no quiere caer en esa antiestética afición del refrito a cambio de notoriedad mal adquirida.

Total. A lo que íbamos. Dejo aquí una serie de microrrelatos que compuse como tarea escolar en un taller de escritura creativa hace un montón de años, allá en el siglo pasado. Como dice el título de la entradilla, se trata de brevísimas historias que tienen como objeto el amor apasionado y sus contrarios, que vienen a ser lo mismo. 

Desamor. -

No sabías que te quería y, sin embargo, esperaste. No sabía que me querías, y por eso te olvidé.

Odio. -

Ella le hizo daño con su indiferencia y él aprendió a quererla. El tiempo le enseñó a no olvidarla, su desdén a desearla y su orgullo a sufrirla.

- Quiéreme – le dijo – para poder odiarte.

Paz conyugal. -

Por fin, sosegado su infierno doméstico tras treinta años de casados, se ignoraban mutuamente en silencio.

Todo o nada. -

Ella me quería sólo a medias y yo la quería toda entera. Llegué a un acuerdo con su otro amante y ahora ambos somos felices. Desde entonces, ella nos odia.

Amor imperfecto. -

- ¿Gozaste, amor? – me dijo cariñosa. 

La conocí en el Prado. Cerca de las Tres Gracias, me sonrió seductora y, ante la Maja Desnuda, me zambullí en su escote. Fascinado, fui donde ella quiso.

 - ... Son diez mil y la cama – añadió, profesional.

 Fugaz. -

- Te amaría, pero tengo prisa –, y, antes de huir con la recaudación, el ladrón besó en la boca a la cajera.

Incompatibles. -

Yo te hubiese querido porque eras la mujer de mis sueños. Lo consulté en casa, pero mi esposa me dijo que no compartiría su amante conmigo.

¡Qué egoístas sois las mujeres!

Amor voraz. -

Estaba tan bueno el tío – confesó ella, al fin – que empecé a comérmelo a besos y ya no pude parar. El resto del cuerpo está en el congelador, señor comisario.

 

jueves, 8 de mayo de 2025

A ciegas.-

 










El Gobierno lamenta haberse visto obligado a ejercer enérgicamente lo que considera que es su deber y su derecho, proteger a la población por todos los medios de que dispone en esta crisis por la que estamos pasando, cuando parece comprobarse algo semejante a un brote epidémico de ceguera… y desearía contar con el civismo y la colaboración de todos los ciudadanos para limitar la propagación del contagio, en el supuesto que se trate de un contagio y no de una serie de coincidencias por ahora inexplicables.

El texto que antecede bien podría haber sido emitido por el gobierno actual (con las variaciones pertinentes) el día del apagón general, cuando España se quedó a ciegas durante varias horas. Pero no. Es el comunicado de un gobierno imaginario cuando la población se vio (es un dictum idiomático que hay que entender en su justo sentido) contagiada por la ceguera “blanca”, según nos cuenta José Saramago en su Ensayo sobre la ceguera.

Por esas asociaciones de ideas que nos vienen a los jubilatas ociosos, al verme ciego – oxímoron muy a propósito –  de luz iluminadora; ciego de placas eléctricas para hacer la comida e incapacitado de hacer fuego frotando dos palitos, como nuestros antecesores cavernarios; ciego de conexión a la tele, cuya pantalla es un consuelo embrutecedor pero placentero; ciego de conexiones a Internet y telefonía, y por ende a la civilización en la que vivo inmerso y de la que vivo; al vernos apenas la santa y yo, viendo pasar las horas a dos velas (las que había en casa) una vez ocultado el sol, que seguía su curso indiferente a las angustias de los humanos enceguecidos… 

En fin, que este jubilata asoció inmediatamente el apagón general de toda actividad económica, de los transportes, de las comunicación entre familiares a los que la red eléctrica - en muerte súbita, aunque temporal - había aislado en grandes masas desconcertadas sin nada en común más que el propio desconcierto multitudinario, asoció, digo, este fenómeno con aquella novela de Saramago leída en el siglo pasado.

Un mundo distópico, pero de andar por casa, en el que la gente empieza a enceguecer con una ceguera luminosa, lechosa, sin saberse las causas, y las autoridades, para proteger a la población, van encerrando a los ciegos súbitos en un manicomio fuera de uso. Y la vida de ciego en el manicomio transcurre entre hacinamiento, ausencia de higiene, letrinas atascadas, maldad de un grupo de ciegos crueles que se apodera de los alimentos e impone al resto condiciones degradantes para alcanzar un mínimo de supervivencia, insolidaridad entre las propias víctimas de la vesania de los malvados… Y sólo hay una leve esperanza, la de los ojos de una mujer que sigue vidente y logra conducirlos fuera de aquella cárcel de miseria moral, hasta que se hace la luz en los ojos de todos los ciudadanos y se acaba la parábola de Saramago.

Una parábola que bien podría haber servido de faro guía para los que sufrimos esa avería, ciberataque, atentado, sabotaje o simple fundido de plomos a lo bestia – o lo que coños haya sido – y nos obligase a pensar, siquiera cinco minutos, qué clase de civilización tecnológica estamos fabricando para dejar en herencia a las siguientes generaciones.

Pero tampoco es para ponerse trágico, que más se perdió en Cuba y volvieron cantando, dice el dicho popular. Ahora ya sabemos que hay que tener en casa un kit de supervivencia, y el que venga detrás que arree; que cuando seas padre comerás huevo, y ahora que eres hijo come cuerno, nos decían siendo niños, y sin embargo, sobrevivimos a una infancia de carencias. Pues estos que nos siguen, llegado el caso de las carencias, a lo mejor son hasta más felices sin móvil y sin I.A.

Y no sé si vendrá a cuento, ya que hablamos de ceguera y lucidez, aunque creo que sí, si asimilamos “ceguera” a la pura brutalidad gratuita debida a la obstrucción de las fuentes del intelecto, y dejamos “lucidez” por lo que vale. Y es que he leído nosédónde que en el monumento al pensador Eugenio d’Ors que está frente al museo del Prado, algún vándalo arrancó una de las dos estatuas de la fuente que representa a la Bestia apaciguada por la Sabiduría, que está enfrente. Es toda una enseñanza, comprobar cómo un tipo mala bestia arranca su propia imagen por puro capricho, y así evita dejarse apaciguar en su ignorancia y mala fe por los consejos prudentes de la Sabiduría.

Hay símbolos que valen más que un torrente de palabras.

 









jueves, 17 de abril de 2025

¿Arte o superchería?

 


Como un “almacén transitable” o “almacén-archivo” del conjunto de actividades de la autora de esta instalación que he visitado en el Reina Sofía, así lo define el texto de presentación. A lo que este jubilata ha entendido, a fuerza de leer a quienes parecen saber de esta muestra, este Hello Everyone es la “encarnación y performatividad de las obras en ausencia de la artista”. O sea, este “almacén transitable”, en el momento de mi visita, estaba huérfano de la corporeidad física de la artista, que usa su voz y su cuerpo gesticulante como una herramienta más de la expresión artística.


Más o menos es lo que he entendido, sufrido lector, que no sé expresarme mejor ni más claro en este mundo de las instalaciones performativas donde el artista presta su cuerpo serrano y las modulaciones de su voz para una manifestación integral de su arte.

Menos mal que la propia artista nos lo advierte en un gran cartel: Entende'm no m'entendràs perqué no mi entenc ni jo. Con esa advertencia, el visitante, ya más tranquilo, se deja sorprender mientras observa los objetos de la instalación de este almacén transitable que le han dicho que es. Pero ya libre de la obligación de entender, que es esfuerzo intelectual fuera de contexto.


Según costumbre, previamente me he acercado  al Reina con ánimo de tratar de comprender aquello que estoy viendo. Solo eso. Dejarme sorprender sin prejuzgar, partiendo del supuesto de que, encuentre lo que encuentre, me guste o me parezca vacuo, aquello que encuentre es “arte” porque así lo dictaminan los sabedores del mundo del arte.

Que una señora se meta en una especie de abrevadero metálico a modo de bañera, con un tejadillo con grandes agujeros circulares, haga gluglú dentro del agua, resople o el agua borbotee por el movimiento de su cuerpo, y todo eso lo registren micrófonos e hidrófonos, y con autoridad de conocedores digan al público espectador que es una performance y tienen sentido porque es una especie de escultura en movimiento, pues, vale. Perdón por la parrafada sin respiro, es que me ha salido así.

Después del urinario de Duchamp, que nació para un retrete público y terminó en una sala de exposiciones de la Sociedad de Artistas Independiente de Nueva York, en 1917, es cuestión de aguzar un poco el ingenio para que cualquier genialidad discordante sea arte efímero. La señora Laia no estaba en el Reina en esos menesteres, pero el experimento lo hizo, creo que en la fundación Joan Brossa y lo recoge alguna cartela con foto de la exposición. 


Pues, eso. Y ahora, intenta explicar al improbable lector tu visita en la bitácora sin parecer o un engreído conocedor de las tendencias artísticas actuales, o un necio redomado y carrozón, carente de sensibilidad artística por atrofia neuronal debido a la vejez. Pues eso, lo estoy intentando y me sale un churro barroquizante a fuerza de emplear términos usados por los comisarios de la exposición, entreverados de cierta acidez verbal.


De estas visitas que hago de vez en cuando al Reina para ver sus exposiciones temporales, he aprendido que lo más provechoso es leerse las cartelas antes de ver los objetos que son portadores de un arte fuera de los parámetros que damos a la palabra “arte” los que somos de a pie. No por el objeto en sí, que puede ser de uso vulgar extrapolado a conceptual-artístico, lejos del sentido estético clásico que enseñaron a los de mi generación en las facultades de Letras.

 Dándole vueltas al asunto, mientras cruzaba el Retiro, de regreso a casa, pensaba en esa cita de Zygmunt Bauman: Sobre la educación en un mundo líquido, que conservo entre mis favoritas: “Artistas que una vez identificaban el valor de su trabajo con su duración eterna, y por lo tanto luchaban por alcanzar una perfección que imposibilitara cualquier cambio posterior en su obra, ahora organizan instalaciones destinadas a ser desmontadas una vez se acaba la exposición, o bien organizan eventos que terminarán en el preciso momento en que los actores miren hacia otra parte”.


Claro que, remedando a Marx (Groucho), si no le gustan mis principios, tengo otros. Como esta reflexión de Juan Talón: Obra maestra: “La función del arte, la aspiración de los creadores, es hacer pensar. Básicamente, ver es pensar, y pensar es ver. Con un lenguaje propio cada vez, pero esa parece ser la función del arte: cambiar, cambiar el significado, cambiar el significado a través de la percepción, no cambiar el significado a través de la belleza”. 
Y hacer pensar, sí que te hacen pensar este arte efímero, en cierto modo insustancial, que termina siendo un "almacén- archivo" de cachivaches artísticos; artísticos, al menos, durante su exhibición temporal. Como si no tuvieras nada mejor que hacer de tu vida que dedicarte a pensar.

Improbable y sufrido lector, si hasta aquí has llegado, sepas que al Reina seguiré yendo, aunque nunca alcance a saber si lo que ven mis ojos allí es arte o superchería.

viernes, 21 de marzo de 2025

El jubilata memorioso.-

 


Ya sé, ya sé, improbable y siempre apreciado lector, que estoy casi fusilando el título de aquel célebre cuento de J. L. Borges, Funes el Memorioso. Pero no es por afán de plagio, que uno todavía es capaz de ordeñar sus neuronas para que fluya la imaginación, aunque sea una gota de agua frente al niágara borgiano.

Es porque “al llegar a cierta edad…”, como dice el anuncio de un banco, que pasan todas las noches por la tele entre trozo de peli y trozo de peli, uno ha de cuidad su campo neuronal. Y porque llegar a quasi-ochentón sin cultivar con esmero los entresijos neuronales es una irresponsabilidad. Lo que no se dice por nadie en concreto, ya que, si por un azar un provecto se queda gagá, siempre le quedará el irremediable consuelo de no enterarse de qué va la película de la vida. Se dice, más bien, por la responsabilidad personal de saberse miembro de una sociedad que dispone de medios limitados para asistir a tanto viejo como ha producido nuestra generación.

Con ese afán de no ser una carga, este jubilata se ha apuntado a un taller de memoria que imparte una voluntaria en el centro cultural de nuestro barrio. Formamos ese taller un pequeño grupo selecto, un club donde sólo cabemos aquellos que hemos pasado de los 70 años y estamos dispuestos a trabajar como si fuésemos parvulillos aplicados.

Se trata de estimular las capacidades mentales, las habilidades de memoria, estimular la coordinación de los dos hemisferios cerebrales mediante ejercicios, hacer ejercicios memorísticos y cosas así. Aunque no se trata, como en el cuento de Borges sobre uruguayo Irineo Funes, el Memorioso, de perder la facultad de olvidar. Ni se trata de ejercitar la hipermnesia, esa habilidad para recordar todo, en detalle y para siempre. Nosotros somos mayorones que no aspiramos a salir en un cuento de Borges, sino a no olvidad las llaves cuando salimos de casa, por un decir, o recordar el día en que vivimos.

Dicho esto, nuestra monitora, aparte los ejercicios que vengan al caso para mantenernos intelectualmente activos, cada semana nos echa tareas para casa. Estas tareas suelen ser redacciones en las que un día hemos de escribir un diario de un personaje que se ha ido de su pueblo a vivir a París, o siendo astronauta en un planeta perdido, o conviviendo con un psicópata, o redactando la biografía de una señora absolutamente desconocida, y otras genialidades que se le puedan ocurrir para obligarnos a trabajar la imaginación: Contar un secreto inexistente, describir un invento desconocido, entrar de aprendiz en una mercería…, de forma que cada semana nos obliga a salir de nuestro ser para ponernos en situación de describir las vivencias más alejadas de nuestro apacible transcurrir de jubilatas ociosos.

Para esta semana no se le ocurrió ni más ni menos que obligarnos a escribir el discurso de recogida del Oscar al mejor vestuario. Un servidor, que del glamour y las pompas hollywoodescas no tiene pajolera idea, se ha decantado por un tono paródico que, según me parece, ha salvado la situación y me ha resuelto el trabajo escolar del próximo lunes.

Si el improbable lector no se lo toma a mal, ahí va la historieta, que espero sea de su agrado o, al menos, le dedique cinco minutos de su tiempo sobrante. Si se disgustase por el tiempo perdido en esta lectura, prometo devolverle sus cinco minutos en bonos canjeables.

Dice así:

Discurso de recogida del Oscar al mejor vestuario.

Extracto del discurso pronunciado por J. V. Wallace al recibir el Oscar del año 20..? al mejor vestuario en la película Cuando las ranas críen pelo:

… porque ha sido una sorpresa este premio que, no por no esperado, aunque sí merecido, por fin, rompe las barreras mentales de las que la Academia venía haciendo gala desde los tiempos en que el macartismo perseguía a los trabajadores de la industria cinematográfica sospechosos del más leve izquierdismo, condenando a diseñadores, guionistas, decoradores y artistas al ostracismo y al paro… (murmullos de desaprobación y gestos de incomodidad de los asistentes a la entrega de premios).

… y mal que les pese a las grandes corporaciones del negocio del espectáculo, los trabajadores del diseño y vestuario no somos esos seres afeminados en cuyos cerebros vacuos sólo hay espacio para lo que desdeñosamente llaman “trapitos”, sino que somos auténticos artistas, capaces de disfrazar el cuerpo de una diva en declive (pero aún cotizable en pantalla), en una belleza juvenil. Tal como es el caso de la cotizadísima W. W… (aquí J.V. Wallace lanza el nombre propio de una estrella a la que los modistos disimulan las varices prematuras con un vestuario de fantasía. -  La cotizadísima W.W. se levanta furiosa de su butaca en primera fila escupiendo improperios contra el reciente oscarizado, rabiosa como una tarasca. Intenta subir al escenario para sacarle los ojos con sus uñas esculpidas. Los guardias de seguridad se lo impiden, y la W.W. le hace a J.V. Wallace un corte de mangas y le grita ¡¡¡Maricón!!! Luego hace mutis por el foro echando sapos y culebras por la boca).

… Bien es verdad (prosigue, impasible, J.V.W) que el equipo técnico de Cuando las ranas críen pelo es un grupo de profesionales eficaces y bien cualificados, y entre ellos y nosotros los diseñadores, hemos logrado poner en valor un film difícilmente salvable a causa de un guion deplorable, fruto de un equipo guionista más interesado en engrosar su minuta mediante aplazamientos innecesarios mientras lo rehacían una y otra vez… (Al guionista-jefe le da un yuyu y cae redondo cuando iba a abalanzarse sobre J.V Wallace, dispuesto a arrancarle la lengua. El servicio sanitario se hace cargo, con discreción, del difunto)

… sin contar el deplorable equipo de dirección que – todo el personal de producción lo comentaba soto voce ha sido incapaz de poner en valor el texto mil veces rehecho… (Aquí, el director de la película ha saltado al escenario con una pistola de atrezo, dispuesto a coser a tiros al oscarizado J. V. Wallace, mientras el público jaleaba: “Dale caña, Romerales”. En inglés americano, of course.)

… Por no extenderme más, terminaré este breve discurso con mi agradecimiento a los miembros de la Academia que, por una vez, saben lo que se hacen al concederme esta estatuilla, y parafraseando al inefable Moschino con su célebre: “Si no puedes ser elegante, sé extravagante”.

(Los selectos invitados a la ceremonia patean el suelo indignados, amenazan con el puño al modisto deslenguado, gritan al unísono “Son of a bitch” (no se traduce por no herir sensibilidades), aunque entre el público hay división de opiniones: unos se ciscan en su padre y otros en su madre. – Pero todos están de acuerdo en que el flamante oscarizado J.V.W va a ser el diseñador de moda más cotizado entre las estrellas del universo Hollywood y más allá).

sábado, 22 de febrero de 2025

Eso de la salud del cuerpo.-

 


“Yo, señor gobernador, me llamo Pedro Recio de Agüero y soy natural de un lugar llamado Tirteafuera, que está entre Caracuel y Almodóvar del Campo, a la mano derecha y tengo el grado de doctor por la Universidad de Osuna”. Ya el improbable lector sabe como sigue la historia de cuando Sancho fue nombrado gobernador de la Ínsula Barataria y su médico personal lo mataba de hambre.

Y como estaba Sancho, desfallecido de hambres ante tanto manjar sobre la mesa al que no podía hincar el diente, y como el doctor daba con una varita sobre cada plato sabroso y decía a los criados que lo retiraran; un plato porque era flatulento, el otro porque irritaba las bilis, el de más allá porque espesaba los humores corporales (pongo por caso, que no me acuerdo de memoria). Y el bueno de Sancho, más cabreado que una mona, mirando de hito en hito al doctor, le dijo aquello de Señor doctor don Pedro Recio… quíteseme de delante, si no, voto al sol que tome un garrote y a garrotazos no ha de quedar médico en toda la ínsula.

Pero, claro, Sancho Panza estaba en pleno ejercicio de su cargo y podía moler a palos a todos los doctores de su demarcación, si fuera el caso. Pero un servidor no podía permitirse según qué libertades ante la doctora Mihaela, quien observaba todas las pruebas que me había mandado hacer y, con la varita de su ciencia me iba dando golpecitos en mi quebrantado estado de ánimo, mientras iba diciendo: Es usted ligeramente hipertenso, así que se me va a tomar estas pastillas en el desayuno, me va a hacer ejercicio todos los días, apúntese a natación, sea asiduo de la ruta del colesterol… Y este jubilata, para sus adentros, iba maldiciendo los chivatazos del holter que tuve que llevar durante 24 horas.

… Y la doctora, natural de algún Tirteafuera no manchego, sino de algún país del Este, seguía dándome toquecitos con la varita de sus diagnósticos. Además, es usted pre diabético, me dijo. Y miraba el análisis de sangre que me había mandado hacer, el cual era tan extenso que ocupaba más de tres páginas y había escudriñado mi torrente sanguíneo sin dejar recoveco por periscopear.

Y a este jubilata, un color se le iba y otro se le venía. ¡Prediabético, coño y recoño! Esta mujer quiere amargarme el resto del resto de mi existencia, pensaba yo. Y sin atreverme a decirle, como Sancho al doctor Pedro Recio Agüero natural de Tirteafuera: voto al sol que tome un garrote y a garrotazos no ha de quedar médico en toda la consulta. Y pensé enseguida en mis mermeladas caseras, tan ricas que las hago, y mis desayunos tan ricos en azúcares, y el tarro de miel, y el par de churros crujientes, y tanto bizcocho que compro en el obrador de cerca de casa, sin contar las magdalenas caseras.

Y no me perdonó una, porque remató: Además, el colesterol un poco alto, y yo suspiré mentalmente por mis rebojos de pan mojados en las salsas tan sabrosas que hace mi santa y en el rebañado del aceite del fondo de la sartén, que la dejo brillante de tanto restregar con el migote de pan, y en el jamón serrano y el queso, tan sabrosos y tan bien curados, acompañados de su copa de vino de rioja.

Tiene razón la sabiduría popular cuando dice que, si vas al médico, éste terminará por encontrarte cualquier avería. Y lo dicho más arriba es la prueba fehaciente. Por eso, me he ido fiando estos últimos años del refrán oído cuando era niño: "Orín claro, cagajón pa’l médico". O de este otro: "Mea claro, pee fuerte y no temas a la muerte". Por eso ventoseo con energía y trasiego tanto agua para que en mis entresijos no queden restos de residuos corporales. Pero ni por esas. ¿Querías quedarte para simiente?, es lo que solían decir cuando alguien tenía la pretensión de llegar a tan viejo como Matusalén, o como el poeta Marcial dice refiriéndose a Príamo o Néstor en uno de sus epigramas.


Ya que uno ha de renunciar a tanto placer gastronómico y volver al cardo hervido del cartujo Sánchez Cotán, al menos, estas doctoras que miran tanto por tu salud podrían recetar habilidades de anacoreta para llevar una vida casta de alimentos. Puesto que tanta renuncia no nos va a llevar al cielo, al menos que no nos joda nuestro paso por la tierra.


martes, 21 de enero de 2025

Altas alcándaras.-

 


El lector disimule el arranque del título. Luego le digo lo de las alcándaras.

En una entrevista, decía Torrente Ballester (la entrada de hoy va de eso) que sus personajes pensaban, mientras que lo usual en la narrativa del momento en que él hablaba, era que los personajes actuasen con los “riñones”, y que por eso decían de él - porque sus personajes "pensaban" - que era un escritor intelectual.

Hace ya muchos años que leí de sus novelas todo lo que caía en mis manos y no recuerdo tan intelectuales sus personajes como para darle al autor ese trato, con independencia que él lo fuera por mérito propio. Bueno, sí. Quizá su Don Juan, quien recurría a su intelecto, ya que sexualmente era neutro, para enamorar hasta el deliquio a las féminas que caían bajo sus encantos.

Es cierto que el protagonista de la Saga/Fuga de JB, José Bastida, era profesor de gramática, pero no era su cultura lo que aguzaba su intelecto, sino las hambres que pasaba para sobrevivir. Al fin y al cabo, era un maestro represaliado que andaba lampando, aparte que era algo patizambo y contrahecho, lo que era un añadido a su incapacidad para adaptarse a la burguesía provinciana de Castroforte de Baralla.

Lo anterior viene al caso porque, hace un par de semanas, estuve viendo una exposición sobre Torrente Ballester en la Biblioteca Nacional. Más que curiosidad por el escritor, del que, ya digo, conocía su trayectoria como novelista y leí durante años todo lo que se publicaba, fui allí para alimentar el recuerdo de una añoranza lectora de ciertos años de mi juventud/madurez. Por entonces la lectura era en mí una pasión irrefrenable. Alimentar la voracidad lectora mientras transitábamos aún por los tiempos de grisalla social y la mediocridad del panorama de eso que se dio en llamar el franquismo sociológico y su retahíla de añorantes. Fue una forma de sobrevivir a los medios pelos de una vida bastante plana que la literatura ayudaba a sobrellevar.

Sólo dos novelas me han absorbido el seso hasta el punto de la compulsión lectora más enfermiza: una fue la Saga/Fuga y la otra fue El Nombre de la Rosa, tan dispares. La primera la recuerdo como una obsesión, devorando páginas y páginas durante días, a cada momento que tenía libre, de forma que yo también levitaba – como Castroforte de Baralla – dentro de las páginas, siguiendo las peripecias de don Joseiño y aquellos personajes capaces de montar un homenaje tubular en perpetuo crecimiento, o los amores del poeta Joaquín María Barrantes (el de las altas alcándaras). Fue terminar el último párrafo de la última página, …hasta que en el Reloj del Universo sonara la hora del regreso, para, sin solución de continuidad, abrir el libro por la primera página y comenzar a releer: ¡Veciños, veciños, roubaron  o Corpo Santo!

Del Nombre de la Rosa recuerdo haberla leído prácticamente en una noche, de claro en claro, como decía Cervantes que leía Alonso Quijano sus libros de caballerías. Fue en Salamanca, en casa de mi cuñado, que me dejaron un ejemplar de la novela, recién publicada, y a mí me envenenó con avidez lectora, como Jorge de Burgos envenenó la Poética de Aristóteles para que todos los que accediesen a ella pagaran con la vida su atrevimiento. Fue, eso se dice, en la abadía Sacra de San Michele (si mis noticias son ciertas), donde se desarrollaron aquellos sucesos y misteriosas muertes de monjes, y fue mi imaginación quien vivió aquella noche, del ocaso al orto, envenenada por aquella historia que inventó Umberto Eco.

En cuanto a lo de las alcándaras, ahora sí, fue uno de los logros poéticos del vate Barrantes en endecasílabos pareados: De las altas alcándaras caía / el puñetero rosicler del día. No fue gran poeta, a decir de los contemporáneos, pero fue admirado por los castrofortinos a causa de su defensa cantonalista frente al batallón de estudiantes de Villasanta de la Estrella. Pero en cuanto a su martirio patriótico, que es lo que quedó en el recuerdo popular, es algo no aclarado por la historia. Dicen que, en realidad, fue su amante Ifigenia, despechada por los amores de éste con Coralina Soto - un mito erótico castrofortino -, la que le descerrajó el tiro mortal que lo aupó a la gloria local.

Este jubilata, aupado en la alcándara o varal de esta bitácora, rememora aquellos tiempos en que la lectura y la vida corriente no tenían una frontera bien definida. Uno saltaba de una a otra según las obligaciones del día a día dejaban resquicios para que la imaginación se colara por las páginas de tantos libros como había que leer.

No diré lo de “letraherido” porque es muy cursi y pretencioso decirlo de sí mismo, pero un chute de letras en vena cada vez que me daba el mono de la lectura, sí que es cierto.  

miércoles, 1 de enero de 2025

Teleasistidos.

 


Es cosa de la edad, ya se sabe, y por eso nos sometemos gustosos al Gran Hermano que vigila nuestro bienestar en la distancia, la santa y yo. 

Desde hace un par de años, por aquello de las limitaciones físicas que impone la ancianidad, nos hicimos cofrades de la meritoria hermandad de la santa Teleasistencia. Esa diosa benevolente que extiende telemáticamente su mirada bondadosa sobre los ancianitos y les dedica, vía telefónica, palabras amables, se interesa por el estado de salud de los cofrades y reparte consejos bienintencionados.

Y, si un día te sobreviene una avería doméstica, tipo caída con coscorrón (tan frecuente), un accidente fortuito o cualquier otro percance de esos que nuestros cuerpos de articulaciones herrumbrosas no están para resolver por sus medios naturales, basta pulsar la medallita que llevas al cuello. Al poco se te aparecerá, si no la Virgen, que tiene otro régimen de asistencia a lo divino, un funcionario en misión de ángel emisario que te socorre, llama a los servicios de urgencias, o te da palabras de ánimo. Cofradía más milagrera y eficaz no se puede pedir en estos tiempos tan egocéntricos y descreídos.

Eso sin contar las llamadas telefónicas de control rutinario que recibes un poco al azar y que dependen de la voluntad de tu ángel custodio, más que de tu voluntad o necesidad. Llamadas que, al parecer de este jubilata, son un tanto aleatorias, del tipo: voy a llamar a fulanito o a menganita, que llevamos siete días sin echarles el ojo telemático, a ver de qué pie cojean. Otras veces la llamada se hace a modo de insaculación, meten la mano en la tecla y sale en el sorteo el abuelo zutano o la señora perengana, agraciados con una llamada rebosante de amabilidad.

Al cofrade que esto relata, le suelen llamar de forma sorpresiva, mientras viaja en metro, asiste a los cursos de la Senior, visita una exposición, va caminando disciplinadamente sus 10.000 pasos diarios, hace la compra en el súper o cualquier otra actividad obligada de un jubilata hiperactivo. Incluso, a veces, el custodio teleasistente hasta me pilla en casa y todo. En este caso, es cuando la conversación es más reposada por mi parte y le cuento lo que espera oír de un anciano agradecido de la atención que le dispensan.

Si te pones en plan abuelo dicharachero, como hago yo para aliviarles de la rutina, puede que se admiren de tu optimismo, aprendido en un manual de autoayuda, y hasta se crean que tu actitud positiva nace del fondo de las entretelas de tu energía vital. Si, para epatarlos, añades que tu actitud positiva es porque la vida te va consumiendo despacio, pero sin maltratarte, cuelgan con la convicción de que eres un estoico de buena pasta. 

Porque esa es otra, el tono de conversación con el custodio telemático requiere ajustarse a unas pautas que reflejen un estado de ánimo que tenga connotaciones de normalidad anímica, de cierto ligero optimismo o de manifiesto reboso de salud mental. No sé si me explico bien. A un servidor, el custodio o la custodia que me llaman, en términos generales, me parece que ya tienen bastante tarea con darme conversación amistosa cuando ni siquiera conocen mi cara.

Es algo que me parece muy meritorio, interesarse por un anciano que a lo mejor es un cascarrabias misántropo o un depresivo profesional, o más simple que el bobo de Coria; y no menos meritorio es darle palique, animos, consejos sencillos de supervivencia del tipo: no abra la puerta a desconocidos; si sale a la calle, lleve poco dinero; cruce por los pasos de cebra; no resbale en una caca de perro. Y otros consejos saludables para desenvolverte en un medio hostil como es la gran ciudad para un ser renqueante, con sus facultades físicas próximas a la fecha de caducidad.

Además, la conversación con el funcionario filántropo suele transcurrir en unos niveles de amabilidad próxima al lenguaje admonitorio que se suele emplear con los niños. De forma que, siendo ochentón, te sientes retrotraído a la infancia, caminando de la mano de una persona mayor que te aúpa cuando cruzas un charco. O te sientes como un niño de guardería al que su papá para ante el semáforo y le dice que no se cruza hasta que no aparezca la luz verde. Lo suelen llaman sobreprotección o edadismo, pero eso siempre es mejor que pedrada en ojo de boticario.

Y encima tan contentos. Que tenemos año recién estrenado y a saber con qué intenciones viene

jueves, 12 de diciembre de 2024

Autoplagio navideño.-

 


Como se acercan las entrañables fechas de la navidad, he rescatado de entre mis papeles informáticos este cuento navideño que, aunque verosímil, es muy improbable que ocurra. 

Dicho sea en mi descargo, en aquellas fechas estaba yo muy cabreado con el mundo porque éste no rodaba como yo tenía el convencimiento de que debía hacerlo. Al día de hoy, no es que el mundo marche mejor, ni que yo me haya resignado a verlo ir a su aire; es que la madurez que da el paso del tiempo y la convicción de que no iba a mejorar por mucho que yo me empeñe en que sí debería, han llevado a este jubilata al autismo social -por decirlo de alguna forma- y, por ende, al repliegue sobre mis defensas interiores, convertido en espectador escéptico.

Pues eso, el cuentecito de marras dice así:

"Era la víspera de navidad y se notaba en el ambiente. La gente se había puesto sus mejores sonrisas, esas que sólo se sacan en días muy especiales, como las fiestas navideñas. Caminaban alegres y locuaces. El duendecillo de la bondad había abandonado, por unos días, su desesperanza y se había adueñado de la ciudad. La gente se saludaba por las calles:

- ¡Feliz Navidad! –, decía el jubilado al barrendero que empujaba el carrito lleno de hojas de los árboles.

- ¡Feliz Año! – le decía el quiosquero a la mujer joven. Ella empujaba el cochecito del bebé, orgullosa de su reciente maternidad.

- ¡Feliz Noche!, ¡Próspero Año Nuevo!, ¡Paz y Prosperidad!, ¡Felicidades... Felicidad, ¡Felicidad!  Era la alegre consigna del día.

Todo eran sonrisas, parabienes, saludos. En los buses urbanos, las personas se cedían los asientos, en las aceras se cedían el paso; en los semáforos, los coches esperaban con paciencia, aunque los peatones cruzasen con la luz roja. Un sentimiento de hermandad universal reinaba durante aquellas horas, intenso y provisional.

Dentro de las casas los abetos navideños parpadeaban con alegres destellos; los belenes, en el estático dinamismo de sus figurillas, plasmaban el cíclico nacimiento del Niño Jesús, rememorado en una opulencia gastronómica de turrones, langostinos y champán de supermercado. La calefacción irradiaba su calor doméstico, el frigorífico rebosaba de alimentos, los armarios estaban abarrotados de regalos para la familia y por las ventanas se escapaban miles y miles de kilovatios de luz que se sumaban al alumbrado público navideño. La ciudad, vista desde la noche y el silencio del cielo, era una enorme luciérnaga que se pavoneaba con mil destellos y colores.

Cuando llegó la hora de la cena navideña, se fue la luz. Con la sobrecarga, varias subestaciones saltaron por los aires en una erupción de chisporroteos azules y llamaradas rojas que lamían los flecos negros de la noche. Las tiendas de los chinos se llenaron de gente cabreada que compraba velas y pilas de linternas y las centralitas de las compañías eléctricas se saturaron de llamadas de protesta.

Fue una Nochebuena inolvidable, con la gente agazapada en sus casas, temerosa del silencio y la oscuridad.

jueves, 7 de noviembre de 2024

Falsedades y divagaciones.-

 


Leo por aquí y por allá, un poco a salto de mata y sin demasiado rigor, noticias, comentarios, pareceres, bulos, artículos indignados y plagados de exabruptos – como el de Juan M. de Prada – con vocabulario de tripas afuera y votoadiós. En fin: leo en el cenagal informativo en que nos ha sumido el cenagal de barro y agua que se ha desplomado desde los cielos hasta los suelos valencianos.  

Me ha hecho recordar que, como espectadores de hechos que se escapan a nuestro control, no tenemos noticias de la verdad escueta si no va rebozada en comentarios interesados, descalificaciones, malformaciones de la realidad y toda una amalgama de intereses espurios a costa de una desgracia colectiva. Total, que vivimos inmersos en un mundo de redes de comunicación que parecen no tener más objeto que hacer de la realidad una trinchera, y esta realidad cuenta sólo en cuanto es objeto de manipulación según el interés de cada contendiente.

Dicho todo lo anterior (no se disguste conmigo el improbable lector por haberme puesto moralista), añadiré que una vejez reposada y un tantico reflexiva, es un buen antídoto para no dejarse apasionar por este barullo mediático de redes sociales que hoy se dispara de decibelios y nos atruena la cabeza, y mañana pone su interés en otro asunto.

Con lo cual me estuve haciendo examen de conciencia sobre mi participación en las redes sociales esas y descubro que tengo mi parte alícuota de responsabilidad en ellas. Porque, sin ir más lejos, en esta bitácora se vierten opiniones que nadie ha pedido y que son una gota en el maremágnum de tiktokers, influencers, instagramers, youtuberos, twiteros  y toda esa gente que quiere cambiar el mundo a su gusto con el teclado de su móvil, y si no, se indigna. Lo que me ha hecho recordar aquello que dijo Maquiavelo de que todo engañador acaba encontrando alguien que quiera dejarse engañar.

Confieso, también, mi participación activa en varios grupos de guasap. Vas a cualquier actividad colectiva, y lo primero es montar un enlace para guasapear y así sentirte integrado dentro de una pequeña tribu exclusiva. Así, a ojo, ando enmarañado en seis grupos. Y mira si corren mil opiniones en cada uno de ellos, y en todos tienes algo que decir.

Sin olvidar el Facebook, en que estoy metido desde que alquilé la primera conexión a Internet. Bien es verdad que no le hago mucho caso, si no es para colgar las entradas de esta bitácora. Últimamente, no sé bien por qué, estoy recibiendo multitud de solicitudes de amistad, y todas son de mujeres. Sospecho que no es por mi merecimiento, sino porque son muy adictas a las redes sociales y hay un trasfondo de narcisismo que cuidan con mimo, y por eso coleccionan amigos y “me gusta” como quien colecciona sellos.

Yo, la verdad, no me veo siendo amigo en Facebook de una peluquera que quiere promocionar su negocio, o de una moza que insinúa sus turgencias bajo un sostén escaso, o de una joven bailadora de salsa que baila para gustarse a sí misma, o de una pintora de gatos, o de una iluminada abrazadora de árboles. Francamente, no me veo como pieza de interés cinegético para estas féminas, ni siquiera virtual. Doy por supuesto que quieren aumentar su colección de admiradores o secuaces, así que, a veces, accedo a ver si así aumento mi círculo de lectores. Vaya lo uno por lo otro…

Y, como no me falta perseverancia, ni se sabe los años que estoy apuntado en LinkedIn, que, por lo visto, es una red profesional a nivel internacional. No fue por mi culpa. Me estuvieron bombardeando para que me diera de alta, a pesar de estar ya jubilado. Tanto insistieron que me inventé un perfil époustouflant, que dirían nuestros amigos franceses, a ver si, cuando se diesen cuenta, me borraban por toda la eternidad. Pero, no. De vez en cuando alguien entra en mi perfil e incluso me han llegado ofertas de trabajo no conformes a mi calidad profesional, sino según criterios utilitarios al uso.

Recuerdo que me definí a mí mismo como Jubilata Emérito en Jubilación Perpetua, S. L. y aseguré que era Doctor en Patafísica “ciencia de las soluciones imaginarias que otorga simbólicamente a las delineaciones de los cuerpos las propiedades de los objetos descritas por su virtualidad”, y que Fernando Arrabal fue mi director de tesis.

A pesar de mis supuestamente altas cualificaciones profesionales, en LinkedIn hacen gala de una inteligencia de alpargata. Lo digo porque, cuando han aparecido ofertas de trabajo en mi perfil, eran de reponedor de supermercado o de pinche en un burguer, como si un doctor patafísico laureado por la Sorbona no pudiese desempeñar un puesto de CEO en cualquier trasnacional con sede en Panamá, pongamos por caso.

Por no aburrir al improbable lector, todo lo que antecede es fruto de la ociosidad, a la que conviene poner freno. Ya lo dijo el señor de Montaigne: mi espíritu ocioso engendra tantas quimeras, tantos monstruos fantásticos, sin darse tregua ni reposo, sin orden ni concierto, que para poder contemplar a mi gusto la ineptitud y singularidad de los mismos he comenzado a ponerlos por escrito, esperando con el tiempo que se avergüence al contemplar imaginaciones tales.

De igual forma, el espíritu ocioso de un jubilata lleva a verter sobre la pantalla opiniones de las que debería avergonzarse cuando uno las relee, pero, a pesar de todo, insiste en ellas. Porque, a ver, en algo hemos de gastar el tiempo que nos queda de descuento.