“Yo, señor gobernador, me
llamo Pedro Recio de Agüero y soy natural de un lugar llamado Tirteafuera, que
está entre Caracuel y Almodóvar del Campo, a la mano derecha y tengo el grado
de doctor por la Universidad de Osuna”. Ya el improbable lector sabe cómo sigue la historia de
cuando Sancho fue nombrado gobernador de la Ínsula Barataria y su médico
personal lo mataba de hambre.
Y cómo estaba Sancho, desfallecido
de hambres ante tanto manjar sobre la mesa al que no podía hincar el diente, y
cómo el doctor daba con una varita sobre cada plato sabroso y decía a los
criados que lo retirasen; uno porque era flatulento, el otro porque irritaba
las bilis, el de más allá porque espesaba los humores corporales (pongo por
caso, que no me acuerdo de memoria). Y el bueno de Sancho, más cabreado que una
mona, mirando de hito en hito al doctor, le dijo aquello de Señor doctor don
Pedro Recio… quíteseme delante, si no, voto al sol que tome un garrote y a
garrotazos no ha de quedar médico en toda la ínsula.
Pero, claro, Sancho Panza
estaba en pleno ejercicio de su cargo y podía moler a palos a todos los
doctores de su demarcación, si fuera el caso. Pero un servidor no podía
permitirse según qué libertades ante la doctora Mihaila, quien observaba todas
las pruebas que me había mandado hacer y, con la varita de su ciencia me iba
dando golpecitos en mi quebrantado estado de ánimo, mientras iba diciendo: Es
usted ligeramente hipertenso, así que se me va a tomar estas pastillas en el
desayuno, me va a hacer ejercicio todos los días, apúntese a natación, sea
asiduo de la ruta del colesterol… Y este jubilata, para sus adentros, iba
maldiciendo los chivatazos del holter que tuve que llevar durante 24 horas.
… Y la doctora, natural de
algún Tierteafuera no manchego, sino de algún país del Este, seguía dándome
toquecitos con la varita de sus diagnósticos. Además, es usted pre diabético, me
dijo. Y miraba el análisis de sangre que me había mandado hacer, el cual era
tan extenso que ocupaba tres páginas y había escudriñado mi torrente sanguíneo
sin dejar recoveco por periscopear.
Y a este jubilata, un color
se le iba y otro se le venía. ¡Prediabético, coño y recoño! Esta mujer quiere
amargarme el resto del resto de mi existencia, pensaba yo. Y sin atreverme a
decirle, como Sancho al doctor Pedro Recio Agüero natural de Tirteafuera: voto
al sol que tome un garrote y a garrotazos no ha de quedar médico en toda la
consulta. Y pensé enseguida en mis
mermeladas caseras, tan ricas que las hago, y mis desayunos tan ricos en
azúcares, y el tarro de miel, y el par de churros crujientes, y tanto bizcocho
que compro en el obrador de cerca de casa, sin contar las magdalenas caseras.
Y no me perdonó una, porque remató: El colesterol
un poco alto, y yo suspiré mentalmente por mis rebojos de pan mojados en las salsas
tan sabrosas que hace mi santa y en el rebañado del aceite del fondo de la
sartén, que la dejo brillante de tanto restregar con el migote de pan, y en el
jamón serrano y el queso, tan sabrosos y tan bien curados, acompañados de su
copa de vino de rioja.
Tiene razón la sabiduría popular cuando dice que,
si vas al médico, éste terminará por encontrarte cualquier avería. Y lo dicho
más arriba es la prueba fehaciente. Por eso, me he ido fiando estos últimos
años del refrán oído cuando era niño: Orín claro, cagajón pa’l médico. O de
este otro: Mea claro, pee fuerte y no temas a la muerte. Por eso trasiego tanto
agua, para que en los riñones no quede una brizna. Pero ni por esas. ¿Querías
quedarte para simiente?, es lo que solían decir cuando uno tenía la pretensión
de llegar a tan viejo como Matusalén, o como el poeta Marcial refiriéndose a
Príamo o Néstor.
Ya que uno ha de renunciar a tanto placer
gastronómicos y volver al cardo hervido del cartujo Sánchez Cotán, al menos,
estas doctoras que miran tanto por tu salud podrían recetar habilidades de
anacoreta para llevar una vida casta de alimentos. Ya que tanta renuncia no nos
va a llevar al cielo, al menos que no nos joda nuestro paso por la tierra.
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