jueves, 14 de abril de 2022

Paseata por lo castizo, con divagaciones.-

 


Sepa el improbable lector que la otra mañana, como jubilado en ejercicio que soy y que como tal ejerzo, me dediqué al descansado oficio de paseante en corte. Dicho sea sin mayores pretensiones, y a despecho de la poco honrosa definición que de tal expresión da la Real Academia: Paseante en corte: Individuo que no tiene destino ni se emplea en ninguna ocupación útil y honesta. Pero ahí dejaremos esa definición difamatoria, sin entrar en mayores averiguaciones. Un servidor no quiere enturbiar su ánimo entablando disputas eruditas con los Padres de la Lengua. El jubilata es de por sí un ser de ánimo placentero y conciliador, y a ello me atengo.

Decía, pues, que la otra mañana fui en metro hasta la Latina y me encaminé a la Ribera de Curtidores. Iba con ánimo de comprar, y así lo hice, un pantalón de montaña para mis andanzas camineras por la Sierra madrileña. Mientras mis pies me llevaban hacia las tiendas de deportes del Rastro, mis pensamientos vagaban, sin razón que los justificase, por otros caminos. Iban desde doña Beatriz Galindo, la ilustre Latina a la que alude esa estación de metro, hasta el Gonzalo de Berceo, el monje de San Millán de Suso.

Y eso porque – se me ocurrió pensar - redactar mi bitácora en buenos latines, tales como los hablaba doña Galindo, debería ser la leche de culto, aun a riesgo de que no me leyera ni el Nuncio de Su Santidad. Ya me sentiría yo bastante pagado con el subidón de autoestima que me iba a embargar.

Pero como el intelecto mío no da para tanto, en mi magín me conformaba con llegarle al coturno al monje Gonzalo, quien presumía, ya que ignorante de los latines, de versificar en román paladino. Y no es que un servidor quisiera fablar curso rimado por la quaderna vía – que no está la posmodernidad para esas antiguallas, más cuando los gustos actuales están por los haikus japoneses –, sino, simplemente, expresarse con claridad y en lenguaje en el que suele cada quisque hablar a su vecino…

Pero ya veo que estas divagaciones (No te andes por las ramas, acostumbra a decir la mi santa) me apartan del primitivo objetivo, así que encamino mis pasos, de nuevo, desde la Rivera de Curtidores a la calle Embajadores. Cerca de la barroca iglesia de San Millán y San Cayetano, cuya fachada hay que mirar en escorzo desde uno de sus laterales para que te alcance la vista, una señora recoge los excrementos de su chucho. Desde la acera de enfrente, un señor con gran barba hípster, le interpela con recochineo: Qué…, el perro está haciendo política: ¡Está soltando mierda! Pero no todo es casticismo soez, no se ofenda el lector, que, un rato antes, en una pared del Rastro, leí este grafiti: Nos querían enterrar, pero no sabían que éramos simiente. Germinal y profundo…

En Embajadores, esquina a Tribulete, el mercado de San Fernando, con su bonita fachada inspirada en el estilo herreriano y amplia escalinata de acceso. Creo que dediqué una entrada en esta bitácora a hablar de él. Si el curioso lector siente curiosidad, hurgue, hurgue en estos escritos míos, que seguro que la encuentra. Y también hablé de su librería al peso La Casquería. Es ésta una de las librerías de viejo más curiosas de Madrid.

Cuando el mercado municipal vino a menos, se recicló en lugar de progresía con un toque vintage, con tiendas gourmet, lugares de copas con vinos de la tierra y cosas guapas para gente guay (o viceversa). Su antigua casquería, donde se vendían los despojos: asaduras, callos, patas, morros, sangre y demás entresijos animales, es hoy librería donde uno puede comprar kilo y tres cuartos del Ulises, de Joyce, o kilo cien gramos de Memorias de ultratumba, de Montesquieu. O, sin ponerse tan exquisito, tres euros y medio de La Risa, la Carne y la Muerte, que es lo que pesaba este volumen de cuentos de Eduardo Zamacois que compré. Una edición de 1930, en rústica, y tan perjudicada que se desbaratan los cuadernillos. Pero que proporcionará un doble placer: el de reencuadernarlo en el taller de encuadernación en las próximas semanas, y el de su lectura este verano, mientras oigo el rumor del Artiñuelo en Rascafría.

Un poco más allá, ya en la calle Tribulete, las antiguas Escuelas Pías, hoy sede de la UNED, equipada con una biblioteca de postín. Allí, en sus aulas, un servidor se empeña en aprender los rudimentos del ajedrez y en identificar un ataque a la descubierta, un ataque doble; o bien, qué es una pieza clavada o una captura de peón al paso, y otras sutilezas tácticas que aguzan el ingenio de jubilatas ociosos. Y aunque ningún dios me ha encaminado por la vía del escaque magistral, eppur si muove…, que no es poco

En la misma calle Tribulete, ya cerca de la plaza de Lavapiés, una escena de sangre; sangre a los pies del individuo agredido, apoyado contra un escaparate. Mucha, mucha policía, y uno de ellos que comenta a otro “… Un machetazo…” La gente va a sus quehaceres y mira con curiosidad. El drama callejero siempre es espectáculo, a condición de que en esa rifa no te toque alguna papeleta.

Y como uno ya ha echado la mañana, en la estación de Lavapiés toma el metro y se va a su barrio de la Concepción. Aquí no hay tipismo, ni mezcolanza de nacionalidades y lenguas, ni gentrificación, ni sale en las guías del Trotamundos para mochileros. Sí hay el parque del Calero, lleno de jubilatas, niños y perros.