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jueves, 14 de abril de 2022

Paseata por lo castizo, con divagaciones.-

 


Sepa el improbable lector que la otra mañana, como jubilado en ejercicio que soy y que como tal ejerzo, me dediqué al descansado oficio de paseante en corte. Dicho sea sin mayores pretensiones, y a despecho de la poco honrosa definición que de tal expresión da la Real Academia: Paseante en corte: Individuo que no tiene destino ni se emplea en ninguna ocupación útil y honesta. Pero ahí dejaremos esa definición difamatoria, sin entrar en mayores averiguaciones. Un servidor no quiere enturbiar su ánimo entablando disputas eruditas con los Padres de la Lengua. El jubilata es de por sí un ser de ánimo placentero y conciliador, y a ello me atengo.

Decía, pues, que la otra mañana fui en metro hasta la Latina y me encaminé a la Ribera de Curtidores. Iba con ánimo de comprar, y así lo hice, un pantalón de montaña para mis andanzas camineras por la Sierra madrileña. Mientras mis pies me llevaban hacia las tiendas de deportes del Rastro, mis pensamientos vagaban, sin razón que los justificase, por otros caminos. Iban desde doña Beatriz Galindo, la ilustre Latina a la que alude esa estación de metro, hasta el Gonzalo de Berceo, el monje de San Millán de Suso.

Y eso porque – se me ocurrió pensar - redactar mi bitácora en buenos latines, tales como los hablaba doña Galindo, debería ser la leche de culto, aun a riesgo de que no me leyera ni el Nuncio de Su Santidad. Ya me sentiría yo bastante pagado con el subidón de autoestima que me iba a embargar.

Pero como el intelecto mío no da para tanto, en mi magín me conformaba con llegarle al coturno al monje Gonzalo, quien presumía, ya que ignorante de los latines, de versificar en román paladino. Y no es que un servidor quisiera fablar curso rimado por la quaderna vía – que no está la posmodernidad para esas antiguallas, más cuando los gustos actuales están por los haikus japoneses –, sino, simplemente, expresarse con claridad y en lenguaje en el que suele cada quisque hablar a su vecino…

Pero ya veo que estas divagaciones (No te andes por las ramas, acostumbra a decir la mi santa) me apartan del primitivo objetivo, así que encamino mis pasos, de nuevo, desde la Rivera de Curtidores a la calle Embajadores. Cerca de la barroca iglesia de San Millán y San Cayetano, cuya fachada hay que mirar en escorzo desde uno de sus laterales para que te alcance la vista, una señora recoge los excrementos de su chucho. Desde la acera de enfrente, un señor con gran barba hípster, le interpela con recochineo: Qué…, el perro está haciendo política: ¡Está soltando mierda! Pero no todo es casticismo soez, no se ofenda el lector, que, un rato antes, en una pared del Rastro, leí este grafiti: Nos querían enterrar, pero no sabían que éramos simiente. Germinal y profundo…

En Embajadores, esquina a Tribulete, el mercado de San Fernando, con su bonita fachada inspirada en el estilo herreriano y amplia escalinata de acceso. Creo que dediqué una entrada en esta bitácora a hablar de él. Si el curioso lector siente curiosidad, hurgue, hurgue en estos escritos míos, que seguro que la encuentra. Y también hablé de su librería al peso La Casquería. Es ésta una de las librerías de viejo más curiosas de Madrid.

Cuando el mercado municipal vino a menos, se recicló en lugar de progresía con un toque vintage, con tiendas gourmet, lugares de copas con vinos de la tierra y cosas guapas para gente guay (o viceversa). Su antigua casquería, donde se vendían los despojos: asaduras, callos, patas, morros, sangre y demás entresijos animales, es hoy librería donde uno puede comprar kilo y tres cuartos del Ulises, de Joyce, o kilo cien gramos de Memorias de ultratumba, de Montesquieu. O, sin ponerse tan exquisito, tres euros y medio de La Risa, la Carne y la Muerte, que es lo que pesaba este volumen de cuentos de Eduardo Zamacois que compré. Una edición de 1930, en rústica, y tan perjudicada que se desbaratan los cuadernillos. Pero que proporcionará un doble placer: el de reencuadernarlo en el taller de encuadernación en las próximas semanas, y el de su lectura este verano, mientras oigo el rumor del Artiñuelo en Rascafría.

Un poco más allá, ya en la calle Tribulete, las antiguas Escuelas Pías, hoy sede de la UNED, equipada con una biblioteca de postín. Allí, en sus aulas, un servidor se empeña en aprender los rudimentos del ajedrez y en identificar un ataque a la descubierta, un ataque doble; o bien, qué es una pieza clavada o una captura de peón al paso, y otras sutilezas tácticas que aguzan el ingenio de jubilatas ociosos. Y aunque ningún dios me ha encaminado por la vía del escaque magistral, eppur si muove…, que no es poco

En la misma calle Tribulete, ya cerca de la plaza de Lavapiés, una escena de sangre; sangre a los pies del individuo agredido, apoyado contra un escaparate. Mucha, mucha policía, y uno de ellos que comenta a otro “… Un machetazo…” La gente va a sus quehaceres y mira con curiosidad. El drama callejero siempre es espectáculo, a condición de que en esa rifa no te toque alguna papeleta.

Y como uno ya ha echado la mañana, en la estación de Lavapiés toma el metro y se va a su barrio de la Concepción. Aquí no hay tipismo, ni mezcolanza de nacionalidades y lenguas, ni gentrificación, ni sale en las guías del Trotamundos para mochileros. Sí hay el parque del Calero, lleno de jubilatas, niños y perros.

miércoles, 10 de abril de 2019

Libro viejo.-



¿El improbable lector recuerda a qué huele una librería de viejo? ¿A papel amarillento y rancio, a rincón no ventilado, a espelunca penumbrosa, a silencio y paso del tiempo? Puede. Pero, sobre todo, huele a viejas lecturas dormidas y a letra impresa acurrucada en montones de libros apilados por las esquinas; a rimeros de libros apoyados contra las paredes desconchadas, o bien, ordenados en ringleras en viejas estanterías que se comban bajo el peso de tantas historias. 

Pero también huele a continentes inexplorados, donde el lector – si se decide a conquistarlos – encontrará ríos torrenciales de palabras; a enormes desiertos de apariencia inhóspita, pero donde una mirada al texto hace aflorar mil imágenes imaginadas; a montañas infranqueables de páginas y páginas que llevan con esfuerzo a las cumbres más placenteras de la lectura. Ante cada librería de viejo hay – fíjate bien, improbable pero siempre amigo lector – un ángel flamígero que no te arrojará del paraíso en nombre de ningún Yahvé cabreado, sino que te invitará: Entra, husmea, ojea y hojea: Tolle, lege!

Pero no creas que las encontrarás, las librerías de viejo, digo, en las grandes calles comerciales, junto a los primark o los burgerking de consumo rápido; las encontrarás discretamente sobreviviendo en alguna de esas calles del casco viejo de tu ciudad o en un barrio sin pedigrí. Allí están, esperando que algún lector, mientras pasea sus ocios, se tropiece con ellas al azar, meta las narices por el hueco de la puerta, se decida a entrar y empiece a curiosear. Cada título impreso en el lomo, cada nombre de autor en la portada, son pequeños cebos que atraen la mirada y despiertan el apetito de lectura del curioso.

Déjate atrapar y te convertirás en ese pez sorprendido, que, con el cebo de la curiosidad, se traga el anzuelo de la lectura. Entonces, las palabras, los párrafos, los capítulos, las páginas numeradas que se suceden ordenadamente unas a otras, serán como el sedal que tira de ti y te arrastra por la trama de la historia que tienes ante tus ojos. Cuando termines el libro, habrás descubierto un mundo nuevo, habrás vivido una aventura sin moverte de tu rincón de lectura preferido. Y, lo mejor de todo, se te despertará el apetito de nuevas lecturas en viejos libros que dormían el sueño polvoriento de los olvidados, hasta que tú fuiste a rescatarlos de la indiferencia y el abandono.

Eso le suele pasar a este jubilata en sus flaneos (perdone, por Dios, hermano; pero lo del flâneur gabacho a un servidor le gusta mucho) por las calles de Lavapiés tras las clases Senior en la UNED. Callejear sin rumbo, curiosear dondequiera te lleven tus zapatos, espiar al paso los balcones, observar el grafiteo de las paredes, las fruterías con verduras exóticas, los tropecientos restaurantes pakistaníes e indios con sus aromas especiados, y, mira qué casualidad: una librería de viejo…

Subes por la calle de la Fe y, en una puerta de calle que da a un tabuco de aspecto descuidado, ves un cartel colgado: Fotocopias, encuadernación, vida laboral, curriculum vitae y otros servicios más que dice ofrecer. En el suelo, al pie de un expositor rojo que debió conocer tiempos de mayores glorias comerciales, donde se exhiben libros “Semana de la gastronomía”, hay un folio protegido por una funda de plástico, donde dice que esto es la Librería 7 Colores

Entras, el empleado está abducido por la pantalla de un smartphone de esos. “Buenos días – dices -, ¿puedo echar un vistazo?” Y el tipo: “Buee…”. La pantalla le reclama antes de terminar el “Bueeeeno…”, así que te deja a tu aire. Te mueves entre libros que cumplieron su ciclo vital y ven pasar con somnolencia el tiempo. Dormitan en ese limbo del olvido que forman las estanterías pegadas a las paredes y los rimeros amontonados en el suelo. Curioseas los títulos de los lomos, haces unas fotos y, lector que eres, buscas algo que te llame la atención: Las veladas de Santa Eufrosina, de don Julio Caro Baroja. Colección de relatos nacidos de una estancia del autor en la Academia de España en San Pietro in Montorio. Está editado por la editorial familiar de los Baroja, la Caro Raggio, en 1995. ¡Bingo! Pagas – esta vez el empleado sí te hace caso – guardas en el macuto la pieza cobrada y te vas.

Sigues tu flaneo, ahora por la calle Ave María con giro a la derecha por la calle de la Esperanza arriba. A la altura del número 5, una puerta cristalera, un cartel LAVAPIES NO SE VENDE. Pegada al montante de la derecha, una estantería vertical llena de libros a 1 € la pieza. Al pie, una banasta de plástico y libros que se regalan; junto a ella, un tiesto con una planta esmirriada. Arriba, una pizarra, y escrito con tiza: Librería Eleutheria y el horario comercial. Eleuteria: Libertad.

Al interior, los libros parecen estar cómodos en sus estanterías. Entra luz por los ventanales. Incluso hay unos silloncitos donde uno puede sentarse a leer. La persona que está allí pudiera pasar por uno de aquellos anarquistas, apóstoles de la libertad individual por encima de las normas sociales. Tiene mediana edad, con una melena partida por una calvicie en lo alto del cráneo. Unas gafitas de intelectual ácrata, aspecto amable y atención concentrada en un portátil en el que va catalogando los libros que tiene sobre la mesa. Pido permiso, fotografío, curioseo.


El local parece ser un híbrido de librería y vivienda: hay una barra en escuadra dividiendo lo que parece ser una cocina del resto del lugar, un microondas, una cafetera (creo recordar) y utensilios domésticos. El lugar invita a quedarse, pedir un café al dueño y charlar de los problemas del barrio, de la turistificación, de los fondos buitre que expulsan a los inquilinos para montar esas pateras turísticas de extranjeros que van y vienen por los empedrados del barrio, arrastrando una maleta con ruedinas y guiándose por el Google Maps para encontrar su alojamiento provisional.

Pero no es el caso. Hoy es el día de husmeo de librerías. No saldrás de ésta sin pagar el óbolo correspondiente a cambio de La Conquista de Madrid. Paletos, provincianos e inmigrantes. Abierto el libro al azar, estos párrafos: Gloria Fuertes, en uno de esos ripios con que hizo el traje lúcido y ñoño de Madrid, escribió:

No puedo decir: Madrid es mi tierra,
tengo que decir mi cemento,
y lo siento.

Y añade el autor: Está claro que para estos madrileños a tiempo parcial, Madrid sólo puede ser su cemento. No hay que dudarlo un instante, la cosa promete 229 páginas de entretenida lectura. También esta pieza va al macuto. 

Entre la calle Tres Peces y Torrecilla del Leal,un Café Cultural la Infinita, una invitación a un cafelito y una ojeada a las nuevas adquisiciones. Luego, subes por Torrecilla del Leal, sales a la calle Magdalea, Antón Martín, calle de Atocha, y estás de lleno en el tráfago de gente y vehículos. Vas corriendo al metro para huir a tu barrio, palpando la caza de hoy y anticipando el placer de las lecturas.

Pero no olvidas otros cazaderos de viejos libros que ya descubriste hace tiempo, y de los que queda una referencia en forma de entrada en esta bitácora .(se puede ver aquí). Se trata de La casquería Libros al peso, en el mercado de San Fernando, en la calle Embajadores. Tomas lo que te apetece y te lo pesan en una báscula, como quien compra medio kilo de higadillos de pollo. O la librería Nicolás Moya, librería médica, en la calle Hortaleza. Librería que, por cierto, tiene los días contados y el destino de cuyo local será convertirse en una de esas tiendas donde se venden cruasanes y bollería rica en colesterol y pizas al corte. Comida rápida para turistas escasos de euros y de tiempo porque hay que verlo todo, todo, ya que estamos visitando esta ciudad tan cara. 

Respecto a eso del ángel flamígero, custodio de las viejas librerías, del que se ha hablado más arriba, no se lo tome el presunto lector al pie de la letra. Era una forma de llamar su atención. Aunque este jubilata algunos sí ha visto en sus correrías. Lástima que un tanto alicaídos...

sábado, 23 de febrero de 2019

Papeles y papelera.-


En casa somos urbanitas muy ecologistas, y puede que ingenuos. Tenemos un cubo para los restos orgánicos, una bolsa para los plásticos y envases, otra para los papeles, un rincón para los vidrios, una bolsa ocasional para la ropa reciclable, y paciencia bastante para poner cada basura con sus congéneres. Eso una vez que hemos aprendido el trabalenguas de los colores de los contenedores que el municipio pone a nuestra disposición. Es una profusión de recipientes necesitada de un máster no presencial – tipo Pablo Casado – en la Universidad Rey Juan Carlos, para discernir su uso con conocimiento de causa.

En lo que llamamos “el despachito”: una habitación mini para mis retiros lectores y escribidores, internáuticos, melómanos y de múltiples divagaciones sin clasificación posible, hay una papelera al pie de la mesa. Allí van a parar todos los papelotes, una vez reciclados en anotaciones por el reverso. Allí las copias desechables de la impresora, notas de compra y recordatorios, y ocurrencias esporádicas que apunto para no olvidar y que luego no sé qué aplicación darles.

Mira por dónde, en el vaciado último de la papelera, me encuentro unas hojas del periódico La Razón. Llegaron a casa como envoltorio de unos cuadernillos de un libro que estoy restaurando en el taller de encuadernación. Dicho sea lo de restaurar como licencia que me tomo por el hecho de estar remendando un libro que he desmontado y del que hablaré más tarde. A lo mejor…

A propósito de esa rareza de La Razón en casa, forzoso es confesar que uno tiene sus fobias. Fobias cultivadas con dedicación, como el Cándido de Voltaire cultivaba su huerto. Dicho sea en honor a la verdad: un servidor es fóbico a la prensa patriótica, entre otras fobias confesables. 

En la página 25 de La Razón, domingo día 3 del presente, salta a los ojos este anuncio publicitario: ¡Orgullosos de nuestra Guardia Civil!, en color verde picoleto. Y en letras rojas, para que más destaque: Reloj Homenaje “Duque de Ahumadaimpresionante cronógrafo de alta relojería con el emblema de la Guardia Civil y la bandera de España grabados en la esfera. Al lado del reloj, a su izquierda, una navaja con los colores de la bandera en la hoja. Navaja táctica Guardia Civil.Diseño español”, advierte, por si hubiese dudas.

Este jubilata, que cumplió su cupo militarista y patriótico con la jura de bandera franquista, siendo un conscripto veinteañero, siempre ve con recelo estos fogonazos de fervor decimonónico; los años vividos y recorridos siempre le llevan a sospechar negocio o apaño interesado tras tanto trémolo: dicen “Patria” y piensan “Pasta”.

Venciendo el natural recelo, resulta que sí; que, sin lugar a dudas, son objetos a la venta por 150 € la pareja (reloj y navaja). ¡Ah! En efecto, me digo aliviado: solo es eso: negocio. ¡Haber empezado por ahí! El truco está claro: Te ponen una bandera de España para que se te agiten las tripas patrióticas y se te obnubile el raciocinio, y, como quien no quiere la cosa, te sacan ciento cincuenta patacones por dos objetos perfectamente inútiles. Objetos que puedes comprar en tienda de chinos por la cuarta parte de ese precio. Sin enseña patriótica, claro. De ahí el sobre coste.

Un servidor ve esa navaja con su Todo por la patria impreso en la hoja y recuerda aquel Viva mi dueño que, según Valle Inclán, estaba grabado en las cachicuernas que los majos con calañés y patilla de boca de jacha, llevaban en la faja. De cuando la reina castiza, o sea, de antes de la Gloriosa.... 

Nueva vuelta al ruedo ibérico – piensa el jubilata con desánimo –, con su baza de espadas y su corte de los milagros. Nuevo regreso a los espejos deformantes del callejón del Gato, donde un Abascal a caballo por los eriales castellanos, nos da la contrafigura de don Friolera, tronando con dignidad de fantoche: En el cuerpo de Carabineros no hay cabrones ¡Friolera!

Pero en la papelera hay más papelorio. Esta vez, un par de hojas de un periódico gratuito, de esos que publican en cada distrito madrileño. Éste, de Lavapiés, Latina y Embajadores, de cuando voy a los cursos de la UNED Senior. Yo los traigo a casa y mi santa, que se lee hasta los prospectos de la farmacia, va devorándolos, columna a columna, artículo de opinión a artículo de opinión. Una vez exprimido su jugo, terminan en mi papelera.

Y va y me dice: Pues en un artículo ponen a caer de un burro a Aristóteles. Yo frunzo el ceño, hay mitos intocables y por ahí no paso. Rescato el papelorio de la papelera y leo: Y cómo no mencionar de entre los engendros a Aristóteles, quien consideraba que la educación debía ser para las clases sociales más altas… y que no valía la pena educar a los esclavos y a las mujeres. Entre los engendros de los que abomina la articulista no está solo el Estagirita, porque también da un repaso a Tomás de Aquino y a Agustín de Hipona por aquello de que le niegan la inteligencia y relegan a la mujer a la procreación. Ob imbecilitate sexu, creo que decían los medievales: a causa de la natural debilidad de su sexo. 

A la articulista, doña Eunice, se le nota súper mega cabreada con tanto machismo como ha sufrido la mujer desde el Génesis. Aunque parece que muestra cierta benevolencia hacia Platón, por aquello de que, en su República, dice más o menos: Los hijos… nacerán de la unión libre entre ambos sexos, ya que entre ellos habrá comunidad de mujeres, siendo todas para todos, de modo que los hijos sean comunes y los padres no conozcan a sus hijos.

Este jubilata da un respiro a su indignación al saber que el señor Aristón (Platón para los conocidos) se salvaba del anatema feminista gracias a haber sido un antecesor remoto (unos 25 siglos, así a ojo) del poliamor, tan en boga entre todo este elenco de plurisexualidades que disfrutamos. Plurisexualidades, por cierto, de las que otros disfrutan, pero de la que este jubilata tiene un conocimiento de oídas y poco claro, debido a la edad provecta que le habita. Y a que sus hábitos son otros.

Aparte esos papeles impresos, en el vuelco de la papelera aparecen trozos arrugados de cuartillas con algunas notas de puño y letra bastante incomprensibles. Son fruto fragmentario de lecturas a medio digerir del tipo: “La mayoría de nuestras impresiones del mundo las percibimos a través de la vista. La imagen se construye a partir de fragmentos de información”. “La consciencia surge de la actividad neuronal, pero no toda actividad neuronal genera acciones identificables con la conciencia". Y cosas así... todo por haber leído La paradoja de Darwin con escaso provecho y muchos interrogantes. 

No es extraño que, estos fragmentos de ignorancia, hayan terminado en la papelera. Y que perdone el improbable lector. También los jubilatas tenemos nuestros demonios domésticos y los sacamos a ventilar, aunque su destino final sea el contenedor de reciclaje. 

lunes, 3 de diciembre de 2018

Palabras regaladas.-


Imagen tomada de Internet
¿Alguna vez el improbable lector ha intentado hacerse un diccionario para su uso particular? No sería el primero que lo intenta, aunque pocos lo logran. Y no hablamos aquí de doña María Moliner y su diccionario de uso del español, asunto que se escapa a los modestos límites de esta bitácora. Tampoco hablamos del diccionario secreto de Cela, donde los de mi generación aprendimos palabras malsonantes con pedigrí para ampliar nuestro vocabulario escrotológico, cuando soltar palabros de calibre grueso era marchamo de virilidad.

Por aquel entonces, cualquiera con ganas de lucir su ingenio escribía un diccionario. Algunos, como Francisco Umbral, con todo merecimiento. Umbral era un cronista de la realidad cotidiana y sus columnas periodísticas sentaban cátedra de un español bien dicho. Algunos comprábamos a diario el diario por leer su Spleen de Madrid, o aquellas crónicas de Iba yo a comprar el pan… El hombre iba de contracultural (aunque cuidaba mucho su mercado. Recuérdese su cabreo en la tele: yo he venido a hablar de mi libro) y por eso confeccionó su Diccionario cheli: una sistematización de la jerga urbanita con la que sus hablantes se diferenciaban del común de los mortales adscritos al vulgo mesocrático. 

Recuerdo que, por sacudirnos esas trazas que teníamos de empleados de medio pelo, decíamos chorba, por chavala, fetén por estupendo y, cuando pedíamos fuego para el cigarrillo, decíamos incinérame el cilindrín, o en el bar pedíamos un vidrio, por un chato de vino, y muchas otras gilipolleces que eran el summum de la modernidad. Aunque había límites a no traspasar, como frecuentar Moncho Street, la calle de Don Ramón de la Cruz, que se puso de moda entre la gente guapa, no recuerdo bien por qué.

El cheli callejero, que imitábamos con más o menos fortuna los empleados de corbata y chaqueta made in Galerías Preciados, era barrera que nos diferenciaba de la guapa gente de derechas de la que habló el propio Umbral. Era una forma de mostrar nuestra progresía frente a aquel franquismo que se iba deshilachando en alianzas populares y readaptando las viejas estructuras del régimen al nuevo invento de la democracia, que nos hacía tan europeos. Aunque, la verdad sea dicha, por el camino nos llevó un tiempo perder el pelo de la dehesa, pues pasar de súbditos de la dictadura a ciudadanos demócratas fue un tránsito cuyo aprendizaje no constaba en el manual de uso del argot cheli.

A lo que íbamos. Diccionarios ocurrentes, en aquellos años, aparecieron algunos. Creo que Ramoncín escribió un Nuevo tocho cheli, muy alabado por Umbral, quien confesaba que nunca consultaba el de la Real Academia porque le estropeaba el estilo. También Coll, la mitad más bajita del dúo Tip y Coll, escribió un diccionario de palabras inventadas, a medio camino entre la ocurrencia y la lógica, como aquello de Abiertamiente: que miente con toda franqueza.

Este jubilata nunca aspiró a tanto. Eso sí, a falta de inventiva, empecé a coleccionar palabras raras (o de uso poco frecuente) que encontraba por pura casualidad o serendipia. Fue como prohijar perros callejeros. Iba por la calle, me tropezaba con una palabra en desuso y me daba tanta lástima verla abandonada a su triste suerte que me la llevaba a casa, le hacía una ficha en una octavilla y la guardaba en un sobre. Cada vez que encontraba una, miraba por si tuviese usuario frecuente, y al verla a punto de inanición por falta de uso, la anotaba en mi libretilla de anotar cosas por ahí. Luego, como he dicho, en casa le hacía una ficha en la que especificaba dónde la había encontrado, en qué circunstancias, y hasta la referencia bibliográfica (si venía al caso) con número de página, edición, título, autor, editorial y hasta el párrafo donde aparecía.

Verbi gratia, como aquella vez que descubrí la palabra Alcándara en la Saga-Fuga de J B, de Torrente Ballester. Era palabra herrumbrosa por falta de uso que don Gonzalo había sacado a oreo para disfrute de sus lectores, y de la que yo me apropié. De la alta alcándara caía el puñetero rosicler del día, decía el texto. Lector fascinado, veía sobre el papel impreso los rosicleres cayendo en cascada desde las altas alcándaras y sentí un impulso cleptómano que me llevó a apropiarme de ella para mi disfrute personal. En mi descargo diré que, por no abusar, no me apropié también del rosicler y me conformé con la alcándara, percha o varal donde se ponían las aves de cetrería.

Otra palabra desusada, que encontré en un cuadro de Zurbarán, en le museo Thyssen, es la de bernegal. Se trata de una taza de boca ancha y con el borde ligeramente ondulado. Desapareció el objeto, otros recipientes cumplieron con mejor traza su función, y, por lo tanto, se olvidó su nombre. Anduve persiguiendo un tiempo palabra tan antañona y con tanta sonoridad y encontré este texto: Es privilegio de galera que nadie ose pedir allí para beber taça de plata, o vidrio de Venecia, ni bernegal de Cadahalso… Y aunque al improbable lector le canse el prurito ese de la erudición, no dejaré de decir que tal cosa escribió don Antonio de Gevara, obispo de Mondoñedo en su Libro de los inventores del arte de marear y de los muchos trabajos que se pasan en las galeras.

Pero no todo son antiguallas, ínclito lector, porque hace meses, callejeando por Lavapiés, encontré una palabra estupenda: Carnaca, que viene a ser un término despectivo que usan los veganos para designar a los comedores de carne. La frase, modelo grafito parietal, decía: Fuera carnacas de nuestro barrio.

Tampoco quiero cansar al lector, paciente aunque improbable, así que para terminar, aquí le dejo ésta: Garrampa. Se trata de un calambre o espasmo muscular, habitualmente en la pantorrilla. Se la oí al viejo carpintero de Báguena, pueblo de Teruel, hablando de sus achaques. Me pareció una palabra rotunda y con garra. Además, fonéticamente me resultó similar al término crampe francés, que viene a significar lo mismo. A lo mejor en el lenguaje coloquial de aquellas tierras hay vestigios del francés - los filólogos sabrán -, pero a mí, el viejo carpintero me recordó a aquel personaje de Molière que hablaba en prosa sin saberlo.

sábado, 10 de junio de 2017

Manspreading o despatarramiento machirulo.-

Una de las mejores cosas que tiene eso de acumular a granel tantos años de vida es que, quienes ejercemos de septuagenario con neuronas en estado operativo, acostumbramos a pasar buenos ratos observando, con cierto despego, la evolución de las modas sociales. Modas que, en el mismo momento de su presentación en sociedad y puesta de largo, han de ser asumidas por quienes se tengan por progresistas y ametrallar con ellas las redes sociales con la fe de un yihadista en los goces del paraíso.  Y lo que es a un servidor, maguer su edad provecta, no hay individuo de su quinta que le gane a progre, ni moda social a la que no busque su intríngulis.

Aparte que esas modas sociales suelen venir acompañadas de novedosas terminologías – si provenientes de la angliparla, mejor que mejor – que enriquecen un montón el acervo lingüístico y cultural del usuario. Y últimamente este jubilata, que dedica grandes esfuerzos a la puesta a punto de su estar en el mundo, ha atesorado varios términos a los que piensa dedicar sus mejores años.  De momento, está dudoso en su preferencia entre el manspreading de jerga brexiteliana y la charge mentale francogálica, aunque también le tiene querencia al machirulo, ese hallazgo tan despectivo que ha inventado el feminismo patrio, o al no menos despectivo carnaca del veganismo ultra ortodoxo.

Como en casa no estamos muy allá en eso del spanglish, he corrido a consultar el Oxford Pocket y éste me asegura que spread es tanto como “extender”, “desplegar algo”, con lo que el manspreadyng viene a ser algo así como “hombre desparramado”. 

Lo que no entiendo bien es a qué viene llamarlo en inglés cuando es costumbre muy carpetovetónica eso del despatarre viril. Ya desde niño recuerdo yo ese gesto tan macho de abrirse de piernas como para dejar la virilidad libre de toda opresión pernil; algo muy de hombre de bragueta prieta y testosterona hasta en la sobaquera, que siempre hemos vivido con normalidad hasta que empezamos a ponernos estrechos de pura postmodernidad. Algo tan racial – y tan nuestro - como cuando veíamos a Javier Barden rascarse con chulería el escroto en Jamón, jamón.

Pero, quizás, lo que ha pasado inadvertido a la respetable progresía urbanita, siempre tan querenciosa de su angliparlancia, es que nuestros vecinos franceses están empezando a hablar de la charge mentale (la carga mental) que soportan las mujeres que viven en pareja con hombres. La acotación de “con hombres” no es baladí, pues el emparejamiento actual es variopinto y no necesariamente heterosexual.

Y para entenderlo, convendría hacer un poco de historia: Es cosa sabida que los hombres de la generación anterior a la nuestra, lo que hacían era estorbar en casa. Por eso, cuando no estaban currando estaban en el bar. Luego llegamos nosotros, que en nuestra juventud empezamos a echar una mano, tal como “Fulano, baja y tráeme el pan”. A partir de esos rudimentos participativos, empezamos a cooperar y luego a asumir tareas equitativamente - con todas las excepciones a que la experiencia dé lugar -. Pero, cuando creíamos que habíamos llegado al cogollo de la corresponsabilidad doméstica, resulta que no, que quien realmente lleva la responsabilidad de la casa es la mujer. 

No es que no trabajemos y le pongamos empeño; es que, cuando hemos terminado la tarea, preguntamos: “Fulanita, cariño, y ahora qué hago…” Ahí, ahí está la carga mental, ese estrujarse de neuronas a que se ve sometida la mujer, a quien se supone (suponemos los hombres) le corresponde la responsabilidad de la organización familiar. Una cosa es compartir tareas y una muy otra, responsabilizarse de las decisiones dentro de la sociedad doméstica.

Se preguntan las feministas francesas: ¿Y por qué la responsabilidad de la organización de tareas ha de recaer exclusivamente sobre la mujer? Fallait demander, dicen ellas que dicen los maridos franceses cuando ven que la mujer no llega a todas las tareas y se siente desbordada: Pues haberlo dicho, mujer, se podría traducir. El hombre está dispuesto a la tarea, “a ayudar”, pero parte del supuesto de que las decisiones, la organización en el hogar las toma la santa. Si hay que bañar a los niños, si hay que hacer la cena, tú me lo dices, chati, y yo hago lo que tú quieras. Y por ahí van los tiros: no es lo mismo la carga mental que el reparto de tareas; no es lo mismo planificar, organizar, que ejecutar tareas. No es lo mismo la responsabilidad de dirigir una casa que trabajar de currito benevolente.

Ya ves improbable lector/lectora (ya que estamos en ello, distingamos géneros, que luego pasa lo que pasa), cuando los hombres creíamos haber hecho nuestro camino de Damasco igualitario, resulta que aún nos queda otra caía del caballo: compartir la carga mental de las decisiones domésticas. No es una queja, es una constatación. Pero, quizás, esto tarde aún en llegar a nuestra progresía, porque como no viene expresado en inglés…

Dicho lo anterior, sobre el particular se puede leer en un artículo de L´Express, número 3438: Penser à tout? Elles en ont ras le bol: hasta los ovarios de pensar en todo, por decirlo así. Y hay una bloguera, Emma, que habla de ello en https//emmaclit.com. Y un comic, “Fallait demander”, sobre este asunto en Facebook, con 162.000 seguidores. Todo ello según el dicho L´Express. 

Ya ves, y aquí nos preocupamos por el despatarre del macho ibérico en los transportes públicos… y creemos que hemos llegado al colmo de la progresía al fustigar tamaña vulgaridad, pero no alcanzamos la sutileza de nuestros vecinos franceses ni de coña.

El caso es que – hablando de nuevas expresiones, como decíamos al comienzo –, cuando recorro las calles de Lavapiés, camino de la UNED Senior, acostumbro a leer letreros, pintadas y cosas así. Y hace semanas que me encontré con un: Ningún machirulo con dientes, o el muy desagradable: Tu mirada me viola, y otros de parecido tenor, que he olvidado, aunque apunté en mi diario. No sé si estos mensajes del feminismo extremo van dirigidos a todos los hombres, incluidos los setentones, por estar estigmatizados con el doble cromosoma XY, o sólo a los que ejercen el machismo en dedicación exclusiva.

También me encontré con un: Fuera carnacas de nuestro barrio, que me tuvo intrigado varios días. Hasta que hice averiguaciones y descubrí que carnaca es término despectivo, empleado por el veganismo, referido a los devoradores de carne. Con lo cual, se nos invitaba de malos modos a largarnos del barrio a todos los omnívoros.

Este jubilata, en su acreditada credulidad, creía que Lavapiés era un barrio abierto, un microcosmos multirracial, ruidoso, multicultural y plurilingüe, pero resulta que no; que es territorio comanche donde puedes tener un mal encuentro con un comando del Frente Popular de Judea o con una cáfila de talibanes del Frente Judaico Popular, o con un fanatismo de diseño que nos expulsa del barrio por comer filetes.

miércoles, 22 de marzo de 2017

Libros al peso.-

Siempre nos han dicho que el saber no ocupa lugar. Pero cuando el saber está en los libros impresos, entonces ocupa lugar, tiene forma y volumen, textura, color… y pesa. Es lo que tiene la letra impresa, esa especie de arte de birlibirloque por el cual una construcción del intelecto, sin consistencia física, termina por ser un ladrillo – aquí se dice por su forma de paralelepípedo, no piense mal el improbable lector – de papel prensado. Y es por su condición de ladrillo exfoliable por lo que el saber puede transmitirse del creador al lector sin necesidad de recurrir a la ciencia infusa; y por los azares del mercado, o los gustos del lector, puede comprarse, venderse, reciclarse o terminar como material de saldo.

La condición de pesantez de la letra impresa, una vez cosificada en forma de libro, hace que éste pase por varios avatares – desde el best-seller de moda al libro de lance – en un proceso de espiral degradante que lleva de las estanterías de novedades al cajón de a euro la pieza. Es casi un destino irremediable, la pura supervivencia del libro maltrecho, de hojas amarillentas y sobadas, de cuadernillos desmanguillados, de ediciones de quiosco y novela barata: nace oliendo a tinta fresca y acaba sus días a tanto el kilo.

En esas cosas andaba pensando este jubilata cuya pensión menguante se ha de comer la macroeconomía, cuando el otro día se fue a visitar la Casquería del Libro. Así, tal cual suena. Si el improbable lector tiene afición por los libros y le gustan las librerías de saldo y rebusca, las que sobreviven al margen del negocio editorial y gracias a sus desechos de tienta, no debería dejar de visitar esa casquería donde el libro se presta al sobeteo del curioso; donde los sesos de los Pensamientos, de Blas Pascal, están próximos a las criadillas de algún Alatriste, o cualquier otra combinación de entrañas legibles que el curioso buscón de libros pueda imaginarse.

Todavía no se ha dicho dónde, pero ahora ya, sí: Uno tiene que ir a Lavapiés y acercarse a la zona de las antiguas Escuelas Pías, hoy centro asociado y biblioteca de la UNED. Entre la calle del Tribulete y la de Embajadores; o si prefiere, por la plaza Arturo Barea, encontrará el viejo mercado municipal de San Fernando. Este mercado de abastos tiene una fachada monumental, si se entra por la calle de Embajadores, que desdice su modesta condición de asiento del gremio de tenderos de barrio. Se construyó en 1944 y, como era época en que el franquismo aspiraba a emular las grandezas de cuando en el imperio no se ponía el sol, a su fachada se le dio un aire como de nobleza escurialense, enmarcada entre dos torres rematadas por chapiteles, y perforada por tres vanos coronados por tres sólidos arcos de medio punto sobre pilastras, y con una escalinata en piedra para salvar el desnivel con la calle en cuesta.

A poco que se deambule por el lugar, se dará con la casquería. Estanterías elementales, banastas de plástico, alguna mesa de fortuna, sirven para acumular unos centenares de libros a 10 € el kilo. A excepción de los novelotes súper-gordos, tipo best-sellers, que están en oferta debido a su peso: 8 € por kilo. En algún espacio libre de las paredes, carteles con poesía a pie de calle. El aspecto general, una especie de chamarilería donde conviven libros agrupados según una clasificación elemental: algo de historia, de filosofía, de viajes… y kilos y kilos de literatura. Donde despacha la dependienta, una balanza para pesar el material que al cliente le apetezca llevarse.

Si alguien piensa que es un negocio de venta de libros viejos para ir sobreviviendo mientras llega la añorada prosperidad de antaño, seguro que se equivoca. Hay – le parece a este jubilata – toda una intención de marcar distancias con el usar y tirar, con el consumo de la novedad. El libro viejo, el que termina habitualmente en un contenedor de papel, tiene tanto valor intrínseco como el título más de moda, aunque haya perdido su valor de mercado. Un libro viejo, vendido al peso, inicia una nueva vida al entrar de nuevo en circulación; reutilizarlo es darle nueva oportunidad a la parcela de cultura que contiene en su interior; es una forma de hacer que el valor cultural no quede sometido al consumo o la moda. Eso sin contar con que  no hay lector a quien manosear un libro, escudriñar sus entresijos no le produzca placer. Y aquí uno puede entregarse a ese placer pecaminoso de sofaldearlo por entre las hojas, introducir los dedos ansiosos por entre sus repliegues y notar cómo se te entrega amorosamente, sin esperar de ti más que una lectura placentera. 

Este mercado de abastos de San Fernando, como los de San Pascual o las Ventas de mi barrio, quedó maltrecho debido a la competencia de los súper que abundan por la ciudad, y ha tenido que reinventarse para no morir de inanición. Junto a puestos tradicionales de pescado o carnicerías, hay algunos de artesanía, otros con productos en plan delicatesen y unos baretos muy guapos que dan a la plaza Arturo Barea, donde uno puede tomarse un vino madriles mientras saborea  180 gramos de libro. En el caso de este jubilata, una ración de entresijos de Por tierras de Portugal y España, del visceral don Miguel de Unamuno.

Y si el comprador sale por la calle del Tribulete, otra librería más convencional junto a la dársena del mercado, la Librería del Mercado, con una pinta estupenda. Y calle adelante, camino de la plaza de Lavapiés, otra más: El Coleccionista, dedicado a los tebeos y comics. Eso sin olvidar la librería de la UNED en el centro asociado, apta para universitarios. Y si uno sube por Jesús y María, camino de Tirso de Molina, la librería anarquista Malatesta. 


Y ya camino de la plaza Jacinto Benavente, en la calle Doctor Cortezo, un puesto de fortuna ante la puerta de la asociación Rastro Remar (muebles…, colchones y somieres, enseres, ropas) con libros sin pedigrí, a 1 € la pieza. Y bajando por Carretas hacia Sol una librería de respetable edad: la de Nicolás Moya Librería Médica, fundada en 1862, con un cartel en la puerta: No, no hacemos fotocopias.

Un día habría que hacer el recorrido de esas viejas librerías que sobreviven gracias a la fe y afición que le echan sus propietarios. Sin olvidar los mercadillos de fortuna que nacen espontánea y esporádicamente en la acera, sobre un trozo de sábana vieja, montados por pobres que sustituyen la mendicidad por ese mercadeo al detal con los ejemplares que encuentran en los contenedores de papel. Marginales de la sociedad de consumo que ponen su esperanza en los pocos euros que puedan sacar de algunas viejas novelas que su dueño abandonó en la calle porque necesitaba hacer sitio a un televisor más grande.

miércoles, 9 de marzo de 2016

Un paseo sonoro desde mi ventana.-


Nunca antes había hecho un paseo sonoro, ni había oído hablar de mapas sonoros. Hasta que Raquel, tutora del curso Senior UNED “Historia cultural, una visión sonora”, nos habló de ello y nos propuso un curioso experimento: Recorrer las calles de Lavapiés, hasta el patio del museo Reina Sofía, el diseñado por Jean Nouvel, y regreso. 

En ese paseo pausado y silencioso que hicimos los participantes, sufrí  - al igual que Saulo cayó del caballo camino de Damasco -  un batacazo que rompió el  odioso ruido, denso y agresor, en fragmentos que resultaron sonidos perfectamente identificables uno a uno. Fue un golpe con fractura de uno de mis tópicos más queridos y consolidados: Madrid es un cúmulo de ruidos insoportables. Fue una especie de pérdida de la inocencia y motivo de cavilaciones posteriores, como si los jubilatas no tuviéramos la vida ya bastante complicada con las mil tareas que nos echamos para ahuyentar los síntomas de la vejez .

Por supuesto, viviendo en una ciudad tan ruidosa como Madrid, hasta ahora había sido incapaz de diferenciar entre el ruido y los sonidos que lo conforman en una melé de cacofonías y agresiones acústicas. Ni siquiera sospechaba que tal cosa pudiera hacerse, separar sonidos, identificarlos y tratar de integrarlos no ya como ruido bruto y amorfo, sino como un paisaje sonoro y con relieves y pliegues acústicos. Por buscar un símil, esos sonidos, con sus acordes disonantes, sus tonos, sus ritmos dispares y contrapuestos, podrían emplearse como una paleta de colores para reflejar los distintos matices que conforman la abstracción de un paisaje cambiante.

Así, el ruido, que se define como un sonido inarticulado, sin ritmo ni armonía y confuso, pasa del caos sin lógica aparente, a ser, para un oído atento, un cosmos racionalizado donde cada uno de sus componentes sonoros ocupa un lugar dentro del universo acústico. 

Y ya que tenía entre las manos un nuevo juguete, como si fuera un niño curioso de la novedad, decidí hurgarle las tripas, ver sus resortes y engranajes, para tratar de entender su funcionamiento. Pero como los experimentos – sobre todo si se es principiante – conviene hacerlos con gaseosa y algunas precauciones para no desparramar las burbujas, el mío lo hice desde la ventana de mi estudio.

Con ese atrevimiento que nace de la fe del neófito, manipulé la prueba en la confianza de que los dioses todo lo perdonan, salvo la estupidez. Decidí dejar que se mezclasen los sonidos que se producen “naturalmente” en la calle con el artificio de los que yo, voluntariamente, provoqué. A saber: el ordenador estaba conectado a Radio  Suiza Clásica, y al pie de la grabadora puse un despertador de petaca, de cuerda, que me acompaña desde que tenía 24 años. Por poner un límite temporal a este paseo sonoro estático (eran los sonidos los que iban y venían, yo estaba sentado en la silla de mi estudio), la duración fue de cuatro minutos treinta y tres segundos.

A decir verdad, la grabación fue un tanto chapucera, por la pobreza de medios y por la incompetencia técnica de un servidor, pero el oído sí estuvo atento. Aun a riesgo del tópico, los ruidos del tráfico, bastante amortiguados porque es calle de poco tránsito, eran el vaivén continuo que hace el oleaje, con picos de intensidad cuando pasaba un autobús, como cuando el mar rompe contra un acantilado. Como sonido melodioso, que destacaba tenuemente sobre aquellos ruidos sordos en forma de ondas un tanto anárquicas, el Quinteto La Trucha, de Schubert. 

Conviene advertir que no había intencionalidad en la elección de esa pieza, es lo que echaban por la radio en ese momento. Sí era intencional la presencia del tic-tac del reloj, con su ritmo mecánico y persistente, que ponía un poco de equilibrio en el arrítmico paisaje sonoro de aquellos 4´33´´. Producía la sensación de que el tiempo del reloj, regular, siempre igual a sí mismo, era de la misma sustancia que el resto de los sonidos que se habían reunido aleatoriamente (con intencionalidad y sin ella).

Con su tozudez de mecanismo cronómetro, el tic-tac sometía a medida la discordancia de frenazos acelerones ruidos de motores, piar de pájaros, vibraciones del aire, quejidos de la silla rotatoria donde tenía aposentadas mis postrimerías, y esa caprichosa presencia de una música radiada que exigía recogimiento, mientras el oído captaba, entre la amalgama de sonidos discordantes, el balanceo melódico del piano que parecía dibujar el fluir de las aguas donde nada despreocupadamente una trucha.

Con todo y haber sido esclarecedor el experimento de desmenuzar los ruidos hasta discriminar y estratificar sonidos, un servidor sigue con sus querencias de toda la vida. Por eso, entre silencios que ya John Cage nos dijo que no existen, no olvidaba la alabanza que fray Luis de León hace de una vida retirada de bullicios y voceríos vanos:

Qué descansada vida  
la del que huye del mundanal ruïdo  
y sigue la escondida
senda por donde han ido
los pocos sabios que en el mundo han sido...

De forma que este jubilata, como vive anclado en el estruendo del asfalto y no tiene vida recoleta, aprovecha las escapadas por las sendas de los montes para escuchar los sonidos que nacen del silencio de la naturaleza. Y hasta, a ratos, se para a ver las truchas deslizarse por las aguas en las pozas de los arroyos. Mientras, en su cabeza suena la melodía del piano con la que Schubert nos habla de aquella trucha cuya paisaje sonoro es un puro rumor fluctuante.

Nada que ver con la sinfonía brutal del tráfico en horas punta.