Sepa el improbable
lector que la otra mañana, como jubilado en ejercicio que soy y que como tal
ejerzo, me dediqué al descansado oficio de paseante en corte. Dicho sea sin
mayores pretensiones, y a despecho de la poco honrosa definición que de tal
expresión da la Real Academia: Paseante en corte: Individuo
que no tiene destino ni se emplea en ninguna ocupación útil y honesta. Pero
ahí dejaremos esa definición difamatoria, sin entrar en mayores averiguaciones.
Un servidor no quiere enturbiar su ánimo entablando disputas eruditas con los
Padres de la Lengua. El jubilata es de por sí un ser de ánimo placentero y
conciliador, y a ello me atengo.
Decía, pues, que la
otra mañana fui en metro hasta la Latina y me encaminé a la Ribera de
Curtidores. Iba con ánimo de comprar, y así lo hice, un pantalón de montaña
para mis andanzas camineras por la Sierra madrileña. Mientras mis pies me
llevaban hacia las tiendas de deportes del Rastro, mis pensamientos vagaban,
sin razón que los justificase, por otros caminos. Iban desde doña Beatriz
Galindo, la ilustre Latina a la que alude esa estación de metro, hasta el
Gonzalo de Berceo, el monje de San Millán de Suso.
Y eso porque – se
me ocurrió pensar - redactar mi bitácora en buenos latines, tales como los
hablaba doña Galindo, debería ser la leche de culto, aun a riesgo de que no me
leyera ni el Nuncio de Su Santidad. Ya me sentiría yo bastante pagado con el
subidón de autoestima que me iba a embargar.
Pero como el
intelecto mío no da para tanto, en mi magín me conformaba con llegarle al
coturno al monje Gonzalo, quien presumía, ya que ignorante de los latines, de
versificar en román paladino. Y no es que un servidor quisiera fablar curso
rimado por la quaderna vía – que no está la posmodernidad para esas
antiguallas, más cuando los gustos actuales están por los haikus japoneses –,
sino, simplemente, expresarse con claridad y en lenguaje en el que suele cada
quisque hablar a su vecino…
Pero ya veo que
estas divagaciones (No te andes por las ramas, acostumbra a decir la mi santa)
me apartan del primitivo objetivo, así que encamino mis pasos, de nuevo, desde
la Rivera de Curtidores a la calle Embajadores. Cerca de la barroca iglesia de
San Millán y San Cayetano, cuya fachada hay que mirar en escorzo desde uno de
sus laterales para que te alcance la vista, una señora recoge los excrementos
de su chucho. Desde la acera de enfrente, un señor con gran barba hípster, le
interpela con recochineo: Qué…, el perro está haciendo política: ¡Está
soltando mierda! Pero no todo es casticismo soez, no se ofenda el lector,
que, un rato antes, en una pared del Rastro, leí este grafiti: Nos querían
enterrar, pero no sabían que éramos simiente. Germinal y profundo…
En Embajadores,
esquina a Tribulete, el mercado de San Fernando, con su bonita fachada
inspirada en el estilo herreriano y amplia escalinata de acceso. Creo que
dediqué una entrada en esta bitácora a hablar de él. Si el curioso lector
siente curiosidad, hurgue, hurgue en estos escritos míos, que seguro que la
encuentra. Y también hablé de su librería al peso La Casquería. Es ésta una de
las librerías de viejo más curiosas de Madrid.
Cuando el mercado
municipal vino a menos, se recicló en lugar de progresía con un toque vintage,
con tiendas gourmet, lugares de copas con vinos de la tierra y cosas guapas
para gente guay (o viceversa). Su antigua casquería, donde se vendían los despojos:
asaduras, callos, patas, morros, sangre y demás entresijos animales, es hoy
librería donde uno puede comprar kilo y tres cuartos del Ulises, de
Joyce, o kilo cien gramos de Memorias de ultratumba, de Montesquieu. O,
sin ponerse tan exquisito, tres euros y medio de La Risa, la Carne y la
Muerte, que es lo que pesaba este volumen de cuentos de Eduardo Zamacois
que compré. Una edición de 1930, en rústica, y tan perjudicada que se
desbaratan los cuadernillos. Pero que proporcionará un doble placer: el de
reencuadernarlo en el taller de encuadernación en las próximas semanas, y el de
su lectura este verano, mientras oigo el rumor del Artiñuelo en Rascafría.
Un poco más allá,
ya en la calle Tribulete, las antiguas Escuelas Pías, hoy sede de la UNED,
equipada con una biblioteca de postín. Allí, en sus aulas, un servidor se
empeña en aprender los rudimentos del ajedrez y en identificar un ataque a la
descubierta, un ataque doble; o bien, qué es una pieza clavada o una captura de
peón al paso, y otras sutilezas tácticas que aguzan el ingenio de jubilatas
ociosos. Y aunque ningún dios me ha encaminado por la vía del escaque magistral,
eppur si muove…, que no es poco
En la misma calle
Tribulete, ya cerca de la plaza de Lavapiés, una escena de sangre; sangre a los
pies del individuo agredido, apoyado contra un escaparate. Mucha, mucha
policía, y uno de ellos que comenta a otro “… Un machetazo…” La gente va a sus
quehaceres y mira con curiosidad. El drama callejero siempre es espectáculo, a
condición de que en esa rifa no te toque alguna papeleta.
Y como uno ya ha
echado la mañana, en la estación de Lavapiés toma el metro y se va a su barrio
de la Concepción. Aquí no hay tipismo, ni mezcolanza de nacionalidades y
lenguas, ni gentrificación, ni sale en las guías del Trotamundos para
mochileros. Sí hay el parque del Calero, lleno de jubilatas, niños y perros.