¿El improbable lector recuerda a qué huele una librería de viejo? ¿A papel amarillento y rancio, a rincón no ventilado, a espelunca penumbrosa, a silencio y paso del tiempo? Puede. Pero, sobre todo, huele a viejas lecturas dormidas y a letra impresa acurrucada en montones de libros apilados por las esquinas; a rimeros de libros apoyados contra las paredes desconchadas, o bien, ordenados en ringleras en viejas estanterías que se comban bajo el peso de tantas historias.
Pero también huele a continentes inexplorados, donde el lector – si se
decide a conquistarlos – encontrará ríos torrenciales de palabras; a enormes
desiertos de apariencia inhóspita, pero donde una mirada al texto hace aflorar
mil imágenes imaginadas; a montañas infranqueables de páginas y páginas que
llevan con esfuerzo a las cumbres más placenteras de la lectura. Ante cada librería de viejo
hay – fíjate bien, improbable pero siempre amigo lector – un ángel flamígero
que no te arrojará del paraíso en nombre de ningún Yahvé cabreado, sino que te
invitará: Entra, husmea, ojea y hojea: Tolle, lege!
Pero no creas que las encontrarás, las
librerías de viejo, digo, en las grandes calles comerciales, junto a los
primark o los burgerking de consumo rápido; las encontrarás discretamente sobreviviendo
en alguna de esas calles del casco viejo de tu ciudad o en un barrio sin
pedigrí. Allí están, esperando que algún lector, mientras pasea sus ocios, se tropiece con ellas al azar, meta las narices por el hueco de la puerta, se decida a
entrar y empiece a curiosear. Cada título impreso en el lomo, cada nombre de
autor en la portada, son pequeños cebos que atraen la mirada y despiertan el
apetito de lectura del curioso.
Déjate atrapar y te convertirás en ese
pez sorprendido, que, con el cebo de la curiosidad, se traga el anzuelo de la
lectura. Entonces, las palabras, los párrafos, los capítulos, las páginas numeradas
que se suceden ordenadamente unas a otras, serán como el sedal que tira de ti y
te arrastra por la trama de la historia que tienes ante tus ojos. Cuando
termines el libro, habrás descubierto un mundo nuevo, habrás vivido una
aventura sin moverte de tu rincón de lectura preferido. Y, lo mejor de todo, se
te despertará el apetito de nuevas lecturas en viejos libros que dormían el
sueño polvoriento de los olvidados, hasta que tú fuiste a rescatarlos de la
indiferencia y el abandono.
Eso le suele pasar a este jubilata en sus
flaneos (perdone, por Dios, hermano;
pero lo del flâneur gabacho a un
servidor le gusta mucho) por las calles de Lavapiés tras las clases Senior en
la UNED. Callejear sin rumbo, curiosear dondequiera te lleven tus zapatos, espiar al paso los balcones, observar el grafiteo de las
paredes, las fruterías con verduras exóticas, los tropecientos restaurantes
pakistaníes e indios con sus aromas especiados, y, mira qué casualidad: una
librería de viejo…
Subes por la calle de la Fe y, en una
puerta de calle que da a un tabuco de aspecto descuidado, ves un cartel
colgado: Fotocopias, encuadernación, vida laboral, curriculum vitae y otros
servicios más que dice ofrecer. En el suelo, al pie de un expositor rojo que
debió conocer tiempos de mayores glorias comerciales, donde se exhiben libros
“Semana de la gastronomía”, hay un folio protegido por una funda de plástico, donde dice que esto es la Librería 7 Colores.
Entras, el empleado
está abducido por la pantalla de un smartphone de esos. “Buenos días – dices -,
¿puedo echar un vistazo?” Y el tipo: “Buee…”. La pantalla le reclama antes de
terminar el “Bueeeeno…”, así que te deja a tu aire. Te mueves entre libros que cumplieron
su ciclo vital y ven pasar con somnolencia el tiempo. Dormitan en ese limbo del olvido
que forman las estanterías pegadas a las paredes y los rimeros amontonados en el suelo.
Curioseas los títulos de los lomos, haces unas fotos y, lector que eres, buscas
algo que te llame la atención: Las
veladas de Santa Eufrosina, de don Julio Caro Baroja. Colección de relatos nacidos de una estancia del autor en la Academia de España en San Pietro in Montorio. Está editado por la editorial familiar de los Baroja, la Caro Raggio, en 1995. ¡Bingo! Pagas – esta vez el empleado
sí te hace caso – guardas en el macuto la pieza cobrada y te vas.
Al interior, los libros parecen estar
cómodos en sus estanterías. Entra luz por los ventanales. Incluso hay unos
silloncitos donde uno puede sentarse a leer. La persona que está allí pudiera
pasar por uno de aquellos anarquistas, apóstoles de la libertad individual por
encima de las normas sociales. Tiene mediana edad, con una melena partida por
una calvicie en lo alto del cráneo. Unas gafitas de intelectual ácrata, aspecto
amable y atención concentrada en un portátil en el que va catalogando los
libros que tiene sobre la mesa. Pido permiso, fotografío, curioseo.
El local parece ser un híbrido de librería y vivienda: hay una barra en escuadra dividiendo lo que parece ser una cocina del resto del lugar, un microondas, una cafetera (creo recordar) y utensilios domésticos. El lugar invita a quedarse, pedir un café al dueño y charlar de los problemas del barrio, de la turistificación, de los fondos buitre que expulsan a los inquilinos para montar esas pateras turísticas de extranjeros que van y vienen por los empedrados del barrio, arrastrando una maleta con ruedinas y guiándose por el Google Maps para encontrar su alojamiento provisional.
Pero no es el caso. Hoy es el día de husmeo
de librerías. No saldrás de ésta sin pagar el óbolo correspondiente a cambio de La Conquista de Madrid. Paletos,
provincianos e inmigrantes. Abierto el libro al azar, estos párrafos: Gloria Fuertes, en uno de esos ripios con
que hizo el traje lúcido y ñoño de Madrid, escribió:
No
puedo decir: Madrid es mi tierra,
tengo
que decir mi cemento,
y
lo siento.
Y añade el autor: Está claro que para estos madrileños a tiempo parcial, Madrid sólo puede
ser su cemento. No hay que dudarlo un instante, la cosa promete 229
páginas de entretenida lectura. También esta pieza va al macuto.
Entre la calle Tres Peces y Torrecilla del Leal,un Café Cultural la Infinita, una invitación a un cafelito y una ojeada a las nuevas adquisiciones. Luego, subes por
Torrecilla del Leal, sales a la calle Magdalea, Antón Martín, calle de Atocha,
y estás de lleno en el tráfago de gente y vehículos. Vas corriendo al metro para
huir a tu barrio, palpando la caza de hoy y anticipando el placer de las
lecturas.
Pero no olvidas otros cazaderos de viejos
libros que ya descubriste hace tiempo, y de los que queda una referencia en forma de entrada en esta
bitácora .(se puede ver aquí). Se trata de La casquería Libros
al peso, en el mercado de San Fernando, en la calle Embajadores. Tomas lo que te apetece y te lo pesan en una báscula, como quien compra medio kilo de higadillos de pollo. O la librería Nicolás
Moya, librería médica, en la calle Hortaleza. Librería que, por cierto, tiene los días
contados y el destino de cuyo local será convertirse en una de esas tiendas donde
se venden cruasanes y bollería rica en colesterol y pizas al corte. Comida rápida para turistas escasos de
euros y de tiempo porque hay que verlo todo, todo, ya que estamos visitando esta ciudad tan cara.
Respecto a eso del ángel flamígero, custodio de las viejas librerías, del que se ha hablado más arriba, no se lo tome el presunto lector al pie de la letra. Era una forma de llamar su atención. Aunque este jubilata algunos sí ha visto en sus correrías. Lástima que un tanto alicaídos...
Respecto a eso del ángel flamígero, custodio de las viejas librerías, del que se ha hablado más arriba, no se lo tome el presunto lector al pie de la letra. Era una forma de llamar su atención. Aunque este jubilata algunos sí ha visto en sus correrías. Lástima que un tanto alicaídos...
Genial! Gracias por compartir!
ResponderEliminarUn jubilata que todavía se preocupa por la cultura y los libros.
ResponderEliminarGracias por tus crónicas y un apunte el 26 de mayo es la noche de los libros.
No OS olvideis visitar las librerías, "Sin tarima", " La Fugitiva", " La gran belleza", etc y muchas más.
Saludos