¿Que no le suena el nombre? Este jubilata sí tenía noticias de este pueblo manchego porque, en su lejana infancia, allá por los años cincuenta del siglo pasado, le llevaron una vez a visitar a su tío Eloy, maestro de escuela rural que allí desasnaba chavales. Y, como resulta que hay en ese lugar una rama familiar Azaña con la que me une un lejano parentesco, y tengo en el barrio una amiga y prima que es de aquel pueblo, consanguínea de tercera o cuarta hornada, pues decidimos que estaría bien visitarlo.
Quienes fuimos a visitar el pueblo
estábamos seguros de que don Quijote tampoco tuvo noticias de él. Ni pasó
por allí camino del Toboso para ver a la sin par Dulcinea, quien, por cierto,
resultó ser una moza un tanto hombruna. Aldonza Lorenzo se llamaba, hija de
Lorenzo Corchuelo, y era fama que tenía muy buena mano para salar puercos. Pero nosotros, por aquellos andurriales, no buscábamos las huellas de Rocinante ni damas
que servir. Buscábamos un crómlech.
¿Un crómlech en mitad de la Mancha? Pues
ya ve el sorprendido lector qué capricho el de nuestros antepasados neolíticos.
A dos kilómetros escasos del pueblo, próximo al cauce de un arroyo seco, sobre
una superficie de roca granítica.
Se trata de un círculo de piedras sin
labrar (ortostatos, para los que saben de esas cosas), puestas en pie por mano
humana. Su edad aún no se conoce, ya que todavía no se ha hecho su datación
arqueológica. Según parece, corresponde a la época megalítica, aproximadamente
entre 2.500 a 1.000 antes de nuestra Era. Se supone, y está por ver, que tiene
una orientación astronómica, señalando el equinoccio de primavera, relacionado
con las tareas agrícolas. Las preguntas que suscita respecto a su construcción,
antigüedad, funcionalidad, quedan a la espera de los trabajos arqueológicos
posteriores. Suponiendo que haya dotación económica, claro está. Porque, ¿a
quién le preocupan unas cuantas piedras en círculo, aparecidas en un lugarón
manchego? Solo a algunos entusiastas sin afanes de lucro, como a los miembros
de Cota 667, que son quienes han hecho los primeros estudios y lo han puesto en
valor.
Ya se sabe cómo es esta España nuestra,
le das una patada a un canto en medio de un erial y te aparece un trilobites
que andaba por el lecho marino durante el Ordovícico. O aparecen vestigios de una
antigua explotación agrícola romana. Y resulta que el nombre del pueblo de
Totanés deriva del gentilicio Totta, posible dueño de aquel dominium. Y puede que el lugar – también
está por averiguar – fuese un punto en la vía romana que iba desde Toledo hasta
Mérida. Y visitas la plaza del pueblo junto a la iglesia, y allí hay un verraco
celtibérico que ve pasar los siglos con la impasibilidad que le da estar
tallado en granito.
Y sigues con tu deambular por el lugar y
descubres que este pueblo fue, en el S. XVI, señorío de don Hernando Dávalos,
comunero toledano a quien Carlos V le confiscó sus tierras porque era “movedor
de novedades”. Don Hernando era partidario de las Comunidades de Castilla que
se sublevaron contra el emperador porque les llenó la corte de extranjeros que no
respetaban las leyes y usos de la Castilla. Y sobre estas tierras confiscadas
por el emperador al comunero, en 1528, el matrimonio Carrillo-Osorio constituyó
un mayorazgo. Comprar el lugar les costó un cuento
(un millón) y cuatrocientos mil maravedíes, un pastón para la época.
Seguro que
el actual presidente filipino, Duterte, no tiene pajolera idea de que se debe a un
fraile español la extensión de la lengua oficial. Cambiará - como pretende - el nombre del país para
que no recuerde su pasado colonial (como si la historia pudiese borrarse con un
decreto presidencial), pero el apellido Totanés allí queda entre la población,
ya que el fray Sebastián lo puso a todo bicho viviente que fue cristianando
durante los años que vivió allí.
En conmemoración, en una plaza a la
entrada del pueblo, han levantado una estatua, obra de Jorge Lancero, que
representa al franciscano. La verdad es que la estatua anonada un poco al
visitante con su talla descomunal y queda un tanto alejada de la humildad franciscana que se le supone
al frailuco.
¿Más que ver? Pues si es viajero por
lugares donde nunca suele ir la gente, eche un vistazo a su iglesia parroquial
y admire su artesonado mudéjar. Verá en la nave central un entablamiento
horizontal que recibe el nombre del alfaje,
cruzado por vigas de pared a pared que llaman jácenas, y sobre ellas un segundo orden de vigas perpendiculares
que llaman jaldetas. Amén de lacerías
mudéjares y decoración geométrica barroca en el ábside. Todo lo cual se dice
aquí para que se sepa que este jubilata y viajero curioso se llevó la lección
bien aprendida.
Un servidor, en recuerdo de una olla maja que compró allí hace más de 20 años, esta vez se llevó un cántaro adornado con motivos florales y con su tapa bellamente decorada. La olla maja, por cierto, la coceó un sobrino de la mi santa, chaval de dormir inquieto, que hizo noche en casa, y desde entonces andaba yo con las ganas…
Muy bien, JJ, te creces a ojos vistas.
ResponderEliminarMuy bien juanjo, los viejos caminos romanos
ResponderEliminarMuy bien Juanjo, eres único y me encantan estas historias de lugares poco conocidos y transitados. Me gustara hacer una visita.
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