miércoles, 21 de diciembre de 2022

Otras formas de ver las navidades. -

 


Perdonará el sufrido lector de esta bitácora. Se acercan los últimos días del año con las fiestas navideñas tan entrañables como inevitables. 

Buena ocasión para hurgar en el baúl de los recuerdos en relación con estas fechas. En un rincón de este baúl he encontrado tres cuentos de inspiración navideña que llevan el anodino título de Navidad 2004/A, 2004/B y 2004C. Se ve que aquel año escribí tres cortos relatos navideños. De los titulados 2004/A y 2004C le ahorro al improbable lector su lectura, no sea que se me cabree ante tanta mala leche como destilaba este trío de relatos cortos. Pero no me resigno a dejar de publicar el que sigue, y dice así:

 

- ¡Feliz Navidad, hombre! -. Acababa de dejar a los amigos después de la última copa. Eran las 10 de la noche de Nochebuena y se había retrasado. En casa estarían todos esperando para sentarse a la mesa: los hijos con sus mujeres, la hija pequeña con el novio, la mujer, atareada con la cena... Sólo faltaba él.

Es verdad que estaba un poco achispado. Aunque hacía mucho frío, él sentía un calorcito que le subía desde el vientre hasta la cabeza y una generosidad alcohólica muy navideña. Por eso le dio lastima aquel individuo sentado en el banco. El tipo fumaba, los antebrazos apoyados sobre los muslos, la cabeza inclinada, medio escondida entre los hombros, indiferente a la alegría navideña. De vez en cuando daba una calada a la toba y el humo salía de su boca con una vaharada que se perdía entre las gotas de lluvia menuda. De vez en cuando escupía al suelo y observaba el pequeño mar de escupitajos formado a sus pies. Pero siempre con la cabeza gacha.

- Anímese, jefe, que hoy es Navidad –, insistió él con su chispita de alegría alcohólica bailándole en los ojos.

El otro pareció prestarle atención. Levantó la cara y le miró. Había como un resquemor y una rabia reconcentrada en su mirada. Se puso en pie, tiró el resto de cigarrillo al suelo y lo destripó de un pisotón. Luego, sin dejar de mirarle, sacó una navaja del bolsillo y se la puso en la boca del estómago. 

- Venga la pasta, tío listo –, exigió.

Cogió la cartera y, sin prisas, observó su contenido: 127 euros, una tarjeta de crédito y un metrobús sin estrenar. No estaba mal para una tarde tan aburrida, con la gente metida en casa.

El tipo aquel se guardó la cartera y la navaja. Alzó las solapas y el cuello de la chaquetilla vaquera y hundió la cabeza entre los hombros. Se metió las manos en los bolsillos y empezó a caminar a paso ligero. Antes de dar la vuelta a la esquina de la farmacia, se volvió y le gritó al achispado:

- ¡Ah…! ¡Y próspero Año Nuevo, amigo!

jueves, 8 de diciembre de 2022

Eso del metaverso.-

 


Una vez, hace años, este jubilata tuvo una experiencia de eso del metaverso a través de la realidad virtual. Visitaba yo una exposición en la Biblioteca Nacional, dedicada a las excavaciones que se hicieron en Herculano de cuando, al que fuera rey de España, Carlos III, – por entonces rey de Nápoles como Carlos VII – le dio por la arqueología, como hombre ilustrado que era.

Años después de esa visita virtual a las excavaciones sí estuvimos, mi hermano y yo, toda una mañana de cuerpo presente y con mente atenta en Herculano. Y qué quiere que le diga al improbable lector, aquello de la realidad virtual no tenía color si se comparaba con la realidad cosificada.


En mi primera experiencia, la virtual, llevado por el engaño al que se sometía la mente a través de aquellas gafas futuristas, intentaba yo atrapar con la mano objetos que no tenían corporeidad, pero que mi cerebro me los representaba como tangibles. Mi segunda visita, la real, fue un 16 de mayo de 2016 cuando “visitar Herculano fue el cumplimiento de un viejo sueño que nunca confiaba en realizar” (perdone el improbable lector la auto cita, que un servidor no tiene renombre para ser citado por otros).


El caso es que, en estos días atrás, he visto en los paneles anunciadores de las calles unos carteles encomiando las ventajas del metaverso. Será de tal forma que los alumnos de Historia del próximo futuro no necesitarán de libros, sino que la realidad virtual, more thecnologico, les trasladará a los tiempos de Augusto y conocerán la sociedad romana. O podrán viajar al mundo virtual de Avatar o a cualquier futurible que les venga en gana y la tecnología esté dispuesta a fabricar a un precio asequible.

Le daba yo vueltas a estas cosas durante los 10.000 pasos diarios, obligatorios para una vejez saludable. Me parecía que aquello de la realidad virtual ya estaba inventado. Bien es verdad que con una tecnología elemental, como de alfar fabricando botijos, pero tan efectiva como el metaverso ese que se nos viene encima a la hora de representar realidades intangibles a través de la mente. Pensaba, improbable y siempre amigo lector, en el retablo de maese Pedro y la realidad ficta allí representada de don Gaiferos, rescatando a lomos de caballo a su amada Melisendra. Tan a lo vivo vivió don Quijote aquella historia que, al ver cómo la morisma del rey Melisandro estaba a punto de alcanzarlos, desenvainó la espada y se lio a mandobles hasta que no dejó títere con cabeza. Realidad virtual era la historia, y su representación, una ficción a lo vivo, nadie me lo negará. Aunque la auténtica y puñetera realidad del desaguisado del retablillo y los guiñoles le costó buenos reales al caballero de la Triste Figura.

Como, también, realidad virtual es la que se recoge en Fahrenheit 451, de Ray Bradbury. El bombero Mostag, experto quemador de libros, tiene una esposa, Mildred, adicta a la televisión mural que tienen instalada en su casa y que ocupa tres paredes del salón, y con la que interactúa. El lector al que le gusten las distopías habrá leído la novela. Era un metaverso ya presentido en 1953, aunque de tecnología más en pañales, pero sorbía igual el seso de los abducidos por el artilugio metaversiano aquel.

No sabría bien cómo explicarlo sin que parezca incomprensión de la importancia de los avances tecnológicos más punteros, tipo 5G o similares. Pero es que la puñetera realidad de cada día se pone, a veces, en plan metaverso y nos alucina. Como cuando la mani multitudinaria por la sanidad pública en Madrid el 14 de noviembre pasado, que fue el consistorio y apagó las cámaras que controlan la circulación para que no se vieran los más de dos centenares de millares de ciudadanos que estuvimos allí. Lo hizo por aquello de: Ojos que no ven, realidad que no puede acreditar su existencia. Y la señora Ayuso esa, la que más manda en este reino de taifas madrileño, dijo que la manifestación no había llegado a reunir al 1% de los madrileños, y que debería haber habido más de dos millones de manifestantes si es que de verdad fuese un problema grave que a todos nos afecte.

Total, la realidad quedó en virtualidad, tamizada por el metaverso de los intereses políticos, y la cosa se redujo a los cuatro izquierdosos descontentos de siempre. A un servidor, que es de letras, no le cuadraban los números, pero como el que manda siempre tiene razón – o al menos tiene los medios persuasorios para imponerla – le fue fácil convencerse de que no hay nada como el metaverso para disfrazar los problemas y, por ende, vivir ignorante, auto engañado y dichoso. Ya se sabe, no hay nada como un gramo de soma en la birra para ser un feliz individuo épsilon.

Si Aldous Huxley levantara la cabeza reconocería el metaverso que se nos viene encima. Y nos aumentaría la dosis de soma. Seguro.

domingo, 20 de noviembre de 2022

Cómo sobrevivir a la vejez sin morir en el intento.-

Aunque el viejo Heráclito sostenía que nadie puede bañarse dos veces en las mismas aguas de un río, lo cierto es que la vejez es un nadar en esas mismas aguas arriba en el río de la vida, contracorriente, y con un ojo puesto en la orilla. Llegada la edad provecta, uno quiere nadar en ese río que llamamos la vida y guardar la ropa, y a ser posible – la experiencia dice que no –, sobrevivir al No-Ser al que niega la existencia la escuela eleática. Pero se pone empeño en ello, y con ello vamos sobrenadando y sobreviviendo.

Viene al caso, casi, porque estos días pasados he estado leyendo la correspondencia entre Álvaro Pombo y su editor a propósito de un ensayo suyo aparecido hace unos meses: La ficción suprema. Un asalto a la idea de Dios. No es que un servidor sienta un interés especial por la obra del señor Pombo y su religiosidad poética. Es que mis últimas lecturas me han llevado por esos vericuetos, sobre la idea de la religión como agarradero del sobrevivir a la vida; aquella vida ultraterrenal que se forjan los humanos para sobrevivirse en el más allá. Lo que me ha llevado de Puente Ojea y su Fe cristiana, Iglesia, poder – puro racionalismo ateo – a la irracionalidad del sentimiento religioso. Como quien dice, un bandazo de babor a estribor mientras uno se aferra a la barra del timón para no naufragar.

In tempestate securitas, dice una pequeña moneda dorada que he encontrado en una cajita de tabaco olvidada en un armario desde hace años. En la cara de la moneda se ve un velero navegando seguro sobre un mar proceloso. En la cruz, un san Jorge alanceando un dragón con la leyenda: Georgius equitum patronus. Dadas mis preocupaciones (dicho sea sin alusión al sentimiento trágico de la vida, sino más bien a mi curiosidad de bípedo pensante) de estos últimos tiempos, los símbolos de la moneda de marras vienen a cumplir la función de metáfora. Uno sobrenada la vida que le queda buscando algunas seguridades que le mantengan firme sobre el puente, mientras alancea los dragones que le salen al paso cada mañana al levantarse. Y eso sin caballo, a pie quedo.

Dice el Sr. Pombo que se propone escribir un texto que titula Cuatro etapas o experiencias, de las cuales tres son simultáneas: las experiencias religiosa, ética y estética, y una cuarta que es cronológicamente la última, aunque simultánea a las anteriores en el momento actual: la experiencia de la vejez, la artrosis y la muerte. Lo de la artrosis dejémoslo en anécdota molesta; en cuanto a la vejez y la muerte, más que simultáneas son consecutivas. Aunque, visto desde la mirada optimista de Epicuro, cuando la segunda llega, la primera ya no está. Y a la inversa. Aparte que la segunda, según Saramago en su Las intermitencias de la Muerte, hay veces que olvida su condición predadora de vidas y un día se olvida de matar.

Claro que sólo la razón poética (supongo que el señor Pombo estaría de acuerdo) lo logra, según este hermoso – y un tanto extenso – fragmento de Las intermitencias… que reproduzco: La orquesta se ha callado. El violonchelista comienza a tocar su solo como si sólo para eso hubiera nacido. No sabe que la mujer del palco (la Muerte) guarda en su recién estrenado bolso de mano una carta de color violeta de la que él es destinatario, no lo sabe, no podría saberlo, a pesar de eso toca como si estuviera despidiéndose del mundo, diciendo por fin todo cuanto había callado, los sueños truncados, las ansias frustradas, la vida, en fin ... El solo ya ha terminado, la orquesta, como un grande y lento mar, avanzó y sumergió suavemente el canto del violonchelo, lo absorbió, lo amplió, como si quisiera conducirlo a un lugar donde la música se sublimara en silencio, la sombra de una vibración que fuera recorriendo la piel como la última e inaudible resonancia de un timbal aflorado por una mariposa.

... Al día siguiente no murió nadie.

Respecto a la experiencia mística o religiosa, siendo él (el señor Pombo) y yo niños criados en el nacional-catolicismo, el tránsito por ella era de obligado cumplimiento (aunque cada cual haya elegido su camino posteriormente). En cuanto a las experiencias ética y estética, puede que tengamos puntos de encuentro. Recuerdo lo que me dijo un peregrino en el refugio de Roncesvalles muchos años ha, que conocía a un tipo que había cambiado de chaqueta transitando de la ética a la estética sin pasar por la mística. Debía referirse a algún dirigente socialista de primera hornada que había cambiado la chaqueta de pana y con coderas por la amante jovencita y bien tetada y por la afición a la nouvelle cuisine.

Un servidor ha transitado en paralelo por la ética (cuyos valores aún le sirve de andaderas) y por la estética, que es un buen refugio para quienes no tenemos empuje para labrarnos un status por encima de la mediocridad de la clase media de medios pelos. Eres un esteta, solía decirme con ironía una compañera de trabajo. Yo acostumbraba, por las mañanas temprano, a ponerme música clásica en el ordenador en el silencio de mi despacho. Ella entreabría la puerta, asomaba la cabeza y decía su ironía entre risas. Yo no se lo tomaba a mal, pues ella era enlace de CCOO, acostumbrada a la brega sindical y poco interesada en los nocturnos chopinianos interpretados por María João Pires. A mí éstos me aliviaban de un trabajo vulgar y sin alicientes.

Somos conscientes de que sobrevivimos, y sobremorimos, que diría Unamuno, porque nuestra vista recorre el pasado con más intensidad que mira hacia el futuro y porque, además, el impulso vital nos lleva al acabose sin prisas y sin pausa. Mientras tanto, cultivaremos nuestro huerto con Cándido, con optimismo leibniziano, porque tout est au mieux, que decía Pangloss.

Y si no, al tiempo... 

jueves, 27 de octubre de 2022

Sopa de ganso.-



Cuando cumplí 66 años escribí una entrada en esta misma bitácora en la que citaba aquella frase tan conocida de Unamuno de “Yo no me acuerdo de haber nacido…”, que el improbable lector puede ver en su obra autobiográfica Recuerdos de niñez y mocedad. Que en sus Recuerdos confesase no recordar un hecho cardinal en su vida, como era su propio nacimiento, era una de tantas paradojas de don Miguel a las que nos tenía tan acostumbrados y que tantos quebraderos de cabeza nos daban tratando de desentrañar su significado.

Lo que, si se me permite la digresión, me llevaba a las lecturas de Don Quijote en sus malhadados libros de caballerías, cuando se topaba con frases de tan complicado razonamiento como aquella de “La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón escurece…” Así, de paradoja en paradoja, cuando no de absurdo en absurdo – lo de los ejemplos librescos ha sido solo para ilustrar –, se me ha ido pasando la vida hasta llegar a los 77 que acabo de cumplir. Y el problema, si lo es, consiste en que me descubro septuagenario más siete sin paradojas que llevarme a la boca y con los absurdos convertidos en pasto habitual de los medios de comunicación, hasta el punto de resultar paradójica la existencia de una normalidad de andar por casa.

Se trata de esa normalidad del día a día a la que aspiramos los viejos – dicho sea lo de “viejos” sin temor ni resquemor – para sentirnos con cierto confort en la última etapa de nuestro vivir diario, y se trata, también, de la espera de noticias previsibles en los telediarios, que funcionen como certezas y confirmen esa normalidad anodina a la que aspiramos. Noticias tan previsibles y de cada día como la guerra en Ucrania (cuando no ésta, otra), la remontada de precios de los carburantes, el enriquecimiento sin límite de las transnacionales gracias a una guerra oportuna, las más de doscientas persona que hacen cola cada mañana en el comedor de caridad Ave María, en la calle Doctor Cortezo, o el precio del aceite en el súper, o el cambio climático, sin ir más lejos…

Pero una sopa de tomate, estampada en Los Girasoles de Van Gogh, es algo que me ha hecho darle muchas vueltas al magín para ver si aún entendía el mundo, o éste se mide ya por unos parámetros incomprensibles. Incomprensibles, se entiende, para los que, siendo en aquel lejano entonces niños de aquella inacabable posguerra civil, íbamos a la escuela con una pizarra y una tiza para aprender las primeras letras. Un servidor, a pesar de su esfuerzo por estar al día, se teme que se quedó estancado en la sopa Campbell de Andy Warhol y jamás llegará a entender la profunda lección de un puré de patata embadurnando un cuadro de Monet en el museo Barberini de Potsdam.


Bien es verdad que hay ilustres antecedentes de este proceder, como el caso de doña Mary Richardson, sufragista de pro, quien, en 1914, le metió un tajo de cachicuerna a la Venus desnuda de Velázquez en la National Gallery londinense, en defensa del voto de las mujeres. Pero las suffragettes victorianas tenían muchos redaños y no se paraban en barras, por mucho que se lo estorbara el polisón o el corsé de ballenas. Frente a esto, la sopa de tomate o el puré de patata no tienen color.

Este jubilata, que practica el pesimismo antropológico como autodefensa (y no le va mal), entiende que los activistas de Just Stop Oil, con todo su plausible afán por salvar a la humanidad de sus torpezas, no tienen muy claro lo del erostratismo cuando aspiran a alcanzar la efímera inmortalidad de miles de tuits que se agotan en esos breves like pulsados por dedos anónimos.

Les falta, digamos, sentido de la gloria. Y para eso, la Historia es maestra a la que conviene escuchar. No en vano, el cabrero Eróstrato prendió fuego al templo de Artemisa en Éfeso, y aún recordamos su nombre tras veinticinco siglos, a pesar de la damnatio memoriae a la que fue condenado por sus contemporáneos. Así, los justicieros de Just Stop Oil no han caído en la cuenta de que, aparte el tsunami momentáneo en las redes sociales, su nombre pasará al olvido y su propaganda por el hecho se verá reducida a una más de las genialidades que esta sociedad premia con grandes dosis de retuiteos momentos antes de correr tras alguna influencer de las que no pagan impuestos en Andorra. Su sopicaldo vertido sobre un cuadro famoso será una respuesta tan imaginativa como inútil, aparte de haber confundido el culo con las témporas.

Quienes, como este jubilata, somos pesimistas en defensa propia, tenemos sospechas infundadas de que la humanidad no irá al garete ahogada entre los humos de los carburantes, en lo medioambiental, ni famélica ante la mirada indiferente de los Epulones que pueblan los paraísos fiscales, en lo social. 

Siempre tenemos presente que los dioses enloquecen a quienes quieren perder y a esta sociedad aún le queda mucha insania por desarrollar. La suficiente como para esperar a ver si, por poner un ejemplo, al señor Putin se le tuerce el hado y, en un gesto macho de "Pa chulo mi pirulo", aprieta el botón nuclear y vemos los misiles volar sobre nuestras cabezas.

De ser así, antes de la extinción masiva, al menos que nos de tiempo a colgar un cartel en Chernóbil - la OTAN en el papel de Dalila - que diga: Aquí murió Sansón con todos los filisteos. Y de no serlo, esperemos otro gesto imaginativo de los activistas medioambientales que nos dé materia para otra entrada en la bitácora.

 

sábado, 24 de septiembre de 2022

A modo de rescate del olvido.-

 


De regreso a la capital del reino, tras largas caminatas por el valle de Lozoya – en este verano tan reseco – entre vacas de apacible rumiar y robledos sedientos que parecían escudriñar el cielo azul sin tacha de nubes en busca de un poco de lluvia que los aliviara, al jubilata le da por reivindicar – sin mayores razones – algunos escritores de las últimas filas a las que fueron empujados por el olvidado y el paso del tiempo.

Y que el improbable y siempre paciente lector perdone la andanada del primer párrafo, donde apenas ha brotado alguna coma que le permitiera tomar un respiro en la lectura. Pero es que uno se vuelve apresurado a pesar de las largas y calurosas tardes veraniegas de lectura. Por eso escribe en tromba, atropellando la rumia de la escritura (aunque en esto conviene tomar ejemplo de la rumia vacuna), como si en la premura del escribir estuviera la abundancia del buen narrar.

No se sabe por qué cayeron en el olvido algunos escritores, digo. Pudiera ser por demérito propio o bien porque no hay espacio suficiente en el Parnasillo de las Letras y su estrecha entrada es como el ojo de la aguja evangélica: si eres camello, rico Epulón o escritor sin padrinos no hay parábola que te ampare. No pasas a la Gloria y te aguantas. Lo cierto es que estos autores vivieron, escribieron, publicaron, tuvieron su fama más o menos duradera y, andando el tiempo, cayeron en el olvido o la indiferencia del lector. Ahora, sus obras hacen masa en el rimero de libros amontonados en los anaqueles de cualquier librería de viejo.


Eso me ocurrió con La Risa, la Carne y la Muerte de Eduardo Zamacois. Esta primavera pasada andaba yo escarbando en La Casquería, librería donde se acumulan los libros de desecho de tienta y te los venden al peso, y me llamó la atención su portada de un diseño modernista y atrevido, en su desnudez, para la época. Tres euros veinte me costó hacerme con la pieza. Las tapas rotas, alguna hoja descosida, el papel ácido y con rasgaduras. Ideal para un bibliómano de bajo presupuesto y aficionado a la encuadernación.

Dos placeres solitarios ofrecía el pobre libro a pesar de su decrepitud: el de restaurar su encuadernación, primero, y el de leer su texto, después. Lo primero fue tarea durante el curso; lo segundo ocupó algunas tardes del verano. Y aún hay algo más que también forma parte de estos placeres, como es la curiosidad por saber quién era el autor, qué fue de su vida, qué obras escribió, en qué época, y, como información bibliográfica, cuándo se editó la obra y quién fue su editor.

Pues este ejemplar que encontré de La Risa… (cuentos irónicos – cuentos pasionales – cuentos de asesinos, ladrones y fantasmas, dice el subtítulo) corresponde a la primera edición y fue publicado en 1930 por la editorial Renacimiento, Cía. Ibero-Americana de Publicaciones, e impreso por la Cía. General de Artes Gráficas, Madrid, y distribuido por la Distribuidora Ibérica de Publicaciones, calle Paz, 27, teléfono 17053.

Todo ello por el modesto precio de tres eurillos y pico devaluados. Imagínese el improbable lector la cantidad de jugo que se le puede sacar al libro más fané que uno se encuentre entre una montonera de papel impreso caído en el olvido. Basta que la curiosidad del lector vaya más allá de la mera lectura.

Algo parecido ocurrió con un autor, paisano mío, de quien encontré un par de otras, editadas por España Calpe. Se trata de Félix Urabayen, nacido en 1883, en Ulzurrun, pueblecito del valle de Ollo en la cuenca de Pamplona, y que actualmente da nombre a un instituto de enseñanza media de esa capital. Como maestro fue destinado a Toledo, donde dio clases en la Escuela Normal y fue su director. Republicano de pro, “el tabaco y la cárcel terminaron con él en 1943”, dice Rafael Castellano en un artículo publicado en Egin el 21 de septiembre de 1982.


De Urabayen hay en casa dos obras editadas por Espasa Calpe: Toledo: Piedad, en 1925, que es su primera novela, y Estampas del camino, publicada en 1934. Y, curiosamente, en ambas vienen sendos recortes de periódico de anteriores propietarios: el citado del Egin en Estampas…, y otro, en Toledo: Piedad, de Juan José Fernández Delgado en El País del 12 de junio de 1983, con motivo del centenario de su muerte.

Al contrario que Zamacois, quien fue un vivalavirgen, un tanto bohemio y autor de éxito con la fundación de El cuento semanal, Urabayen dedicó su vida al magisterio y ejerció en varias ciudades españolas hasta que recaló en Toledo, donde ejerció de director de la Escuela Normal de Magisterio. Recién terminada la guerra civil, un tribunal militar le condenó a prisión, compartió celda con Buero Vallejo y Miguel Hernández, y fue liberado en 1940 por ser un enfermo terminal. Dos años después, murió a causa de un cáncer de pulmón.

Y no me alargo más. Basten estas notas para que el improbable lector se haga cargo. Si es aficionado a la lectura y a las librerías de viejo, quizás encuentre pequeños tesoros bibliográficos, sin apenas valor económico, que le llenen de satisfacción y estimulen su sed lectora. No pretenden estas notas en mi bitácora otra cosa, sino que se le dediquen unos minutos de lectura, a la vez que despierten el gusto por ojear esos libros amarillentos que se ofrecen de saldo.

Por lo demás, ya se lo tengo dicho a mi santa, que cuando subamos a Pamplona a ver a la familia, hemos de hacer tres cosas. La primera, visitar Ulzurrun para ver si existe la casa familiar de Félix Urabayen o queda entre sus paisanos memoria del escritor. La segunda, ir a la Ribera, a Cortes de Navarra, donde pasé mi infancia, y visitar su castillo. La tercera, subir a las ventas de la Ulzama a comer una cuajada. Dī iuuantes, claro está.  

                                                              

jueves, 25 de agosto de 2022

Andanzas por el Valle, 3. - Visita a Oteruelo.



Por si el improbable y siempre grato lector no lo sabe, el pueblo de Oteruelo es una pedanía de Rascafría que dista como dos kilómetros y medio, y al que se accede, si uno gusta de caminar, por el camino natural que llaman del Ejido. Ejido, viene a decir el diccionario de la RAE, es el campo no cultivado en torno al pueblo, de uso y aprovechamiento común, donde puede pastar el ganado de los vecinos. Actualmente son prados, a un lado y otro del camino, limitados por cercas de piedra seca y con fresnos que dan una rica sombra al caminante.


Este camino del Ejido (Camino Natural del Valle, dicen las guías) nace en el Paular y puede seguirse hasta el Cuadrón (unos 34 kilómetros), pasando por Rascafría, Oteruelo, Alameda, Pinilla – donde está el yacimiento arqueológico neandertal –, para bordear el pantano a su paso por Lozoya. Es camino que este jubilata hace con cierta frecuencia entre Rascafría y Pinilla, temprano, aprovechando la sombra y el frescor de la arboleda que crece todo a lo largo. Un café en la Nogalera y regreso. Paseo sin complicaciones, muy recomendable para jubilados marchosos y personal en general, sin distinción de condición social, edad o afinidad política…, o cualquier otra particularidad o rareza que al lector se le pueda ocurrir. O sea: todo bípedo humano puede caminar por allí, y un servidor se lo recomienda encarecidamente. ¡Menos coche y más zapatilla, coño! …Lo que se dice aquí sin ánimo de atosigar al personal, muy dueño de hacer lo que le plazca.

Pues bien, aparte los baretos, terrazas, restaurantes, alojamientos rurales, fiestas veraniegas estrepitosas y cerveceras, y otros atractivos para el turismo popular de la capital del reino, tiene un poso de interés cultural menos conocido pero digno de ser puesto en valor, siquiera para que este valle del Lozoya sea mucho más que turismo de manada, músicas ruidosas hasta la madrugada y botellón. Dicho sea a modo de desahogo de quien esto escribe, quien procura seguir la recomendación que el psicólogo de plantilla le hace a mi vecino el depre: “Vd. camine mucho y piense poco”.


Volviendo a nuestro asunto, Oteruelo es lugar al que prestigia el hecho de tener una sala dedicada al pintor Luis Feito, uno de los fundadores del Grupo El Paso, en 1957. Este pintor, cuya madre era de este lugar, donó su obra gráfica al pueblo, con la que se montó una exposición en las antiguas escuelas, cerca de la entrada a la población desde la carretera. Una asociación de vecinos se encarga de mantener vivo su legado y ponerlo en valor.

El otro domingo, la santa y yo quisimos visitar la sala, pero estaba cerrada. Según nos han dicho, en un edificio al lado, que fue granero común y luego la fábrica de patatas fritas Rascafría, se iniciaron obras de remodelación para abrir una sala más amplia. Pero las obras están paradas, dizque por la crisis económica y la carestía de los materiales de construcción. Y porque – uno siempre tiene esa sospecha – las inversiones públicas en cultura son mal negocio para los políticos, dan pocos votos y no ayudan a afianzarse en el sillón en el duro trance del cambio de legislatura. Sea como fuere, este jubilata visitó la sala en las antiguas escuelas hace unos cinco años y de ello dejó constancia en esta bitácora.


Y ya que uno se ha acercado hasta aquí, no puede dejar de visitar una pequeña sala de exposiciones de nombre Otero, ubicada en el antiguo matadero y carnicería del pueblo. Allí, actualmente, pueden verse pequeños cuadros en acuarela (paisajes del valle, de Tita Espinosa, y verduras y frutas abiertas a la mitad para ver el colorido de su interior, de Feli Arjona) y unas curiosas, digamos piernas andantes, a las que su autora define como “ingles” por el juego que hace la cadera cuando una persona se desplaza. Llaman la atención del visitante estas pequeñas estatuas que no son otra cosa que ramas de árboles.


Donde el caminante por los caminos no ve más que un trozo de madera ahorquillado, la escultora, Belén Bartolomé, ha visto pasos apresurados, poses, incluso algún contraposto coqueto. El visitante, ante el dinamismo de aquellas horquillas de gesto antropomorfo, no puede dejar de recordar los individuos apresurados o estáticos de Giacometti. Solo que éstos simbolizan la soledad de los seres humanos, mientras que estas estatuillas tomadas del mundo vegetal tienen un algo de alegría vital, de juego y de expresividad de las fuerzas naturales que alegran el ánimo del visitante.

Curiosamente, también hay una colección cuadernos de viaje de Tita Espinosa, además de sus acuarelas paisajísticas, a disposición de los curiosos que quieran ojearlos con sus ojos, u hojearlos hoja a hoja. Lo llamativo de estos cuadernos es que el viaje no se relata a través de un texto explicativo, sino mediante impresiones visuales, reflejadas en apuntes al acuarela y pequeñas anotaciones y collages pegados sobre las hojas.


Y, por no extenderme más, ya que el improbable lector queda informado, sólo la recomendación de este jubilata: Acérquese a Oteruelo (mejor dando un paseo desde Rascafría o Alameda), callejee un poco y verá aún algunos ejemplares de arquitectura rural, entre en Otero, el local que sirve de exposición, disfrute de esas pequeñas muestras de arte de su interior. Si está allí alguna de las autoras, peque la hebra, que ella le informará gustosamente, y hasta puede que tengan alguna amistad en común.

martes, 19 de julio de 2022

Andanzas por el valle, 2.- subida al Carro del Diablo y collado Viguelas .-



Estos días veraniegos de tanto calor conviene madrugar para disfrutar de la caminata, así que me pongo en marcha a las 08:40 h. La subida al Carro del Diablo está en el camino que llevaba, en tiempos, desde el Paular hasta el puerto del Reventón y Segovia. Hoy en día conviene iniciarlo desde las piscinas municipales y es el que seguiré desde el portón que da paso a las Arroturas y lleva hasta el cruce con la pista: 3,7 k de subida y unos 400 m de desnivel.


Las Arroturas es un gran calvero alomado donde es frecuente encontrarse con alguna yeguada que embellece el paisaje. Según me informó un paisano, era lugar donde se sembraba en tiempos la cebada o el centeno, siendo las eras el lugar que ahora ocupan el polideportivo y el complejo escolar con la biblioteca pública. Tienen las Arroturas un inconveniente para el caminante, y es que el sol le va dando en la espalda camino arriba, sin un mal árbol que le proteja.

De ahí que este jubilata sea precavido y se calce temprano las botas camineras. Paro también tienen unas excelentes vistas sobre la Cuerda Larga, el Peñalara y los Carpetanos y el valle alto del Lozoya presidido por Cabeza Mediana, con el monasterio de el Paular en el fondo del valle, destacando entre el boscaje.

Antes de entrar en el robledal de los Horcajuelos hay un repecho donde se ha labrado una estrecha senda empinada sobre el suelo erosionado. Una vez llegado a la portilla (eran las 09:22 h.) comienza el camino de la Zeta (así lo llamo por su trazado en zigzag), que trascurre bajo los robles. Es, posiblemente, el camino más bonito que conozco de todos lo que tengo paseados por estos montes: El bosque lo sombrea con una bóveda de verdor; al pie de los taludes pueden verse, si el caminante sabe mirar, pequeñas matas de orégano que aún no han abierto la flor; en algunos puntos soleados, al margen del camino, aparecen algunas matas apretadas de mejorana con sus características flores múltiples en forma de borla; y si uno observa el suelo, verá grandes piedras de varios kilos que alguien ha dado caprichosamente la vuelta. Años tardé en averiguar que era labor de los jabalís, quienes las voltean con el hocico para dejar al aire los hormigueros con los suculentos almacenes de huevecillos que ellos saborean como un niño las chuches.


A las 10:10 h ya estaba en el Carro del Diablo. En el cruce del camino con la pista, un mojón troncopiramidal, labrado en buen granito, advierte que se está en la puerta del Reventón: a 5,5 k, indica el letrero. Desde aquí, 9 kilómetros hasta enlazar con el Palero, si uno toma la pista hacia la izquierda, y 4 k hasta el collado Viguelas, si se toma hacia la derecha, que es uno de los hitos de esta caminata.

El emblemático Carro del Diablo – que a un servidor se le parece sospechosamente a una tortuga – tiene su leyenda de cuando el arquitecto Juan Guas construyó la catedral de Segovia en el S. XVI. Como no se cumplían los plazos impuestos por el emperador, por dificultades para traer la piedra desde Colmenar Viejo atravesando el valle, el arquitecto hizo pacto con el diablo para que éste suministrara buenas carretadas de piedra, con lo que la construcción avanzó a buen ritmo. Guas, que vio su reputación de arquitecto a salvo, rompió el pacto con el diablo y éste, cabreado, petrificó el último cargamento de piedra, y, voilà, por eso una de las torres de la catedral es más baja que la otra.

El improbable lector pensará lo que quiera del asunto, pero a un servidor le parece que el diablo pecó de extrema candidez y, encima, el célebre carro a mí me sigue pareciendo una tortuga. De cualquier forma, se trata de una piedra caballera muy singular. Pero ya se sabe: de gustis et coloribus non disputatur…


Total, que camino los 4 k de pista hasta el collado Viguelas. En el primer quiebro a la derecha que hace la pista y pasa sobre el arroyo de la Redonda, puede verse por encima y por debajo del camino, bonitos ejemplares de tejo que tienen un aspecto sano, pues se trata de una zona umbría y húmeda. Como a dos kilómetros, en un nuevo quiebro a la derecha, la pista cruza sobre el arroyo Artiñuelo que nace en el collado de la Flecha, y es el que pasa por delante de nuestra casa de verano. El pilón sigue seco, cegada la tubería que tomaba agua del arroyo, desde que la tormenta Filomena provocó el arrastre de rocas cauce abajo. Entre los zarzales, unas vacas ramonean los brotes tiernos e ignoran al caminante. 

Aún encontraremos un nuevo arroyo, el de las Calderuelas, y antes de llegar al collado Viguelas (son las 11:35 h.) el caminante tiene la opción de subir al puerto de las Calderuelas – quedará para otra ocasión, si se tercia, y con compañía –, a 5,7 kilómetros, o bajar a Rascafría, 6 kilómetros, ya cuesta abajo. 


Aquí, a 20 metros del suelo, destacando sobre el techo de pinos, una torre de vigilancia del fuego. Antaño, cuando estaba el guarda forestal a ras de tierra, solía yo entrar un rato a darle conversación, que siempre me agradecía un rato de compañía. Hoy, allá en lo alto de su torre metálica y pecera de cristal, intercambiamos un saludo a mano alzada.

Bajo un pino, sentado sobre un meño, un pequeño refrigerio. Redescubro – ahora que soy setentón con costra – el placer de comer un trozo de pan con chocolate, como cuando era niño, acompañado de un puñado de almendras y de unos tragos de agua de la cantimplora. Ríase usted de los alimentos energéticos para deportistas.

Las pistas suelen ser aburridas, son como las autovías, que metes la quinta y se te va el santo al cielo. Por eso, cada vez que bajo por aquí al pueblo, acostumbro a tomar un atajo (son las 12:35 h) por un camino trasversal que atraviesa la Mata del Pañuelo. Denominación del lugar que da mi plano de la Tienda Verde, que he usado durante años para aprender a moverme por estos andurriales. El inconveniente es que no paso, algo más de un kilómetro abajo, por el roble milenario que está catalogado por la CAM como árbol singular. Por la Mata del Pañuelo había, según mi plano, y que yo localicé hace años entre el boscaje de robles, un pino centenario bellísimo que los años de seca se han llevado por delante.


Salgo de nuevo a la pista y, en la siguiente curva a la izquierda, la abandono definitivamente por un escape que me baja hasta el camino que lleva, por un lado, a la presa colmatada del Artiñuelo, y por el otro hacia las Matillas – el barrio alto y rico de Rascafría – dejando a la derecha el camino que acerca al viejo molino del Cubo. A un lado del camino, en un gran prado, un mostajo espléndido que está catalogado como árbol singular por la CAM, con el número 296. 
En cuanto al molino, era un molino harinero que dejó de funcionar en los años 50 del siglo pasado. De los tres molinos harineros de Rascafría (el del Cubo, el de Bartolo y el de Briscas), éste es el único que tenía el sistema de cubo para acumular el agua, debido al fuerte estiaje del Artiñuelo, del que se alimentaba. Sobre estos molinos - dos veranos tardé en descubrir el de Bartolo - escribí una entrada hace ya años en este mismo blog y por ahí debe andar.

De aquí, por un lateral del barrio rico, un camino paralelo al arroyo que saca a la calle Artiñuelo esquina con la calle Amargura y el puente y, de dos zancadas, en casa a las 13:12 horas, y de cabeza a la ducha.


No me lo tomen a mal, pero ya que esta bitácora es exclusiva responsabilidad de este jubilata, quien la mantiene con su propio esfuerzo, la suscribe y ratifica, sepa el improbable lector que esta caminata la hice el día de San Fermín, el 7 de julio, y por eso llevaba un pañuelico rojo al cuello. ¡Aúpa San Fermín!

jueves, 30 de junio de 2022

Andanzas por el valle, 1.- Un paseo hasta el Mirador de los Robles. -

 


Perdone el improbable lector el abandono en que tengo esta bitácora. Como ya dije en la entrada anterior, vivir la vida de jubilata es un sin parar, y uno no encuentra tiempo para estos menesteres de la escritura sobre la vida ociosa. Ahora que estamos de nuevo en Rascafría, al resguardo de los calores capitalinos e instalados en el dolce far niente estival, no hay excusa para no alimentar esta pequeña bestia, siempre voraz de textos, que es el blog.

El caso es que, en estos días finales de junio, decidí hacer una caminata hasta el mirador del Robledo, al pie de Cabeza Mediana, desde donde se divisa todo el valle del Lozoya y es lugar apacible y solitario. Allí, en medio de la pradera, un gran monolito en pie sirve como homenaje a los guardas forestales, con esta leyenda: A la guardería forestal en su primer centenario. 1977. Muy próxima, una, digamos a modo de rosa de los vientos en hierro, con una flecha giratoria que va mostrando las cumbres del entorno y los pueblos del valle, y esta leyenda: Para ver hay que mirar y hay que saber. Si uno mira y sabe dónde mirar, verá el imponente macizo del Peñalara que enseñorea el valle desde sus 2.438 m de altura y da nacimiento a la cadena de los montes Carpetanos que se orientan en sentido NE SO y se prolongan en la sierra de Guadarrama.

Eran las 08:40 h cuando, equipado con mis viejas botas de senderismo y un cinturón/mochila cargado con la botella de agua, un poco de pan y chocolate y una fruta, me puse en marcha. Rascafría aún no está invadida de veraneantes, el arroyo Artiñuelo corre al pie de casa, las rosaledas de nuestro alojamiento están en su esplendor, la calle sigue desierta y aún con el frescor de la noche pasada. Este jubilata, olvidadas las artritis habituales a estas horas de la mañana, siente que tiene por delante un hermoso camino que recorrer y se pone a ello con el entusiasmo de un caminante avezado.


Paseo adelante, a poco más de media hora está el Paular. La vieja cartuja muestra la estampa clásica de su alta torre y no puedo evitar el fotografiarla una vez más, erguida entre la arboleda del entorno. Aquí, hasta hace unos ocho años, estuvo el bonito hotel Santa María del Paular que fue desmantelado por un desacuerdo entre el Patrimonio Nacional y la empresa que lo explotaba. Se despidió a los trabajadores (un número considerable de familias del valle vivían de ello), sus muebles, de una solidez monástica, se subastaron, incluyendo cuadros y dos pianos. Los intentos por recuperarlo no han fructificado y sus instalaciones están obsoletas. Incluso los conciertos de verano que se daban en el patio del Ave María se los llevó la pandemia. Solo una pequeña comunidad de benedictinos mantiene vivo el lugar, aparte las visitas al conjunto museístico y las pinturas de Carducho en el claustro.


Aquí nace el histórico camino del Palero que lleva hasta lo alto del puerto de los Cotos. En los primeros kilómetros, a derecha e izquierda, pinares y robledales, y fincas de recreo de mucha categoría. Paco, el viejo panadero de Rascafría, me contó hace años que estas propiedades fueron abandonadas por sus propietarios cuando las tropas franquistas ocuparon el valle. Subieron desde la Granja una noche, a cencerros tapados, con los cascos de las mulas envueltos en trapos para que no se oyeran, con artillería de montaña y unas compañías de requetés. Arriba, en el Reventón, se dio la pequeña batalla que hizo retroceder al escaso contingente del Batallón Alpino que guardaba las cumbres. El viejo panadero, que era niño entonces, me contó pormenores de aquella batalla, y Julio Vías ha escrito documentadamente sobre aquel episodio. En resumen, que aquellas fincas pasaron por usurpación a manos de ricas familiar franquistas.

Y no por usurpación, una vacada con sus terneros ocupa un punto del camino, pastando y ramoneando. Este jubilata, que siente respeto por la maternidad vacuna, no quiere molestar a los jatos inocentes que le miran con curiosidad, mientras mamá vaca observa al viandante por si éste se desmanda y molesta a su prole. Ya se sabe que las vacas de cría, tan pacíficas y bucólicas ellas, tienen un pronto maternal que las hace arremeter contra el imprudente que ose acercarse a sus retoños, así que me paro, les silbo, les amenazo con el bastón y, con pereza, sin prisas, como haciéndome un favor, se salen del camino y me dejan pasar.  


Camino del Palero que seguiré en su primer tramo, llego hasta la pista que enlaza con el mirador del Robledo. Son las 10:14 h cuando dejo el Palero que empieza a subir hacia el puerto, bordeando Cabeza Mediana. Yo giro hacia la izquierda, con el sol casi de frente, hasta llegar al mirador. Son las 10:35 h. ni un alma en el entorno. Sólo unas grajas gritonas que se alejan graznando, molestas por mi presencia. La pradera ya está agostada, lo que le resta algo de belleza. Yo he subido aquí con mi santa una primavera y era una gozada: todo verdor y una vacada pintoresca haciendo bonito sobre la pradería. Ahora, como digo, sólo un servidor, sentado sobre el pretil, comiendo un trozo de pan moreno con una onza de chocolate, el valle ante mí, el embalse de Pinilla al fondo. En torno, el rumor del aire que mueve las hojas de los árboles y el silencio de la naturaleza hecho de pequeños sonidos, imperceptibles para el oído de los urbanitas que llegan hasta aquí con sus coches y sus músicas enlatadas.


Son las 11:20 h cuando me voy del mirador. Acaban de llegar dos coches, la soledad se rompió con el ruido de los motores, aquello empieza a ser una multitud y yo tengo un acceso de misantropía.

Tomo de regreso el camino que nace junto a la carretera y el carretil que sube al puesto forestal. Es camino que atraviesa el arroyo de la Umbría y termina en el Palero, como a medio kilómetro de la carretera y la entrada a las Presillas. Cruzado el arroyo, en unos prados a la derecha, un colmenar que me recuerda aquellos versos de Virgilio: …sic vos non vobis melificatis apes (así vosotras, pero no para vosotras, abejas, fabricáis la miel), quejoso de que un poetastro se hubiese apropiado de unos versos que él escribió: hos ego versículos feci tulit alter honores (yo escribí estos versos y otro se llevó el premio). Las abejas, ajenas a las advertencias del poeta y a los derechos de propiedad, siguen libando y fabricando su miel.


Son las 12:23 h cuando llego al puente del Perdón. En el banco de piedra corrido, a la sombra de los abedules, unos jubilados charlan de gallinas. Las mejores ponedoras son las blancas, asegura uno que las tiene en su corral. Un servidor toma nota por si un día venturoso tiene casa en el pueblo, corral y gallinas que no necesiten escuchar a Mozart, como esas que anuncian cuando vas a comprar huevos al súper.


Atravieso la finca de los Batanes. Allí estuvo, desde el S.XIV hasta la desamortización de Mendizábal, el molino papelero de los cartujos, de donde salió el papel en que se imprimió el primer Quijote en 1605. Edición de la que, si la memoria no me falla, queda un ejemplar que el marqués de Lozoya encontró en la RAE. Y en la misma finca, el bosque finlandés junto al pequeño lago artificial; lugar umbrío que conviene visitar y pararse a contemplar desde el embarcadero. Si el momento es propicio, uno verá a los galápagos sestear sobre troncos flotando en el agua, o alguna familia de patos silvestres.

De aquí a Rascafría pasando por las ruinas del antiguo colegio/internado de San Benito, que fue de la Sección Femenina, donde se educaba a las niñas para ser buenas esposas y madres, y cristianas, y hacendosas, y sumisas al varón, y todas esas virtudes femeniles que el franquismo quería inculcar en las hembras humanas. Este jubilata aún las recuerda, cuando siendo niño, las veía con sus uniformes y sus pololos pudorosos. Algo sobre el particular quedó escrito en esta bitácora hace ya años.

A la salida de los batanes, un pequeño puente de tubos con pasarela de madera cruzaba el Lozoya y por aquel camino se salía a la carretera. Desde aquel invierno de la Filomena, la furia del río se llevó el puente, cuyos hierros aún se ven cauce abajo. La Comunidad de Madrid aún no ha hecho intentos de reconstruirlo, y aunque el caminante lo achaque a desidia, debe ser porque tiene asuntos de más enjundia en que emplear su tiempo y el dinero público. La señora Ayuso y sus acólitos sabrán.

A las 13:10 h estaba en casa, después de atravesar el río y pasar por ese enorme aparcamiento asfaltado que el ayuntamiento de la villa construyó el año pasado después de arrasar parte de un pequeño parque abandonado, llevándose por delante árboles, arbustos, avellanos y matorral que por allí sobrevivían sin molestar a nadie. Ahora aquella enorme plancha de asfalto es un acumulador de calor donde un empleado municipal cobra 3 € a quien quiera dejar su coche estacionado. El caminante lo cruza – el puñetero aparcamiento – echando el bofe, con el sol a plomo sobre su cabeza, deseoso de meterse bajo la ducha.