viernes, 14 de octubre de 2011

Eso de cumplir años.-

Realmente, cumplir años no es noticia importante. Acabo de cumplir 66, me asomo a la ventana a ver si el mundo ha cambiado en algo por este hecho, pero descubro que es un día como cualquier otro. Verdaderamente, no es noticia que importe demasiado, aunque a este jubilata le ha ocurrido lo que a todo el mundo: a uno le nacen un buen día y le ponen en la obligación de vivir una existencia de la que no tenía noticias y por el tiempo que le toque vivirla. Pero, ya que a uno le nacen, al menos deberían pedirle opinión sobre si prefería un determinado periodo histórico, una determinada familia o un determinado país. Ni siquiera le preguntaron lo más obvio: si quería vivir. Le pusieron en el mundo, le dieron un empujoncito y le dijeron: ahí te las vayas apañando.

Pero, si alguien expresó con claridad ese sentimiento de impotencia ante un hecho crucial de cada ser vivo, ese fue don Miguel de Unamuno en sus Recuerdos de Niñez y Mocedad: "Yo no recuerdo haber nacido. Esto de que yo naciera -y nacer es mi suceso cardinal en el pasado, como morir será mi suceso cardinal en el futuro-, eso de que yo naciera es cosa que sé de autoridad y, además, por deducción. Y he aquí cómo del acto más importate de mi vida no tengo noticia intuitiva y directa, teniendo que apoyarme, para creerlo, en el testimonio ajeno".

Como un servidor no iba a ser más que don Miguel, tampoco tiene conciencia de haber nacido, y los pocos recuerdos de aquel acto primigenio los conoce por viejos testimonios de personas allegadas, ya muertas. Son recuerdos asumidos como propios, pero prestados por quienes estuvieron presentes y luego me lo contaron. Así, sé que nací un 12 de octubre por la tarde (respecto a la hora exacta, no sé decirlo) en una casa de labranza que, según los historiadores locales, fue la casa natalicia del general Marcelino Oráa. Cuando mi madre se puso de parto, el abuelo mandó a mi tío José con la yegua a buscar al médico de la cendea, que vivía en Galar. También sé que aquella tarde se fue la luz, pero no estoy seguro de que aquello fuese un hecho premonitorio. De creer en la predestinación o en los augurios, aquél no hubiese resultado nada favorable, aunque bien pudo ser un indicio de la vida sin lustre que me esperaba.

No es una queja. Uno no se queja de su modesta vida. Mira a su alrededor y se da cuenta de que está dentro de la norma. Con el trascurso del tiempo he aprendido que la mayoría de los personajes importantes que conozco, y que admiraba cuando era joven anteayer, son, si se les miran los entresijos, de una mediocridad acreditada. Mascarones o puros simulacros, como esos santos de iglesia que tienen un alma hecha de tronco de peral o manzano, tallados para disimular su vulgar origen, y a quienes se les cuelgan milagros -como si de intermediarios divinos se tratase- donde antes colgaban peras o manzadas cuando eran árboles vivos y sus frutos eran de más sustancia y utilidad.

Por compensar esa autoconciencia de mediocridad, hubo un tiempo en que admiraba a los grandes hombres quienes, conscientes del decisivo papel jugado por sus personas en el fragmento de historia que les correspondió vivir, decidieron dejar constancia de su influencia en la sociedad que los hubo de soportar. Y aunque ningún plebiscito refrendara la bondad de sus actos o la conveniencia de su mera existencia como hombres públicos, tuvieron tan alta estima de sí mismos que ésta era suficiente justificación para que yo les creyera.

Creencia nacida, por una parte, de mi ingenuidad innata, y por otra, de la conciencia de haber seguido yo una trayectoria vital, cuyos horizontes han sido de una mediocre y previsible linealidad existencial tal como el conjunto de mi vida, hasta el momento presente, se ha encargado de confirmar.

Y no quisiera trasmitir al improbable lector la falsa sensación de ser un individuo amargado, resentido o depresivo, obsesionado por la nimiedad de su propia existencia, sino que la vulgar realidad me empuja a ser sincero, siquiera en eso.

Mediocre es el mundo que habitamos; mediocre es la obsesión por el dinero y mediocre es el común de nuestras aspiraciones individuales. También nuestros políticos son unos mediocres, títeres de mala madera de chopo, manipulados por financieros que, a su vez, son marionetas de trapo codiciosas, arrastradas por ese oleaje incontrolado del dinero fluctuando alocadamente de un lugar para otro en esta charca de infusorios que es la sociedad que nos toca vivir.

Llegado a la conciencia de esa mediocridad universal -salvo contadas y meritorias excepciones- este jubilata es consciente de llevar ya vividos tres cuartos de su vida (salvo que los hados dispongan otra cosa) como infusorio anónimo, y piensa seguir chapoteando en la charca todo el tiempo que le sea posible. Eso sí, con una chispa de lucidez.

1 comentario:

  1. Bueno, primeramente, feliz cumpleaños, Juan José!
    Segundo: la lucidez ya no te hace mediocre. El mediocre no tiene conciencia de su mediocridad ni se percibe como tal, incluso puede hasta creerse "exitoso".

    Albur!!

    PD. Estupenda la cita de Unamuno.

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