jueves, 27 de octubre de 2022

Sopa de ganso.-



Cuando cumplí 66 años escribí una entrada en esta misma bitácora en la que citaba aquella frase tan conocida de Unamuno de “Yo no me acuerdo de haber nacido…”, que el improbable lector puede ver en su obra autobiográfica Recuerdos de niñez y mocedad. Que en sus Recuerdos confesase no recordar un hecho cardinal en su vida, como era su propio nacimiento, era una de tantas paradojas de don Miguel a las que nos tenía tan acostumbrados y que tantos quebraderos de cabeza nos daban tratando de desentrañar su significado.

Lo que, si se me permite la digresión, me llevaba a las lecturas de Don Quijote en sus malhadados libros de caballerías, cuando se topaba con frases de tan complicado razonamiento como aquella de “La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón escurece…” Así, de paradoja en paradoja, cuando no de absurdo en absurdo – lo de los ejemplos librescos ha sido solo para ilustrar –, se me ha ido pasando la vida hasta llegar a los 77 que acabo de cumplir. Y el problema, si lo es, consiste en que me descubro septuagenario más siete sin paradojas que llevarme a la boca y con los absurdos convertidos en pasto habitual de los medios de comunicación, hasta el punto de resultar paradójica la existencia de una normalidad de andar por casa.

Se trata de esa normalidad del día a día a la que aspiramos los viejos – dicho sea lo de “viejos” sin temor ni resquemor – para sentirnos con cierto confort en la última etapa de nuestro vivir diario, y se trata, también, de la espera de noticias previsibles en los telediarios, que funcionen como certezas y confirmen esa normalidad anodina a la que aspiramos. Noticias tan previsibles y de cada día como la guerra en Ucrania (cuando no ésta, otra), la remontada de precios de los carburantes, el enriquecimiento sin límite de las transnacionales gracias a una guerra oportuna, las más de doscientas persona que hacen cola cada mañana en el comedor de caridad Ave María, en la calle Doctor Cortezo, o el precio del aceite en el súper, o el cambio climático, sin ir más lejos…

Pero una sopa de tomate, estampada en Los Girasoles de Van Gogh, es algo que me ha hecho darle muchas vueltas al magín para ver si aún entendía el mundo, o éste se mide ya por unos parámetros incomprensibles. Incomprensibles, se entiende, para los que, siendo en aquel lejano entonces niños de aquella inacabable posguerra civil, íbamos a la escuela con una pizarra y una tiza para aprender las primeras letras. Un servidor, a pesar de su esfuerzo por estar al día, se teme que se quedó estancado en la sopa Campbell de Andy Warhol y jamás llegará a entender la profunda lección de un puré de patata embadurnando un cuadro de Monet en el museo Barberini de Potsdam.


Bien es verdad que hay ilustres antecedentes de este proceder, como el caso de doña Mary Richardson, sufragista de pro, quien, en 1914, le metió un tajo de cachicuerna a la Venus desnuda de Velázquez en la National Gallery londinense, en defensa del voto de las mujeres. Pero las suffragettes victorianas tenían muchos redaños y no se paraban en barras, por mucho que se lo estorbara el polisón o el corsé de ballenas. Frente a esto, la sopa de tomate o el puré de patata no tienen color.

Este jubilata, que practica el pesimismo antropológico como autodefensa (y no le va mal), entiende que los activistas de Just Stop Oil, con todo su plausible afán por salvar a la humanidad de sus torpezas, no tienen muy claro lo del erostratismo cuando aspiran a alcanzar la efímera inmortalidad de miles de tuits que se agotan en esos breves like pulsados por dedos anónimos.

Les falta, digamos, sentido de la gloria. Y para eso, la Historia es maestra a la que conviene escuchar. No en vano, el cabrero Eróstrato prendió fuego al templo de Artemisa en Éfeso, y aún recordamos su nombre tras veinticinco siglos, a pesar de la damnatio memoriae a la que fue condenado por sus contemporáneos. Así, los justicieros de Just Stop Oil no han caído en la cuenta de que, aparte el tsunami momentáneo en las redes sociales, su nombre pasará al olvido y su propaganda por el hecho se verá reducida a una más de las genialidades que esta sociedad premia con grandes dosis de retuiteos momentos antes de correr tras alguna influencer de las que no pagan impuestos en Andorra. Su sopicaldo vertido sobre un cuadro famoso será una respuesta tan imaginativa como inútil, aparte de haber confundido el culo con las témporas.

Quienes, como este jubilata, somos pesimistas en defensa propia, tenemos sospechas infundadas de que la humanidad no irá al garete ahogada entre los humos de los carburantes, en lo medioambiental, ni famélica ante la mirada indiferente de los Epulones que pueblan los paraísos fiscales, en lo social. 

Siempre tenemos presente que los dioses enloquecen a quienes quieren perder y a esta sociedad aún le queda mucha insania por desarrollar. La suficiente como para esperar a ver si, por poner un ejemplo, al señor Putin se le tuerce el hado y, en un gesto macho de "Pa chulo mi pirulo", aprieta el botón nuclear y vemos los misiles volar sobre nuestras cabezas.

De ser así, antes de la extinción masiva, al menos que nos de tiempo a colgar un cartel en Chernóbil - la OTAN en el papel de Dalila - que diga: Aquí murió Sansón con todos los filisteos. Y de no serlo, esperemos otro gesto imaginativo de los activistas medioambientales que nos dé materia para otra entrada en la bitácora.

 

1 comentario:

  1. Me quejaba yo de tánta trifulca en los Parlamentos y llegué y leí:
    "Pelean los ladronesy descúbrense los hurtos" de "Refranes que dicen las viejas tras el fuego" recopilación del Marqués de Santillana.

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