martes, 19 de julio de 2022

Andanzas por el valle, 2.- subida al Carro del Diablo y collado Viguelas .-



Estos días veraniegos de tanto calor conviene madrugar para disfrutar de la caminata, así que me pongo en marcha a las 08:40 h. La subida al Carro del Diablo está en el camino que llevaba, en tiempos, desde el Paular hasta el puerto del Reventón y Segovia. Hoy en día conviene iniciarlo desde las piscinas municipales y es el que seguiré desde el portón que da paso a las Arroturas y lleva hasta el cruce con la pista: 3,7 k de subida y unos 400 m de desnivel.


Las Arroturas es un gran calvero alomado donde es frecuente encontrarse con alguna yeguada que embellece el paisaje. Según me informó un paisano, era lugar donde se sembraba en tiempos la cebada o el centeno, siendo las eras el lugar que ahora ocupan el polideportivo y el complejo escolar con la biblioteca pública. Tienen las Arroturas un inconveniente para el caminante, y es que el sol le va dando en la espalda camino arriba, sin un mal árbol que le proteja.

De ahí que este jubilata sea precavido y se calce temprano las botas camineras. Paro también tienen unas excelentes vistas sobre la Cuerda Larga, el Peñalara y los Carpetanos y el valle alto del Lozoya presidido por Cabeza Mediana, con el monasterio de el Paular en el fondo del valle, destacando entre el boscaje.

Antes de entrar en el robledal de los Horcajuelos hay un repecho donde se ha labrado una estrecha senda empinada sobre el suelo erosionado. Una vez llegado a la portilla (eran las 09:22 h.) comienza el camino de la Zeta (así lo llamo por su trazado en zigzag), que trascurre bajo los robles. Es, posiblemente, el camino más bonito que conozco de todos lo que tengo paseados por estos montes: El bosque lo sombrea con una bóveda de verdor; al pie de los taludes pueden verse, si el caminante sabe mirar, pequeñas matas de orégano que aún no han abierto la flor; en algunos puntos soleados, al margen del camino, aparecen algunas matas apretadas de mejorana con sus características flores múltiples en forma de borla; y si uno observa el suelo, verá grandes piedras de varios kilos que alguien ha dado caprichosamente la vuelta. Años tardé en averiguar que era labor de los jabalís, quienes las voltean con el hocico para dejar al aire los hormigueros con los suculentos almacenes de huevecillos que ellos saborean como un niño las chuches.


A las 10:10 h ya estaba en el Carro del Diablo. En el cruce del camino con la pista, un mojón troncopiramidal, labrado en buen granito, advierte que se está en la puerta del Reventón: a 5,5 k, indica el letrero. Desde aquí, 9 kilómetros hasta enlazar con el Palero, si uno toma la pista hacia la izquierda, y 4 k hasta el collado Viguelas, si se toma hacia la derecha, que es uno de los hitos de esta caminata.

El emblemático Carro del Diablo – que a un servidor se le parece sospechosamente a una tortuga – tiene su leyenda de cuando el arquitecto Juan Guas construyó la catedral de Segovia en el S. XVI. Como no se cumplían los plazos impuestos por el emperador, por dificultades para traer la piedra desde Colmenar Viejo atravesando el valle, el arquitecto hizo pacto con el diablo para que éste suministrara buenas carretadas de piedra, con lo que la construcción avanzó a buen ritmo. Guas, que vio su reputación de arquitecto a salvo, rompió el pacto con el diablo y éste, cabreado, petrificó el último cargamento de piedra, y, voilà, por eso una de las torres de la catedral es más baja que la otra.

El improbable lector pensará lo que quiera del asunto, pero a un servidor le parece que el diablo pecó de extrema candidez y, encima, el célebre carro a mí me sigue pareciendo una tortuga. De cualquier forma, se trata de una piedra caballera muy singular. Pero ya se sabe: de gustis et coloribus non disputatur…


Total, que camino los 4 k de pista hasta el collado Viguelas. En el primer quiebro a la derecha que hace la pista y pasa sobre el arroyo de la Redonda, puede verse por encima y por debajo del camino, bonitos ejemplares de tejo que tienen un aspecto sano, pues se trata de una zona umbría y húmeda. Como a dos kilómetros, en un nuevo quiebro a la derecha, la pista cruza sobre el arroyo Artiñuelo que nace en el collado de la Flecha, y es el que pasa por delante de nuestra casa de verano. El pilón sigue seco, cegada la tubería que tomaba agua del arroyo, desde que la tormenta Filomena provocó el arrastre de rocas cauce abajo. Entre los zarzales, unas vacas ramonean los brotes tiernos e ignoran al caminante. 

Aún encontraremos un nuevo arroyo, el de las Calderuelas, y antes de llegar al collado Viguelas (son las 11:35 h.) el caminante tiene la opción de subir al puerto de las Calderuelas – quedará para otra ocasión, si se tercia, y con compañía –, a 5,7 kilómetros, o bajar a Rascafría, 6 kilómetros, ya cuesta abajo. 


Aquí, a 20 metros del suelo, destacando sobre el techo de pinos, una torre de vigilancia del fuego. Antaño, cuando estaba el guarda forestal a ras de tierra, solía yo entrar un rato a darle conversación, que siempre me agradecía un rato de compañía. Hoy, allá en lo alto de su torre metálica y pecera de cristal, intercambiamos un saludo a mano alzada.

Bajo un pino, sentado sobre un meño, un pequeño refrigerio. Redescubro – ahora que soy setentón con costra – el placer de comer un trozo de pan con chocolate, como cuando era niño, acompañado de un puñado de almendras y de unos tragos de agua de la cantimplora. Ríase usted de los alimentos energéticos para deportistas.

Las pistas suelen ser aburridas, son como las autovías, que metes la quinta y se te va el santo al cielo. Por eso, cada vez que bajo por aquí al pueblo, acostumbro a tomar un atajo (son las 12:35 h) por un camino trasversal que atraviesa la Mata del Pañuelo. Denominación del lugar que da mi plano de la Tienda Verde, que he usado durante años para aprender a moverme por estos andurriales. El inconveniente es que no paso, algo más de un kilómetro abajo, por el roble milenario que está catalogado por la CAM como árbol singular. Por la Mata del Pañuelo había, según mi plano, y que yo localicé hace años entre el boscaje de robles, un pino centenario bellísimo que los años de seca se han llevado por delante.


Salgo de nuevo a la pista y, en la siguiente curva a la izquierda, la abandono definitivamente por un escape que me baja hasta el camino que lleva, por un lado, a la presa colmatada del Artiñuelo, y por el otro hacia las Matillas – el barrio alto y rico de Rascafría – dejando a la derecha el camino que acerca al viejo molino del Cubo. A un lado del camino, en un gran prado, un mostajo espléndido que está catalogado como árbol singular por la CAM, con el número 296. 
En cuanto al molino, era un molino harinero que dejó de funcionar en los años 50 del siglo pasado. De los tres molinos harineros de Rascafría (el del Cubo, el de Bartolo y el de Briscas), éste es el único que tenía el sistema de cubo para acumular el agua, debido al fuerte estiaje del Artiñuelo, del que se alimentaba. Sobre estos molinos - dos veranos tardé en descubrir el de Bartolo - escribí una entrada hace ya años en este mismo blog y por ahí debe andar.

De aquí, por un lateral del barrio rico, un camino paralelo al arroyo que saca a la calle Artiñuelo esquina con la calle Amargura y el puente y, de dos zancadas, en casa a las 13:12 horas, y de cabeza a la ducha.


No me lo tomen a mal, pero ya que esta bitácora es exclusiva responsabilidad de este jubilata, quien la mantiene con su propio esfuerzo, la suscribe y ratifica, sepa el improbable lector que esta caminata la hice el día de San Fermín, el 7 de julio, y por eso llevaba un pañuelico rojo al cuello. ¡Aúpa San Fermín!

2 comentarios:

  1. Disfruto un montón de la descripción tan meticulosa. Preferia hacer la misma caminata contigo y en el otoño tardío. Admito que no aguantaría el estío. ¡Enhorabuena!

    ResponderEliminar
  2. A mí el carro, me parece una pipa.
    De la Paz.

    ResponderEliminar