lunes, 3 de diciembre de 2018

Palabras regaladas.-


Imagen tomada de Internet
¿Alguna vez el improbable lector ha intentado hacerse un diccionario para su uso particular? No sería el primero que lo intenta, aunque pocos lo logran. Y no hablamos aquí de doña María Moliner y su diccionario de uso del español, asunto que se escapa a los modestos límites de esta bitácora. Tampoco hablamos del diccionario secreto de Cela, donde los de mi generación aprendimos palabras malsonantes con pedigrí para ampliar nuestro vocabulario escrotológico, cuando soltar palabros de calibre grueso era marchamo de virilidad.

Por aquel entonces, cualquiera con ganas de lucir su ingenio escribía un diccionario. Algunos, como Francisco Umbral, con todo merecimiento. Umbral era un cronista de la realidad cotidiana y sus columnas periodísticas sentaban cátedra de un español bien dicho. Algunos comprábamos a diario el diario por leer su Spleen de Madrid, o aquellas crónicas de Iba yo a comprar el pan… El hombre iba de contracultural (aunque cuidaba mucho su mercado. Recuérdese su cabreo en la tele: yo he venido a hablar de mi libro) y por eso confeccionó su Diccionario cheli: una sistematización de la jerga urbanita con la que sus hablantes se diferenciaban del común de los mortales adscritos al vulgo mesocrático. 

Recuerdo que, por sacudirnos esas trazas que teníamos de empleados de medio pelo, decíamos chorba, por chavala, fetén por estupendo y, cuando pedíamos fuego para el cigarrillo, decíamos incinérame el cilindrín, o en el bar pedíamos un vidrio, por un chato de vino, y muchas otras gilipolleces que eran el summum de la modernidad. Aunque había límites a no traspasar, como frecuentar Moncho Street, la calle de Don Ramón de la Cruz, que se puso de moda entre la gente guapa, no recuerdo bien por qué.

El cheli callejero, que imitábamos con más o menos fortuna los empleados de corbata y chaqueta made in Galerías Preciados, era barrera que nos diferenciaba de la guapa gente de derechas de la que habló el propio Umbral. Era una forma de mostrar nuestra progresía frente a aquel franquismo que se iba deshilachando en alianzas populares y readaptando las viejas estructuras del régimen al nuevo invento de la democracia, que nos hacía tan europeos. Aunque, la verdad sea dicha, por el camino nos llevó un tiempo perder el pelo de la dehesa, pues pasar de súbditos de la dictadura a ciudadanos demócratas fue un tránsito cuyo aprendizaje no constaba en el manual de uso del argot cheli.

A lo que íbamos. Diccionarios ocurrentes, en aquellos años, aparecieron algunos. Creo que Ramoncín escribió un Nuevo tocho cheli, muy alabado por Umbral, quien confesaba que nunca consultaba el de la Real Academia porque le estropeaba el estilo. También Coll, la mitad más bajita del dúo Tip y Coll, escribió un diccionario de palabras inventadas, a medio camino entre la ocurrencia y la lógica, como aquello de Abiertamiente: que miente con toda franqueza.

Este jubilata nunca aspiró a tanto. Eso sí, a falta de inventiva, empecé a coleccionar palabras raras (o de uso poco frecuente) que encontraba por pura casualidad o serendipia. Fue como prohijar perros callejeros. Iba por la calle, me tropezaba con una palabra en desuso y me daba tanta lástima verla abandonada a su triste suerte que me la llevaba a casa, le hacía una ficha en una octavilla y la guardaba en un sobre. Cada vez que encontraba una, miraba por si tuviese usuario frecuente, y al verla a punto de inanición por falta de uso, la anotaba en mi libretilla de anotar cosas por ahí. Luego, como he dicho, en casa le hacía una ficha en la que especificaba dónde la había encontrado, en qué circunstancias, y hasta la referencia bibliográfica (si venía al caso) con número de página, edición, título, autor, editorial y hasta el párrafo donde aparecía.

Verbi gratia, como aquella vez que descubrí la palabra Alcándara en la Saga-Fuga de J B, de Torrente Ballester. Era palabra herrumbrosa por falta de uso que don Gonzalo había sacado a oreo para disfrute de sus lectores, y de la que yo me apropié. De la alta alcándara caía el puñetero rosicler del día, decía el texto. Lector fascinado, veía sobre el papel impreso los rosicleres cayendo en cascada desde las altas alcándaras y sentí un impulso cleptómano que me llevó a apropiarme de ella para mi disfrute personal. En mi descargo diré que, por no abusar, no me apropié también del rosicler y me conformé con la alcándara, percha o varal donde se ponían las aves de cetrería.

Otra palabra desusada, que encontré en un cuadro de Zurbarán, en le museo Thyssen, es la de bernegal. Se trata de una taza de boca ancha y con el borde ligeramente ondulado. Desapareció el objeto, otros recipientes cumplieron con mejor traza su función, y, por lo tanto, se olvidó su nombre. Anduve persiguiendo un tiempo palabra tan antañona y con tanta sonoridad y encontré este texto: Es privilegio de galera que nadie ose pedir allí para beber taça de plata, o vidrio de Venecia, ni bernegal de Cadahalso… Y aunque al improbable lector le canse el prurito ese de la erudición, no dejaré de decir que tal cosa escribió don Antonio de Gevara, obispo de Mondoñedo en su Libro de los inventores del arte de marear y de los muchos trabajos que se pasan en las galeras.

Pero no todo son antiguallas, ínclito lector, porque hace meses, callejeando por Lavapiés, encontré una palabra estupenda: Carnaca, que viene a ser un término despectivo que usan los veganos para designar a los comedores de carne. La frase, modelo grafito parietal, decía: Fuera carnacas de nuestro barrio.

Tampoco quiero cansar al lector, paciente aunque improbable, así que para terminar, aquí le dejo ésta: Garrampa. Se trata de un calambre o espasmo muscular, habitualmente en la pantorrilla. Se la oí al viejo carpintero de Báguena, pueblo de Teruel, hablando de sus achaques. Me pareció una palabra rotunda y con garra. Además, fonéticamente me resultó similar al término crampe francés, que viene a significar lo mismo. A lo mejor en el lenguaje coloquial de aquellas tierras hay vestigios del francés - los filólogos sabrán -, pero a mí, el viejo carpintero me recordó a aquel personaje de Molière que hablaba en prosa sin saberlo.

2 comentarios:

  1. Estupendo tu escrito y en verdad hace falta recuperar para un diccionario "fetén"

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  2. Celia Cañada Belefia9 de diciembre de 2018, 18:54

    Golerta, Tarrella, colbajón, sililla, sirpa... Yo también recolecté palabras biensonantes (y otras menos) que hacían que nos evadieramos de la atmósfera franquista de los años 60. Un día le grité a un gris "quelancha" y me costó dos días de calabozo en Sol. El juez del Tribunas de Escándalos Públicos (TEP) me preguntó por su significado: mujer de cuerpo ancho y fina compostura", dije. Pasé el resto de la semana enchironado. Creo que usted vivió aquella época y sabe de lo que hablo. Ahora vas a las manifestaciones, lo gritas, y nadie te hace el menor caso. Todo se degrada, amigo jubilata.

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