Era uno de
esos días previos a la navidad. José y María, según la tradición cristiana,
habían llegado a lomos de una patera hasta las fronteras del espacio Schengen.
Allí, como era previsible, se les negó el visado de entrada y, como cada Noche
Buena, María parió a su hijo Jesús junto a la valla de Melilla. Pero del otro
lado. De éste, nadie se enteró; tan ocupados estaban en adornar con espumillón
el abeto de plástico.
En estos
mismos días con las navidades en puertas, de las concertinas para acá, en un lugar de la C.E. que aun se
llamaba España, el griterío de los electos para el ejercicio de la cosa pública era el habitual: Un iluminado,
que enseñoreaba desde Portbou hasta San Carles de la Ràpita, predicaba la vía
eslovena de la independencia cataláunica; cosa de cuatro tiros a bulto y media
docenita de muertos para lustrar los laureles de la bien merecida libertad.
Mientras, el joven prócer de la política conservadora de toda la vida como dios
manda, se desgañitaba en el Congreso: ¡155!, señor Sánchez: ¡¡155!!
Un nuevo
adalid, Pelayo redivivo, surgido de la profunda Carpetovetónica, iniciaba la
reconquista del solar patrio desde Tarifa a Covadonga. A lomos de su caballo
bayo, acude, corre, vuela, traspasa la alta sierra, ocupa el llano, no perdones
la espuela, no des paz a la mano…, mientras que sus huestes le jaleaban: Santiago
¡¡¡Cierra España!!!, que se nos llena de emigrantes. A su raudo cabalgar,
colectivos de feministas, veganos, podemitas, LGBT y otras anomalías sociales
corrían despavoridos.
Mientras, en
el centro geográfico de la cosa, un gobierno bonito hacía equilibrios malabares – un pasito p’alante, María, un pasito p’atrás –, dengues y jeribeques
para estirar la gobernanza del patio hispano hasta las elecciones generales,
las cuales deseaba fuesen para largo me lo fiáis.
En fin, y
para no cansar al improbable lector, era un día cualquiera, previo a la
navidad.
En ese
cualquier día prenavideño, el jubilata caminaba por Arturo Soria, camino del
policlínico Nuestra Señora de América. Llevaba la intención de pedir cita con
el urólogo. Es cosa sabida – se decía para sus adentros el jubilata; es cosa
sabida, los que andamos transitando por estas edades provectas tan nuestras, somos
los grandes contribuyentes del negocio de la salud. Con nuestras pensiones, con
nuestras tarjetas sanitarias siempre en activo, con nuestros achaques, y con
nuestra puñetera obsesión por negar los deterioros de la edad, somos la cantera
de la que se alimentan la industria farmacéutica, la sanidad privada y la
semiprivada que tira de recursos públicos.
Lo cual,
aunque no viene a cuento en estas entrañables fechas navideñas, se dice aquí no
por lamento – el jubilata no se quejaba, a lo sumo constataba la puñetera
realidad –, sino porque fue la ocasión que le llevó a aquel encuentro fugaz: un
hambriento que le pidió, o acaso le exigió (así se lo pareció a él) que le
pagara una comida.
Como se ha
dicho, iba el jubilata sumido en estas cavilaciones y bien olvidado de la
proximidad de las ya dichas entrañables fechas, cuando se le acercó aquel hombre
joven. El encuentro fue pasado el puente sobre la A-2, la autovía que va a
Zaragoza, poco antes de llegar a donde los misioneros Combonianos. El individuo, en torno a los
treinta años, no especialmente mal vestido, muy delgado, buena talla. Los
dientes un tanto irregulares, con mellas, como castigados por una mala higiene bucodental o el consumo de drogas.
Se le acercó
y le pidió con exigencia. Su tono, más que de súplica impostada, como en los profesionales de
la supervivencia mendicante, era aplomado. Tenía necesidad de comer. Decidió
que el hombre viejo, al que acababa de abordar, era la persona idónea para
atender su necesidad. La verdad, tampoco tenía mucho donde elegir. A aquellas
horas de la tarde, con la niebla y el frío, y la escasez de viandantes, el
setentón solitario bien podía ejercer de ONG unipersonal y ocasional. El caso es
que le remediara la necesidad.
Que le
pagara una comida, o le comprara comida… Al jubilata le llevó unos segundos salir
de su ensimismamiento y entender la exigencia del joven que pregonaba sus hambres
atrasadas. Ya se ha dicho, no pedía con humildad, con esa humildad abyecta y
sonriente de los profesionales que hacen de la caridad ajena su pequeño negocio
de subsistencia. Él lo tenía claro: necesitaba comer. A mano no había nadie
más, así que debía remediarle. Tampoco había amenaza ni en su actitud ni en sus
palabras. Solo el hecho incuestionable de su hambre. Y la convicción de que el
hambre se quita comiendo; y si uno no tiene con qué, alguien con posibles deberá
remediarlo. Y dio la casualidad de ese encuentro.
─ Allí
hay restaurantes, dijo el hambriento señalando hacia el centro comercial Arturo
Soria.
─
¿Con mi jubilación, y pretendes que te la pague ahí? Contestó el jubilata con cierta
sorna, mientras se rascaba el bolsillo. – Ahí solo comen los ricos.
─
Pues detrás de esos edificios negros – y señalaba del otro lado de la autovía –
hay un DIA, insistió con aplomo el hambriento.
─
Ya…, y entonces no llego a tiempo a lo del médico, se excusó el jubilata.
─
Pues ahí cerca hay más tiendas; cómpreme algo para comer. El hambriento no
estaba dispuesto a soltar su presa.
El jubilata
se empezó a impacientar, pero no quería despertar la agresividad del joven
hambriento. Se echó mano al bolsillo, abrió el monedero y sacó una pieza de dos
euros. El otro extendió la palma de la mano.
─
¿Con eso te arreglas?, dijo el jubilata.
El joven
hambriento miró la pieza de dos euros, tan redonda y lustrosa, con ese aplomo que
da saberse moneda fuerte, símbolo y orgullo del paraíso europeo.
─
Con este dinero como. Dijo el hambriento. Dio un escueto “Gracias” y se fue.
Desde el
puente sobre la autovía, si se mira hacia la avenida de América, se veían las luminarias de la ciudad, con ese
fulgor lechoso y desvaído que da el puré de niebla y contaminación. Mientras, los
coches avanzaban con la lentitud y el tesón de las procesionarias. Los días de
paz, amor y turrón estaban al caer.
Qué poco respeto
ResponderEliminarYa lo dijo Bertolt Brecht: "Primero va el comer, luego va la moral"
ResponderEliminarSaule, quid me persequeris?!!
ResponderEliminarTunc ait Saulus: Minime, domnine, non persecuor te; gradus tuos sequor quam diligenter!
EliminarMuy bien jubilata, la realidad es adi
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