Ya lo decía
Platón en La República, a propósito del conocimiento que los humanos tenemos de
la realidad: somos como esclavos encadenados en el fondo de una caverna que
confunden las sombras con las realidades de las que no son más que un reflejo.
Pero, a lo mejor, a esa alegoría hay que darle la vuelta cuando se trata de
entender una obra como la de Guillermo Serrano.
La realidad
que creemos ver en el bullicio de la calle o en la soledad de nuestra intimidad
no es más que un reflejo distorsionado y poco fiel de lo que realmente se
oculta tras esos personajes desasosegantes, y a veces deprimentes, que pueblan
los cuadros de Guillermo. Hay dos realidades, si el improbable lector se toma
la molestia de observar, que caminan en paralelo y que dan sentido la una a la
otra. La realidad lúcida, y por eso inquietante, del artista – a lo mejor,
conviene más el término de “visionario” –, y lo que podríamos llamamos realidad
experimental, la que percibimos a través de los sentidos. La primera
desasosiega al espectador con su expresividad descarnada, la segunda da
certezas, pero, en realidad, ésta es un reflejo engañoso de aquélla.
Claro que,
si el jubilata en oficio de escribidor no abandona su ensimismamiento y
explica de qué va la cosa, el sufrido lector no sabrá a qué viene tanta palabrería y pasará muy mucho de seguir leyendo este texto. Por eso, como decía
Pepe Isbert desde el balcón del ayuntamiento: os debo una explicación, y esa explicación que os debo os la voy a pagar.
Y la explicación que os voy a dar, porque os la debo, para poneros en situación,
es que la santa y un servidor hemos estado en la Casa de Vacas visitando el Salón
de Otoño de la Asociación Española de Pintores y Escultores. Y allí, en el acceso lateral a la sala, nos hemos encontrado con el cuadro que representa a una pareja
de viejos, solitarios, desesperanzados, encerrados en esa cocina tan
desangelada como sus moradores. La cena,
la llama el autor porque, dice, es un título obvio; si no es más que una pareja
de viejos cenando en su cocina, para qué vamos a maquillar la realidad de estos
dos solitarios que se hacen compañía por simple proximidad física en una cocina
destartalada...
Por aquello
de que el pintor, del que aquí se habla, forma parte de nuestro patrimonio
familiar, este jubilata ha seguido sus pasos desde hace años y observa con curiosidad,
y con una cierta desazón, su obra. La desazón no es por lo azaroso de la adaptación del artista al biotopo cerrado y excluyente de las galerías, las exposiciones,
los marchantes y al principio fluctuante de que es arte todo aquello que
llamamos arte. Siempre estará a tiempo de quebrar los pinceles y hacer una
oposición a registrador de la propiedad, por ejemplo: a otros les ha ido muy
bien. Recurso vulgar, donde los haya, pero que da status y hasta puede abrirte
las puertas de una carrera política exitosa.
La desazón,
decía, llega por la contemplación de esos ambientes sombríos, por esos
personajes de ojos hueros que pueblan calles bulliciosas o locales abarrotados,
donde no hay alegría colectiva sino una suma de individuos cada cual aislado en
su vacío. Son algo así como escenas de costumbrismo urbano pasadas por el tamiz
de un expresivismo despojado de toda alegría. Son seres con aspecto de zombis indefensos
que parecen buscar la felicidad en el gregarismo de los lugares de moda,
mientras que cada cual lleva su vacío personal a la fiesta colectiva.
Estos no
van a pasearse por el callejón del Gato, como lo hacían los esperpentos de don
Ramón, ni son risibles y tragicómicos, como don Friolera, sino que se arraciman
en el bullicio de Malasaña, en los ambientes más cool, dejando al espectador una sensación de masa fluctuante y
ansiosa de novedades a la manera de esa modernidad líquida de la que hablaba el
señor Bauman, siempre más citado que leído.
En resumen, esas
escenas multitudinarias o domésticas que vemos en los cuadros de Guillermo, nos
hacen pensar en un mundo lleno de soledades e incomunicación. Los ojos sin
pupilar de sus personajes miran pero no ven y, a lo mejor por eso, se agrupan
en una adición de individuos que buscan la felicidad en la suma de soledades. En
el fondo es una mirada irónica del artista sobre una sociedad urbana que se
cree libre y feliz por la simple agregación de individuos que hacen lo mismo,
que van a los mismos lugares, que piensan lo mismo.
Ya supongo
que el improbable y paciente lector pensará a qué viene esta disertación a
propósito de un cuadro de un pintor novel, pero debería tener en cuenta que hasta en
las mejores familias hay individuos peculiares. Y en esta nuestra nos ha tocado
uno, dispuesto a ver el mundo urbano a través de los pinceles, y por eso lo sacamos en letras virtuales, para que se sepa. Ya se sabe lo que dicen los evangelios sinópticos: no se enciende una luz para ponerla debajo del celemín. Por eso lo ponemos en solfa. Por eso y porque, además, observa la realidad de su caverna con pincel prolífico.
Pero, si al lector, improbable, paciente, o simplemente curioso, no le convencen las opiniones que aquí se han vertido, sepa que puedo ofrecerle otras que se acomoden a su gusto. Aquí somos grouchomarxistas y nuestros principios no son amovibles sino fluctuantes y acomodaticios. Como las multitudes en los cuadros de Guillermo.
Pero, si al lector, improbable, paciente, o simplemente curioso, no le convencen las opiniones que aquí se han vertido, sepa que puedo ofrecerle otras que se acomoden a su gusto. Aquí somos grouchomarxistas y nuestros principios no son amovibles sino fluctuantes y acomodaticios. Como las multitudes en los cuadros de Guillermo.
POLE POLE POLE.
ResponderEliminarPermítame que recomiende completamente la contemplación de este cuadro en el que yo vislumbro la plasmación de la pensión irrisoria que los jubilatas identificables sufren. Es triste, pero aún hay esperanza: platos, aunque vacíos, pueblan la camilla almuercil. Es una obra maestra quizá patrocinada por las compañías privadas de planes de pensiones. Corran, corran. A ver el cuadro y a suscribir un plan privado de pensiones.
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