Hace unos días ha muerto Carmen Alborg, ministra que fue de
Cultura. Recuerdo que mi por entonces jefa bajó un día a la sede central del
ministerio, la vio y, cuando subió al “Histórico” (así lo llamábamos usualmente),
comentó que la nueva ministra parecía una pilingui.
Lo de pilingui me sonó a españolada
de las pelis de destape, de cuando Alfredo Landa; entendí bien el sentido
despectivo de “ligera de cascos” y “perdida”, y la ministra me cayó francamente
bien desde entonces. Se me ocurrió pensar que también a George Sand, quien
vestía pantalones y fumaba cigarros, y encima era querindonga de Chopín, las
paisanas de Valdemossa la pondrían de pilingui
y de putana, pero en su dialecto.
Si a mi jefa, - mujer conservadora y, según expresión de los que militábamos la progresía, más de derechas que don Pelayo -, la
Alborg le caía mal, era indicio de que teníamos una ministra fuera de horma.
Con su melena roja suelta y sus alamares tipo Moschino (Si no puedes ser
elegante, sé extravagante), su desinhibición, su verba fluida y su fama de
mujer culta, fue una ventana que se abría en la zahúrda ministerial para
ventilar el olor a papel timbrado rancio. Luego, allá por el 96, también del
siglo pasado, nos vino a ser ministra doña Espe Aguirre, condesa consorte de
Bornos – ahí es nada – y liberal en estado puro, pero ya no era lo mismo. La
ventana del oreo ministerial, como mucho, quedó entornada y con tufillo a
privaticemos servicios públicos.
También uno de estos días pasados, he ido a la Juan March (así dicen los habituales) a ver la exposición Lina Bo Bardi, Tupi or not tupi, una
hibridación italo/brasileña. Doña Achilina Bo, emigrada de Italia en 1946, arquitecta de vocación y profesión,
quiso además, integrar la cultura europea con la expresión de arte popular
brasileño. Lo que me recordó una exposición vista hace años, dedicada a Tarsila do Amaral (de quien escribí una entrada allá por el 2009, que puede leerse pulsando en el enlace anterior) artista que hizo el viaje de ida y regreso, desde su Brasil hasta el
París de las vanguardias, para volver a su tierra natal y tratar de integrar
las dos culturas en los movimientos Pao Brasil y Antropofagia.
Ambas artistas, con unos decenios de diferencia,
propusieron una antropofagia cultural, cuyo manifiesto hizo Oswaldo de Andrade,
marido que fue de Tarsila: una digestión del modelo cultural europeo para
apropiarse de él y asumirlo como expresión del arte brasileño. Una fusión de
las vanguardias europeas y las costumbres populares de la población india,
negra y mestiza. Una puesta en valor de la cultura popular brasileira una vez
asumida la cultura colonial europea. Por eso llamaron antropofagia al proceso
de masticar y digerir una cultura superior
para asimilarla a la popular de su país.
Y perdóneme el improbable lector por hablarle de estas cuestiones
de tan poco interés para la vida diaria. Son expresión de los hábitos
culturetas del jubilata, el cual, según las usuales doctrinas del
envejecimiento activo, ha de buscar metas que mantengan su sistema neuronal en
ebullición para no ser una carga social. Porque, además de guisar, hacer la compra
en el súper y darle al estropajo salvauñas, sépase que los jubilatas de hogaño le damos al intelecto
con una habilidad polifacética que para sí hubieran querido anteriores
generaciones.
Por eso, hoy estamos por
divagar sobre mujeres de las que tenemos alguna noticia por haber sido un
referente cultural en los tiempos que les tocó vivir. Y por eso mismo, a menudo,
para saber de estas mujeres, de sus obras y su proyección cultural, uno no
tiene más remedio que acudir a museos, exposiciones puntuales o textos, lugares
donde se guarda memoria de ellas. A veces, tenemos la impresión de que, por
haberse atrevido a romper la horma, ha habido que cosificarlas y reducirlas a eso
que llamamos obras de arte, y colgarlas en las salas de exposición, no sea que
su ímpetu nos obligue a reflexionar sobre lo que una mujer puede hacer cuando
se libra a su capacidad creadora.
Son como la mujer de Lot, convertida en
estatua de sal porque no respetó la norma y giró la cabeza para saber qué ocurría
a sus espaldas. Estas mujeres de las que
venimos hablando, también volvieron la cabeza para ver de dónde venían y así
saber hacia dónde querían ir, solo que la sociedad al uso no pudo convertirlas
en estatuas para reprender su atrevimiento.
Lo que, mira por donde, viene al pelo para recordar esta frase de
Dorothea Tanning (de sus obras y su época habla una exposición actual en el Reina): Puedes ser mujer y ser artista; pero lo primero no lo puedes remediar,
y lo segundo es lo que eres en realidad. Según parece, ella rechazaba la
definición de “mujer artista”. La verdad es que nadie nunca habla de “hombre
artista”; se es artista, hombre o mujer. Lo primero es lo que importa, y lo
segundo, accesorio.
No querría
acabar estas divagaciones de pensionista ocioso sin hablar – hablar por hablar, por pasar
el rato – de la pintora italiana Sofronisba Anggisola.
Esta pintora fue una rara avis en la corte de Felipe II. Fue dama de
compañía de Isabel de Valois y la acompaño a la Corte española, donde pintó
algunos retratos, como el del propio Felipe II o el de Ana de Austria. Puede
uno verlos en el Museo del Prado. Pero lo que es menos conocido aún que su
pintura, es que anduvo metida en una revuelta palaciega que organizaron las
damas de la reina en el alcázar de Madrid, sede de la corte.
Uno se
imagina la corte del rey Felipe II como lugar triste, aburrido, de mucho rezo y
de pisar quedo, pero no debió ser así, a lo que parece. Tenían las damas la
costumbre de ligar con los barbilindos cortesanos desde las ventanas de las estancias
de la reina, hasta que el aposentador de la Casa de la Reina, el marqués de
Ladrada, mandó poner celosías para evitar tanto descoco. Decía el marqués en un
informe al rey: aunque yo conocí a
algunas damas bien desasosegadas, ninguna comparación hay a lo de ahora, porque
tienen la mayor maestría para insolencias que se pudiera hallar en el mundo”.
Lo cierto es que las damas se lo tomaron a mal, y algunas, entre las que estaba
Sofonisba, empezaron a romper cierres y celosías.
El rey, que
a lo mejor le llamaron el Prudente por eso, decidió inhibirse en esa revuelta
de faldas y mandó que fuese la propia reina quien pusiese orden en asuntos que
correspondían a su Casa. Porque una cosa es administrar un imperio que se
extendía de sol a sol, y otra muy distinta, y asaz complicada, poner paz en el gineceo de
Palacio.
Hablemos de poles, compadre.
ResponderEliminarPues parece que su padre la llamó Sofonisba por la hija de Asdrúbal que se llamaba Σοφόνισβα y que acabó tragando veneno para no tener que desfilar entre los vencidos por los romanos ¡vaya por dios!A mi la única duda que me queda es si el marqués que mandó poner celosías en el gineceo real de Felipe II se llamaba Ladrada ya de antes o se lo pusieron las ilustres y descocadas damas a raiz del entabicado de sus estancias.
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