Nunca antes había hecho un paseo sonoro, ni había oído hablar de mapas sonoros. Hasta que Raquel, tutora del curso Senior UNED “Historia cultural, una visión sonora”, nos habló de ello y nos propuso un curioso experimento: Recorrer las calles de Lavapiés, hasta el patio del museo Reina Sofía, el diseñado por Jean Nouvel, y regreso.
En ese paseo pausado y
silencioso que hicimos los participantes, sufrí
- al igual que Saulo cayó del caballo camino de Damasco - un batacazo que rompió el odioso ruido, denso y agresor, en fragmentos
que resultaron sonidos perfectamente identificables uno a uno. Fue un golpe con
fractura de uno de mis tópicos más queridos y consolidados: Madrid es un cúmulo
de ruidos insoportables. Fue una especie de pérdida de la inocencia y motivo de
cavilaciones posteriores, como si los jubilatas no tuviéramos la vida ya
bastante complicada con las mil tareas que nos echamos para ahuyentar los síntomas de la vejez .
Por supuesto, viviendo en una ciudad tan ruidosa como
Madrid, hasta ahora había sido incapaz de diferenciar entre el ruido y los sonidos
que lo conforman en una melé de cacofonías y agresiones acústicas. Ni siquiera
sospechaba que tal cosa pudiera hacerse, separar sonidos, identificarlos y tratar
de integrarlos no ya como ruido bruto y amorfo, sino como un paisaje sonoro y
con relieves y pliegues acústicos. Por buscar un símil, esos sonidos, con sus acordes disonantes, sus tonos, sus ritmos dispares y contrapuestos, podrían emplearse como
una paleta de colores para reflejar los distintos matices que conforman la
abstracción de un paisaje cambiante.
Así, el ruido, que se define como un sonido inarticulado,
sin ritmo ni armonía y confuso, pasa del caos sin lógica aparente, a ser, para un oído atento, un
cosmos racionalizado donde cada uno de sus componentes sonoros ocupa un lugar
dentro del universo acústico.
Y ya que tenía entre las manos un nuevo juguete, como si fuera un niño curioso de la novedad, decidí hurgarle las tripas, ver sus resortes y engranajes, para tratar de
entender su funcionamiento. Pero como los experimentos – sobre todo si se es
principiante – conviene hacerlos con gaseosa y algunas precauciones para no desparramar las burbujas, el mío lo hice desde la
ventana de mi estudio.
Con ese atrevimiento que nace de la fe del neófito, manipulé la prueba en la confianza de que los dioses todo lo perdonan, salvo la estupidez. Decidí
dejar que se mezclasen los sonidos que se producen “naturalmente” en la calle con el artificio de los que yo, voluntariamente, provoqué. A saber: el
ordenador estaba conectado a Radio Suiza
Clásica, y al pie de la grabadora puse un despertador de petaca, de cuerda, que
me acompaña desde que tenía 24 años. Por poner un límite temporal a este paseo
sonoro estático (eran los sonidos los que iban y venían, yo estaba sentado en la silla de mi estudio), la duración fue de cuatro minutos treinta y tres segundos.
A decir verdad, la grabación fue un tanto chapucera, por
la pobreza de medios y por la incompetencia técnica de un servidor, pero el
oído sí estuvo atento. Aun a riesgo del tópico, los ruidos del tráfico,
bastante amortiguados porque es calle de poco tránsito, eran el vaivén continuo que hace el oleaje, con picos de intensidad cuando pasaba un autobús, como
cuando el mar rompe contra un acantilado. Como sonido melodioso, que destacaba
tenuemente sobre aquellos ruidos sordos en forma de ondas un tanto anárquicas,
el Quinteto La Trucha, de Schubert.
Conviene advertir que no había
intencionalidad en la elección de esa pieza, es lo que echaban por la radio en
ese momento. Sí era intencional la presencia del tic-tac del reloj, con su ritmo mecánico y
persistente, que ponía un poco de equilibrio en el arrítmico paisaje sonoro de aquellos 4´33´´. Producía la sensación de que el tiempo del reloj, regular, siempre
igual a sí mismo, era de la misma sustancia que el resto de los sonidos que se
habían reunido aleatoriamente (con intencionalidad y sin ella).
Con su tozudez de mecanismo cronómetro, el tic-tac
sometía a medida la discordancia de frenazos acelerones ruidos de motores,
piar de pájaros, vibraciones del aire, quejidos de la silla rotatoria donde tenía aposentadas mis
postrimerías, y esa caprichosa presencia de una música radiada que exigía
recogimiento, mientras el oído captaba, entre la amalgama de sonidos discordantes, el balanceo melódico del piano que parecía dibujar el fluir de las
aguas donde nada despreocupadamente una trucha.
Con todo y haber sido esclarecedor el experimento de desmenuzar los ruidos hasta discriminar y estratificar sonidos, un servidor sigue con sus querencias de toda la vida. Por eso, entre silencios que ya John Cage nos
dijo que no existen, no olvidaba la alabanza que fray Luis de León hace de una vida
retirada de bullicios y voceríos vanos:
Qué descansada vida
la del que huye del mundanal ruïdo
y sigue la escondida
senda por donde han ido
los pocos sabios que en el mundo han sido...
De forma que este jubilata, como vive anclado en el estruendo del asfalto y no tiene vida
recoleta, aprovecha las escapadas por las sendas de los montes para escuchar los sonidos que nacen del silencio de la naturaleza. Y hasta, a ratos, se para a ver las truchas
deslizarse por las aguas en las pozas de los arroyos. Mientras, en su cabeza
suena la melodía del piano con la que Schubert nos habla de aquella trucha cuya
paisaje sonoro es un puro rumor fluctuante.
Nada que ver con la sinfonía brutal del tráfico en horas punta.
Nada que ver con la sinfonía brutal del tráfico en horas punta.
Juan José, que sepas que tu experiencia me ha interesado mucho. De hecho pienso repetirla en cuanto vea mi trancazo mejorado y luego escribirla, que es lo que me uniría a la tuya. Creo que tu descipción es muy creativa y estoy deseando repetir tu paseo, aunque aún no me he decidido a marcar el camino. Además tengo que pedir una grabadora, a ver cómo se me da. Abrazos
ResponderEliminar