Para qué nos vamos a engañar, a este jubilata las cosas
sublimes le dejan con la mosca detrás de la oreja y le despiertan como una socarronería
plebeya que dice mal de sus años de formación académica. Lo que no quita para
que sienta como un vibrato de emoción
estética ante una obra de arte hermosa.
Sirva como ejemplo de lo que quiero
decir la contemplación de esa joya del Correggio llamada Noli me tangere, con su enorme carga místico-erótica que se
desprende de la tensión amorosa entre la carnal Magdalena y el apolíneo Cristo recién
resucitado; del dulce erotismo que flota entre ambos, oscilando entre un sí,
pero no…; de la pasión amorosa del Cristo indeciso entre los goces que ofrece
la hembra rendida a sus pies y los gozos
celestiales. Es, dicho en román paladino, un “Quién fuera tu lobo, Caperucita...". No sé si me explico.
Viene al caso porque el pasado fin de semana fui a ver la
exposición del augusto Jean-Auguste-Dominique Ingres y recibí una fuerte
descarga de tensión estética, aunque decirlo esté mal en un pensionista de
medios pelos. Nunca antes había sentido mayor aprecio por Ingres, a quien
consideraba dentro de la recta ortodoxia academicista, de fino dibujo y
delicado trazo pictórico, pero aficionado a los temas históricos del clasicismo
y uno de los padres del Art Pompier tras Jacques-Louis David, su maestro.
Y puestos a confesar desvaríos, no estará de más recordar
que en esta misma bitácora se ha profesado una considerable admiración por la
temática pompier, de la que son
testimonio sendas entradas sobre Jean-Léon Gérôme y nuestro compatriota Ulpiano Checa, cuyo museo puede visitarse en
Colmenar de Oreja. También Ingres en su versión académica es un maestro del
gesto heroico, del desnudo clásico y del erotismo que transpiran las hijas de
Afrodita en su insinuante abandono.
Lo que me
llevó a confirmar la sospecha que ya tuve cuando vi, hace cinco años en el
Thyssen, la exposición sobre Gérôme. A saber: que tanto desnudo heroico
encubría una vía de escape de la libido burguesa decimonónica. Las escenas
históricas o épicas eran una honrosa justificación para desvelar lo que la
pudibundez de la época ocultaba bajo levitas, macferlanes, refajos, corsés de
ballenas y miriñaques: el cuerpo humano en todo su esplendor; eso sí, con un
casco de guerrero para hacer de un efebo de femenil contraposoto un héroe
homérico. Si la capa todo lo tapa, el casco empenachado tapa cualquier sospecha
de erotismo en los ojos del espectador decimonónico… y lo justifica en nombre
del Arte.
Y como la cosa en esta visita andaba en clave
erótico-heroica, la escena de Ruggero
libera a Angélica (un episodio del Orlando Furioso, de Tasso) no me
defraudó. Un Ruggiero armado hasta los dientes, montado en un hipogrifo
rampante, atraviesa, con su fálica lanza, la garganta de una serpiente marina.
Mientras, Angélica, en su espléndida desnudez, en una torsión imposible, gira
la cabeza y la vista hacia el heroico caballero en un gesto de erótico abandono que es todo un
ofrecimiento de toíta tuya, mi amor...
Y no era para menos, que ya don Quijote le advierte al cura de su aldea que la
tal Angélica fue una doncella andariega, distraída y un tanto antojadiza y tan
lleno dejó el mundo de sus impertinencias como de la fama de su hermosura. Una
casquivana, vamos, que se lió con un pajecillo boquirrubio que no tenía dónde caerse
muerto.
Me dirá el improbable lector que Ingres es mucho más que
un pintor académico e historicista, que sus retratos son de una perfección que
admira; que, al fin y al cabo, de esto comía, de hacer retratos, aunque a él lo
que le gustaba es la pintura histórica. Eso sin hablar de sus desnudos
femeninos de ambiente orientalizante.
Y ya metidos en harina, ya me gustaría
hablar, ya, de la gran odalisca, o del baño turco con su muestrario de carnes
femeninas en mil posturas. También me gustaría hablar del homenaje que le dedicó Man Ray al fotografiar la sinuosa espalda de Kiky de Montparnasse como si fuese el violín de Ingres, pero la cosa no da para tanto. Preferiría hablar de una obra suya que no conocía hasta esta visita y que tiene su enjundia: El sueño de Ossian.
Como sin duda el improbable lector sabe, los Cantos de Ossian fue una
falsificación del poeta escocés Mcpherson en 1761, que se tuvieron por ciertos hasta
la muerte del poeta. No había espíritu romántico de la época que no los
aceptara como genuina representación del “espíritu del pueblo”. Incluso el mismísimo Goethe los incluyó en su célebre Las
tribulaciones del joven Werther, y hasta son el detonante del lamentable
fin del protagonista.
El propio Napoleón I sintió admiración por estos mitos
celtas y fue motivo de que Ingres pintara su sueño de Ossian para la estancia del emperador en su palacio de
Montecavallo, en Roma. En él, Ossian, con manto rojo y túnica verde, apoyado
sobre el arpa, sueña con la saga de Fingal y los héroes celtas que aparecen en
un cielo nebuloso de grises y azules pálidos que representan el mundo sin
consistencia material.
Hasta los emperadores se dejan embaucar, pensaba un
servidor. Y también pensaba en nuestro abate Marchena, quien, pocos años después de lo de Ossian, falsificó un episodio del Satiricón
de Petronio, en buen latín y con notas cultas a pie de página que incluso se editó
en Suiza. No quedó docto filólogo que no se tragase el embuste, hasta que hubo que
declarar el engaño porque aquello pasaba de marrón oscuro y estaba poniendo en
ridículo a la intelectualidad de la época.
Hubiese sido un buen asunto, la escena prostibularia que describe Marchena, para que Ingres pintase uno de sus cuadros
historicistas: Quid est, inquit, mulier
impudentissima? Falsis me pollicitationibus ludis, nocteque prossima fraudas?
Ya que pintó aquel tondo enmarcando un gineceo turquesco lleno de carnalidad, podía haber pintado un
lupanar pompeyano. Bastaba con ponerles en la cabeza una galea cristata a los clientes para pasar de puteros a heroicos hijos de Rómulo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario