A propósito de unas notas tomadas el día de San Fermín, y sin que
tengan nada que ver, salvo la coincidencia en la fecha:
Mientras en Pamplona miles y miles de personas de
apretujaban con gran gritería y jolgorio para celebrar el chupinazo, yo andaba
por el monte caminando en solitario, sin otros sonidos que los producidos en la naturaleza espontáneamente, y sin otra compañía que las vacas que pacían
en las dehesas y la yeguada con la que me he topado de regreso por el camino histórico
que baja desde la majada del Cojo a Alameda, y que ha venido espontáneamente
hacia mí, me han rodeado y me han hecho temer que me iban a aplastar de puro
afectuosas que eran las yeguas y sus crías.
Ha sido una de esas caminatas que tanto me gustan y
que he comenzado en torno a las 8:30 para ir a Oteruelo y, desde allí, a la
ermita de Santa Ana. Las dehesas del otro lado del río que se extienden hasta
el paraje de la ermita, estaban pintadas con el frescor de la noche pasada. Las
praderas, tachonadas de pequeñas flores que parecían alfombrar el suelo hasta
el límite del bosque de robles, con esos destellos de cuadro impresionista en los que
uno no sabe si admirar más a la naturaleza que los produce o la habilidad
artística de quienes la reproducían con sus pinceles.
Sentado en un poyo de la ermita, he hecho lo que nunca se me había ocurrido hasta ahora: leer en un descanso de la caminata. Llevaba encima un pequeño libro de Le Breton, Elogio del Caminar, y he saboreado un par de capítulos, leyendo precisamente sobre aquello que estaba haciendo: caminar. Creo que es experiencia a repetir porque, además del placer de la lectura en medio de la naturaleza, ha sido ese pausar mi caminata con un descanso que me obligaba a levantar la cabeza de la lectura, contemplar el paisaje, y volver a reconocerlo en las experiencias de quien me hablaba – a través de sus textos – sobre el afán caminero.
Como no tenía otra cosa que hacer más que andar y
dejar la imaginación a su libre albedrío, ésta me ha llevado por vericuetos que
vuelan más alto que los montes que circundan el valle. Pensaba en ese
sentimiento fóbico hacia las multitudes que se me va desarrollando con la edad:
inexorablemente, cuanto más avanzo en la vejez, mayor es el rechazo hacia mis
semejantes, no como individuos, por muchos de los cuales siento un afecto
sincero – el amor de amistad, del que hablaba Ortega –, sino en cuanto masa o
ganglio social indiferenciado en el que a la gente gusta embarrarse. Como decía
Susanita, la amiguita repelente de Mafalda, amo a las personas, pero odio a la
multitud.
Pero el amor sincero por la naturaleza, el silencio y
la soledad sonora, de la que hablaba fray Luis de León, son todo lo contrario a
un acto negativo y antisocial. La fobia de multitudes es como el detritus que
produce porque todo comportamiento humano necesita de su contrario para
afirmarse. Y a este jubilata, verse caminando por el robledal, con la fresca de
la mañana, por caminos donde sólo se tropezará con alguna vacada que pace, o la
grita de los rabilargos que le rehúyen cuando lo sienten pasar, le produce una
dicha que contrasta con esa sensación de ahogo que le producen las calles siempre concurridas de la capital del reino, con sus ruidos de coches, su
gentrificación en forma de turistas que arrastran maletas y caminan
abducidos por el Google Maps que les llevará a su destino provisional, sus
pantallas gigantes colgando de las fachadas, escupiendo anuncios que embrutecen
la percepción y niegan el reposo mental.
Y uno se pregunta si, puesto que el paso de la vida es
un cambio imperceptible, no estará cambiando con pequeños pasos hacia un sentido
franciscano de la existencia en este último tramo vital que le queda por
recorrer. Por no pecar de cursi, de sensiblero, el caminante que lo cuenta
aquí, no va por los vericuetos del bosque diciendo: hola, hermana vaca; hola
hermano arroyo; hola hermano lilium martagón, o lirio llorón, (especie endémica
de estas tierras altas, según me enseñó un botánico aficionado, el otro día,
por el camino del Ejido). Ni mucho menos, se me ocurriría saludar con amor
franciscano al hermano lobo, que dicen se ha afincado por estas sierras. Son
palabras mayores que dejamos para el Pobrecito de Asís, cuando fue a reconvenir
al lobo de Gubbio, según nos cuenta el poema de Rubén Darío.
Uno no aspira ni a la gloria celestial ni a la fraternidad
universal, sólo a caminar con el espíritu atento, el oído pronto a los pequeños sonidos del entorno, la vista limpia ante el paisaje que pasa al paso de la bota caminera del caminante. Como mucho, aspira a espiar ese desmelenarse de las aguas en el arroyo, recordando lo que nos dijo Gomez de la Serna: El agua se suelta el pelo en las cascadas. Ya que no ninfas de las fuentes, porque vivimos tiempos de vulgaridad y provecho inmediato, nuestras aspiraciones estéticas nos llevan a escuchar el murmullo del agua, sentados bajo ese fresno junto al arroyo, cerca de la pasarela que cruza el Aguilón. Y como echamos de menos el bucolismo del mundo clásico, aún recordamos los viejos latines virgilianos: Tityre tu patulae recubans sub tegmine fagi silvestrem tenui Musam meditaris avena.
Dicho sea sin que el improbable lector se moleste por
los derrapes esteticistas del jubilata, que la edad le da licencia y él se la
toma.
Magnífico, amigo Juan José. En un deleite. Besos a Teresa
ResponderEliminarD. JuanJo, está usted mejorándose a si mismo. Asimismo le digo que, también tengo en esta su casa el libro de David Le Bretón y que lo he leído ya seis veces, una después de la otra, a la hora en que me preparo a dormir y esto lo hago como un ceporro, no digo que como un santo porque uno no está ya para marcarse faroles. Creo que lo voy a copiar para leerlo como el Le Bretón, ante el que no desmerece, antes bien, bien hace usted en referirse a nuestra tierra tan ávida de alta literatura para soñar con la realidad. Gracias muchas.
ResponderEliminarMuy bien Juanjo. Que suerte tienes que no te persiguen las pantallas gigantes.
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