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Biblioteca de Móstar |
Cuando la santa y yo éramos más
jóvenes, solíamos ir a su pueblo en la Tierra de Campos leonesa, a casa de tía
Caridad. Había un vecino, en la casa de al lado, con quien a veces charlaba yo algún
rato. Minche se llamaba. Era agricultor de pocas luces, pero con alto autoconvencimiento
de su valía personal. Y era gran discutidor por saberse siempre en posesión de
conocimientos prácticos de la vida que a los que éramos de ciudad no se nos
alcanzaban. Porque ya se sabe que el
“oficinista”, aparte lo suyo de despacho y cafelito a las once, de cómo
funciona el crudo mundo real no se entera bien. Y allí estaba él, el bueno de
Minche, en mitad de la calle Santiago, hablando con aplomo y cierto desdén a
los que solía tacharnos de “madrileños”.
Por razones que ya he olvidado, aquel
día el hombre sostenía, con su aplomo habitual, que haber pasado por la universidad
(como era mi caso, y por eso me lanzaba puyas), no significaba ser inteligente
– lo que es cierto –, ni tener grandes conocimientos –, lo que suele ocurrir
con más frecuencia de lo que imaginamos –. Bien afianzado en estas dos
certezas, me dijo en tono apodíctico: “Cuántos hay que son menistros y
saben la metá menos que yo”.
Mira por dónde, el nuevo ministro
de la cosa esa de la cultura colonial y en proceso descolonizante, me ha hecho
recordar a Minche y su opinión sobre la valía intelectual de los “menistros”. Y
no es que este jubilata ponga en duda el alto intelecto y cultura, aparte
habilidad política, del actual ministro de la Cosa. Un servidor no tiene las
convicciones tan arraigadas como el bueno de Minche.
Es más, listo del carajo sí debe
ser el ministro Urtasun ese. Si no, difícilmente hubiera pasado de ser asesor
de Raül Romeva, uno de los fautores de la República Catalana independiente, -provisionalmente
en el limbo de los abortos políticos tras el primer vagido -, y al cabo del
tiempo, llegar a ministro socialista de esta Expaña de Sánchez que asiste
perpleja a los enjuagues políticos del susodicho para mantenerse en el poder.
Aunque sea en equilibrio inestable, pero en el poder, siguiendo el mein kampf
de su Manual de Supervivencia. Ya digo, hace falta tener un intelecto potente
para transitar del suprematismo independentista hasta llegar a ministro descolonizador
y justiciero indigenista sin mover una pestaña. La “filosofía” woke hace
maravillas de adaptación al medio.
Aunque el señor Bauman ya nos
habló de la inestabilidad ética de los individuos por necesidades de adaptación
a una sociedad cambiante, por estas tierras de garbanzos ya sabíamos la sutil
diferencia que hay de un “digo” a un “Diego”. Por eso, se puede ser
supremacista un día y, al siguiente, descolonizador de obras de arte en
beneficio de los pueblos colonizados y expoliados.
Ya se sabe, donde dije digo, digo
Diego, y mañana será otro día y ya iremos adaptando nuestra moral provisional a
las circunstancias que el medio aconseje.
Abierta la caja de los truenos,
todos los pueblos oprimidos culturalmente tienen derecho a recuperar su identidad
mediante la reclamación de las obras de arte expoliadas por el Estado represor.
Lo que me hace recordar – cosa de mayores en los aledaños de cumplir los
ochenta – a una compañera de trabajo, Bibi, cuando lo éramos en el Teatro Real.
Ella, de jovencita, una vez terminada la guerra, había trabajado en el Servicio
de Defensa del Patrimonio Artístico Nacional, una institución franquista de
recuperación de joyas y tesoros artísticos de familias adineradas que habían
sido expoliadas por los republicanos. “Jura por Dios y por su honor reconocer
como de su absoluta propiedad”, era la fórmula para entregar bajo palabra desde
una cubertería de plata a un Velázquez a quienquiera que afirmase ser propiedad
de su familia. Y ella recordaba a dos marquesas tirándose de los pelos, delante
de los asombrados funcionarios, por un collar de perlas que afirmaban
pertenecer al respectivo patrimonio familiar de cada una, expoliado por los
rojos.
También recuerdo, de mi época de
estudiante en la Complutense – cosa de la edad, que siempre le está dando a la
moviola o feedback, que dicen ahora – que el profesor de Estética Filosófica
nos invitó a los alumnos a su casa. Yo me negué a ir porque, por aquellas fechas,
yo era muy rojo y no quería bailarle el agua a aquel reaccionario. Pues bien,
mis compañeros me contaros que tenía pinturas de mucho valor, incluso un Goya,
fruto de la desamortización franquista. Lo cual, si se mira con los ojos de la
época, era una especie de justicia poética entregar a un catedrático de
Estética bienes culturales que había incautado la horda marxista.
Todo lo cual viene al caso porque
ponerse a descolonizar el patrimonio nacional en nombre del buenismo
anticolonialista va a ser como desañudar el nudo gordiano de la propiedad de
los objetos culturales, descontextualizándolos de los museos donde ahora se conservan.
Eso sin entrar a desentrañar la oculta intención de expoliar el patrimonio
nacional para vaciar de contenido uno de los sostenes del estado-nación, como
es su identidad cultural. Táctica muy socorrida en caso de conflicto bélico.
Recuérdese el bombardeo de la biblioteca de Móstar, o el incendio de Persépolis
por Alejandro Magno. Solo que ahora se puede hacer con sutileza política,
mientras el pueblo soberano se toma sus cervecitas y observa, casi sin darse
cuenta, cómo se ceden competencias patrimonio del poder central para el trapicheo
de votos.
Pero eso son aguas profundas por
las que este jubilata no puede sumergirse a pulmón libre, pero piensa en ello
mientras lee las cosas de la prensa. Y saca sus lecciones.