jueves, 12 de diciembre de 2024

Autoplagio navideño.-

 


Como se acercan las entrañables fechas de la navidad, he rescatado de entre mis papeles informáticos este cuento navideño que, aunque verosímil, es muy improbable que ocurra. 

Dicho sea en mi descargo, en aquellas fechas estaba yo muy cabreado con el mundo porque éste no rodaba como yo tenía el convencimiento de que debía hacerlo. Al día de hoy, no es que el mundo marche mejor, ni que yo me haya resignado a verlo ir a su aire; es que la madurez que da el paso del tiempo y la convicción de que no iba a mejorar por mucho que yo me empeñe en que sí debería, han llevado a este jubilata al autismo social -por decirlo de alguna forma- y, por ende, al repliegue sobre mis defensas interiores, convertido en espectador escéptico.

Pues eso, el cuentecito de marras dice así:

"Era la víspera de navidad y se notaba en el ambiente. La gente se había puesto sus mejores sonrisas, esas que sólo se sacan en días muy especiales, como las fiestas navideñas. Caminaban alegres y locuaces. El duendecillo de la bondad había abandonado, por unos días, su desesperanza y se había adueñado de la ciudad. La gente se saludaba por las calles:

- ¡Feliz Navidad! –, decía el jubilado al barrendero que empujaba el carrito lleno de hojas de los árboles.

- ¡Feliz Año! – le decía el quiosquero a la mujer joven. Ella empujaba el cochecito del bebé, orgullosa de su reciente maternidad.

- ¡Feliz Noche!, ¡Próspero Año Nuevo!, ¡Paz y Prosperidad!, ¡Felicidades... Felicidad, ¡Felicidad!  Era la alegre consigna del día.

Todo eran sonrisas, parabienes, saludos. En los buses urbanos, las personas se cedían los asientos, en las aceras se cedían el paso; en los semáforos, los coches esperaban con paciencia, aunque los peatones cruzasen con la luz roja. Un sentimiento de hermandad universal reinaba durante aquellas horas, intenso y provisional.

Dentro de las casas los abetos navideños parpadeaban con alegres destellos; los belenes, en el estático dinamismo de sus figurillas, plasmaban el cíclico nacimiento del Niño Jesús, rememorado en una opulencia gastronómica de turrones, langostinos y champán de supermercado. La calefacción irradiaba su calor doméstico, el frigorífico rebosaba de alimentos, los armarios estaban abarrotados de regalos para la familia y por las ventanas se escapaban miles y miles de kilovatios de luz que se sumaban al alumbrado público navideño. La ciudad, vista desde la noche y el silencio del cielo, era una enorme luciérnaga que se pavoneaba con mil destellos y colores.

Cuando llegó la hora de la cena navideña, se fue la luz. Con la sobrecarga, varias subestaciones saltaron por los aires en una erupción de chisporroteos azules y llamaradas rojas que lamían los flecos negros de la noche. Las tiendas de los chinos se llenaron de gente cabreada que compraba velas y pilas de linternas y las centralitas de las compañías eléctricas se saturaron de llamadas de protesta.

Fue una Nochebuena inolvidable, con la gente agazapada en sus casas, temerosa del silencio y la oscuridad.