Pues eso, el cuentecito de marras dice así:
"Era la víspera de navidad y se notaba en el ambiente. La gente se había puesto sus mejores sonrisas, esas que sólo se sacan en días muy especiales, como las fiestas navideñas. Caminaban alegres y locuaces. El duendecillo de la bondad había abandonado, por unos días, su desesperanza y se había adueñado de la ciudad. La gente se saludaba por las calles:
- ¡Feliz Navidad! –, decía el jubilado al barrendero que empujaba el carrito lleno de hojas de los árboles.
- ¡Feliz Año! – le decía el quiosquero a la mujer joven. Ella empujaba el cochecito del bebé, orgullosa de su reciente maternidad.
- ¡Feliz Noche!, ¡Próspero Año Nuevo!, ¡Paz y Prosperidad!, ¡Felicidades... Felicidad, ¡Felicidad! Era la alegre consigna del día.
Todo eran sonrisas, parabienes, saludos. En los buses urbanos, las personas
se cedían los asientos, en las aceras se cedían el paso; en los semáforos, los
coches esperaban con paciencia, aunque los peatones cruzasen con la luz roja.
Un sentimiento de hermandad universal reinaba durante aquellas horas, intenso y
provisional.
Dentro de las casas los abetos navideños parpadeaban con alegres destellos; los belenes, en el estático dinamismo de sus figurillas, plasmaban el cíclico nacimiento del Niño Jesús, rememorado en una opulencia gastronómica de turrones, langostinos y champán de supermercado. La calefacción irradiaba su calor doméstico, el frigorífico rebosaba de alimentos, los armarios estaban abarrotados de regalos para la familia y por las ventanas se escapaban miles y miles de kilovatios de luz que se sumaban al alumbrado público navideño. La ciudad, vista desde la noche y el silencio del cielo, era una enorme luciérnaga que se pavoneaba con mil destellos y colores.
Cuando llegó la hora de la cena navideña, se fue la luz. Con la sobrecarga, varias subestaciones saltaron por los aires en una erupción de chisporroteos azules y llamaradas rojas que lamían los flecos negros de la noche. Las tiendas de los chinos se llenaron de gente cabreada que compraba velas y pilas de linternas y las centralitas de las compañías eléctricas se saturaron de llamadas de protesta.
Fue una Nochebuena inolvidable, con la gente agazapada en sus casas, temerosa del silencio y la oscuridad.