lunes, 28 de julio de 2025

Placeres veraniegos, 2.- Paisajes sonoros.

 


Fue hace algunos años, mientras asistía a los cursos de Historia Cultural en la UNED Senior, cuando oí hablar a la profesora sobre la existencia del paisaje sonoro. Aprendí que, además del paisaje físico, el que se desarrolla ante nuestros ojos; ese que está formado por el relieve del terreno con sus montes y valles, sus ríos y bosques, sus matices de colores, sombras y luces, existe un paisaje más sutil y etéreo que sólo percibimos a través del sentido del oído.

Se refiere a todo el cúmulo de sonidos que vibran en torno nuestro y percibimos de una forma confusa, e incluso podemos confundir con los ruidos del tráfico rodado si vivimos en la ciudad. Lo habitual es que nuestro oído, habituado a las agresiones acústicas provocadas por el estruendo de los vehículos, sea incapaz de discernir las distintas intensidades sonoras, ritmos, sonidos agudos o graves, volúmenes… Todo eso es una maraña de sonidos desacompasados, sin cadencia o ritmo que llamamos genéricamente “ruido” y que nos acompaña en nuestro vivir diario.  Pero incluso de esa barahúnda ruidosa y agresiva a nuestro oído se puede extraer un paisaje sonoro, abrupto y poco grato, si se quiere, una vez que uno educa el oído para discernir sonidos.

Pero el paisaje sonoro sobre el asfalto es materia de otro trimestre, aparte que de ello ya hablé en esta bitácora hace un puñado de años.

Aquí, en esta bitácora veraniega, hablamos del paisaje sonoro hecho del andar por los caminos, entre el bosque de robles melojos o de pinos silvestres, las laderas cuajadas de helechos, las dehesas donde sestea la vacada, los arroyos que cruzan tu camino, y cualquier paraje donde ningún artilugio mecánico perturbe el ritmo sonoro de la naturaleza. Es el impulso sonoro que percibimos al cruzar un arroyo de montaña, una acequia por donde corre el agua camino de algún huerto, el viento apenas perceptible entre las ramas, incluso el graznido estridente de un cuervo en el prado, que levanta la voz ronca y el vuelo presuroso cuando pasas por su lado, el mugido de una vaca que llama a su cría que anda descubriendo mundos por encima del cercado…

El paisaje sonoro es pieza delicada que necesita, antes que nada, del silencio activo del caminante, atento y receptivo; necesita de un oído educado en el silencio, de un estado de ánimo en comunión con la naturaleza para que el escuchante perciba todos los matices sonoros que ésta le transmite. 

El improbable lector, si está interesado en este experimento sensorial y estético, debe saber que este tipo de paisaje es quebradizo y frágil; no tiene la solidez de la roca o del bosque, o la fuerza de las corrientes de agua. Basta el timbre impertinente del móvil mientras caminas para que tu paisaje sonoro se disuelva en humo, en polvo, en sombra, en nada (con permiso de Góngora).


Este jubilata, en sus largas caminatas por los caminos del valle, suele prestar atención a los sonidos del entorno y trata de discernirlos para que cada uno manifieste su melodía, su ritmo, su cadencia, y todos ellos formen una canción que, a veces, tiene la complejidad de una polifonía barroca, y otras veces, la sencillez de una monodia medieval. Es tarea del caminante percibir ese paisaje e interpretarlo.

Pero no es una escucha pasiva, aunque atenta, porque también al caminar va marcando un ritmo sobre la grava del camino con sus botas que avanzan acompasadamente, y el contrapunto de los bastones golpeando el suelo. Incluso el ritmo de su propia respiración es parte integrante del paisaje percibido a través del oído.

Ya John Cage nos descubrió que el silencio absoluto no existe, porque incluso en el experimento de la cámara anecoica en la universidad de Yale, en un silencio que creía total, percibió el murmullo de su torrente sanguíneo y el golpeteo de los latidos de su corazón. Así, el caminante atento a los sonidos exteriores incorpora sus propios sonidos que nacen de su cuerpo en marcha y que es percibido por las bestezuelas del entorno: una lagartija que se esconde en el hueco de la raíz de un árbol seco, las mariposas que levantan su vuelo errático cuando pasas cerca de la planta donde estaban posadas; incluso el rabilargo desconfiado, que salta a esconderse entre la maraña de ramas de los robles cercanos y grazna para avisar a sus congéneres.

En su obra Peñalara, Enrique de Mesa nos dice: “El arroyo deshace sus espumas y se aquieta y remansa bajo la umbra de los olmos… la canción del agua es vuestra compañera. Acaso un labriego hachea en el pinar, y se oyen a intervalos acompasados los golpes secos y el gemir del tronco centenario; una voz de zagal suena perdida en la distancia; una esquila tintinea perezosa.  

"Ya estáis en la cumbre. En las torrenteras se ha extinguido la canción del agua. Es el cuerpo todo un latido, y echado de bruces sobre la tierra, ves que, tras las vibraciones del aire, el paisaje tiene extraño temblor”.

En fin, amigo lector, el verano es buena ocasión para releer la prosa poética del poeta de la Sierra. Y si es con una cervecita fresca al lado, miel sobre hojuelas.

 

 

domingo, 6 de julio de 2025

Placeres veraniegos, 1.- Lecturas.

 


Confío en que el improbable lector de esta bitácora no haga lo que este jubilata hace con cierta frecuencia: volver sobre lo que un día escribió, a ver cuánto ingenio había en lo escrito antaño. Y, lo que es peor, congratularse de su habilidad como plumífero internauta. Son vanidades que, para quien va para ochentón, están fuera de lugar y evidencian una necedad autocomplaciente más propia de individuo con aforamiento y cargo público.

Lo digo porque en la entrada anterior de esta bitácora, por pura autocomplacencia, dejé una serie de textículos (o breves textos – lo aclaro por los equívocos sicalípticos a los que pudiera dar lugar –) donde hacía exhibición de cierto ingenio para escribir micro relatos. Exhibición que, ya se habrá dado cuenta el improbable lector que los haya leído, no era más que una artimaña para ocultar la falta de facundia imaginativa y salir del paso dando una larga cambiada. Esto es, que no lograba encontrar asunto sobre el que escribir y quise dar gato por liebre al paciente lector colándole textos (textículos, puesto que son micro relatos) de antaño en la bitácora de ogaño.

Dicho lo anterior para descargar mi conciencia de plumífero de medios pelos, ahora sí me gustaría hablarle al lector improbable, paciente y sufrido, pero más majo que las pesetas (locución en desuso), de los pequeños placeres veraniegos desde Rascafría, donde nos refugiamos de los calores madrileños.

Este jubilata, siendo niño escolar de internado, oyó en cierta ocasión contar a un profesor lo siguiente: Que Salvador Dalí, amigo de experiencias oníricas, como buen surrealista aparte de estrafalario personaje, tenía por costumbre dormir la siesta sentado a una mesa de mármol. Sujetaba entre los dedos índice y pulgar de su mano derecha una cucharilla de café y, cuando el sueño le vencía y perdía la consciencia, la cucharilla caía sobre la superficie de mármol y producía un ¡Cling! cantarín que lo despertaba. Era una fracción de tiempo entre el sueño y la vela que le proporcionaba un sutil placer al sentirse en ese mundo indefinido entre la ensoñación y la realidad, entre la inconsciencia y el brusco despertar, sin saber por qué mundos vagaba su mente.

Un servidor no llega a tanta sutileza sensorial, pero también a veces y contra su voluntad, dormita con un libro en las manos, lo que le produce una sensación placentera porque parece que su mente oscila entre Orfeo y Atenea. Es ese momento imperceptible en que se caen los párpados, y las letras del texto empiezan a emborronarse y parecen corretear sobre la página del libro como hormiguitas atareadas. 

Los ojos se añublan y se cargan de un sueño que se ha colado de rondón entre la pupila y el texto, y sientes cómo el libro se te desliza de entre las manos. Éstas van descendiendo hasta apoyarse sobre tus piernas y un último girón de consciencia hace que aferres el libro para que éste no resbale y caiga al suelo. Si lo consigues. Esto es, que el libro no se deslice de entre las manos y caiga al suelo con estrépito y te sobresalte el ruido, caes en un sopor próximo al trance místico.

Es decir, de forma imperceptible has pasado del mundo real en el que te percibías leyendo; del mundo paralelo que fluía de la lectura y captaba toda tu atención hasta el punto de casi olvidar la realidad de saberte lector leyendo, a un mundo sin constancia física de tu cuerpo, adormecido sobre el sillón de lectura. Estos momentos, que a veces se dan, son lo más próximo que un mortal, instalado en la sociedad de ocio y consumo, alcanza del trance en que caían los místicos.

Y cuando uno despierta y se da cuenta de que no es más que un lector somnoliento, lamenta, y hasta se avergüenza un poquito, de esa falta de atención de la lectura y lo achaca, no a la falta de interés de lo leído, sino a las debilidades propias de la edad provecta. O sea, al puñetero hecho de ser un viejo lector incapaz de prestar una atención continuada a su lectura. Claro que, en el fondo, al salir de ese estado de semi inconsciencia, uno recuerda con agrado esos minutos de ensueño y hasta le viene a las mientes - vaya usted a saber por qué – aquello de San Juan de la Cruz cuando nos dice:

Entréme donde no supe

y quedéme no sabiendo,

toda ciencia transcendiendo.

Yo no supe dónde entraba,

pero cuando allí me vi,

grandes cosas entendí…

En fin… Los pequeños placeres del verano y sus lecturas…