Estos días pasados he leído al azar, como leo de vez en cuando esas noticias de poco fuste que pululan por las redes, que una influencer de cuyo nombre no pienso acordarme, de esas que influyen en las masas influenciables, ha dicho que leer no te hace mejor persona. No querría yo malmeterme con esa señora porque dijo lo que dijo. Otros se han indignado, la han vilipendiado, la han rebatido con loables argumentos, o han hecho una cruzada en pro de la lectura.
Este jubilata, al que la edad provecta y la
experiencia de lo vivido le han vuelto bastante coriáceo muy a pesar suyo,
lamenta en el fondo no dejarse influenciar por tanto/a/e influenciador
telemático como anda suelo. De dejarme influir por el primer llegado, me sería
la vida más cómoda. Siquiera porque uno se vería liberado de la obligación de
pensar por su cuenta, ya que estaría influenciado por gente más segura de su
intelecto y de las opiniones que salen de su boca. Esta gente me diría qué pensar y cómo; o mejor
aún, me invitaría a no pensar al darme el pensamiento ya digerido. “Lejos de
nosotros la funesta manía de pensar”, me viene a la mente. Frase que achacan, inmerecidamente,
a don Ramón Dou, deán de la universidad de Cervera, según leo en papá Google.
Y eso de librarte de la obligación de raciocinio es
sólo a cambio de pulsar un simple like en la teclita ad hoc.
Pues qué quiere que le diga al improbable, aunque,
eso sí, amable lector. Un servidor, que tiene la vida – hoy por hoy, al menos –
asegurada con una pasable pensión de funcionario del Estado, dispone de tanto
tiempo libre que en algo ha de ocuparlo. Y entre ese “algo”, que suele ser
múltiple porque son muchas las horas a ocupar a lo largo del día, está la
lectura.
Leer, a mi parecer, es un acto de tozudez. Cuando
el telefonito móvil exige toda la atención, sea en el transporte público, sea
en la terraza del bar, sea caminando como abducido por la calle; cuando los
medios de comunicación audio visuales colonizan tus neuronas disponibles;
cuando dejar la mente en blanco para liberarla de toxinas informativas es un
acto de higiene, leer es un acto de resistencia, de afirmación de tu propia
voluntad frente a las manipuladoras agresiones exteriores.
Es, ya se ha dicho, un gesto de tozudez, como la de
aquella vaca de Maiakovski, que decía Augusto Monterroso, que daba cornadas
contra una locomotora. Leer, debe tener
toda la razón la señora influencer esa, no te hace mejor persona. De
hecho, no está demostrado que tenga alguna utilidad en la vida práctica; sólo
sirve para ocupar parte de tu tiempo, para entretener la mente. A lo mejor – no
es seguro – para enriquecer tu intelecto o ampliar tus conocimientos. Y en todo
caso, si uno acumula libros en su casa, para crearse, entre los conocidos, fama
de intelectual con bien poco esfuerzo.
Y de nuevo, al respecto, cito a Monterroso, que es
maestro en ironías: Un día está uno tranquilo leyendo
en su casa cuando llega un amigo y le dice: ¡Cuántos libros tienes! Eso le
suena a uno como si el amigo le dijera: ¡Qué inteligente eres!, y el mal está
hecho. Lo demás ya se sabe. Se pone uno a contar los libros por cientos, luego
por miles, y a sentirse cada vez más inteligente. Como a medida que pasan los
años (a menos que se sea un verdadero infeliz idealista) uno cuenta con más
posibilidades económicas, uno ha recorrido más librerías y, naturalmente, uno
se ha convertido en escritor, uno posee tal cantidad de libros que ya no sólo eres
inteligente: en el fondo eres un genio. Así es la vanidad ésta de poseer muchos
libros. Lo dice don Augusto en su relato: Cómo me deshice de quinientos libros.
Respecto a ser muy lector y andar presumiendo de ello entre familiares,
amigos y vecinos, mejor ser discreto y deshacerse de esos quinientos libros de
los que habla Monterroso, para que las estanterías se oreen. Porque hasta
lectores tan conspicuos (pongo la palabra para que no se quede raquítica por
falta de uso) como don Eduardo Mendoza o el señor de Montaigne, le ponen
límites.
Mendoza, el novelista, decía en una entrevista que oí cuando presentaba su
última novela, que él, cuando le aburría un libro, lo dejaba de lado. Si era de
difícil comprensión o carecía de interés, a media lectura lo dejaba sin que le
remordiera la conciencia de lector. De hecho, creo recordar, incitaba a los
escuchantes, con un tono irónico, a que hicieran lo mismo sin mayores
complejos.
Montaigne, el filósofo reflexivo de los Ensayos, decía de los libros que no
buscaba en ellos más que un honesto entretenimiento; que si, al leer,
encontraba dificultades de comprensión, no se comía las uñas por eso (je
n’en ronge pas mes ongles). Lo dejaba tras un intento o dos. Si no me
gusta, añadía, no pierdo mi tiempo. Si algún libro me disgusta, tomo otro,
concluía.
Así que la señora influyente esa, de tantos miles de followers
apesebrados en la pantalla del móvil, tiene toda la razón. No solo leer no te
hace mejor, sino que, a veces, es un coñazo y tienes que aparcar el libro. Lo
cual no es un desdoro, sino más bien un alivio.
Y para terminar de devanar el asunto de los libros, aparte su inutilidad
respecto a la bondad de los leedores habituales, esta nota que tomé de una
entrevista que le hicieron en El Mundo al escritor Manuel Rivas el Día del
Libro: Leer es una tarea intelectual que exige
concentración, lentitud y soledad, que son tres valores raros en nuestra
sociedad, pero que son buenísimos para el alma y para el intelecto.
Pues eso, caro lector, no te creas todo lo que
leas. Porque, además, leer no te hace mejor persona. Eso sí, te saca la cabeza
del pesebre común.