Hay palabras en el diccionario casi desconocidas
que, un buen día, se convierten en talismán. Una de ellas es la palabra
“reasignar”. De repente, adquieren un significado esclarecedor tras siglos
dormitando en un rincón oscuro del diccionario. Parece como si estuvieran
agazapadas esperando la voz que les dijera levántate y anda.
Son términos que parecen haber sido creados con el
fin de dar un significado a un cambio de era que no se sabía bien cómo definirlo,
hasta que una cabeza de ingenio superior tuvo la ocurrencia de desempolvarlos
de entre los renglones alfabetizados de la A a la Zeta del diccionario de la
lengua.
Otro de esos términos es la palabra “decolonizar”,
así, sin esa ese intermedia que la hacía tan vulgar, tan de andar por
casa. Al extirparle la ese, como si la hubieran capado, parece como si
hubiera ennoblecido y hubiese adquirido una dignidad muy por encima del
significado del malhadado vocablo “colonizar”, del que tan arrepentidos andamos
hoy porque así lo mandan los tiempos.
Si bien se mira, tanto una palabra como la otra
(“reasignar”, “decolonizar”) equivalen a dos golpes de pecho (por mi culpa, por
mi culpa, por mi grandísima culpa) de aquel confiteor dei omnipontenti por
haber pecado de pensamiento, palabra, obra y omisión que decían los fieles
compungidos en las misas católicas. Así, las más preclaras mentes de esta
sociedad nos hacen entonar el confiteor mientras nos golpeamos el pecho con el
puño cerrado, mientras murmuramos por mi culpa, por mi culpa: ¡reasignar!,
¡decolonizar!; mientras confesamos la vergüenza que nos produce nuestro
culpable pasado histórico.
En esas elucubraciones tan fuera de tono andábamos
mi vecino el depre y este jubilata ochentón mientras recorríamos el parque del
Calero, arriba y abajo. Él, casi siempre respetuoso con los consejos de su
psicóloga de plantilla, aplica el consejo que le dio hace años: Usted camine
mucho y piense poco. Pero, según dice la mujer de mi vecino el depre, yo
ejerzo una mala influencia sobre él.
Cuando lo encuentro azacaneado, dando vueltas como
peonza en torno a la fuente monumental del parque, acostumbro a saludarle
porque me gusta que me hable en latín, que es una de sus grandes aficiones: Ut
vales, amice? Ego bene valeo. Ac tu quoque?
Rompiendo el saludable consejo de su psicóloga de
plantilla, mi vecino el depre me confesó que pensar, aunque en un segundo o
tercer plano, sí pensaba, por más vueltas que daba en torno al vaso de la
fuente. Y el objeto de sus pensamientos, en esta ocasión, era el término
“reasignar” que tanto suena estos días en la prensa.
Se trata, según mi vecino el depre, ávido lector
que a toda noticia saca punta, de cambiar el significado del Valle de los
Caídos, por otro de la Memoria Histórica. Es, me vino a decir, como reconvertir
la mezquita de Córdoba en catedral cristiana. Se le cambian algunos elementos
arquitectónicos y deja de significar lo que significaba para resignificar lo
contrario. O sea, se le “reasigna” un nuevo símbolo y parece como si aquel
episodio histórico se disolviera en el olvido de la no existencia al cambiar su
simbolismo. Si eliminas la palabra – me vino a decir – eliminas el significado
a que hacía referencia.
Lo que me hizo recordar la célebre distopía de
Orwell, 1984, en la que un llamado Ministerio de la Verdad se ocupaba de
reescribir la Historia en función de los intereses cambiantes del Poder. Así,
las evidencias del pasado coincidían con la versión oficial de la historia.
Neolengua, estuvimos de acuerdo los dos, expresiones que hacen cambiar el
pensamiento de una sociedad. Solo que algunos no se dejan.
En fin, llevábamos ya dadas cuarentaitrés vueltas
dextrógiras al vaso de la fuente ornamental del parque, cuando le propuse que
cambiásemos de ruta. Él, sin decir palabra, dio media vuelta y empezó a caminar
en sentido levógiro.
Fue ocasión para que empezara a hablarme de la
“decolonización”, palabra que le tenía sumido en graves digresiones mentales
desde que leyó en Un fraude monumental, de Félix Azúa: “el momento
más peligroso fue cuando, en agosto de 1792, se publicó el decreto de la
Asamblea Legislativa que ordenaba “quitar de la vista del pueblo lo erigido por
el orgullo, los prejuicios y la tiranía”, es decir, por la nobleza, la iglesia
y la corona. Una decisión que nos recuerda a la de los actuales
“descolonizadores” de museos, preocupados por lo que puede “ver” el pueblo, de modo
que se abalanzan para quitárselo de la vista y así proteger el alma de aquellos
a quienes consideran perfectamente tontos.”
Estaba yo saturado de sus elucubraciones y le dije que
estaba cansado y me iba a casa: Iam fesus sum, domun eo. Bene valeas amice. Él,
que andaba con la trituradora de pensamientos a pleno rendimiento, me dijo a
modo de despedida: Sedulo curavi humanas actiones non ridere, nec lugere,
neque detestari, sed intelligere. Total, según entendí, él procuraba con
frecuencia entender las acciones humanas, no burlarse de ellas ni lamentarlas,
o lo que es peor, detestarlas.
Es del Tractatus politicus de Spinoza, no de
mi cosecha, añadió con modestia.