viernes, 21 de noviembre de 2025

Reasignar.-

 

Hay palabras en el diccionario casi desconocidas que, un buen día, se convierten en talismán. Una de ellas es la palabra “reasignar”. De repente, adquieren un significado esclarecedor tras siglos dormitando en un rincón oscuro del diccionario. Parece como si estuvieran agazapadas esperando la voz que les dijera levántate y anda.

Son términos que parecen haber sido creados con el fin de dar un significado a un cambio de era que no se sabía bien cómo definirlo, hasta que una cabeza de ingenio superior tuvo la ocurrencia de desempolvarlos de entre los renglones alfabetizados de la A a la Zeta del diccionario de la lengua.

Otro de esos términos es la palabra “decolonizar”, así, sin esa ese intermedia que la hacía tan vulgar, tan de andar por casa. Al extirparle la ese, como si la hubieran capado, parece como si hubiera ennoblecido y hubiese adquirido una dignidad muy por encima del significado del malhadado vocablo “colonizar”, del que tan arrepentidos andamos hoy porque así lo mandan los tiempos.

Si bien se mira, tanto una palabra como la otra (“reasignar”, “decolonizar”) equivalen a dos golpes de pecho (por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa) de aquel confiteor dei omnipontenti por haber pecado de pensamiento, palabra, obra y omisión que decían los fieles compungidos en las misas católicas. Así, las más preclaras mentes de esta sociedad nos hacen entonar el confiteor mientras nos golpeamos el pecho con el puño cerrado, mientras murmuramos por mi culpa, por mi culpa: ¡reasignar!, ¡decolonizar!; mientras confesamos la vergüenza que nos produce nuestro culpable pasado histórico.

En esas elucubraciones tan fuera de tono andábamos mi vecino el depre y este jubilata ochentón mientras recorríamos el parque del Calero, arriba y abajo. Él, casi siempre respetuoso con los consejos de su psicóloga de plantilla, aplica el consejo que le dio hace años: Usted camine mucho y piense poco. Pero, según dice la mujer de mi vecino el depre, yo ejerzo una mala influencia sobre él.

Cuando lo encuentro azacaneado, dando vueltas como peonza en torno a la fuente monumental del parque, acostumbro a saludarle porque me gusta que me hable en latín, que es una de sus grandes aficiones: Ut vales, amice? Ego bene valeo. Ac tu quoque?

Rompiendo el saludable consejo de su psicóloga de plantilla, mi vecino el depre me confesó que pensar, aunque en un segundo o tercer plano, sí pensaba, por más vueltas que daba en torno al vaso de la fuente. Y el objeto de sus pensamientos, en esta ocasión, era el término “reasignar” que tanto suena estos días en la prensa.

Se trata, según mi vecino el depre, ávido lector que a toda noticia saca punta, de cambiar el significado del Valle de los Caídos, por otro de la Memoria Histórica. Es, me vino a decir, como reconvertir la mezquita de Córdoba en catedral cristiana. Se le cambian algunos elementos arquitectónicos y deja de significar lo que significaba para resignificar lo contrario. O sea, se le “reasigna” un nuevo símbolo y parece como si aquel episodio histórico se disolviera en el olvido de la no existencia al cambiar su simbolismo. Si eliminas la palabra – me vino a decir – eliminas el significado a que hacía referencia.

Lo que me hizo recordar la célebre distopía de Orwell, 1984, en la que un llamado Ministerio de la Verdad se ocupaba de reescribir la Historia en función de los intereses cambiantes del Poder. Así, las evidencias del pasado coincidían con la versión oficial de la historia. Neolengua, estuvimos de acuerdo los dos, expresiones que hacen cambiar el pensamiento de una sociedad. Solo que algunos no se dejan.

En fin, llevábamos ya dadas cuarentaitrés vueltas dextrógiras al vaso de la fuente ornamental del parque, cuando le propuse que cambiásemos de ruta. Él, sin decir palabra, dio media vuelta y empezó a caminar en sentido levógiro.

Fue ocasión para que empezara a hablarme de la “decolonización”, palabra que le tenía sumido en graves digresiones mentales desde que leyó en Un fraude monumental, de Félix Azúa: “el momento más peligroso fue cuando, en agosto de 1792, se publicó el decreto de la Asamblea Legislativa que ordenaba “quitar de la vista del pueblo lo erigido por el orgullo, los prejuicios y la tiranía”, es decir, por la nobleza, la iglesia y la corona. Una decisión que nos recuerda a la de los actuales “descolonizadores” de museos, preocupados por lo que puede “ver” el pueblo, de modo que se abalanzan para quitárselo de la vista y así proteger el alma de aquellos a quienes consideran perfectamente tontos.”

Estaba yo saturado de sus elucubraciones y le dije que estaba cansado y me iba a casa: Iam fesus sum, domun eo. Bene valeas amice. Él, que andaba con la trituradora de pensamientos a pleno rendimiento, me dijo a modo de despedida: Sedulo curavi humanas actiones non ridere, nec lugere, neque detestari, sed intelligere. Total, según entendí, él procuraba con frecuencia entender las acciones humanas, no burlarse de ellas ni lamentarlas, o lo que es peor, detestarlas.

Es del Tractatus politicus de Spinoza, no de mi cosecha, añadió con modestia.