Estamos los españolitos, al menos los que vivimos de un sueldo o una jubilación, en época de confesarnos con la Agencia Tributaria y rendir cuentas de nuestros magros ingresos. No hablo de los dichosos y privilegiados poseedores de una SICAV o de altísimas rentas, que esos disponen de asesores fiscales y de medios acreditados para evadir una gran parte de sus ingresos. Eso sin contar el temor de nuestros lamentables políticos a meterles mano en los bolsillos, no sea que les encuentren no sólo la caderilla, como al común de los mortales, sino los billetes de 500 euros. Como nos tienen dicho que el dinero es asustadizo y puede salir huyendo hacia paraísos fiscales si alborotamos su apacible existencia, prefieren esos políticos no insistir demasiado a la hora de buscarlo por los rincones, en la confianza de que aflore por propia voluntad y ayude desinteresadamente a sacarnos del bache; rincones donde, quienes nos han empobrecido, lo tienen a buen recaudo.
Lo digo porque, esta semana, he cogido el certificado de renta y todo el papelorio que me envían los bancos con las cuentas corrientes y las imposiciones a plazo (ya se sabe, ese suculento 0,5 ó 1,50 %, – por decir unas cantidades – que te pagan por manipular nuestro dinero en su propio provecho), y he ido a la Agencia Tributaria de San Blas a que me hicieran examen de conciencia. Y, si se me permite un inciso, diré que eso de los funcionarios de Hacienda ya no es lo que era: aquel individuo con cara de perro que disfrutaba sádicamente exprimiéndote hasta el último céntimo de tu renta de trabajo, y te miraba con la misma desconfiada inquina con que el señor inquisidor aterrorizaba a los judaizantes. El que me ha tocado a mí tenía el pelo pintado de amarillo, con ajorcas en las orejas y una cadena gorda de okupa, con una herradura plateada, colgándole de la trabilla del pantalón. Con funcionarios así, te entran ganas de firmar la declaración sin rechistar y, encima, invitarles a un café.
Ya sé, ya sé que la mía ha sido una experiencia personal y no extensible al común de los contribuyentes, pero cada cual cuenta la feria según le va en ella; y a mí no me ha ido mal, que hasta me han devuelto unos euritos, aparte lo de tratarme como a un ciudadano y no como a un delincuente en potencia.
Un servidor, que tiene las ideas anticuadas, iba pensando, mientras el bus le llevaba al ajuste de cuentas, que, quizás y precisamente por estar anticuado, sigue creyendo en un Estado garante de la justicia social y redistribuidor de riquezas. La lástima del caso es que, quienes están en el poder político por mandato de los ciudadanos, son incapaces de aplicar principios tan elementales y exigir a cada cual según sus posibilidades. He creído entender en estos últimos días – se lo tengo que consultar al barrendero de mi calle, que de esto sabe bastante – que el gobierno no quiere aumentar, de momento, la imposición a las rentas más altas por ese miedo a que los grandes dineros salgan despavoridos allende nuestras fronteras. En su lugar, nos aumentará a todos los ciudadanos los impuestos indirectos porque dicen que ahí es donde el Estado recauda y no la minucia de las grandes fortunas.
Pero es que a mí, desde jovencito, me enseñaron que los impuestos directos –directamente proporcionales a los capitales – son síntoma de estricta justicia distributiva, mientras que los impuestos indirectos – que gravan por igual a todo hijo de vecino – son una forma más injusta de repartir los costes entre la ciudadanía. Vamos, que yo pago la misma cantidad de impuesto por el papel de retrete que las Koplovich esas, por poner un ejemplo pedestre. Y, francamente, no es lo mismo un culo proletario que otros de masaje y liposucción.
Espero que mis improbables lectores no se me cabreen por todo lo dicho, pues ya se sabe el sentir popular: “A la Hacienda Pública, ni agua”. Pero deben comprender que, a estas alturas de la vida, uno no está para desprogramar sus neuronas y reconvertirlas en fervientes partidarias del espíritu neocon. Uno sigue siendo, en cuestiones sociales, partidario de un socialismo asaz utópico; ese pensamiento iluso según el cual el colectivo humano de un país es más importante que las riquezas que produce y que éstas han de estar al servicio de aquel. Aunque también piensa – además de iluso, uno es un saco de contradicciones – que el enriquecimiento es un estímulo para los emprendedores. Pero es razonable poner límites: a la extrema riqueza y a la extrema pobreza. ¿O estoy tan equivocado…?
Lo digo porque, esta semana, he cogido el certificado de renta y todo el papelorio que me envían los bancos con las cuentas corrientes y las imposiciones a plazo (ya se sabe, ese suculento 0,5 ó 1,50 %, – por decir unas cantidades – que te pagan por manipular nuestro dinero en su propio provecho), y he ido a la Agencia Tributaria de San Blas a que me hicieran examen de conciencia. Y, si se me permite un inciso, diré que eso de los funcionarios de Hacienda ya no es lo que era: aquel individuo con cara de perro que disfrutaba sádicamente exprimiéndote hasta el último céntimo de tu renta de trabajo, y te miraba con la misma desconfiada inquina con que el señor inquisidor aterrorizaba a los judaizantes. El que me ha tocado a mí tenía el pelo pintado de amarillo, con ajorcas en las orejas y una cadena gorda de okupa, con una herradura plateada, colgándole de la trabilla del pantalón. Con funcionarios así, te entran ganas de firmar la declaración sin rechistar y, encima, invitarles a un café.
Ya sé, ya sé que la mía ha sido una experiencia personal y no extensible al común de los contribuyentes, pero cada cual cuenta la feria según le va en ella; y a mí no me ha ido mal, que hasta me han devuelto unos euritos, aparte lo de tratarme como a un ciudadano y no como a un delincuente en potencia.
Un servidor, que tiene las ideas anticuadas, iba pensando, mientras el bus le llevaba al ajuste de cuentas, que, quizás y precisamente por estar anticuado, sigue creyendo en un Estado garante de la justicia social y redistribuidor de riquezas. La lástima del caso es que, quienes están en el poder político por mandato de los ciudadanos, son incapaces de aplicar principios tan elementales y exigir a cada cual según sus posibilidades. He creído entender en estos últimos días – se lo tengo que consultar al barrendero de mi calle, que de esto sabe bastante – que el gobierno no quiere aumentar, de momento, la imposición a las rentas más altas por ese miedo a que los grandes dineros salgan despavoridos allende nuestras fronteras. En su lugar, nos aumentará a todos los ciudadanos los impuestos indirectos porque dicen que ahí es donde el Estado recauda y no la minucia de las grandes fortunas.
Pero es que a mí, desde jovencito, me enseñaron que los impuestos directos –directamente proporcionales a los capitales – son síntoma de estricta justicia distributiva, mientras que los impuestos indirectos – que gravan por igual a todo hijo de vecino – son una forma más injusta de repartir los costes entre la ciudadanía. Vamos, que yo pago la misma cantidad de impuesto por el papel de retrete que las Koplovich esas, por poner un ejemplo pedestre. Y, francamente, no es lo mismo un culo proletario que otros de masaje y liposucción.
Espero que mis improbables lectores no se me cabreen por todo lo dicho, pues ya se sabe el sentir popular: “A la Hacienda Pública, ni agua”. Pero deben comprender que, a estas alturas de la vida, uno no está para desprogramar sus neuronas y reconvertirlas en fervientes partidarias del espíritu neocon. Uno sigue siendo, en cuestiones sociales, partidario de un socialismo asaz utópico; ese pensamiento iluso según el cual el colectivo humano de un país es más importante que las riquezas que produce y que éstas han de estar al servicio de aquel. Aunque también piensa – además de iluso, uno es un saco de contradicciones – que el enriquecimiento es un estímulo para los emprendedores. Pero es razonable poner límites: a la extrema riqueza y a la extrema pobreza. ¿O estoy tan equivocado…?
Pues no le veo tan equivocado, señor mío. Pero creo que los límites a la riqueza afectarían a pocos...
ResponderEliminarNo estas equivocado y es estraordinaria la jocosidad que empleas para describir tus confesiones con Hacienda. Estas mucho mas claro que el Sr.Montoro y por supuesto mucho más acertado que el.
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