Lo digo así, entrecomillado, para que nadie imagine que me adorno con plumas ajenas. Soy – cosas de la edad y del devenir histórico – de esos que llegaron demasiado tarde a la educación en angliparla, a pesar de tantos cursos hechos en Adams o CCC con más voluntad que provecho. Lo cual no le impide a uno toparse, a cada paso, con la omnipresente lengua que enseñorea las transacciones capitalistas del imperio neocom. No hablo de la publicidad o la moda (como eso de cambiar “Pasarela Cibeles” por Madrid Fashion Week, que a un servidor le suena a provincianismo acomplejado), hablo de la literatura que cae en las manos de todo lector al que le mueve más la bulimia lectora que el sano criterio selectivo.
Bulimia lectora, creo que la expresión le va bien a la actitud del devorador de literatura de ficción. Un desbarajuste de alimentación libresca, un chute de tinta en vena para que el subidón sea subitáneo. Lo malo, como en todo desarreglo alimentario, es que se devora con prisas y sin comedimiento cualquier cosa que a uno le llegue a las manos y la vista, y luego se encuentra con que está fagocitando algo tan raro como unos relatos de cult fiction. No es que tengan mal sabor, es que, cuando el bulímico del papel impreso empezó a leer-devorar, ni sabía que existiese un género exclusivo, tan anglosajón él, bajo el que se amparaba una determinada forma de narrativa.
Digo mal. Bajo la etiqueta de cult fiction no solamente se acoge una determinada literatura de ficción sino a sus autores, digamos que, de alguna forma, marginales por estar fuera de los grandes circuitos editoriales. Por vía de ejemplo a contrario, el prolífico Vázquez Figueroa nunca será un autor de cult fiction, Paulo Coelho, tampoco; o Ken Follet, o Michel Houellebecq (a éste lo cito para que se me note la culturilla). Si usted, señor autor afamado, tiene una factoría de best sellers en su casa, o sus obras llenan las estanterías de la FNAC, o le llueven los contratos con las editoriales y entrevistas en la tele, se siente. Usted es famoso, rico, o las dos cosas a la vez; pero nada de cult fiction.
Y eso que, según mi diccionario escolar de inglés, la palabreja podría traducirse como “narrativa de culto”. ¿”Narrativa de culto”? Yo también me liaba al principio; los libros de Coelho o de Follet tienen una enorme masa de adeptos que rinde culto a su superproducción libresca; entonces ¿por qué llamar autor de cult fiction a quien es seguido por cuatro lectores raritos? Mira que son complicados en el mundo anglosajón… Pero, sin ayuda del diccionario escolar, fui capaz de entenderlo cuando me di cuenta de la sutileza: El lector-masa no suele tener criterios personales claros a la hora de comprar un libro. Va a la FNAC, al Corte – por un suponer – y se lleva puesta la novela de moda, el autor en candelero, el título de más tirón. El lector adicto a la “narrativa de culto” (pero en inglés), busca una determinada lectura, normalmente de autor poco conocido por el gran público, y así cree cultivar un gusto literario que le da exclusividad. Va por la vida de original, es alguien fuera de lo habitual, o -como dice el propio texto- un snob (otra vez en inglés, que nunca aprendí en CCC).
Por llevar la cuestión al solar hispano, El viaje de Turquía, atribuido por Marcel Bataillon a Andrés Laguna; Don Diego de noche, de Salas Barbadillo, ¿Entran dentro del género cult fiction? Porque, seguro, vas a las estanterías de un centro comercial y no los encuentras.
– Te estás pasando tres pueblos – dirá el improbable lector –, eso es cosa de filólogos, no de lectores en el Metro.
Pero, ¿y Carnivoricios: Devoradores de historias, Humorada futurista o Felicidad de oficio, son relatos clasificables como “narrativa de culto”? Porque estos relatos y algunos más vienen recogidos en la antología Mira qué te cuento, de Fumeke. Y, en mi opinión, este escasamente conocido cuentista, que se oculta bajo un seudónimo que apesta a cajetilla de Ducados, sí que podría entrar en el corralito de marras: Por autor marginal, por fabulador ingenioso y estupendo narrador, muchas de cuyas historias podrían englobarse en ese subgénero de anticipación denominado “futuro distópico”, tan desconocido del gran público. Un autor con todas las cualidades como para que esos cuatro lectores raritos, entre los que me encuentro, andemos por las librerías de barrio o escarbemos en los fondos editoriales arrumbados, a ver si damos con un ejemplar; no como coleccionistas, sino para disfrutar de esos extraños mundos que desarrolla ante los ojos asombrados del lector.
Cuando caí en ello, leyendo a Fumeke, digo, me di cuenta de que me ocurría lo que a aquel personaje de Molière, que hablaba en prosa sin saberlo. Yo, igual: iba de lector de cult fiction (sin tener pajolera idea de inglés) desde hacía algún tiempo, y no lo sabía.
Bulimia lectora, creo que la expresión le va bien a la actitud del devorador de literatura de ficción. Un desbarajuste de alimentación libresca, un chute de tinta en vena para que el subidón sea subitáneo. Lo malo, como en todo desarreglo alimentario, es que se devora con prisas y sin comedimiento cualquier cosa que a uno le llegue a las manos y la vista, y luego se encuentra con que está fagocitando algo tan raro como unos relatos de cult fiction. No es que tengan mal sabor, es que, cuando el bulímico del papel impreso empezó a leer-devorar, ni sabía que existiese un género exclusivo, tan anglosajón él, bajo el que se amparaba una determinada forma de narrativa.
Digo mal. Bajo la etiqueta de cult fiction no solamente se acoge una determinada literatura de ficción sino a sus autores, digamos que, de alguna forma, marginales por estar fuera de los grandes circuitos editoriales. Por vía de ejemplo a contrario, el prolífico Vázquez Figueroa nunca será un autor de cult fiction, Paulo Coelho, tampoco; o Ken Follet, o Michel Houellebecq (a éste lo cito para que se me note la culturilla). Si usted, señor autor afamado, tiene una factoría de best sellers en su casa, o sus obras llenan las estanterías de la FNAC, o le llueven los contratos con las editoriales y entrevistas en la tele, se siente. Usted es famoso, rico, o las dos cosas a la vez; pero nada de cult fiction.
Y eso que, según mi diccionario escolar de inglés, la palabreja podría traducirse como “narrativa de culto”. ¿”Narrativa de culto”? Yo también me liaba al principio; los libros de Coelho o de Follet tienen una enorme masa de adeptos que rinde culto a su superproducción libresca; entonces ¿por qué llamar autor de cult fiction a quien es seguido por cuatro lectores raritos? Mira que son complicados en el mundo anglosajón… Pero, sin ayuda del diccionario escolar, fui capaz de entenderlo cuando me di cuenta de la sutileza: El lector-masa no suele tener criterios personales claros a la hora de comprar un libro. Va a la FNAC, al Corte – por un suponer – y se lleva puesta la novela de moda, el autor en candelero, el título de más tirón. El lector adicto a la “narrativa de culto” (pero en inglés), busca una determinada lectura, normalmente de autor poco conocido por el gran público, y así cree cultivar un gusto literario que le da exclusividad. Va por la vida de original, es alguien fuera de lo habitual, o -como dice el propio texto- un snob (otra vez en inglés, que nunca aprendí en CCC).
Por llevar la cuestión al solar hispano, El viaje de Turquía, atribuido por Marcel Bataillon a Andrés Laguna; Don Diego de noche, de Salas Barbadillo, ¿Entran dentro del género cult fiction? Porque, seguro, vas a las estanterías de un centro comercial y no los encuentras.
– Te estás pasando tres pueblos – dirá el improbable lector –, eso es cosa de filólogos, no de lectores en el Metro.
Pero, ¿y Carnivoricios: Devoradores de historias, Humorada futurista o Felicidad de oficio, son relatos clasificables como “narrativa de culto”? Porque estos relatos y algunos más vienen recogidos en la antología Mira qué te cuento, de Fumeke. Y, en mi opinión, este escasamente conocido cuentista, que se oculta bajo un seudónimo que apesta a cajetilla de Ducados, sí que podría entrar en el corralito de marras: Por autor marginal, por fabulador ingenioso y estupendo narrador, muchas de cuyas historias podrían englobarse en ese subgénero de anticipación denominado “futuro distópico”, tan desconocido del gran público. Un autor con todas las cualidades como para que esos cuatro lectores raritos, entre los que me encuentro, andemos por las librerías de barrio o escarbemos en los fondos editoriales arrumbados, a ver si damos con un ejemplar; no como coleccionistas, sino para disfrutar de esos extraños mundos que desarrolla ante los ojos asombrados del lector.
Cuando caí en ello, leyendo a Fumeke, digo, me di cuenta de que me ocurría lo que a aquel personaje de Molière, que hablaba en prosa sin saberlo. Yo, igual: iba de lector de cult fiction (sin tener pajolera idea de inglés) desde hacía algún tiempo, y no lo sabía.
Por cierto, el libro de relatos que ha motivado las reflexiones del texto anterior, lleva por título genérico Aflter hours y ahora mismo lo miro en mi diccionario escolar.