domingo, 26 de septiembre de 2010

Algo de "cult fiction".-

Lo digo así, entrecomillado, para que nadie imagine que me adorno con plumas ajenas. Soy – cosas de la edad y del devenir histórico – de esos que llegaron demasiado tarde a la educación en angliparla, a pesar de tantos cursos hechos en Adams o CCC con más voluntad que provecho. Lo cual no le impide a uno toparse, a cada paso, con la omnipresente lengua que enseñorea las transacciones capitalistas del imperio neocom. No hablo de la publicidad o la moda (como eso de cambiar “Pasarela Cibeles” por Madrid Fashion Week, que a un servidor le suena a provincianismo acomplejado), hablo de la literatura que cae en las manos de todo lector al que le mueve más la bulimia lectora que el sano criterio selectivo.
Bulimia lectora, creo que la expresión le va bien a la actitud del devorador de literatura de ficción. Un desbarajuste de alimentación libresca, un chute de tinta en vena para que el subidón sea subitáneo. Lo malo, como en todo desarreglo alimentario, es que se devora con prisas y sin comedimiento cualquier cosa que a uno le llegue a las manos y la vista, y luego se encuentra con que está fagocitando algo tan raro como unos relatos de cult fiction. No es que tengan mal sabor, es que, cuando el bulímico del papel impreso empezó a leer-devorar, ni sabía que existiese un género exclusivo, tan anglosajón él, bajo el que se amparaba una determinada forma de narrativa.
Digo mal. Bajo la etiqueta de cult fiction no solamente se acoge una determinada literatura de ficción sino a sus autores, digamos que, de alguna forma, marginales por estar fuera de los grandes circuitos editoriales. Por vía de ejemplo a contrario, el prolífico Vázquez Figueroa nunca será un autor de cult fiction, Paulo Coelho, tampoco; o Ken Follet, o Michel Houellebecq (a éste lo cito para que se me note la culturilla). Si usted, señor autor afamado, tiene una factoría de best sellers en su casa, o sus obras llenan las estanterías de la FNAC, o le llueven los contratos con las editoriales y entrevistas en la tele, se siente. Usted es famoso, rico, o las dos cosas a la vez; pero nada de cult fiction.
Y eso que, según mi diccionario escolar de inglés, la palabreja podría traducirse como “narrativa de culto”. ¿”Narrativa de culto”? Yo también me liaba al principio; los libros de Coelho o de Follet tienen una enorme masa de adeptos que rinde culto a su superproducción libresca; entonces ¿por qué llamar autor de cult fiction a quien es seguido por cuatro lectores raritos? Mira que son complicados en el mundo anglosajón… Pero, sin ayuda del diccionario escolar, fui capaz de entenderlo cuando me di cuenta de la sutileza: El lector-masa no suele tener criterios personales claros a la hora de comprar un libro. Va a la FNAC, al Corte – por un suponer – y se lleva puesta la novela de moda, el autor en candelero, el título de más tirón. El lector adicto a la “narrativa de culto” (pero en inglés), busca una determinada lectura, normalmente de autor poco conocido por el gran público, y así cree cultivar un gusto literario que le da exclusividad. Va por la vida de original, es alguien fuera de lo habitual, o -como dice el propio texto- un snob (otra vez en inglés, que nunca aprendí en CCC).
Por llevar la cuestión al solar hispano, El viaje de Turquía, atribuido por Marcel Bataillon a Andrés Laguna; Don Diego de noche, de Salas Barbadillo, ¿Entran dentro del género cult fiction? Porque, seguro, vas a las estanterías de un centro comercial y no los encuentras.
– Te estás pasando tres pueblos – dirá el improbable lector –, eso es cosa de filólogos, no de lectores en el Metro.
Pero, ¿y Carnivoricios: Devoradores de historias, Humorada futurista o Felicidad de oficio, son relatos clasificables como “narrativa de culto”? Porque estos relatos y algunos más vienen recogidos en la antología Mira qué te cuento, de Fumeke. Y, en mi opinión, este escasamente conocido cuentista, que se oculta bajo un seudónimo que apesta a cajetilla de Ducados, sí que podría entrar en el corralito de marras: Por autor marginal, por fabulador ingenioso y estupendo narrador, muchas de cuyas historias podrían englobarse en ese subgénero de anticipación denominado “futuro distópico”, tan desconocido del gran público. Un autor con todas las cualidades como para que esos cuatro lectores raritos, entre los que me encuentro, andemos por las librerías de barrio o escarbemos en los fondos editoriales arrumbados, a ver si damos con un ejemplar; no como coleccionistas, sino para disfrutar de esos extraños mundos que desarrolla ante los ojos asombrados del lector.
Cuando caí en ello, leyendo a Fumeke, digo, me di cuenta de que me ocurría lo que a aquel personaje de Molière, que hablaba en prosa sin saberlo. Yo, igual: iba de lector de cult fiction (sin tener pajolera idea de inglés) desde hacía algún tiempo, y no lo sabía.
Por cierto, el libro de relatos que ha motivado las reflexiones del texto anterior, lleva por título genérico Aflter hours y ahora mismo lo miro en mi diccionario escolar.

sábado, 18 de septiembre de 2010

Sequía imaginativa.-

Me ocurre a veces: hablo de esos días, o semanas, de sequía imaginativa, cuando los dedos se posan sobre el teclado a la espera de una orden del cerebro para empezar a escribir, pero la orden no llega. Nunca he sabido bien por qué la imaginación es tan caprichosa: a veces, parece incapaz de susurrarte una historia con sentido, y a la vez, está haciendo trastadas absurdas, como poniendo a prueba tu sensatez. Para que se me entienda, pondré el ejemplo de una jugarreta muy reciente:
Iba yo el otro día por la calle y una señora, modelo lavadora, se interpuso en mi camino, ocupando toda la acera. De repente, veo que a mi imaginación le nace la idea de ponerle la zancadilla, de forma que la masa carnosa de aquella señora se desparramaba sobre la acera entre grandes gritos de la interesada. Solo de pensarlo, mi imaginación se partía de risa, mientras que yo estaba todo apurado mirando a un lado y a otro por si alguien se había dado cuenta de sus intenciones. Y esto, digamos, en el ámbito doméstico, donde la cosa no tiene mayor transcendencia.
Peor fue en otra ocasión, estando de vacaciones en Jordania. Volábamos de Akaba a Amán, en un vuelo interior de apenas media hora. Yo miraba interesado por la ventanilla cuando ella, mi imaginación, decidió secuestrar el avión, y yo empecé a asustarme porque la cosa iba en serio. No sé de dónde sacó un par de subfusiles ametralladores, de esos que llamaban naranjeros, y hasta media docena de bombas de mano P.O.2, una antigualla. Eran de esas bombas de baquelita que existían en el ejército franquista cuando yo fui soldado de reemplazo.
Aparte del natural acojone, no salía de mi asombro porque, una vez puestos a secuestrar, podía haber imaginado material bélico más moderno, pero se ve que mi imaginación no está interesada en ese tipo de ferretería de matarile y le bastaban aquellos chismes con 50 años de antigüedad.
La cosa se empezó a complicar porque los piratas aéreos de mi imaginación, cuando se vieron tan pobremente dotados para un trabajo de tanta precisión, empezaron a protestar. Mi imaginación se cabreó con ellos y estaba empeñada en que le obedecieran, pero ellos, alegando que eran profesionales, se declararon en huelga hasta que les proporcionaran una ferretería bélica más en consonancia con un trabajo de tanta responsabilidad.
Lamentablemente, nunca conocí el desenlace del secuestro, ya que nuestro avión aterrizó al poco. Nos empaquetaron a todo el grupo en un autobús y nos llevaron al hotel. Mi imaginación no volvió a dar señales de vida en el resto del viaje. La última vez que la vi aquel día, andaba perdida por el bufé del comedor, metiendo los dedos en todos los platos y relamiéndose de gusto…

domingo, 12 de septiembre de 2010

Pagar impuestos.-


Y uno pensaba que ya no se escandalizaría de nada… Se ve que la edad no cura de la ingenuidad, sólo aísla de la realidad social. Es lo que se me ocurrió pensar cuando, hace unos días, oí en un programa de TVE, a propósito de las fiestas en Valladolid, que se había celebrado un botellón multitudinario en el que se recogieron hasta 15 toneladas de basura.
Preguntaban a algunos participantes de tan cultural evento si les parecía normal lo de llenar de desperdicios las vías públicas. Algunos de ellos se justificaban diciendo que, bueno, era una vez al año y no era para tanto… Lo más sorprendente, para antiguallas como yo, que siguen creyendo en el civismo ciudadano como supremo valor social, fue oír a un niñato afirmar – con todo el aplomo que nace de la ignorancia y el desprecio a las normas de convivencia – que él tenía derecho a ensuciar las calles porque para eso estaban los servicios de limpieza del ayuntamiento. Item más: que tanto él como sus padres pagaban impuestos y, por lo tanto, convertir los espacios públicos en un basurero era un derecho adquirido. El fenómeno aquel no lo dijo con estas palabras, pero lo dijo de forma que quedó claro para todos nosotros: tengo derecho a enmierdar las calles con mis desperdicios y vosotros tenéis la obligación de aguantaros porque para eso pagamos a los servicios de limpieza mis papás y yo.
Pues bueno, pues vale. No hay vuelta de hoja y es mejor mirar para otro lado y que los barrenderos se escuernen limpiando la mierda de ciudadanos tan cumplidores de sus obligaciones fiscales. No sea que se nos cabreen y evadan impuestos y, encima, sigan convirtiendo las calles en un lugar merdulento.
Ya, – dirá el improbable lector – monsergas de jubilata cascarrabias.
Pero este jubilata, al ver al chaval aquel expresarse con tanto desparpajo, lo primero que pensó es que el coleguita, de pagar impuestos, nada. Más bien tenía – lo digo por la edad – aspecto de ser él mismo un impuesto con patas. Un impuesto para sus papás, quienes le pagaban estudios, casa, ropa y comida, caprichos y todas las necesidades, reales o inducidas, que tipos como él generan. En cuanto a los poderes públicos en general (Estado, Comunidad Autónoma, Municipio…), tenían que asumir los gastos que se derivaban de su educación (mala y cara, a lo que se ve, pero educación, al fin y al cabo), de su atención sanitaria y de todos los servicios que la sociedad pone a disposición de cada uno de los ciudadanos, incluida la recogida de basuras.
Este jubilata, que tiene mucho tiempo para darle vueltas al caletre, pensaba si no sería mejor dar una buena educación a los futuros ciudadanos, de forma que, pasados algunos años, necesitásemos menos barrenderos y más profesores. Todos ganábamos: las calles estarían limpias porque ya no habría tanto insolente insolidario enmarranándolas, y a los barrenderos, a falta de darle al escobón, habría que reconvertirlos en educadores. Nuestra sociedad ganaría unos grados en civismo y cultura.
Aprovechando que este año es año de perdonanza y el señor Rajoy ha ido al Señor Santiago a encomendarle los males de la patria mía (tales como el paro y la plaga ZP, que parecen no tener fin) y su milagrosa resolución celestial, no estaría mal que los papás del chaval ese le invitasen a ir en peregrinación a Compostela. Una vez allí, en lugar de abrazar al apóstol, debería acercarse al pórtico de la gloria, ponerse frente al santo d´os croques y darse un buen tozolón contra la columna, a ver si así entraba en su mollera que pagar impuestos es un deber ciudadano, no un derecho de pernada.
De lo visto y oído en aquella entrevista, recuerdo como el más sensato al barrendero, quien dijo que lo que faltaba era educación. Qué buen maestro hubiese hecho, de haberle pagado con nuestros impuestos, no el carrito de la basura y la escoba, sino los estudios.

domingo, 5 de septiembre de 2010

... Y fueron felices.-


La capacidad de ubicuidad imaginaria de los niños es un don del que yo disfruté durante mi infancia franquista, cuando la mesa escasa y la carencia de alimentos se suplían con leche en polvo y queso amarillo de la ayuda americana, a la vez que la voracidad imaginativa se alimentaba de los cuentos maternos. Sin aparente esfuerzo, aquel niño que alguna vez fui, saltaba desde la famélica y muy patriótica reserva espiritual de Occidente hasta el mundo de los sueños donde podía ser indistintamente príncipe, sastrecillo valiente o apuesto caballero.
¡Ah! Aquellas madres de derechas, de escapulario al pecho, novena a Santa Rita y Primeros Viernes de mes que, amorosamente, contaban a sus retoños unas terribles y, a veces, incongruentes historias de niños abandonados en medio de bosques plagados de brujas y ogros; de estúpidas princesitas que se levantaban de la cama ojerosas por culpa de un guisante debajo del colchón; de príncipes hermafroditas que besaban remilgosos a bellas durmientes; de caperucitas irresponsables que cruzaban sombrías florestas habitadas por lobos hambrientos y falaces; de príncipes-sapo que incitaban a puras doncellas a escabrosas relaciones de zoofilia con la excusa de un beso redentor; o, en fin, de enanitos asexuados que jamás se pasaron por la piedra a la ñoña de Blancanieves a pesar de que ocasiones no faltaban para ello... Mundos irreales que hacían olvidar los agujeros en las suelas de los zapatos, las culeras remendadas en los fondillos del pantalón, o los regletazos del maestro en el pulpejo de los dedos...
Jamás me pregunté por qué los cuentos infantiles, oídos una y otra vez, terminaban con la muletilla de “...y fueron felices y comieron perdices” A lo que, con cierta malicia, se añadía a veces aquello de “y a mí no me dieron porque no quisieron”. Y uno, niño sentado a la mesa de manteles pobres, era feliz con la feroz inocencia de quien sabe que al lobo de Caperucita le estaba bien empleado que le rajaran la tripa para sacar a la abuelita incólume - quizás por indigesta a causa de su provecta edad - y se la llenaran de piedras, la tripa, que no la abuelita.
Y no me cuestionaba tampoco el hecho de que príncipes y princesas, felizmente casados y gozosos herederos de fabulosos reinos sin revoluciones bolcheviques, pasasen el resto de su vida comiendo suculentas perdices mientras que el niño hambriento de mundos fantásticos que yo era, saciaba sus hambres infantiles con un tazón de leche ensopada con pan moreno y edulcorada con sacarina.
Y durante las diarreas estivales, que dejaban al niño que yo era en los huesos, y el agua de limón era el remedio más socorrido, y al niño soñador se le marcaban las costillas como tiernos sarmientos y se le agrandaban los ojos brillantes de fiebre y de mundos imaginarios, la madre lo transportaba dulcemente hasta su cuento preferido, allí donde Pulgarcito robó las botas de siete leguas al gigantón y daba enormes saltos que le llevaban hasta la casa de sus papás; ésos que, pasado el tiempo de la niñez, descubrió horrorizado que eran unos desnaturalizados porque abandonaron a su prole en medio del bosque.
Muchas veces me he preguntado a qué dios cruel se le ocurrió inventar la infancia, con ese maravilloso don de la bilocación que me permitía estar en la escuela cantando la tabla del siete – la más difícil, con mucho – y matando dragones, en el mundo de Irás y No Volverás, para salvar de sus garras a aquella vecinita mocosa de las trenzas negras y los lazos rojos, que jugaba a las muñecas en cuclillas, mostrando en su inocente indiferencia unos muslos sonrosados que al niño-paladín le perturbaban con premonitorios deseos.
Cierro los ojos, salgo de mí mismo, abandono este cuerpo de hombre hecho de materia orgánica y de frustraciones y me zambullo en el líquido amniótico de aquella matriz primordial que me aísla de un universo que detesto y que me niego a comprender. Buceo en el claustro materno de la imaginación infantil y me acomodo en un rincón desde el que observo sin ser visto. Soy de nuevo el niño que no sabía de la existencia de horarios laborales, de Agencias Tributarias o de los mil suplicios que los humanos inventan para vivir en sociedad. Soy, de nuevo, el pequeño y tímido niño que construía paraísos en una España muerta de hambre y de glorias guerreras; libre en tierras donde los campesinos sudaban las cosechas y los miedos al glorioso Movimiento; feliz en una familia de derechas que remendaba dignamente su pobreza y educaba a su prole en el temor de Dios y del Satán comunista.
En fin... ese reino de Irás y no Volverás al que, ahora jubilata y escéptico, me asomo estos días porque he visto a un niño en el parque del Calero trotando a caballo sobre el palo de una fregona.