El florón de
estas navidades (las pasadas fue lo de los trajes sicodélicos de los Reyes Magos), es una discusión entre ancianas bien bregadas en la vida política – la una, vieja dama destronada
que se resiste a caer en el olvido; la otra, con esquinada sonrisa de cordera
correosa, disfrazada con piel de lobo soviético – que ha servido para darle
vidilla a estas fiestas, siempre semejantes a sí mismas año tras año.
Como
la condición de jubilata es tal que el calendario no discrimina entre festivos
y laborables (todos son días de ocio), a estas fiestas le quitas las colonias
que anuncian por la tele y los rimeros de turrones en el súper, y no sabes si estás
en pascua florida o en el black friday ese. Por eso, si se piensa sin
pasión política, el hecho de cerrar la Gran Vía al tráfico rodado privado estos
días ha sido un acierto. El folclore municipal en forma de lideresa enrabietada
está servido para disfrute del público y, lo que es más importante, gracias a
ese indignez vous de buena familia, los jubilados de barrio nos acabamos
enterando de que esto es navidad.
¡Coño! la Gran Vía sin coches, eso hay que verlo – me dije.
Ni corto ni perezoso, el otro día cogí mi cámara de fotos y me fui a inmortalizar el momento. La verdad, no era para tanto; doña Espe se ha alborotado por cosa de poco fuste. Había autobuses y taxis como siempre; había gente por todas partes, como siempre; había comercios triturando tarjetas de crédito como siempre; había indigentes sobreviviendo en territorio hostil, como siempre; había subempleados tipo “Compro oro” o repartidores de propaganda, y vendedores de la ONCE, como siempre. En algo se echaba de ver que sí, que estábamos ya en estas fechas entrañables: en que había, por la Puerta del Sol, muchas loteras en plan de “auténtica lotería de Doña Manolita” y centenares y más centenares de ilusos haciendo cola ante el establecimiento propiamente dicho de la ya dicha Doña Manolita.
Ni corto ni perezoso, el otro día cogí mi cámara de fotos y me fui a inmortalizar el momento. La verdad, no era para tanto; doña Espe se ha alborotado por cosa de poco fuste. Había autobuses y taxis como siempre; había gente por todas partes, como siempre; había comercios triturando tarjetas de crédito como siempre; había indigentes sobreviviendo en territorio hostil, como siempre; había subempleados tipo “Compro oro” o repartidores de propaganda, y vendedores de la ONCE, como siempre. En algo se echaba de ver que sí, que estábamos ya en estas fechas entrañables: en que había, por la Puerta del Sol, muchas loteras en plan de “auténtica lotería de Doña Manolita” y centenares y más centenares de ilusos haciendo cola ante el establecimiento propiamente dicho de la ya dicha Doña Manolita.
A este
jubilata siempre le ha sorprendido la fe que el buen pueblo madrileño le pone a eso
del gordo de la lotería. Una fe casi religiosa que les lleva a creer en el
misterio de la transustanciación de contratado precario en millonario con
cuenta numerada en Islas Caimán. Al final, si bien se mira, todo se reduce a un
nuevo episodio de multiplicación de los panes y los peces, en el que algunas
centenas de devotos reciben un bocata de pedrea y reintegros, y salen por la
tele agitando botellas de champán de oferta.
La fe
que el público pone en ese invento de Carlos III viene a ser, mejorando lo
presente, como la que se nos quiere despertar con esas promesas de reforma de
la Constitución: la Carta Magna ampara a todo quisque, dicen, pero terminan por
colarte un artículo 135 para que pagues los gastos de lo que otros dilapidaron
de los recursos nacionales. Y es que, en los bombos de la lotería nacional, los
números van lastrados para que todos se hagan ilusión, algunos saquen provecho
y Hacienda seamos los de siempre. Eso
sí, con luminarias por las calles, árboles navideños ecológicos, hechos de
alambre y bombillas de bajo consumo, mucho espumillón y ese espíritu
sentimentaloide de a casa vuelve, vuelve por navidad.
Pero
no se vaya a creer el improbable lector que este jubilata es un descreído y
cascarrabias con ganas de reporculearle las fiestas. Es que la senectud trae
aparejadas esas cosas del escepticismo, sea en asuntos de la cosa pública, sea
en los sentimientos de paz y amor a piñón fijo. Lo que no obsta para que, en un
acto de desagravio a los dioses del libre mercado y tengamos la fiesta en paz,
no tenga pensado comprar una lubina salvaje, los tradicionales langostinos
congelados, la botella de sidra el gaitero y un surtido de turrones.
Aparte
que, dicho todo lo anterior, del Niño ese nacido en Belén nadie se acuerda. Al fin y al cabo sus padres eran
unos desplazados como los sirios, pero sin patera, okupas en una propiedad
privada de alguien que pagaba el IBI municipal religiosamente. Claro que eso de
que naciera en un establo no es relevante, sino fruto del puro azar. Eso, por
lo menos, es lo que dijo don José Mª Carulla en su Biblia en verso:
El Hijo de Dios
nació en un pesebre,
Donde menos se
espera salta la liebre.
Muy bien Juan, te faltó a foto de niño Pablo Escobar al lado del tío Pepe, ejemplo de la libertad de mercados
ResponderEliminarD. Juanjo, la navidad trae, además, el no tener tiempo para nada, el andar apuntando las cosas que uno tiene que comprar en cualquier papel y luego olvidarlo, los embotellamientos y no de Sidra el gaitero precisamente, el empapuzamiento de golmajerías, como decimos en la Rioja, los bodegoncillos de puntapié por doquier con los que uno anda tropezando. Pero todo eso es moco de pavo cuando uno se dispone, como servidora,a sacar a su nieto Joaquin a ver la Plaza Mayor y Cortylandia sin importarle qué tiempo haga, qué sea lo que sea ni qué cotufas pase. ¡Feliz navidad y caiga quien caiga!
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