Un servidor puede asegurar que nunca, en su larga vida de lector, ha tenido desfallecimientos. Al contrario, ha habido etapas de su vida en que ha sido una trituradora, dispuesto a desmenuzar cualquier letra impresa que se pusiera a su alcance. Sin mayor criterio, evidentemente. La pasión lectora no se paraba ni en valoraciones de género literario, de calidad ni de temática. Cualquier papel en forma de libro, o tebeo en la lejana infancia, eran objeto de aquella bulímica afición a la lectura.
Y en esas estamos aún, con las limitaciones que impone la edad en cuanto a horas de lectura y selección de asuntos. Porque, cuando empiezan a faltar los dientes, uno debe elegir los alimentos, sustituyendo la abundancia por la calidad. No busca tanto banquetearse cuanto saborear a pequeños bocados. Por decirlo con un símil gastronómico, uno no se da un atracón de fabes con todos sus sacramentos, sino que opta por un menú estrecho y largo, donde la profusión de sabores contrarresta la contundencia del producto deglutido. Uno lee menos, por cansancio físico, pero lee mejor.
Cosa distinta es cuando – y es el tema de hoy – uno se pone ante la pantalla con la intención de decirle algo mínimamente interesante al improbable lector, pero tiene estreñido el conducto de las ideas. Y por más esfuerzos que haga no consigue obrar.
Para que el improbable lector se haga una idea, aquí queda este cuentecito que fue escrito en una ocasión similar, con estos resultados un tanto escatológicos:
""- ¿Qué? ¿Ya te sale...?
- Espera, espera... Hhhmmfff... Parece que ya, casi...
Gggmmfff... Pues, no..., parece que todavía no.
- Bueeeno. A ver si haces un poco más de esfuerzo. Mira
que llevas quince días sin hacer nada. Pues, hijo, menudo atasco debes de tener
–. La mujer, casi de puntillas, se aleja de la puerta del despacho, cerrada a
cal y canto. Camino de la cocina, se la nota preocupada por los desarreglos del
marido.
El escritor, encerrado con llave en su escritorio, hace
esfuerzos enormes intentando que le salga alguna frase, aunque sólo sea una cortita.
Está sentado en su silla, y tiene un rimero de papeles al alcance de la mano
por si se deshace el atasco y puede empezar a escribir. Pero, por más que
aprieta, nada. Fue hace ya casi veinte días cuando empezó a sentir los primeros
síntomas de la obstrucción: una sensación de opresión en el estómago, pérdida
de apetito y un fuerte dolor de cabeza. Desde entonces, no le sale ni una
frase. Nunca había tenido una sensación parecida. Normalmente, nada más
levantarse y desayunar, enseguida le venían las ganas. Iba corriendo al
escritorio, se encerraba con llave, hacía un pequeño esfuerzo y ¡Plaff! las
ideas le salían de golpe: sinécdoques narrativas, metonimias y todo tipo de imágenes
literarias que se derramaban sobre el papel con la fluidez de un intestino bien
regulado. Era como exonerar el vientre
cada mañana, pero en plan creativo.
Al cabo de un rato, suenan unos golpecitos discretos
en la puerta, “toc, toc”, y la hija mayor, que pregunta:
– Papá, papá. ¿Cómo te encuentras? ¿Has podido hacer
algo?
– Que no, hija. Que todavía no – El escritor,
encerrado y estrujando unas cuartillas, hace esfuerzos para echar fuera la masa
literaria que se le ha endurecido. Otra vez, nada. Por más que aprieta, no sale
nada y la familia está en vilo.
– Bueno – replica la hija mayor –, tú tranquilo ¿Eh?
Mamá te está preparando una manzanilla. Ya verás qué bien te cae.
La hija mayor se va preocupada, y deja al escritor en
su encierro y con sus apretones infructuosos.
Estas cosas suelen pasar sin saber bien por qué,
piensa el escritor para consolarse. Unas gotitas de sudor frío le corren por la
frente y, a cada esfuerzo, nota como si la cabeza le fuera a estallar. Él ya se
lo había oído decir a otros compañeros de profesión: de repente, te levantas
una mañana lleno a reventar, te pones a escribir y, por más esfuerzos que
haces, no te sale ni una frasecita en presente de indicativo. Y, como se te
atraviese una adverbial subordinada, para qué contarte; esas sí que son
astringentes. Se te forma un tapón que, por más que aprietes, te estriñe el
conducto creativo y, en los casos más graves, los esfínteres de la imaginación
se irritan hasta ulcerarse.
– Claro, que lo peor son las perifrásticas –. El
escritor lo ha pensado en voz alta, sin darse cuenta.
Acaba de recordar a un amigo y compañero de profesión,
que tenía una columna de mucho postín intelectual en una revista literaria, al
que hace un año se le taponó una oración perifrástica con un verbo en pretérito
pluscuamperfecto de subjuntivo, de la que colgaban una subordinada modal y dos
complementos de objeto indirecto, y le tuvieron que hospitalizar. Fue muy
comentado entre los colegas: de aquella, por poco se muere.
Estuvo de baja durante tres meses hasta que, por fin,
expulsó aquella masa petrificada. Y eso, gracias a que asistió a la consulta de
un experto estructuralista que logró desmenuzar la maraña de niveles
lingüísticos. Desde entonces, por prescripción facultativa, se pasó al
periodismo de masas, que es mucho más liviano. Ahora está a dieta de crónicas deportivas
y, cada mañana, le fluye como si nada su columna de deportes, y hasta tiene
mejor color de cara. Ya no pasa las noches en la redacción, a base de cafés y
cigarrillos, ni los días en las bibliotecas devorando masas de letra impresa.
Y, encima, el aire libre de los estadios le ha dado un color tostadito muy
saludable. Según dice él mismo, desde que escribe “light” y ha abandonado los
malos hábitos de la escritura seria, su tracto va como la seda.
– Anda, cariño, abre un momento, que te traigo una
manzanilla con miel –. La mujer del escritor está delante de la puerta con una
tisana humeante.
Pero el escritor ya no tiene fuerzas ni para
levantarse del asiento. Lleva casi tres horas encerrado, haciendo esfuerzos
tremendos. “¡Uuummfff!”, “¡Ppfffggg!”, se oye ahogadamente del otro lado de la
puerta.
El escritor no sólo está empapado en sudor de tanto
apretar, sino que le empiezan a temblar las piernas y se agarra con fuerza al
borde de la mesa. A cada apretón que da, le sale una considerable variación de
onomatopeyas del tipo: “¡Aummffggg!”, “¡Gggrrrff!”, “¡¡Uffffmmm!!”, que son
como flatulencias que no producen el menor alivio.
– Cariño, cariño – se preocupa la mujer – ¿Estás bien?
Mira que se te va a enfriar la manzanilla...
– Es que no puedo, mujer. De verdad... – dice el
escritor, con la voz estrangulada por el esfuerzo.
Aunque él no quiere reconocerlo, lo cierto es que
tiene gran parte de culpa de ese estreñimiento literario. Se pasa el día
devorando libros sin parar y es de los que no le hacen ascos a nada. Durante
años y años ha seguido una dieta de lo más desequilibrado, leyendo todo lo que
le caía en las manos y escribiendo sobre cualquier cosa que se le pusiera por
delante. Y, claro, con la edad, los excesos acaban pasando factura.
– Oye, papá –, esta vez es el hijo pequeño – tú
aprieta fuerte ¿Eh?
El crío, tras esta muestra de solidaridad con su
progenitor, vuelve corriendo al salón, a enchufarse a la consola. La nueva
generación tiene otros hábitos y nunca padecerá estos desarreglos.
Ya no es como cuando era joven –piensa el escritor-
que, teniendo la edad de su hijo, se leyó todas las novelas de Marcial Lafuente
Estefanía; o como cuando le cogía a escondidas las fotonovelas de Corín Tellado
a su hermana y se encerraba en el retrete a leer. O como aquella vez que, en
una semana, escribió un guion de película tan indigesto que tuvo que tirarlo
por la taza del wáter para que nadie se enterara en casa. En fin, muchas veces
se lo ha recordado su mujer: que ya iba cumpliendo una edad y no podía digerir
tantas lecturas como hacía; que con tantos libros que devoraba llegaría un
momento en que no podría asimilar todo lo que iba tragando; que un día te vas a
empachar, y verás entonces...
– Oye, cariño, te dejo la manzanilla en el aparador
del pasillo – dice la mujer del escritor, cansada de esperar.
La verdad era que sí, que él tenía mucha culpa de
estos desarreglos. Sin ir más lejos, hace tres semanas, se pasó una tarde
entera buscando sinónimos de “entelequia” para la recensión de un ensayo
filosófico; devoró tres diccionarios de sinónimos y el Casares, hincó el diente
al María Moliner, sorbió un par de enciclopedias y se relamió con una edición
antigua de
– ¡Ah! – recuerda, además, el escritor – Y la Wikipedia,
que casi me olvida…
De repente, el escritor empieza a sentir unos fuertes
retorcijones y se le escapan una buena docena de onomatopeyas quejumbrosas,
gemebundas, como de parturienta en trance, que resuenan por toda la casa y sobresaltan
a toda la familia. Todos corren pasillo adelante y se amontonan ante la puerta
cerrada, al oír los ayes del esfuerzo, la retahíla de “¡Auummfffs!”, los “’Ggrrfffs!” y todas las variaciones onomatopéyicas de un
escritor imaginativo, aunque estreñido.
Todos gritan a la vez, la mujer, los hijos: “¡Cariño...!
¡Papá, papá...! Ay Dios mío ¿Pero, qué te pasa? ¡¡Callad, callad, que no se le
oye...!!” Desde el escritorio, cerrado con dos vueltas de llave, llega algo así
como un “¡¡¡Uuuhhhmmmfff!!!” de alivio. La mujer del escritor, con el alma en
vilo, pregunta:
– ¿...qué...? – Y todos pegan el oído a la puerta.
– ¡Uff! Creo
que una intransitiva...–, responde el escritor, temblando del esfuerzo – Algo
es algo...
Por fin, todos respiran aliviados. – Anda, tómate la manzanilla, que se te va a enfriar – Y cada cual se va a sus quehaceres.
Buenísimo, es maravilloso el relato. Gracias por compartirlo
ResponderEliminarDebiste ir al fisioterapeuta, en cuanto te hubieras dado cuenta del lío (aunque sea aconsejable actuar como uno siempre usa) Ya dice mi prima Ena, que es argentina -"Con el fisio te le adelantaste al problema, pibe"
ResponderEliminarGracias Juanjo por este maravilloso relato. Un abrazo Mercedes
ResponderEliminar😂😂😂👍
ResponderEliminarUffffgg...casi no llego al final. Pero gusta, es genial
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