De regreso a la capital del reino, tras largas
caminatas por el valle de Lozoya – en este verano tan reseco – entre vacas de
apacible rumiar y robledos sedientos que parecían escudriñar el cielo azul sin
tacha de nubes en busca de un poco de lluvia que los aliviara, al jubilata le
da por reivindicar – sin mayores razones – algunos escritores de las últimas filas
a las que fueron empujados por el olvidado y el paso del tiempo.
Y que el improbable y siempre paciente lector
perdone la andanada del primer párrafo, donde apenas ha brotado alguna coma que
le permitiera tomar un respiro en la lectura. Pero es que uno se vuelve apresurado
a pesar de las largas y calurosas tardes veraniegas de lectura. Por eso escribe
en tromba, atropellando la rumia de la escritura (aunque en esto conviene tomar
ejemplo de la rumia vacuna), como si en la premura del escribir estuviera la
abundancia del buen narrar.
No se sabe por qué cayeron en el olvido algunos
escritores, digo. Pudiera ser por demérito propio o bien porque no hay espacio
suficiente en el Parnasillo de las Letras y su estrecha entrada es como el ojo
de la aguja evangélica: si eres camello, rico Epulón o escritor sin padrinos no
hay parábola que te ampare. No pasas a la Gloria y te aguantas. Lo cierto es
que estos autores vivieron, escribieron, publicaron, tuvieron su fama más o
menos duradera y, andando el tiempo, cayeron en el olvido o la indiferencia del
lector. Ahora, sus obras hacen masa en el rimero de libros amontonados en los
anaqueles de cualquier librería de viejo.
Eso me ocurrió con La Risa, la Carne y la Muerte de Eduardo Zamacois. Esta primavera pasada andaba yo escarbando en La Casquería, librería donde se acumulan los libros de desecho de tienta y te los venden al peso, y me llamó la atención su portada de un diseño modernista y atrevido, en su desnudez, para la época. Tres euros veinte me costó hacerme con la pieza. Las tapas rotas, alguna hoja descosida, el papel ácido y con rasgaduras. Ideal para un bibliómano de bajo presupuesto y aficionado a la encuadernación.
Dos placeres solitarios ofrecía el pobre libro a
pesar de su decrepitud: el de restaurar su encuadernación, primero, y el de
leer su texto, después. Lo primero fue tarea durante el curso; lo segundo ocupó
algunas tardes del verano. Y aún hay algo más que también forma parte de estos
placeres, como es la curiosidad por saber quién era el autor, qué fue de su
vida, qué obras escribió, en qué época, y, como información bibliográfica,
cuándo se editó la obra y quién fue su editor.
Pues este ejemplar que encontré de La Risa… (cuentos
irónicos – cuentos pasionales – cuentos de asesinos, ladrones y fantasmas,
dice el subtítulo) corresponde a la primera edición y fue publicado en 1930 por
la editorial Renacimiento, Cía. Ibero-Americana de Publicaciones, e impreso por
la Cía. General de Artes Gráficas, Madrid, y distribuido por la Distribuidora
Ibérica de Publicaciones, calle Paz, 27, teléfono 17053.
Todo ello por el modesto precio de tres eurillos y
pico devaluados. Imagínese el improbable lector la cantidad de jugo que se le
puede sacar al libro más fané que uno se encuentre entre una montonera de papel
impreso caído en el olvido. Basta que la curiosidad del lector vaya más allá de
la mera lectura.
Algo parecido ocurrió con un autor, paisano mío,
de quien encontré un par de otras, editadas por España Calpe. Se trata de Félix
Urabayen, nacido en 1883, en Ulzurrun, pueblecito del valle de Ollo en la
cuenca de Pamplona, y que actualmente da nombre a un instituto de enseñanza
media de esa capital. Como maestro fue destinado a Toledo, donde dio clases en
la Escuela Normal y fue su director. Republicano de pro, “el tabaco y la cárcel
terminaron con él en 1943”, dice Rafael Castellano en un artículo publicado en
Egin el 21 de septiembre de 1982.
De Urabayen hay en casa dos obras editadas por Espasa Calpe: Toledo: Piedad, en 1925, que es su primera novela, y Estampas del camino, publicada en 1934. Y, curiosamente, en ambas vienen sendos recortes de periódico de anteriores propietarios: el citado del Egin en Estampas…, y otro, en Toledo: Piedad, de Juan José Fernández Delgado en El País del 12 de junio de 1983, con motivo del centenario de su muerte.
Al contrario que Zamacois, quien fue un
vivalavirgen, un tanto bohemio y autor de éxito con la fundación de El
cuento semanal, Urabayen dedicó su vida al magisterio y ejerció en varias
ciudades españolas hasta que recaló en Toledo, donde ejerció de director de la
Escuela Normal de Magisterio. Recién terminada la guerra civil, un tribunal
militar le condenó a prisión, compartió celda con Buero Vallejo y Miguel
Hernández, y fue liberado en 1940 por ser un enfermo terminal. Dos años
después, murió a causa de un cáncer de pulmón.
Y no me alargo más. Basten estas notas para que
el improbable lector se haga cargo. Si es aficionado a la lectura y a las
librerías de viejo, quizás encuentre pequeños tesoros bibliográficos, sin
apenas valor económico, que le llenen de satisfacción y estimulen su sed lectora.
No pretenden estas notas en mi bitácora otra cosa, sino que
se le dediquen unos minutos de lectura, a la vez que despierten el gusto por
ojear esos libros amarillentos que se ofrecen de saldo.
Por lo demás, ya se lo tengo dicho a mi santa, que
cuando subamos a Pamplona a ver a la familia, hemos de hacer tres cosas. La
primera, visitar Ulzurrun para ver si existe la casa familiar de Félix Urabayen
o queda entre sus paisanos memoria del escritor. La segunda, ir a la Ribera, a Cortes de Navarra, donde pasé
mi infancia, y visitar su castillo. La tercera, subir a las ventas de la Ulzama
a comer una cuajada. Dī
iuuantes, claro está.