sábado, 24 de septiembre de 2022

A modo de rescate del olvido.-

 


De regreso a la capital del reino, tras largas caminatas por el valle de Lozoya – en este verano tan reseco – entre vacas de apacible rumiar y robledos sedientos que parecían escudriñar el cielo azul sin tacha de nubes en busca de un poco de lluvia que los aliviara, al jubilata le da por reivindicar – sin mayores razones – algunos escritores de las últimas filas a las que fueron empujados por el olvidado y el paso del tiempo.

Y que el improbable y siempre paciente lector perdone la andanada del primer párrafo, donde apenas ha brotado alguna coma que le permitiera tomar un respiro en la lectura. Pero es que uno se vuelve apresurado a pesar de las largas y calurosas tardes veraniegas de lectura. Por eso escribe en tromba, atropellando la rumia de la escritura (aunque en esto conviene tomar ejemplo de la rumia vacuna), como si en la premura del escribir estuviera la abundancia del buen narrar.

No se sabe por qué cayeron en el olvido algunos escritores, digo. Pudiera ser por demérito propio o bien porque no hay espacio suficiente en el Parnasillo de las Letras y su estrecha entrada es como el ojo de la aguja evangélica: si eres camello, rico Epulón o escritor sin padrinos no hay parábola que te ampare. No pasas a la Gloria y te aguantas. Lo cierto es que estos autores vivieron, escribieron, publicaron, tuvieron su fama más o menos duradera y, andando el tiempo, cayeron en el olvido o la indiferencia del lector. Ahora, sus obras hacen masa en el rimero de libros amontonados en los anaqueles de cualquier librería de viejo.


Eso me ocurrió con La Risa, la Carne y la Muerte de Eduardo Zamacois. Esta primavera pasada andaba yo escarbando en La Casquería, librería donde se acumulan los libros de desecho de tienta y te los venden al peso, y me llamó la atención su portada de un diseño modernista y atrevido, en su desnudez, para la época. Tres euros veinte me costó hacerme con la pieza. Las tapas rotas, alguna hoja descosida, el papel ácido y con rasgaduras. Ideal para un bibliómano de bajo presupuesto y aficionado a la encuadernación.

Dos placeres solitarios ofrecía el pobre libro a pesar de su decrepitud: el de restaurar su encuadernación, primero, y el de leer su texto, después. Lo primero fue tarea durante el curso; lo segundo ocupó algunas tardes del verano. Y aún hay algo más que también forma parte de estos placeres, como es la curiosidad por saber quién era el autor, qué fue de su vida, qué obras escribió, en qué época, y, como información bibliográfica, cuándo se editó la obra y quién fue su editor.

Pues este ejemplar que encontré de La Risa… (cuentos irónicos – cuentos pasionales – cuentos de asesinos, ladrones y fantasmas, dice el subtítulo) corresponde a la primera edición y fue publicado en 1930 por la editorial Renacimiento, Cía. Ibero-Americana de Publicaciones, e impreso por la Cía. General de Artes Gráficas, Madrid, y distribuido por la Distribuidora Ibérica de Publicaciones, calle Paz, 27, teléfono 17053.

Todo ello por el modesto precio de tres eurillos y pico devaluados. Imagínese el improbable lector la cantidad de jugo que se le puede sacar al libro más fané que uno se encuentre entre una montonera de papel impreso caído en el olvido. Basta que la curiosidad del lector vaya más allá de la mera lectura.

Algo parecido ocurrió con un autor, paisano mío, de quien encontré un par de otras, editadas por España Calpe. Se trata de Félix Urabayen, nacido en 1883, en Ulzurrun, pueblecito del valle de Ollo en la cuenca de Pamplona, y que actualmente da nombre a un instituto de enseñanza media de esa capital. Como maestro fue destinado a Toledo, donde dio clases en la Escuela Normal y fue su director. Republicano de pro, “el tabaco y la cárcel terminaron con él en 1943”, dice Rafael Castellano en un artículo publicado en Egin el 21 de septiembre de 1982.


De Urabayen hay en casa dos obras editadas por Espasa Calpe: Toledo: Piedad, en 1925, que es su primera novela, y Estampas del camino, publicada en 1934. Y, curiosamente, en ambas vienen sendos recortes de periódico de anteriores propietarios: el citado del Egin en Estampas…, y otro, en Toledo: Piedad, de Juan José Fernández Delgado en El País del 12 de junio de 1983, con motivo del centenario de su muerte.

Al contrario que Zamacois, quien fue un vivalavirgen, un tanto bohemio y autor de éxito con la fundación de El cuento semanal, Urabayen dedicó su vida al magisterio y ejerció en varias ciudades españolas hasta que recaló en Toledo, donde ejerció de director de la Escuela Normal de Magisterio. Recién terminada la guerra civil, un tribunal militar le condenó a prisión, compartió celda con Buero Vallejo y Miguel Hernández, y fue liberado en 1940 por ser un enfermo terminal. Dos años después, murió a causa de un cáncer de pulmón.

Y no me alargo más. Basten estas notas para que el improbable lector se haga cargo. Si es aficionado a la lectura y a las librerías de viejo, quizás encuentre pequeños tesoros bibliográficos, sin apenas valor económico, que le llenen de satisfacción y estimulen su sed lectora. No pretenden estas notas en mi bitácora otra cosa, sino que se le dediquen unos minutos de lectura, a la vez que despierten el gusto por ojear esos libros amarillentos que se ofrecen de saldo.

Por lo demás, ya se lo tengo dicho a mi santa, que cuando subamos a Pamplona a ver a la familia, hemos de hacer tres cosas. La primera, visitar Ulzurrun para ver si existe la casa familiar de Félix Urabayen o queda entre sus paisanos memoria del escritor. La segunda, ir a la Ribera, a Cortes de Navarra, donde pasé mi infancia, y visitar su castillo. La tercera, subir a las ventas de la Ulzama a comer una cuajada. Dī iuuantes, claro está.