lunes, 26 de agosto de 2024

Verano en el valle, 3. Fragmentos camineros.-


En estas calurosas tardes agosteñas dedicadas a la lectura, he leído algún artículo sobre esa enorme obra literaria del escritor Andrés Trapiello, quien viene publicando su
Salón de los Pasos Perdidos desde 1990. Según entiendo, es una recopilación de sus diarios personales y literarios y que terminan siendo novela una vez expurgados los textos personales sin interés para el público lector. Una especie de caudaloso río literario que, suponemos, tendrá fin cuando el escritor finiquite su vida, por aquello de Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir, tan manriqueño.

Este jubilata no tiene un río literario caudaloso, pero sí sus diarios personales comenzados con el siglo presente, que no merecen la atención del leedor, ni van a él dirigidos, pero que en esta ocasión servirán de excusa para una parrafada en esta bitácora. Por eso, sin que sirva de precedente ni ganas de molestar al improbable lector, entresaco algunos de los textos que he ido escribiendo en estos días veraniegos en el valle y los dejo aquí, a la vista de los ojos ociosos que quieran distraerse un rato.


Junio, jueves 20.- Esta mañana, con las nubes amenazando lluvia y ya descargándola cuando regresaba a casa, he paseado hasta los Batanes y he dado la vuelta al pequeño lago artificial, pasando por el “bosque del Rotario” con su curiosa estatua metálica de ruedas horizontales ensartadas en su eje vertical. Cada pequeño recodo del sendero en torno al lago me permitía una vista de su superficie que mostraba ligeras variaciones del conjunto, con su lámina de agua donde se reflejaba el bosque del entorno y el azul del cielo acosado por los nubarrones.

Observaba la superficie del lago, tersa, a modo de espejo donde se reflejaban árboles y cielos, cuando una carpa ha saltado y ha dado un coletazo para hundirse de nuevo. Esa leve vibración ha sido suficiente para que la lámina líquida se rompiera en círculos concéntricos y quebrase la imagen de la arboleda frondosa y el azul del cielo atrapado entre nubarrones. Romper el paisaje reflejado sobre el agua ha producido una impresión próxima al cubismo que fragmenta la imagen para que nos demos cuenta que la naturaleza no tiene la uniformidad de una pintura sobre una tela.

Julio, sábado 20.- “¿Sabías que nuestras gallinas escuchan música a diario? Desde rock & roll, pop y salsa hasta la tradicional ópera. Gracias a estas melodías nuestras gallinas viven tranquilas y felices”. Lo pone en una caja de huevos que compré en el súper Mirasierra. Las estupideces de la publicidad mercantil, con su buenismo animalista y sensiblero, son difícilmente superables. A saber lo que pasará por el pequeño cerebro gallináceo cuando escuche las músicas que los humanos le obligan a oír para aumentar la producción de huevos.


Agosto, domingo 25.- Otro de mis rincones favoritos, bien cerca del Paular, es la pradera junto a la ermita de la Virgen de la Peña. Eso mientras la gente en masa siga ignorando su existencia y no vaya a patear la placidez del lugar. Dando una caminata sin prisas por los caminos que salen desde las Suertes hasta las Presillas, he cruzado la carretera junto al comienzo del Palero y he entrado al recinto. 

Por allí estuvo la señora Ayuso, cortejada por las autoridades civiles y eclesiásticas locales, a hacerse la foto el día de la inauguración y dejaron instalado un cajón en forma de casita donde hay un par de docenas de libros a libre disposición de los lectores. Tomo uno de relatos sobre la Sierra y leo sentado en un banco hecho con medio tronco de árbol. Incómodo pero romántico el lugar, a la sombra de un gran castaño, con la ermita frente a mí y el pequeño embalse a mi espalda.

A pesar de que sé que estos lugares, hasta ahora recónditos, no están hechos para mi particular disfrute, tras un buen rato de lectura, como aparecen dos mujeres ciclistas y le dan a la cháchara sentadas sobre el murete de la presilla, para mí se acabó la tranquilidad. Dejo el libro en su sitio, me calo el panamá, requiero mi bastón caminero, estiro un poco mis lumbares agarrotadas durante el asiento en el romántico, pero jodidamente incómodo banco rústico, y me largo con pasito de jubilata ocioso.

Julio, miércoles 24.-  Por caminar con la fresca, no hago pereza y a las ocho ya estoy en camino. Decido subir al pinarejo que está en el camino hacia la Cabeza del Robledo y me acerco a la Peña Grande, desde donde hay unas vistas magníficas sobre el Peñalara y la Cuerda Larga. Ladera adelante, termino saliendo al camino que lleva a la pasarela sobre el Aguilón y me siento a la sombra del fresno junto a la orilla. El caudal del arroyo ya ha menguado respecto a estas semanas pasadas.


El lugar es vado por donde cruzan las vacas que vienen de pastar y van a sestear al cercado de junto al puente. Las observo. Pasan con paso prudente para no torcerse las patas sobre la superficie resbaladiza. Pero primero me observan, por si acaso no les merezco confianza. Comprobado que soy inofensivo, atraviesan el arroyo dando traspiés sobre las piedras pulidas por la corriente. Una de las vacas, casi en la orilla, me mira y defeca sobre el lecho del arroyo. De las que siguen, una se para a beber agua muy cerca de donde su compañera dejó la plasta.

Agosto, viernes 16.- Acabamos de volver de Madrid y Rascafría es un hormiguero de coches circulando por callejuelas cuyo trazado y dimensiones estaban pensados para que pasasen por ellas los carros y el ganado, desde la Edad Media hasta que el honrado pueblo celtibérico se bajó del burro para montarse en el 600 en los años del desarrollismo; y actualmente lo usa hasta para ir a mear.  Tras un breve incidente con otro vehículo que venía de frente y que casi no nos deja llegar hasta casa, logro aparcarlo cerca y descargarlo. Como es habitual, por ese sentido de la utilidad que tiene Teresa, venimos bien cargados de mil cosas “necesarias” y me toca subir toda la impedimenta.

Agosto, sábado 24.- Uno de los lugares más hermosos para aislarse y disfrutar de la vista de la montaña es la ermita de Santa Ana. Sentado en uno de los dos poyos de su fachada, está el impresionante macizo del Peñalara al frente, seguido de la cuerda de los Carpetanos. Allí he pasado media hora dedicado a contemplar aquel paisaje, con la mente en blanco.


Yendo hacia el camino que lleva a Alameda, en el secarral de la dehesa, la vacada sestea a la sombra de los chopos y parece esperar a que crezca la hierba, tan reseca y rala que no sé qué provecho sacan de ella. Un ternero de pocas semanas está tumbado en medio del camino, y su madre, a poca distancia, parece absorta en sus pensamientos vacunos, pero no le quita ojo. El caminante da un rodeo para no asustar al ternero y poner en guardia a la madre, que estas hembras suelen ponerse irascibles si alguien molesta a sus retoños. Un poco más allá, otra vaca lame maternal y concienzudamente a su cría, primero un lado de la cara hasta llegar al ojo, luego, el cuello. El ternero se deja querer y hasta jira su cuello cuando se ve ya suficientemente chuperreteado por aquel lado, para que mamá vaca le lave el resto de la cara a puros lametones .


Agosto, lunes 26.- Una proeza que me tiene más contento que unas pascuas. Casi sin proponérmelo, o, digamos, auto engañándome, diciéndome a mí mismo que no iba a subir, pero subiendo como sin querer darme cuenta, paso a paso trepo toda la pendiente del cerro Cabeza del Roblero. Salí de casa a las 08:30, y poco después de las 10, corono la cabeza del cerro. Desde la roca que sirve de asentadero en la cumbre, disfruto de las vistas de Peñalara al frente, la Cuerda Larga a su izquierda, hasta los cerros próximos de la Morcuera, cercanos a donde yo estoy, y los Carpetanos a su derecha. Ante mí, al fondo, el valle de Lozoya con su boscaje de robledo y pinares en todo lo que alcanza la vista, la esbelta torre del monasterio del Paular y el caserío de Rascafría. Todo el paisaje para mí solo, para compensarme del esfuerzo por subir hasta allí arriba, jubilata jubiloso por estar en posesión de todas sus fuerzas, por lo menos el día de hoy. Mañana renquearemos, pero de eso hablaremos mañana, si se tercia.

A las 10:30, por la otra vertiente, la fácil, aparece un coche que sube por la corta pista que viene desde la carretera de la Morcuera. Es la bombera que vigila toda la zona desde este observatorio. La saludo y ella se sorprende de ver a un tipo por aquellos andurriales y a aquellas horas, pero no se incomoda con mi presencia. Abre la caseta, riega la planta de albahaca que tiene en un tiesto, echa un poco de agua sobre una roca plana junto a la puerta (“Es para que beban las avispas”, me dice), coge un cepillo y se pone a barrer el suelo del pequeño refugio. Mientras, ha conectado la radio para estar localizada y todos sus compañeros de guardia (ellos y ellas) van saludándose desde los distintos puntos de observación.

Yo le he dado una breve conversación amistosa, le he explicado de dónde venía y a dónde me dirigía, para su tranquilidad, y me he despedido pasado un tiempo prudencial. Me tiro ladera abajo, por una pendiente muy inclinada, buscando los arroyos (en este tiempo, secos) que tributan en el Aguilón. No he visto ganado ni jabalíes, como el otro día al atravesar el robledal. Allá abajo, sentado a la sombra del fresno de mis descansos cuando recorro aquellos parajes, con el arroyo corriendo a mis pies, como un trozo de pan duro con chocolate y una pieza de fruta que lavo previamente en el arroyo. 

El regreso, por los caminos habituales. A la una ya estaba en casa después de darle a la zapatilla en solitario, durante 15 kilómetros, monte arriba, monte abajo.

domingo, 4 de agosto de 2024

Verano en el valle, 2. Son cuentos. -

 


Para el 15 de agosto son las fiestas patronales en Rascafría. Hace unas semanas, se me ocurrió mirar el programa de actos y me encontré con que se convocaba un concurso de relatos breves. Muy ufano, fui al cajón de los cuentos y saqué uno que me pareció apropiado para ser presentado, con la esperanza de alcanzar en este pueblo de la Sierra mi primer peldaño en la fama de la gloria literaria. El problema es que el asunto a tratar se refería, forzosamente, a Rascafría, sus gentes, sus costumbres… El colorido localista del relato era obligatorio, así que desistí porque el casticismo no es la fuente Castalia de la que bebe mi imaginación.

Pero, mira por dónde que, de la asociación cultural de mi barrio, El Sol de la Conce, me enviaron las bases de un concurso VI premio de relatos Pérez-Taybilí, animándome a participar. En ellas se advertía: “Aunque sean de temática libre (los relatos, se entiende) traten de forma transversal la convivencia, el respeto, los vínculos y la interculturalidad…” Y advertía específicamente que el jurado valoraría especialmente los relatos que introdujeran estos valores.

Fui a mi fuente Castalia a ver qué aguas manaban de ella que alimentaran mi imaginación con sorbitos de convivencia, respeto, interculturalidad y demás etcéteras, y me pareció que, aunque me bebiera todo el manantial, las aguas de mi imaginación literaria seguirían incoloras, inodoras e insípidas en lo que se refiere a la fraternidad universal que ha de transcender en el relato que esa asociación Pérez-Taybilí está dispuesta a premiar.

Reconozco que el localismo y la trasversalidad se me dan muy mal y que, a estas edades, me resulta muy difícil descolonizarme (o “decolonizarme”, - horribile dictu, pero santo y seña de la progresía al agua de rosas -) de tantos prejuicios como he adquirido con enorme esfuerzo y tesón a lo largo de la vida.

Improbable y ansiado lector, como los dos intentos de escalar la fama, de los que te he hablado, son puertas cerradas a mi ilusión de ceñirme los laureles literarios, y como la frustración y el desánimo no me dejan sosiego en estas largas y calurosas noches agosteñas, he decidido endosarte a ti – siempre paciente – este pequeño relato que a continuación puedes leer, si no se ha agotado tu paciencia llegando hasta aquí.

Si se lee el mismo sin  excesivas exigencias literarias, folclóricas o ideológicas, podrá observarse que sí hay un atisbo  de transversal en lo que respecta a sus personajes (un fracasado, una feminista, una exdelincuente…) que conviven en la barra de un  bar.

 

“Era la misma mujer que decían que había estado en la cárcel. Era buena camarera; le sirvió un buen café caliente…”, y a él le pareció que, a partir de este arranque, tomándose su tiempo, lograría escribir un buen relato. Al fin y al cabo, le habían despedido del trabajo, y no tenía nada mejor que hacer... Aunque, no, no estaba dispuesto a que Cristina, profesora del taller de escritura creativa, le impusiera condiciones a la hora de escribirlo, y decidió que se saltaba las reglas del juego que previamente les había dado.

Que aquella camarera anoréxica, de ojos como simas, hubiese pasado una temporada a la sombra no tenía para él ningún interés, aunque sí apreciaba su profesionalidad: nadie como ella preparaba aquellos cafés negros y cremosos. Y si no, que se lo dijeran a Clara, su amiga feminista, con la que acostumbraba a reunirse en aquel bar.

Por lo demás, no le parecía a él que haber llamado babuino a su jefe fuese motivo suficiente de despido; pero así fue, porque al imbécil se le ocurrió mirar el diccionario. Este fin de semana prescindimos de sus servicios, le había dicho aquel papión cinocéfalo. El maldito catarrino le había despedido, y todo por un exceso verbal puramente zoológico. Como si ser culto fuese un delito.

Y por eso estaba allí Clara; para consolarle, como otras veces. Feminista militante, había sido en los quince últimos años su mejor amigo, su camarada, su confidente y su paño de lágrimas, pero nunca se habían acostado juntos. A ella no le hubiese importado: total, un intercambio de fluidos corporales y un poco de calistenia sexual. Ella le solía insistir: mejor con un amigo que con un desconocido. Pero a él le humillaba saberse tratado como hombre objeto por aquella fémina de ovarios poliédricos, y nunca accedió.

Lo del despido era irremediable y uno de tantos episodios lamentables, consecuencia de su inadaptación al medio. Clara, como siempre, se lo hizo ver con la contundencia que ponía en sus opiniones, más brutales cuanto más sinceras, a fuerza de amistosas. – Vete de esta ciudad. En Valladolid tengo una amiga que te dará trabajo. Ya he hablado con ella – le animó. Y encendió un cigarrillo.

Pero quedaba pendiente un asunto que debía resolver en una hora escasa: lo del reto que le habían propuesto a través del correo electrónico. Sólo quería demostrar que, al menos en eso, era capaz de hacerse valer. Pero, por otro lado, le reventaba ajustarse a normas impuestas por aquella engreída de Cristina.

Y qué si ha ganado un premio de relatos – le comentaba a Clara –. Eso no le da derecho a complicar la vida a la gente. Podía echarnos una tarea más fácil ¿No crees?

Pues escribe un micro relato – le sugirió ella –, y deja de darle vueltas, hombre. ¿Quién te mandó meterte en un taller de escritura?

La idea podía funcionar. A ver: “Era la misma mujer que decían que había estado en la cárcel. Era buena camarera; le sirvió un buen café caliente, y a él le pareció que... el tipo acodado en la barra era un madero de mala baba, y que se dedicaba a acosarla.

Puesto que le habían echado del trabajo y se iba de la ciudad antes de una hora, no perdía nada haciendo el quijote por aquella anoréxica de ojos demoledores.

Eh, oiga, deje de molestarla – dijo con voz que pretendía ser segura.

El poli le miró con sorna: Ésta no necesita caballeros andantes. Al último lo disolvió en nitrógeno líquido, y ella dice que se fue de viaje. – Y añadió – métase en sus asuntos, amigo.

Pero él estaba fascinado por los ojos dinamiteros que le sirvieron el café, y no se resignó al gesto despectivo del secreta: “Mucha pistola y poca vergüenza, es lo que tiene usted” – le dijo. Y observó a la mujer de mirada con destellos de goma-2 acorralada tras la barra. Por poco tiempo. El policía metió la mano en la sobaquera y le partió la boca con un certero culatazo de su pistola.

Cuando recobró el conocimiento, se descubrió a sí mismo sin dientes, empuñando la pistola y el cuerpo del policía cubierto de sangre. La camarera ya no estaba allí, el sobre de la paga con el finiquito, tampoco”. – Leyó en voz alta.

Dos objeciones – apostilló Clara, siempre en cuarto jodiente – La camarera no debe aparecer en el nudo de la acción, condición indispensable impuesta por tu profesora; y el desenlace con asesinato ya lo empleó Jose, tu compañero de taller de escritura. Que seas un fracasado reincidente no justifica tu pobreza imaginativa.

De eso nada – protestó él -, ya te lo he dicho: no pienso hacer caso de Cristina. Ella que diga lo que quiera, que yo haré lo que me dé la gana.

Conozco tus rabietas. Sólo sirven para ocultar tu temor a las mujeres –. Ella, parsimoniosa, buscaba un nuevo cigarrillo en su bolso. – No soportas que valgamos más que tú.

No sé ni cómo te aguanto – protestó de nuevo él –. Me acosas sexualmente, me humillas porque me niego, y, encima, me reprochas mis fracasos. No entiendo por qué soy tu amigo.

Porque soy la única persona que te quiere. – Clara sorbió un poco de café y dio una calada al cigarrillo. –  Inténtalo de nuevo, cariño – añadió.

A regañadientes, inició otra vez el relato: “Era la misma mujer que decían que había estado en la cárcel. Era buena camarera; le sirvió un buen café caliente, y a él le pareció que... tenía aspecto de drogata a medio regenerar: extremadamente delgada, manos huesudas y venas azules, y unos enloquecedores ojos brillantes, consecuencia de sus viajes alucinados a lomos del caballo.

Somos complementarios – pensó –, Unos cabalgan quimeras ocultas en agujas hipodérmicas, mientras que a otros nos cocea la rutina. Si ella me quisiera, volaríamos juntos.

Y, por qué no. Tomó el café y regresó al trabajo en la farmacia. Cogió las tijeras, acorraló a su jefa en la rebotica, forcejearon y le abrió dos ojales gemelos en la garganta. La verdad, le tenía ya ganas. Demasiados años aguantando a aquella arpía.

No me despides, que me voy – dijo él, jadeando por el esfuerzo.

Abrió el armario de seguridad, cogió las anfetas, las ampollas de morfina, antidepresivos y ansiolíticos. Cualquier pastilla que sirviese para desbocar un cerebro. Vació la caja registradora y fue a buscar a su compañera de viaje. En una hora, la libertad.

Ella le dijo: pierdes el tiempo; ya no viajo a lomos del caballo, ya no sueño, ya casi ni soy. Sólo el cuerpo me sobrevive. Su desaliento era más negro que el café que le ponía en ese momento

– Éste va de mi cuenta, le dijo.

Y ella cogió el teléfono para llamar a la policía.

A ver qué te parece esta vez –. Pero no miró a Clara, sino a la camarera. Ésta llevaba casi una hora oyendo sus historias y cabreándose por momentos. Eran ya cuatro años, desde que salió del talego, aguantando tras la barra a fulanos de todo pelaje: borrachos domésticos, graciosos de barrio, machistas acomplejados, babosos hambrientos de sexo, depresivos que se sicoanalizaban gratis a cambio de una cerveza... Pero nunca, nunca, ningún fracasado la había herido tanto. Le hacía recordar una y otra vez el gran fracaso que era su propia vida. Y el tipo insistía, insistía… Y, encima, se lo preguntaba a la cara, con todo descaro…

No aguantó más. Se puso frente a él, mostrador por medio, y con un porta de la cafetera, de un golpe certero, le aplastó las narices. Pillado de improviso, se cayó del taburete y se quedó sentado de culo, frente a las piernas de Clara. Incapaz de entender, sólo acertó a observar que ella vestía una minifalda. Que la frontera entre ésta y aquellos muslos de mujer cabal era una zona que nunca había explorado; que ya eran quince años, y que ya iba siendo hora.

Acuéstate conmigo, Clara – hipó, mientras escupía posos de café.

Clara daba la última calada a su tercer cigarrillo – ha pasado tu hora, mi amor.