No sé si hablar de “merodeos”, referido a mi vagar por los caminos del monte, es muy apropiado. Más bien, todo lo contrario, ya que un servidor no es un merodeador, según lo define la R.A.E., sino un inofensivo jubilata rompe-suelas, bien alejado de la mala intención del maraud francés, del que deriva el término español.
A decir verdad, eso de vagar por ahí con fines no confesados, a ver qué atropa uno al descuido, no es la finalidad de mis caminatas. Un servidor, aparte de comer alguna mora de las matas del camino, o alguna ciruela silvestre, o alguna manzanita de maíllo silvestre, que ya empiezan a estar en sazón, no se apropia de propiedades ajenas.
Sepa el lector
que las frutas antedichas son dones gratuitos de la madre naturaleza, bienes
mostrencos de libre disposición para quien quiera o sepa usarlos. Es más, a
veces, un servidor tiene que soportar que los perros guardianes de las fincas
le ladren si se acerca a una distancia tal del límite de la propiedad que el
can considere que el paseante está extralimitándose por exceso de proximidad.
Es lo que suele ocurrirme cada vez que paso por la finca donde se guardan yeguas con sus crías y los terneros. Allí hay un tropel de perros de todo pelaje que enseguida se alborotan. Claro que la culpa la tiene un perrillo mil leches, cobarde y ladrador, que tiene un ladrido estridente y agudo.
Bastante antes de yo doblar el camino para llegar ante la
puerta, el individuo oye mis pisadas o me huele la sobaquina caminera y alerta
a toda la tribu perruna. Corre desaforado hacia mí, a grandes ladridos, pero
sin salirse de la cerca, que no se atreve de puro canijo que es. Hace, como
quien dice, tirar la piedra y esconder la mano. Los demás, que andaban cada
cual a sus quehaceres, al grito de alarma, se encrespan y organizan un
desconcierto de ladridos. Corren de un sitio a otro, a ver por dónde entra el
invasor en su vedado, y alborotan medio valle desgañitándose a puro ladrido.
Lo que peor llevo es que hay un viejo mastín que
conozco desde hace unos diez años y él me conoce a mí, aunque hace como si yo
fuera un extraño merodeador y sospechoso cuatrero. Pues bien, este viejo perro
pastor, por achaques de la edad, está tumbado, adormilado, quizás soñando con
el reposo eterno en el Walhalla perruno. Los chillidos desaforados del mil
leches le sobresaltan, sale de sus sueños caniculares y levanta la cabeza, un
poco apamplado, mirando a todos lados, como diciendo: ¿¡¡¡Qué pasa!!!? ¿¡¡¡Qué
pasa…!!!? ¿¿Por dónde, por dónde viene el lobo…?? Me ve a mí pasar por el
camino, sin ánimos de merodeo, sin salirme de la recta vía del viandante, pero
el cabrón va y me ladra.
Eso a pesar de tantos años pasando por delante, como pacífico caminante que hace su camino sin meterse en propiedades que le son ajenas. Aun así, el viejo mastín se levanta con torpeza, me mira fiero, avanza unos pasos y lanza sus ladridos profundos, con voz gruesa, como de traga lobos. Una vez que ha cumplido con su deber, me mira indiferente, sin prestar atención al mudo reproche que yo le hago desde el otro lado de la alambrada, dolido por su agresividad injustificada tras tantos años de ocasionales reencuentros. Total, se da la vuelta y busca una sombra bajo la que recostase. Yo sigo mi camino de viandante, sobre mis viejas botas camineras.
A lo que íbamos. Si he de ser sincero con el
improbable lector, lo de merodear se me ocurrió como sinónimo de caminante que
deambula sin objeto definido. Lo hice para poner en marcha este texto, que no
sabía bien ni cómo iniciarlo, ni qué puñetas decir para que el lector decidiera
que merecía la pena ser leído durante diez minutos, que es lo que dura la vida
efímera de las entradas en esta bitácora.
Total, que si no merodeo – lo cual está feo en un
hombre de mi edad –, deambulo. En cuanto al texto que precede, iniciarlo
tirando de una palabra a la que se le fuerza el sentido, es recurso (me parece)
de mal escribidor. Aunque en los viejos talleres de escritura creativa que un
servidor hacía allá por el siglo pasado, era recurso permitido si con ello se
logra poner en marcha la imaginación y desmadejar el ovillo de un pequeño
relato que entretenga al personal.
Si la función crea el órgano, aporrear la tecla sin
saber bien qué se va a decir, trae como consecuencia lo que el paciente y siempre grato, aunque
improbable lector, acaba de leer.
Hos ego versículos feci…
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