miércoles, 25 de agosto de 2010

intermitencias veraniegas.-

Aunque parezca lo contrario, uno no está en la lista de abonados ausentes, sino que pasa el verano viviendo unas semanas en casa y otras corriendo por esas tierras del solar hispano, allá donde puede aliviarse de los calores madrileños. O, por lo menos, lo intenta. De ahí que la bitácora parezca un tanto abandonada.
Como cada año, pasamos varios días en Navarra, en la patria chica, recuperando las raíces que nos recuerdan de dónde somos. Uno llega allí hablando el madrileño internacional y regresa con acento y expresiones propias de la navarrería original. Una inmersión que a uno le deja el cuerpo y el alma reconfortados para el resto del año.
Cada estancia en Navarra la aprovechamos para recorrer alguna zona que aún no conocemos, a pesar de tratarse de una provincia de tan poca extensión territorial. Lo que me recuerda aquella jota: Un navarrico en la escuela / mirando el mapa lloró / porque pintaron pequeña / la tierra que tanto dio. Ya se sabe cómo somos y cómo nos vemos: tierra pequeña y corazón grande. Pero no se pretende aquí de hacer patriotismo localista, sino contar algo sobre las impresiones que uno saca de estos viajes.
Y a fuer de sincero, debe uno confesar que siempre regresa con la lamentable impresión que produce saber que su pueblo – en tiempos fue aldea de labradores – hoy es un arrabal de Pamplona donde la especulación inmobiliaria ha cometido los mayores desafueros, hasta despersonalizar aquel pueblecito donde uno pasó largas épocas de su infancia en casa del abuelo, a la que llamaban “casa Lecáun”, porque de Lecáun era originaria la familia. El abuelo Francisco, en 1912, compró la casa y las tierras a los herederos del general Oráa, cuya casa palaciega y escudo aún se pueden ver a la entrada del pueblo. En casa Lecáun nací y mi tío José recordaba muchas veces que, cuando mi madre estaba a punto de parirme, el abuelo le envió con la yegua a buscar al médico a Galar, cabecera de la cendea a la que pertenecía Beriáin, mi pueblo. Así que voy presumiendo de aldeano, lo mismo que otros presumen de ser de capital.
Razones no faltan, que este pueblo tiene una larga historia. Ya desde el S. XII hay constancia histórica de su existencia y existe una tradición oral que oí contar a mis mayores: la que en vascuence se llama Astelen iru burugorri (el lunes de las tres cabezas rojas). En 1127 se consagró la catedral de Pamplona. Tres prelados que iban a participar en la consagración, al llegar a Beriáin se encontraron con que un desbordamiento del río Elorz (el río “al revés” lo llaman allí, porque parece ir del llano a la montaña) les impedía continuar camino y fueron alojados en las casas del pueblo y agasajados. Quedaron tan satisfechos por la acogida de los aldeanos, que consagraron la iglesia del pueblo un día antes que la catedral pamplonesa, el 11 de abril de aquel 1127.
También en Beriáin nació don Marcelino Oráa, que luchó durante la francesada a las órdenes del guerrillero Espoz y Mina y, cuando la primera carlistada, luchó como coronel del ejército cristino contra el general Zumalacárregui, y terminó su carrera militar siendo capitán general y gobernador de las Filipinas.
También, siendo yo niño, era famoso el soguero, quien, estando un día en Pamplona con mi tío Braulio, fueron a cruzar una calle y el guardia municipal les mandó cruzar por la raya. Como eran aldeanos y no sabían de pasos de peatones, cruzaron haciendo equilibrios mientras pisaban sin que las alpargatas se les salieran de la raya y uno le comentaba al otro: Jó, si pintarla harían más anchica
También tiene Beriáin la balsa de la Morea, una pequeña laguna endorreica donde hasta hay una escuela de windsurf y sirve de playa sin necesidad de ir a San Sebastián a darse un chapuzón.
Actualmente, todo el término municipal es una zona fuertemente industrializada, que comenzó con la apertura de las minas de potasas en 1958 en el Arre o monte comunal. Antaño dedicado al cultivo del cereal y la vid, el término es un conglomerado de naves industriales y barriadas de chalés adosados a cuál más impersonal y antiestético, convirtiéndose en barrio dormitorio de Pamplona, que está a penas a 10 kilómetros.
En fin… cuando uno se pone a escribir sin método a ver qué sale, pues se le despierta la añoranza y se pone pesado con historias del abuelo Cebolleta. Por eso, de momento, prefiero dejarlo aquí y cuelgo alguna de las fotos, incluida la de casa del abuelo – que aún sigue en pie – donde aún se pueden apreciar vestigios de lo que fue un pueblo típico de la zona media de Navarra.
¡Ah! que no se me olvide. Existe un libro titulado Beriáin. Aspectos de su historia, sociedad y lengua (Siglos XII-XIX), de Pablo Torres Istúriz, editado en 2002. No podía ser de otra forma, hasta un historiador tenemos en nuestro pueblo.

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